CAPÍTULO 7

1

Conseguir a una acompañante para mi cena con Cromwell, una idea que me había venido a la cabeza al ver los pechos de Elke Höhlenrauch, se convirtió en un trabajo a tiempo completo a medida que se acercaba el día de la llegada de Cromwell.

Estaba decidido a tenérmelas con él en público, a decirle a la cara y delante de testigos lo que pensaba de él y que no quería volver a verlo.

El monólogo de hombre moral me estaba quedando bien. «Escúchame, Cromwell, y escúchame bien», empezaba, y de ahí pasaba a denunciar con detalle toda su maldad interior.

Pero presentarme solo a nuestra cena cuando yo sabía que él iría acompañado de alguna joven hermosa equivaldría a socavar instantáneamente mi posición. En todo lo que dijera estaría implícito el hecho condenatorio de que yo estaba solo. De que, a pesar de las semanas que llevaba avisado, no había sido capaz de encontrar una acompañante adecuada.

En aquellas circunstancias, todo mi monólogo de hombre moral, toda mi arenga, por muy mordaz y devastadora que fuera, podía ser fácilmente desdeñada como los desvaríos de un pringado de tripa enorme y picha fláccida solitario y envidioso. Cuando me marchara, el episodio entero se convertiría en simple comedia chusca. En una historia que Cromwell le contaría a la gente, en lugar de una historia que contaría yo.

Por consiguiente, esta vez el hecho de conseguir una acompañante ya no era una simple convención social, sino algo al servicio de un propósito moral elevado, de una cruzada contra el mal.

Pero a las mujeres a las que yo llamaba no parecía importarles cuál era mi propósito. La mayoría ni siquiera escuchaban durante el tiempo suficiente como para descubrir que las estaba invitando a cenar. Algunas me colgaban en cuanto me identificaba. Otras se reían y me decían: «No, gracias». Unas cuantas parecían estar también en plena cruzada, pero contra mí y los hombres como yo. Me decían que las dejara en paz y me fuera a la mierda. ¿Por quién las tomaba?, me preguntaban. ¿Acaso creía que se habían olvidado de la clase de hombre que era?

Lo que me asombraba de aquellas mujeres no era que tuvieran recuerdos desagradables, hostiles o incluso repulsivos de mí. Eso lo podía entender. Su actitud, en casi todos los casos, estaba perfectamente justificada. Lo que me dejaba pasmado era lo nítidos que eran sus recuerdos de mí en comparación con lo vagos que eran los que yo tenía de ellas y los más vagos todavía que tenía de mí mismo.

Hasta la bizca de Peggy me rechazó cuando la llamé:

—¿Por qué iba a salir contigo? —me preguntó—. Si ya lo he hecho una vez.

Ahí me había pillado. No se me ocurrió ninguna réplica convincente.

2

A complicar más mi vida, y distraerme de mis intentos concienzudos de conseguir a una acompañante para mi cena con Cromwell, vino la extraña conducta de mi contable, Jerry Fry. Por alguna razón, Jerry se había tomado de forma muy personal el hecho de que me escabullera de mi examen físico y, de paso, de la perspectiva de que me asegurara GenMed. Alguien de la oficina del doctor Kolodny debió de llamarle para contárselo. Está claro que yo no había sido, estaba demasiado ocupado llamando a mujeres.

—¿Que te has marchado? ¿Te has marchado sin más? —Jerry estaba fuera de sí.

Yo estaba en mi despacho. Él, en el suyo. Su despacho estaba a menos de tres manzanas del mío, pero la línea local que nos conectaba, como solía pasar más y más desde la ruptura de AT&T, no paraba de fallar. Estaba llena de estática y chirridos y todos aquellos efectos de sonido nostálgicos de las conferencias de larga distancia de antaño. Aunque yo supiera perfectamente que lo tenía a un par de manzanas, esa sensación de lejanía prevaleció y le añadió una sensación de urgencia a todo lo que él decía.

—¿Cómo has podido hacer eso, Saul? ¿Cómo has podido marcharte así, cuando todo estaba arreglado? Todo estaba perfectamente solucionado. ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

Confiando en apaciguar a Jerry, le dije que me había marchado «simplemente porque ahora mismo no me interesa tener seguro».

