1
El lunes comenzó a soplar el viento. Empezó a primera hora de la mañana y fue ganando intensidad a medida que avanzaba el día. Para cuando salí hacia la oficina, ya soplaba tan fuerte que el conserje estaba quitando el toldo de la entrada de mi edificio para que no se rompiera.
El viento me empujó por la calle Ochenta y seis en dirección a Broadway. Las gaviotas del Hudson, desviadas de su rumbo por la ventolera, chillaban en el cielo. Las máquinas de venta de periódicos, encadenadas a los postes del mobiliario urbano, traqueteaban y se sacudían bajo el viento como si contuvieran alguna pandemia que intentara escaparse.
Me salté el almuerzo, a modo de gesto atlético de cara a mi examen físico del día siguiente, y me quedé en mi despacho a escuchar cómo soplaba el viento.
A través de mi ventana veía papeles de periódico arrancados de las papeleras y elevados por los aires. Algunos se alejaban volando bajo hacia la Quinta Avenida. Otros, atrapados en ráfagas ascendentes, giraban sobre sí mismos y trazaban espirales muy por encima de la calle Cincuenta y siete. La gente correteaba dando tumbos hacia el este como borrachos a los que el vendaval estuviera sacando a patadas, apresurándose sin quererlo. Los que caminaban hacia el oeste, con el viento en contra, forcejeaban y se protegían los ojos. Individuos y pequeños grupos caminaban hacia atrás, como si fueran miembros de alguna secta extraña. La gente se metía en taxis. Las portezuelas de los taxis salían volando de las manos cuando las abrían. Luego les tocaba pugnar para volver a cerrarlas.
A pesar de las explicaciones tranquilizadoras que me había dado Jerry sobre la clase de médico que era aquel tal Kolodny, mi examen me producía cierta ansiedad. Pero solamente una pizca. Me la podría estar causando la misma caída de la presión barométrica que provocaba el viento.
Ni me acordaba de la última vez que me había hecho un examen físico completo.
Sonó el teléfono.
2
Era la oficina de Cromwell en California, pero no daba la sensación de ser una conferencia de larga distancia. Desde la ruptura de AT&T y la posterior carrera de otras compañías para ocupar el terreno de la larga distancia, la calidad del «sonido» de las conferencias había eliminado toda sensación de distancia. La fibra óptica que usan algunas de las nuevas compañías ha generado una recepción tan inquietantemente nítida que destruye toda idea de separación entre uno y la persona que hay al otro lado de la línea. El sonido de su voz es como algo que te implantan en el cerebro, o como un CD diminuto que suena en el auricular de tu teléfono. A mí esa pérdida de la sensación de distancia me parece una tragedia.
El que me llamaba ahora era el asistente de Cromwell. Se llamaba Brad. Aunque no era el Brad al que yo había conocido como asistente de Cromwell en los viejos tiempos. Era otro Brad.
Este Brad me contó que la Bobbie aquella le había contado que ella y yo habíamos tenido una charla maravillosa. Brad, hablando por sí mismo, quería transmitirme lo emocionante que le resultaba hablar conmigo. Por lo que a él respectaba, aquél era uno de los verdaderos alicientes de la industria del espectáculo.
Por su voz parecía muy joven. Veintipocos años.
Cavilé sobre el misterio de su nombre mientras él me bañaba en halagos. Casi todos los ejecutivos o productores de los estudios a los que yo conocía tenían un asistente joven llamado Brad. Los Brads eran las Marías de la industria del cine.
Aquel Brad, igual que los demás con los que había hablado, tenía una voz muy amable, meliflua, como si lo hubieran adiestrado desde niño en el conservatorio de música para hablar por teléfono.
—Como estudiante de cine que soy… —iba diciendo él.
Había algo conmovedor en todos los Brads a los que yo había conocido. A todos les gustaban ciertas expresiones como por ejemplo brainstorming. No solamente las usaban, sino que parecían convencidos de que en su profesión aquellas «tormentas de ideas» tenían lugar a diario.
Yo no sabía qué les pasaba a aquellos jóvenes cuando se hacían mayores. Nadie quería tener de asistente a un Brad viejo. Cromwell quemaba a sus Brads casi tan deprisa como quemaba a las jovencitas. Y ninguno de los Brads que yo había conocido conseguía ascender en el escalafón de la jerarquía de la industria del cine. Yo no conocía ni a un solo productor ni ejecutivo cinematográfico que se llamara Brad.
