CAPÍTULO 6

1

Tres días más tarde, el viernes, almuerzo con Guido en el Russian Tea Room.

Llego temprano, como siempre. Me siento en su reservado (que es el tercero a la izquierda según se entra), fumándome mi cigarrillo, bebiéndome mi Bloody Mary y esperando a que aparezca. Ni la copa que me estoy bebiendo ahora ni las que sé que me beberé a continuación tendrán ningún efecto sobre mí, pero Guido, mi último amigo y alcohólico confirmado, se sentirá feliz cuando llegue y vea que ya he empezado a beber.

Que te quede un solo amigo resulta extraño. Aquí sentado, no consigo averiguar si se trata de una situación que me gusta o no. Mi mente oscila entre dos polos opuestos. Me gusta. No me gusta. No para de oscilar igual que un metrónomo, y esa misma oscilación excluye toda necesidad de decidirme por una cosa u otra.

Sin embargo, hay algo atractivo en la expresión «mi último amigo», en el sonido mismo de esas palabras. Es como si tuviera una lista entera y cada vez más grande de últimas cosas, y ya no me quedara otra medida de mi crecimiento personal en tanto que ser humano que esa lista cada vez más abultada de mis carencias.

Me enciendo otro cigarrillo y paso a cuestiones más urgentes. ¿De dónde demonios voy a sacar a una acompañante para mi cena con Cromwell? Cuando vaya a cenar con él necesito ir armado de una mujer hermosa.

2

Cada restaurante de los que frecuento en Nueva York tiene su sonido característico, que sería capaz de reconocer aunque me llevaran a él con los ojos vendados. El timbre musical de los platos y la cubertería es distinto en cada uno, igual que el tempo, el tono y el barullo de la clientela. Creo que soy capaz de distinguir el barullo del Russian Tea Room del barullo del Orso’s de la misma forma en que otros oídos más finos pueden distinguir si una pieza musical se grabó en directo en el Carnegie o en el Avery Fisher Hall.

Veo que se acerca Guido.

Es un hombre alto, casi tanto como mi Billy, pero fornido. Cuando era un deportista con brazos poderosos de lanzador, lo reclutaron en el instituto los White Sox de Chicago, pero se le cargaron el brazo en el equipo juvenil. El manguito de los rotadores o algo parecido. Siempre impecable y vestido de punta en blanco, al estilo de los viejos deportistas que luego triunfan en otro campo de trabajo, sigue conservando, a pesar de la bebida y de los años de sobrepeso, una gracia atlética despreocupada y cierta ligereza de pies, que ahora transmiten la impresión de que viene hacia mí marcándose un baile por el Tea Room. Conoce a muchos de los presentes y por el camino se dedica a tocarlos en el hombro, sin detenerse ni una sola vez, espolvoreándoles comentarios por encima como si fueran confeti de Año Nuevo. Lleva puesta una sonrisa enorme, que le da la vuelta entera a la cabeza como si fuera la sonrisa de una marsopa.

—Me alegro de verte, cabronazo —me dice, y deja caer una manaza enorme sobre mi hombro. Y me zarandea con ella. Me zarandea fuerte.

3

Ahora estamos fumando y bebiendo. Guido me habla de unos pases de películas a los que ha asistido en Los Ángeles.

Desde que nos conocemos, los dos hemos sido alcohólicos activos y fumadores empedernidos. De vez en cuando nos turnamos para aconsejarnos la necesidad de cambiar de vida y deshacernos de nuestras adicciones. Por supuesto, nada más lejos de nuestras intenciones. Nuestra amistad se basa en el juramento no declarado de que ninguno de los dos cambiará jamás. Hablar de cambiar es admirable. Intentar cambiar es heroico. Pero el hecho de que alguno de nosotros llegara realmente a cambiar sería interpretado por el otro como una verdadera traición. Fue durante el breve intento que hizo Guido de vivir en Los Ángeles cuando yo intenté dejar de fumar y, gracias a aquel hipnotizador húngaro, lo conseguí durante unas semanas. Para cuando volvió Guido, sin embargo, volvía a fumar y mi coqueteo con dejarlo ya no era más que una historia que le conté. A él le encantó la historia. Se dedicó a contarla a otra gente. Los intentos de cambiar, siempre y cuando acabaran en completos fracasos, no hacían más que reforzar los lazos de nuestra amistad.

Es precisamente eso lo que hace que me resulte tan difícil juntarme con Guido desde que he contraído mi enfermedad con la bebida. Guido no solamente es un alcohólico activo, también es, a su manera, un alcohólico brillante.