Aquello fue como tirar otro chorro de líquido inflamable a una parrilla de carbón ya recalentada.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? ¿Que no te interesa, dices? ¡Simplemente ahora mismo no te interesa tener seguro! ¿Es eso lo que has dicho?

Estaba furioso, rabioso, gritando, y la combinación de su voz con el crepitar de estática de nuestra línea daba la impresión de que me estaba llamando desde un hotel en llamas situado en una isla tropical paradisíaca de la otra punta del mundo.

—¿Ésa es tu explicación? ¿Y ya está? ¡Que no te interesaba! ¿Te puedo citar, Saul? ¿Te das cuenta de que la transcripción de esta conversación podría hacer que acabaras en Bellevue o en otra institución psiquiátrica de menos reputación? ¿Qué demonios se supone que significa eso? Que no te interesa… Nadie te está preguntando si te interesa o no. Hablamos de seguros, Saul. De seguros médicos. No es que alguien te ofrezca limpiarte la moqueta y tú le puedas decir que no, que ahora mismo no te interesa que te la limpien. ¡Hablamos de seguros! ¡De seguros médicos! Uno no se hace la pregunta de si le interesa o no tener seguro médico. Lo coge y ya está. Lo contrata y ya está. ¿Me estás escuchando?

Sí que lo estaba escuchando. Pero no entendía por qué le molestaba tanto que me hubiera quedado sin seguro como resultado de una decisión propia cuando, si no me fallaba la memoria, no se había molestado tanto ni mucho menos cuando Fidelity me echó de sus filas y me dejó igual de falto de seguro que ahora, pero encima sin haber tomado yo la decisión.

Él podía entender que hubiera víctimas que se vieran privadas de la bendición de la cobertura médica. Cualquier clase de bendición perdía su significado si de ella disfrutaba todo el mundo. Pero decidir, tomar la decisión, por la razón que fuera, de no estar bendecido, era señal de una personalidad demente o subversiva.

Me llamaba una vez al día, a veces dos, con nuevos argumentos y ataques a la posición que yo había adoptado. Y como el periodo del que hablo coincidió con mis desesperados intentos de encontrar acompañante, no solamente me tocaba soportar los insultos y comentarios sarcásticos de las mujeres a las que llamaba, también me tocaba aguantar los insultos y comentarios sarcásticos de Jerry, que no paraba de llamarme.

—Te crees que eres rico, ¿verdad? ¿Verdad, Saul? Te crees que no tienes que preocuparte del seguro médico porque te sale el dinero por las orejas, ¿verdad? Pues déjame que te diga una cosa, Saul: los ricos son el pan de cada día para mí. Yo conozco a los ricos. Tratar con ricos es precisamente mi trabajo, ¿y sabes una cosa? No eres tan rico, Saul. No eres lo bastante rico como para pasar sin seguro, eso está claro. Está claro, joder. En el mundo hay enfermedades, enfermedades de las que tú y yo no sabemos nada, y cualquiera de ellas te puede chupar los recursos en un abrir y cerrar de ojos.

Estaba tan excitado que hasta hizo un ruido de sorber para indicar que una enfermedad me chupaba los recursos.

Siguió hablando largo y tendido de enfermedades (la polio estaba volviendo) y llegó a sugerir que las enfermedades podían averiguar cuándo alguien era lo bastante tonto como para no tener seguro e iban primero a por él. Pareció insinuar que en realidad las enfermedades trabajaban para las compañías de seguros, como si fueran esbirros de la mafia, y que las enviaban de dos en dos para sembrar el caos en las vidas y los recursos de los tipos como yo a los que «ahora mismo no les interesa tener seguro».

Tampoco debía buscar consuelo, me avisó, en la perspectiva de una muerte rápida a manos de aquellas enfermedades. No, no. Nada de eso. Me aguardaban meses, años y seguramente décadas de agonía y sufrimiento.