Según me decía Brad, ya era seguro que Cromwell venía a Nueva York y quería verme mientras estuviera aquí para hablarme de un proyecto. ¿Estaba yo disponible para cenar con él el 22?
—Tengo tiempo —le dije a Brad—, pero no estoy disponible.
Brad se rió. Cuando se reía balaba como una oveja, o como un corderito. Pero como una oveja o corderito degollados. Gorgoteando y balando, pero riéndose, como si se alegrara de que lo hubieran degollado.
¿Me parecía bien a las diez en punto en el Café Luxembourg?
Me parecía bien.
¿Me importaba dejarme libre la tarde del día siguiente, por si acaso?
No me importaba.
El señor Cromwell, me informó Brad, quería transmitirme que me habría llamado él en persona si no fuera por lo tremendamente ocupado que estaba. Además de todo lo que estaba haciendo en aquel momento, el señor Cromwell había recibido la petición —que había aceptado pese a lo apretada que estaba su agenda— de formar parte de la organización del acto de Václav Havel.
—Y ya sabe usted cómo se pone cuando está metido en un proyecto —dijo Brad, y se rió. Por culpa de la fibra óptica, y del sonido carente de estática y de distancia de aquella línea, su risa tuvo la verosimilitud de una alucinación.
3
Estaba en la cama sin poder dormir. Oía el viento que soplaba fuera y los latidos de mi corazón.
Me pasé un rato urdiendo la arenga que le pensaba soltar a Jay Cromwell.
Me pregunté qué clase de chica lo acompañaría cuando lo viera. Siempre aparecía con alguna chica muy joven y preciosa. Algunas eran casi niñas. La mayoría eran refugiadas procedentes de países destruidos en boga. Chicas vietnamitas. Judías rusas. Una chica cristiana de Beirut. Una preciosidad negra de Soweto.
Fuera, sirenas de policía. Primero una sola. Luego otra. Luego, al cabo de un minuto más o menos, el ruido de una ambulancia en la misma dirección.
De pronto me acordé de una canción de cuna que Billy cantaba equivocándose con la letra cuando era niño, y el recuerdo me hizo sonreír.
Baa, baa, black sheep,
Have you any wolves,
Yes sir, Yes sir,
Three bags full…
[Bee, bee, oveja negra,
¿tienes algún lobo para mí?
Sí, señor, sí, señor,
tengo tres canastos llenos…]
Me di cuenta (como un hombre de enorme clarividencia) de que la relación que tenía con mi hijo era típica de padre, de padre lleno de amor, pero de amor por el recuerdo de un hijo muerto hacía mucho tiempo, no de padre que tenía un hijo vivo.
Me puse a pensar en otra cosa.
Todavía se me oían los latidos del corazón. Como el redoble de un tamborcito solitario que se tocaba a sí mismo.
4
Mi cita con el doctor Kolodny era a las once y cuarto, pero la manía que he tenido toda la vida de ser puntual me hizo llegar diez minutos antes de tiempo. Tenía la consulta en la Quinta Avenida, unas manzanas al sur del Museo Metropolitan. La amplia sala de espera parecía amueblada por el mismo interiorista del apartamento de los McNab en el Dakota. Lámparas italianas. Cromados, madera, cuero y plantas por todas partes.
—¿Puedo ayudarlo, por favor? —La recepcionista era muy joven y se la veía muy profesional.
—Sí, tengo una cita —le dije, y me pareció conveniente informarla de la clase de servicio granujiento que yo esperaba. Me acerqué a ella y bajé la voz—. He venido para hacerme una de esas pruebas físicas para un seguro. —Le guiñé el ojo y, para asegurarme, añadí—: Me manda Jerry. Jerry Fry.
—¿Cómo se llama usted, por favor?
—Saul Karoo.
Ella me buscó en su registro y me encontró.
—Sí, señor Karoo. Llega usted un poco pronto y nosotros llevamos un poco de retraso. El doctor Kolodny no lo podrá ver hasta dentro de veinte minutos o media hora.
Como era un cliente nuevo, me dio un portapapeles con un cuestionario para rellenar.