Yo hago lo que puedo, imposto los síntomas de una embriaguez que no siento, pero me parece un acto de traición estar engañando al hombre al que considero mi mejor amigo y también el último.

Si yo le contara que una enfermedad misteriosa me ha dejado sobrio para siempre, me temo que nuestra amistad se terminaría. Y me temo que se resentiría bastante antes de terminarse. Él se sentiría constreñido por mi revelación, consciente hasta de su última palabra, excesivamente ansioso por demostrarme, aunque ahora de forma artificial, que yo todavía le caía bien y que todavía éramos amigos del alma. En suma, se sentiría igual que me sentía yo ahora. Lo que pasa es que existe una gran diferencia entre los dos. Guido tiene muchos más amigos. A mí solamente me queda Guido. De manera que mantengo en secreto mi enfermedad y me hago el borracho.

4

Nos conocimos hace años, cuando yo todavía era un reescritor emergente. Nos conocimos en una fiesta en la que íbamos los dos como cubas y nos quedamos absolutamente encantados de conocernos. El resultado fue que dejé al agente que tenía por entonces y cogí de agente a Guido.

Lo cual resultó ser un desastre.

Debido a que él realmente creía en mí, o porque se sentía obligado a hacérmelo creer, no paraba de decirme todo el tiempo que yo tenía demasiado talento para ser un simple reescritor, y que tenía que escribir cosas propias. Un guión original. O por lo menos una adaptación original.

Yo intenté explicarle que era un escritorzuelo, un escritorzuelo feliz de serlo, que lo único que sabía hacer era reescribir. Que no tenía ningún punto de vista coherente y que tener punto de vista era el requisito mínimo para meter una página en blanco en una máquina de escribir con la intención de escribir algo propio.

Pero Guido insistió. Siguió en sus trece hasta que por fin, agotado de tener que defenderme de su fe en mí, decidí rendirme. Lo dejé a él y a su agencia y ya no cogí a ningún otro agente. Y resultó que para la clase de trabajo que yo desempeñaba no me hacía falta agente. Mi reputación me precedía. Después de dejar a Guido, la demanda de mis servicios no solamente no bajó sino que creció.

El hecho de que siguiéramos siendo amigos a pesar de la ruptura de nuestra relación profesional nos convenció a ambos, creo yo, de que éramos mucho más amigos de lo que habíamos creído. Elevó a un nivel completamente distinto lo que hasta entonces había sido una amistad estupenda. Durante una temporada fuimos inseparables. Salíamos juntos todas las noches. Nos emborrachábamos juntos. Éramos infieles a nuestras mujeres juntos. Nos íbamos de vacaciones juntos a lugares extraños con mujeres desconocidas. Con Guido hacía cosas que no habría hecho con nadie más. Una vez hasta fui a una bolera con él, en plena noche.

De aquella unión, e inspirada tal vez por visiones que solamente pueden tener los borrachos, nació entre nosotros una nueva fe, que abrazamos con la pasión de dos almas embelesadas que se aferran a un mismo sueño. Nuestra fe en sí no tenía nombre, pero el objeto de nuestra adoración, sí. Era la Familia.

Nos volvimos —o más bien nos convencimos de que nos habíamos vuelto— padres de familia por antonomasia. Padres que no solamente amaban a sus hijos, sino que vivían para ellos. Si existe una religión que sea el Fundamentalismo del Padre de Familia, Guido y yo fuimos sus padres fundadores.

Las verdaderas creencias, tal como sabe todo el mundo, son inmunes a la razón y a la evidencia empírica. Éstas son cosas reservadas para los cínicos y los descreídos. Así pues, pese al hecho de que Guido y yo casi nunca veíamos a nuestras familias, y pese a que nuestras familias jamás eran las beneficiarias del fervor religioso que habíamos descubierto, nuestra fe en nosotros mismos como Padres de Familia era inmune a semejantes zarandajas de la realidad. Y cuando nos encontrábamos lejos de nuestras mujeres y distanciados de nuestros hijos de mil formas, nuestra fe en la Familia se volvía más fuerte que nunca. Liberados de la carga diaria y de los detalles nimios de nuestras familias terrenales, nuestra fe podía elevarse, volverse completamente espiritual, como lo son todas las grandes religiones.

De manera que no fue la simple amistad lo que me hizo aferrarme a Guido, mi último amigo. Habíamos fundado una fe juntos.

5

Ahora Guido lleva una borrachera apoteósica y se está riendo a mandíbula batiente. Le caen las lágrimas por la cara.