Había toda clase de coágulos de sangre que provocaban incontables combinaciones de incapacidades físicas y mentales. Había virus tropicales y subtropicales exóticos traídos por el flujo de inmigrantes de aquellas partes del mundo, que causaban ceguera, desfiguración, pérdida de partes corporales, genitales y faciales y, en algunos casos, de la piel entera. Todas estas enfermedades requerían hospitalización prolongada y atención de enfermeras privadas.

—¿Y quién va a pagar todo eso? Pues mira, tú. Tú, el señor Ricachón. Mientras esas enfermedades se zampan tu vida, las facturas se estarán zampando tus recursos. Zampándoselos, Saul. ¿Me estás escuchando?

Lo estaba escuchando. De verdad. Pero sucedía que a medida que cambiaba su ataque a mi posición, también cambiaba mi posición. Nuestras conversaciones no eran agradables, pero yo empezaba a disfrutar de ellas. Adquirieron un elemento de discusión teórica, de descripción del caso hipotético de alguien que rechaza tener seguro médico, y mientras discutíamos, se me ocurrían argumentos que no se me habían ocurrido antes. Estar abierto a la vida, por ejemplo, en lugar de protegido y «cubierto» por ninguna clase de seguro. Estar «cubierto», le dije a Jerry, no era forma de vivir.

—¡Quieres cosas abiertas! —chilló Jerry—. Yo te daré cosas abiertas. Cirugía a corazón abierto. Cirugía a cerebro abierto. Agonía y dolor de magnitud abierta. Cuentas bancarias y carteras de acciones al descubierto. Ventanas de hospital abiertas y recursos monetarios volando mientras tú estás en la cama paralizado y babeando. ¿Quieres más cosas abiertas? Yo te doy más.

Y me las dio.

—Sé cuál es tu problema —me soltó un día al teléfono sin saludarme siquiera—. Que te crees mejor que yo. ¿A que es verdad?

Pues no era verdad, pero él ni siquiera me dio la oportunidad de decirle que no. Tenía la voz estrangulada de rabia.

—Te crees que eres mejor. Más sensible. Eso te crees. Te crees demasiado sensible y demasiado artista para perder el tiempo con cosas tan mundanas como los seguros médicos. Eres un artista que no tiene tiempo para coñazos como las primas y las pólizas. ¿Has oído hablar de la hibris? Pues esto es hibris, Saul. Esto es una hibris de tres pares de cojones. ¡Esto es hacerle cuchufleta a Zeus!

Me reí, y vale, puede que me riera de la forma incorrecta y dijera algo del estilo de que no tenía ni idea de que a los contables les preocupara la hibris. Fuera lo que fuera, mi risa o mis palabras, Jerry se lo tomó mal. Se lo tomó como un comentario malicioso sobre su educación y su máster en Economía. Su educación y su máster en Economía eran lo último que yo tenía en mente, pero eso a Jerry no le importó.

—Escúchame, señor doctor en Literatura Comparada, no eres el único que ha tenido una educación de calidad. Solamente porque yo hiciera mi máster en Economía no quiere decir que no conozca a los clásicos, a los griegos y a los demás. Fui a Yale. De manera que cuando digo hibris, sé de qué estoy hablando, y cuando digo Zeus es porque sé quién es Zeus.

Y por si no me lo creía, se puso a contarme quién era Zeus. Zeus (tal como descubrí gracias a Jerry) era hijo de Cronos y Rea, marido de Hera y padre de Atenea, Hermes y compañía. Jerry no solamente repasó la familia entera de Zeus. También recitó casi todos los dioses de la Antigua Grecia y a continuación los nombres de sus equivalentes romanos. Y de alguna manera consiguió que todas aquellas deidades formaran contra mí porque yo era un memo infestado de hibris a quien había que dar una lección.

Al día siguiente me atacó con argumentos puramente sociopolíticos. Claro, no pasaba nada si un gilipollas adinerado como yo no se quería asegurar. Pero ¿qué pasaba con toda la gente que trabajaba a tiempo completo en la industria de los servicios y no tenía prestaciones médicas? ¿Qué pasaba con ellos? ¿Qué pasaba con los millones de pobres de solemnidad que no se podían permitir un seguro médico? Había hombres de buena voluntad (es la expresión que usó él) que se estaban partiendo la espalda intentando que el Congreso aprobara una ley nacional de seguridad social, y ahí estaba yo, riéndome de todo el tema. ¿Qué clase de mensaje estaba mandando a los millones de desfavorecidos de nuestro país? ¿O acaso me importaba un huevo?