Me senté y me puse a rellenarlo. Los cigarrillos se habían inventado para tareas como aquélla, de manera que mientras escribía experimenté una intensa sensación de falta de nicotina. Nombre. Dirección. Número de teléfono. Altura. Peso. Fecha de nacimiento. Lugar de nacimiento.
En mitad del cuestionario, me cansé de mi vida y de la colección de datos que la componían. Así que empecé a mentir y a rellenar los espacios en blanco con datos inventados. Normalmente no me hacía falta excusa alguna para mentir, lo hacía sin más, pero aquella vez hasta tenía excusa. No había ido allí a hacerme un reconocimiento físico de verdad, así pues, ¿por qué tenía que contestar diciendo la verdad a aquellas preguntas?
En ocupación, escribí: agente de bienes de consumo.
Marqué que no era fumador.
Puse que tenía dos hijos adultos.
Mis padres todavía vivían.
En mi familia no había antecedentes de cáncer ni de diabetes ni de nada. Era una familia sin antecedentes médicos de ninguna clase.
En cuanto a mí, me hacía chequeos médicos con regularidad, cada seis meses.
Había una pregunta marcada como «optativa» y que me pedía mi confesión religiosa. Mentí y puse que era judío.
El personaje que emergió de mis mentiras me resultaba en muchos sentidos más sustancial y considerablemente más comprensible que yo mismo.
5
La consulta del doctor Kolodny era un gabinete de oficinas que compartía con tres médicos más. La sala de espera estaba llena en sus tres cuartas partes.
En la mesa de cristal baja y alargada que tenía delante de mi butaca había un montón de periódicos y revistas. Cogí el New York Times y fui directamente a mi sección favorita de toda la semana: el suplemento de Ciencia de los martes.
La ilustración de la primera plana era la recreación artística de un cromosoma humano, ampliado miles de veces para mostrar un gen en particular.
El artículo que lo acompañaba, y que devoré, trataba de una reconsideración posiblemente revolucionaria que se estaba haciendo de la psicosis. De acuerdo con el portavoz del equipo de científicos responsable del estudio en cuestión, al parecer existían pruebas claras que apoyaban la tesis de que la gran mayoría de los pacientes que sufrían formas diversas de desórdenes neurológicos tenían en común cierto gen (ver la ilustración de la primera plana). Aquel gen tenía unos nódulos peculiares en torno a su forma alargada que le daban un vago parecido con la letra ese. De ahí su nombre: el gen-S.
Su forma misma, especulaban los científicos, parecía determinar su función. Cada nódulo parecía desencadenar una serie de reacciones sobre las que el paciente no tenía control alguno. Todavía les faltaba mucho para encontrar la cura, pero el descubrimiento de aquel gen-S constituía un avance importantísimo.
En calidad de ávido seguidor del suplemento de Ciencia de los martes del Times, consideraba que buena parte de la investigación científica más emocionante de los últimos años se había producido en el campo de la bioquímica y la biogenética. Solamente en el último medio año se habían publicado artículos que vinculaban la diabetes con los genes, la dislexia con los genes y el alcoholismo y muchas formas más de adicción con los genes. Una serie de estudios llevados a cabo en instituciones penales encontraban ahora pruebas casi concluyentes de que los psicópatas, asesinos y violadores eran víctimas de una serie de catalizadores genéticos sobre los que parecían no tener control alguno. Pruebas de que el crimen mismo, lejos de ser un problema social, o un problema personal, era en realidad un problema de biología y de desórdenes genéticos.
Aunque yo no era científico, en calidad de profano enfermo, aplaudía aquellos descubrimientos.
La historia del gen-S me devolvió la esperanza en que mis muchas enfermedades tuvieran una cura genética común a todas ellas.
Y aunque nunca se descubriera la causa de mi desorden genético, el mero hecho de conocer la causa verdadera de mis muchas enfermedades ya sería en sí mismo una cura. Armado de aquella información, ya podía avisar a la gente, a mi hijo, por ejemplo, de que no esperara ciertas cosas de mí, porque estaba demostrado científicamente que no se las podía dar.
Pasé página.
Acababa de captar mi atención un artículo sobre los lémures de la isla de Madagascar, cuando oí que la recepcionista me llamaba por mi nombre.
—Señor Karoo.
Fui hasta su mesa.
—Sala tres. —Ella señaló hacia el pasillo.
6
El pasillo estaba iluminado por una serie de luces fluorescentes escondidas detrás de un techo bajo.