Las dos historias que le he contado, en el orden en que ocurrieron, han sido éxitos tremendos. La reacción de Guido ha sido tan contagiosa que hasta yo me he reído mientras acababa de contar la segunda.

He empezado con la historia del viejo que llevaba el abrigo de mi padre. Hasta para contar una historia hace falta un punto de vista. Yo he elegido un punto de vista conmovedor, con la intención de que mi historia resultara conmovedora. Pero en cuanto he llegado a la parte en que confundí al viejo con mi padre muerto, Guido se ha echado a reír. La razón de mi confusión, el abrigo, únicamente ha intensificado su risa. Y cuando le he dicho que era un abrigo de pelo de camello, por alguna razón a Guido le ha hecho tanta gracia que le ha faltado el aire y se ha puesto a dar porrazos en la mesa.

—¡Pelo de camello! —ha bramado—. ¡Era de pelo de camello!

A la vista de la situación, he abandonado mi punto de vista conmovedor y me he pasado el resto de la historia siguiendo la corriente de la hilaridad de Guido.

La historia de mi examen físico ha tenido todavía más éxito. La mera mención de GenMed ha provocado la risa de Guido. El nombre del médico le ha hecho todavía más gracia.

—¡Kolodny, se llamaba Kolodny!

En ese momento me he dado cuenta de que tenía un as en la manga que se llamaba Elke Höhlenrauch. Y en efecto: cuando he llegado a ella, Guido ha estallado.

—¿Elke qué?

Cuanto más seriamente he pronunciado yo su apellido, con diéresis incluida, más se ha reído él.

Hasta el desenlace le ha hecho gracia, hasta el hecho de que ahora yo estuviera allí sentado sin seguro de ninguna clase.

—Adiós a GenMed —me aconseja Guido, con una borrachera del quince—. Demasiado tarde, colega. Ya pasó el momento de asegurarte, amigo mío.

6

Llega nuestro almuerzo. Dos ensaladas. La césar para Guido y la del chef para mí. Y Guido le hace una breve señal de la victoria con los dedos al camarero para que nos sirva otra ronda de bebidas.

—Yo tenía algo que decirte. —Guido golpea la mesa con la mano, irritado porque se le haya ido de la cabeza—. Me debo de estar haciendo viejo —dice, y lo dice exactamente con ese tono de quien cree que por el mero hecho de admitir algo ya se está escapando de las consecuencias de la admisión—. Esto te va a gustar —me asegura; luego aparta su ensalada y se enciende un cigarrillo.

Yo hago lo mismo.

—Supongo que te habrás enterado de lo que ha hecho el hijoputa de tu amigo, ¿verdad?

«El hijoputa de mi amigo» es el apelativo oficial que usa Guido para referirse a Jay Cromwell. Él sabe, por supuesto, que he trabajado para Jay, y también sabe, porque a mí me gusta anunciar esas cosas a bombo y platillo, que no pienso volver a trabajar jamás para él.

Guido es un diseminador avezado de trapos sucios de Hollywood. Estoy seguro de que es consciente de que los ejemplos de la mezquindad de Cromwell son tan comunes que ya nadie se molesta en mencionarlos a menos que se trate de algo verdaderamente satánico.

Estamos fumando los dos. Guido habla y yo lo escucho. También lo escuchan los tres hombres y la mujer que hay en la mesa contigua a la nuestra.

Resulta que Cromwell no ha hecho nada en sí que se salga de lo común. Lo que hace que este cotilleo sea repulsivo es la víctima que ha elegido esta vez.

Usando una cláusula de la letra pequeña de un contrato, Cromwell, en calidad de productor, le ha quitado una película acabada a su director. En este caso, sin embargo, no se trata de cualquier director. Se trata de un capítulo de la historia del cine americano. Arthur Houseman. El gran veterano del cine es un hombre tan respetado y amado que todo el mundo lo llama simplemente el Viejo.

Llevaba unos años retirado cuando, recuerdo haber leído, decidió salir de su retiro para hacer una última película, con el objeto, en sus palabras, de despedirse «como es debido, Dios mediante».

Eso fue lo último que había oído de él hasta ahora. Y de acuerdo con Guido, el Viejo no solamente se ha quedado sin película sino que además está muy enfermo.

Guido está indignado.

—O sea, el mero hecho de plantearse hacer algo así ya sería un crimen, pero es que hacerlo cuando es la última película del Viejo y encima está enfermo y posiblemente muriéndose, es… es… —Agita la mano en el aire en busca de alguna palabra condenatoria.