Yo le dije, o por lo menos intenté decirle, que era un ciudadano privado y no un candidato político, y que por esa razón no estaba mandando ningún mensaje a nadie.

—¿Cómo? —Jerry se me echó a la yugular, como si hubiera estado esperando a que yo usara aquella defensa—. ¿Qué? ¿Qué has dicho? ¡Un ciudadano privado! ¿Es eso lo que has dicho? ¿Es eso lo que eres ahora, un ciudadano privado? ¡Eso no existe! Bien somos una sociedad y un país o bien no, y que yo sepa, todavía lo somos. Los Estados Unidos de América. ¿Te suenan, Saul? ¡Un ciudadano privado! Ciudadano privado es un oxímoron, gilipollas. No se puede ser las dos cosas. No se puede ser «ciudadano» y «privado» al mismo tiempo. ¿Ciudadano de qué? ¿Es que tienes un país privado, un mundo privado, del que eres ciudadano tú solo y donde las cosas que haces no afectan a los demás? Los únicos ciudadanos privados que conozco viven en celdas acolchadas y llevan unas camisas con las mangas que les dan la vuelta al cuerpo y se atan por detrás. ¡Ciudadano privado! ¿Sabes qué es eso, pensar que puedes ser un ciudadano privado, tener la puñetera jeta de considerarte un ciudadano privado? Es hibris, eso es lo que es. ¡Es hibris!

De manera que una vez más, pero esta vez por medio de una ruta distinta, volvía a encontrarme entre los vengativos dioses de la Antigua Grecia.

Al final, Jerry me dejó por imposible. Me mandó una cesta de fruta, que no estoy seguro de si era un ofrecimiento de paz o un símbolo. Me la trajo un mensajero a mi oficina, y poco después recibí la última llamada telefónica de Jerry sobre aquel tema. Según me informó, opinaba que yo era un maníaco autodestructivo, y en calidad de contable mío, su trabajo consistía en invertir y cuidar mi dinero de tal forma que cuando yo me destruyera a mí mismo, por lo menos tuviera un colchón donde caer. Y lo haría. Pero tenía que darme cuenta de una cosa. Los contables no eran la única gente del mundo que tenía que responsabilizarse de sus actos. Me deseó que me gustara la fruta.

3

El resultado final de mis llamadas telefónicas a todas las mujeres que conocía fue que ninguna mujer que me hubiera conocido quería saber nada de mí. Mi única esperanza de conseguir una acompañante para la cena con Cromwell era encontrar a una mujer que nunca hubiera oído hablar de mí.

Se me presentaban tres opciones.

Cancelar la cena, o incluso marcharme de la ciudad con algún pretexto y no volver hasta que Cromwell ya no estuviera.

Conseguir una acompañante a través de un servicio de acompañantes.

O recurrir a lo impensable y pedírselo a mi mujer.

La primera opción la rechacé porque era de cobardes.

Todos los servicios exclusivos de acompañantes a los que llamé solamente trataban con cuentas de empresa. Eso hizo que me entrara miedo por la clase de acompañante que podía obtener de un servicio de acompañantes que me aceptara a mí como cliente.

Al final, no me quedó más remedio que hacer lo impensable. Cuanto más pensaba en ello, sin embargo, mejor me parecía. En vistas de que, a pesar de todos mis esfuerzos, seguía casado con Dianah, por lo menos debía sacar algo de mi matrimonio antes de que se terminara. Aunque ya no era joven, todo el mundo consideraba a Dianah hermosa. Y presentarse con la mujer de la que estabas separado tenía cierto garbo que tal vez compensara su edad.

Encendí un cigarrillo y la llamé.

—Hola —contestó ella jadeante, como hacía a veces, sin razón alguna. Es algo que me ponía a cien cuando vivía con ella. Estábamos sentados en la sala de estar, muertos de aburrimiento, releyendo ejemplares antiguos del New Yorker, entonces sonaba el teléfono y ella contestaba con aquella voz jadeante, como si no hubiera tenido un momento de descanso en todo el día.

A fin de no echar por tierra mi última esperanza de conseguir acompañante, y ganármela de entrada, dirigí la conversación al tema de nuestro divorcio.

Sí, admitió ella, teníamos que avanzar con el asunto del divorcio. Lo habíamos dejado un poco de lado.

De manera que hablamos del divorcio.

Hablar del divorcio siempre conseguía de una forma extraña hacernos sentir más unidos de lo que nunca habíamos estado en nuestro matrimonio, salvo durante el breve periodo en que había llegado Billy a nuestras vidas. Hablar del divorcio sacaba lo mejor de nosotros. Intentábamos superarnos el uno al otro en bondad, generosidad y consideración. Compartíamos nuestras ideas sobre la clase de divorcio que queríamos. Amistoso, sí, pero mucho más que amistoso. Mucho más. Tierno, sentido, lleno de amor, así era la clase de divorcio que teníamos en mente. Quince minutos y tres cigarrillos más tarde, seguíamos hablando de lo mismo. Cuanto más hablábamos del divorcio, más casados parecíamos. No solamente casados, sino felizmente casados.

Cuando encendí mi cuarto cigarrillo, decidí que había llegado el momento de dar paso al propósito de mi llamada.

A ella el cambio repentino de tema le resultó ofensivo y desconsiderado y así me lo hizo saber. Y no solamente eso: también me dijo que se iba a un balneario con Jessica Dohrn y que iba a estar fuera de la ciudad toda la semana siguiente.

Era sábado. Se iba al día siguiente, domingo. Mi cena con Cromwell era el jueves.

—¿Y no lo puedes retrasar una semana? —le supliqué.

—¿Por ti? No. La pobre Jessica lleva semanas esperándolo y no pienso decepcionarla.

—¿Y a mí sí?

Se rió.

—Oh, cariño, si pudiera estar segura de decepcionarte, me quedaría en Nueva York y lo haría, pero no te creo capaz de sentir decepción, ni siquiera creo que sepas qué quiere decir la palabra. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Billy?

—Billy… ¿Qué quieres decir? Pero si hablo con él prácticamente día sí, día no.

—Oh, Saul. —Suspiró—. ¿Por qué mientes?

—No lo sé.

—Hablé ayer con Billy y me dijo que lleva sin saber nada de ti desde la fiesta de los McNab.

—¿Cómo está? —le pregunté.

La pregunta le pareció indignante y así me lo dijo. Si de verdad quería saber cómo estaba, no se lo tenía que preguntar a ella. ¿Qué clase de hombre era? ¿Qué clase de padre era? ¿Qué clase de criatura era? Sus preguntas ganaron intensidad rítmica y estilística, como una pieza de música, hasta culminar en:

—Oh, Saul —gimió, convirtiendo mi nombre mismo en un gemido—, pero ¿qué te pasa?

—¿Qué no me pasa? —repliqué yo, y me puse a intentar otra vez convencerla para que cambiara de planes y me acompañara al Café Luxembourg el jueves, para cenar con Cromwell.

—Eres patético, cielo. De verdad. ¿No me dijiste hace un par de años que no te caía bien Cromwell y que jamás en la vida ibas a volver a trabajar para él?

—¿Quién ha dicho nada de volver a trabajar para él? ¿Estás de broma? Y no he dicho que me caiga bien. Te dije que lo odiaba y es verdad. Odio a ese cabrón.

—Y si tanto lo odias, ¿por qué vas a cenar con él?

—Me ha llamado. Viene a Nueva York.

—¿Y eso qué significa? Viene a Nueva York… ¿Qué significa eso, Saul? Si Hitler estuviera vivo y te llamara porque viene a Nueva York, ¿cenarías con él?

—Solamente quiero la oportunidad de decirle a la cara lo que pienso realmente de él.

—No me cabe la menor duda, cariño. Y estoy segura de que vas a estar magnífico, como siempre. Lástima que yo no vaya a estar presente para compartir tu triunfo. Tienes que acordarte de contármelo todo cuando vuelva. Adiós.