—Es monstruoso —le digo yo.

—Eso mismo. —Guido le da una ráfaga rápida de golpes a la mesa—. Eso mismo exactamente. Es monstruoso. Lo que ha hecho es una puta monstruosidad.

—Es malvado —le digo—. Es malvado hasta la médula. He conocido a otra gente que tenía una vena malvada, pero es que Cromwell…

Y sigo un rato.

Luego le toca a Guido.

Luego me vuelve a tocar a mí.

Luego nuestra mesa se convierte en zona de fuego a discreción, donde los dos nos turnamos para descargar ráfagas a discreción sobre Cromwell, como un par de combatientes por la libertad armados con Uzis. Ponemos a parir a ese hijoputa asqueroso.

Yo digo, o bien Guido dice —al cabo de un rato cuesta distinguir quién dice qué—, uno de los dos dice:

—Alguien tendría que pegarle un tiro en la cabeza.

No le digo a Guido que tengo planeado cenar con el mismo Jay Cromwell al que estamos poniendo verde. Es un momento completamente inoportuno para esa clase de información. Nos desmontaría el cabreo, y nuestro cabreo es tan animado y despreocupado que sería una lástima socavarlo cuando está yendo tan bien. Me parece mucho mejor esperar. Así la historia mejorará. La historia de la arenga que le voy a soltar al monstruo a la cara.

Estamos lanzados. Así que nos dejamos llevar por nuestra indignación, sintiéndonos cada vez más vigorizados, rejuvenecidos, refrescados y alentados por la indignación que nos provoca ese hombre malvado.

7

Mis almuerzos con Guido en el Tea Room, y a lo largo de los años ha habido muchos, están tan regidos por la tradición como una obra teatral en tres actos. Mientras bebemos, él me cuenta historias o bien se las cuento yo; se permiten chistes. Nos reímos, fumamos y hacemos comentarios desdeñosos y viriles sobre el aspecto del otro, todo lo cual viene a ser el Primer Acto. Durante la comida en sí, que varía un poco pero suele consistir en una ensalada, intentamos volvernos ciudadanos comprometidos con nuestra ciudad, estado, país o mundo, y encontramos algún tema que desencadene nuestro sentido de la indignación pública o moral, lo cual constituye el Segundo Acto. El Tercer Acto, desde que fundamos juntos nuestra religión, está reservado a la glorificación de la familia y la vida familiar.

El camarero se lleva los despojos del almuerzo y barre de nuestro mantel las migas de las tostadas. Ya hemos dicho todo lo que podíamos de Cromwell. Ya nos hemos vaciado por completo de indignación y nos ha quedado un estado de ánimo pensativo.

Nuestro camarero nos conoce bien y, por eso mismo, y debido a que sabe el placer que nos produce negarnos, nos pregunta:

—¿Querrán ustedes postre?

Rechazamos el ofrecimiento de forma automática. ¿Postre? ¿Para nosotros? Ni siquiera nos dignamos a rechazar verbalmente su ofrecimiento. Nos limitamos a negar con la cabeza, con esos modales austeros y preocupados de los hombres que tienen una misión. Café solamente.

El camarero asiente con la cabeza y se marcha.

Mientras tomamos café, descafeinado para Guido y normal para mí, encendemos nuestros cigarrillos y empezamos.

A veces empiezo yo. A veces él. Por lo que he visto, hay un patrón claro, según el cual nos turnamos de almuerzo en almuerzo para invocar ese tema tan cercano a nuestros corazones.

Esta vez es Guido quien empieza:

—¿Cómo le va a Billy? —pregunta.

—Ah. —Me dejo el cigarrillo en la boca, porque para el gesto que hago me hacen falta las dos manos. Levanto los brazos a medias, extiendo las manos y encojo felizmente los hombros—. Pues de maravilla. Está de maravilla. Creo que en Harvard se ha encontrado realmente a sí mismo. Mientras tú estabas en Los Ángeles, fui en coche a verlo —miento—, pero no le dije que iba. Ya sabes, no quería que tuviera que cambiar de planes. Y pasó una cosa alucinante. Yo llamé a la puerta y él gritó: «Adelante, está abierta». De manera que entré y me lo encontré con el teléfono en la mano. «¡Papá!», gritó él, como si no se pudiera creer que fuera yo. ¿Y sabes qué estaba haciendo?

—¿Qué? —Guido sonríe, esperándose algo maravilloso.

—Pues me estaba llamando por teléfono. ¿Te lo puedes creer? O sea, estaba al teléfono, llamándome a Nueva York, y de pronto se abrió la puerta y aparecí yo.

Guido aplaude, disfrutando de la calidez de mi historia.

—Hay gente que no cree en estas cosas —sigo diciéndole—, pero yo había tenido la sensación de que quería verme. No era más que una sensación, pero cuando es tu hijo, es como que lo sabes.

—Pues claro que sí, ¿estás de broma? Es el instinto paternal que tienes dentro —me dice Guido.

—Pues tal vez sí.

—De tal vez nada, colega. El instinto paternal es más antiguo que las pirámides. Más antiguo que la civilización. Más antiguo que la historia. Es prehistórico.

Señala con gesto borracho hacia la parte de atrás del Tea Room, como si fuera allí donde está la prehistoria, y sigue hablando:

—Es la naturaleza. —Está empezando a gritar, a vociferar. Se siente inspirado—. Toda criatura viviente de este planeta nuestro que llamamos Tierra, toda criatura que vive y respira, es fiel a los suyos. —Se abraza a sí mismo con sus brazos enormes a modo de demostración clara de lo que está diciendo. Meciéndose en brazos a sí mismo, continúa—: Los perros son fieles a los suyos. Los gatos. Los canguros de Australia. Los lobos de la tundra. Los osos polares de Alaska. Las ardillas de Central Park. Todos tienen esa necesidad dentro. La necesidad de la familia. ¡Hasta los árboles! Hasta los putos árboles crecen en arboledas, ¿y qué es una arboleda más que una familia?

—Exactamente —respondo.

—Dicen que ningún hombre es una isla, pero yo digo: ¿y qué es una isla? Eso digo yo, Saul. ¿Qué es una isla? Piénsalo, colega. Ni siquiera una isla, que es un objeto inanimado, cuando lo piensas, ni siquiera esa isla inanimada es realmente una isla. No se limita a flotar encima del agua como si fuera un montón de porquería. Está conectada, ¿verdad? Está anclada al resto de la Tierra. Es fiel a los suyos, justamente. Es fiel a la Tierra en medio del mar turbulento, de la misma forma en que tú y yo somos fieles a nuestros queridos hijos, a nuestras familias.

Lo que no ha conseguido ninguno de esos Bloody Mary que me he tomado, ahora estoy a punto de conseguirlo de otra forma. Empiezo a notar los síntomas de una embriaguez virtual. Me sube a la cabeza esa ficción nuestra de la familia y la paternidad. Mi fe se eleva por los cielos y me lleva con ella.

¿Qué más da que Guido y yo estemos viviendo solos, que él vea a su hija Francesca tan poco como yo veo a mi hijo, y encima, igual que yo, nunca la vea a solas? Eso son meros detalles, y la fe no se sustenta en detalles.

—La otra noche me llamó por teléfono mi hija Francesca —me cuenta Guido. Estira el brazo por encima de la mesa y pone todo el peso de su mano izquierda encima de la mía—. Ya era tarde cuando llamó. Yo estaba en la cama pero no dormía. ¿Y sabes qué me dijo?

—Pues no.

—Papá —me dijo—. Solamente llamo para ver cómo estás y para decirte que te quiero.

Le empieza a temblar el enorme mentón. Se le llenan los ojos borrachos de lágrimas. Se le escapa un sollozo.

—¿Qué te parece, Saul? Menuda chica, ¿verdad? Mi ángel. Mi dulce ángel. Mi Franny. —Me aprieta la mano, llorando.

Yo sé, porque conozco a Guido, que esa llamada no ha tenido lugar, pero el hecho de saberlo no impide que me conmueva su mentira. Su necesidad de inventarse esa llamada telefónica seguramente me conmueve mucho más que si hubiera sucedido realmente lo que él me ha explicado. Me vuelve a dar la impresión de que la verdad ha perdido su poder, o el poder que tuvo alguna vez, para describir la condición humana. Lo único capaz de revelar lo que somos son las mentiras que contamos.

—Oh, Saul —exclama Guido—. Qué suerte tenemos de tener los hijos que tenemos. Qué suerte tenemos de ser lo bastante listos como para saber qué es lo que importa realmente en la vida.

—Sí, amigo mío. —Cojo el testigo de la cantinela—. ¡Qué suerte! No hay palabras para contar lo afortunados que somos de querer a esos hijos que nos quieren. Porque en el fondo, ¿qué es la vida sin amor? ¿Y qué es el amor sin hijos y familia? ¿Qué sentido tendría levantarse por la mañana si no fuera por…?

Estoy lanzado.