Yo no tenía razón alguna para cuestionar la descripción tranquilizadora que me había hecho Jerry del examen físico superficial al que me iban a someter, pero aun así sentía una pizca de ansiedad en la boca del estómago.
Cuando abrí la puerta y entré en la sala tres, había tanta luz que tuve que cubrirme los ojos.
Todo era blanco. Las paredes, el suelo, las vitrinas, las dos sillas blancas y las persianas de lamas de las ventanas. Hasta aquel artilugio ajustable sobre el que uno se tumbaba para ser examinado era blanco y tenía encima una sábana desechable de papel.
En medio de tanta blancura había plantada una joven con bata blanca de enfermera y medias blancas, con el portapapeles de mi cuestionario en la mano.
Tenía los ojos grandes y azules y una mata mullida de pelo rubio, tupido y reluciente. Veintipocos años, algo de sobrepeso y unos pechos enormes.
Por supuesto, yo era consciente de que no tendría que estar mirándole los pechos, pero no lo podía evitar. Estaba hipnotizado, igual que un conejo en la jaula de la pitón, no tenía nada en la cabeza más que: ¡Dios mío! ¡Pero mira qué par!
Llevaba una acreditación sobre el pecho izquierdo que decía: «E. Höhlenrauch». La acreditación se veía tan perdida sobre sus pechos como un bote salvavidas en medio del Pacífico.
Cuando por fin conseguí apartar a la fuerza la vista de allí y mirarla a la cara, no vi ni pizca de contrariedad en sus ojazos azules por el hecho de que me hubiera quedado atontado mirándole los pechos.
Ella lo entendía. Con una sonrisa satisfecha, se los miró y luego me miró a mí, con una expresión de compasión perezosa en la cara. ¿Quién puede culparte?, parecía decir aquella sonrisa. Son realmente magníficos, ¿verdad?
—Hola, me llamo Elke. El doctor Kolodny estará enseguida con usted. Pero primero tenemos que ocuparnos de un par de cosas. Puramente rutinarias.
Hablaba despacio, como si estuviera drogada, o bien recuperándose de un orgasmo muy gratificante.
Detecté algo que me pareció un ligerísimo acento austriaco o alemán en su voz. Completamente trastornado por el tamaño de sus pechos, decidí aprovechar su acento y su nombre como maniobra inicial de mi asalto. Iba a seducir a aquella Elke Höhlenrauch con mi sentido del humor y luego me la llevaría a mi cena con Cromwell en el Café Luxembourg. Puede que él se presentara con una chica más joven, pero resultaba inconcebible que pudiera encontrar una con los pechos más grandes. Los pechos de Elke me darían a mí el poder antes incluso de que soltara mi arenga.
—Elke Höhlenrauch —le dije—. ¿Eso qué es, francés?
Sin sonreír para nada, Elke me contestó:
—No, soy alemana. —Y luego, mientras mi obertura humorística se quedaba allí tirada en el suelo como si fuera un trozo de salmón ahumado, y antes de que se me ocurriera otra con que reemplazarla, me dijo—: ¿Le importa quedarse en ropa interior, por favor?
—Para nada. Al contrario, me apetece. ¿Y a ti? —dije yo, riendo.
O bien Elke no oyó mi réplica o bien decidió pasarla por alto. Costaba saber cuál de las dos cosas.
Me empecé a quitar la ropa, intentando desvestirme al estilo de un sofisticado estadista anciano que, a pesar de los achaques, todavía tiene ese sex-appeal del hombre vivido.
Cuanta más ropa me quitaba, y cuantos más vistazos echaba a los magníficos pechos de Elke, más amenazaba con estallar dentro de mí una verdadera histeria de raíz mamaria. Mientras daba brincos con un solo pie, intentando quitarme los pantalones, a duras penas podía contenerme de gritar, de soltar risotadas o de golpearme el labio inferior con el dedo índice como un imbécil. No se me ocurrían más bromas con que darle conversación, ni humorística ni de ninguna otra clase. Solamente me venían a la cabeza nombres de actores que había conocido a lo largo de los años, en mi papel de reescritor. Me costaba no ponerme a aullar sus nombres, a salpicar el aire de estrellas de cine, a fin de impresionar a Elke Höhlenrauch.
Dustin Hoffman, Elke. He conocido a Dustin. A Meryl Streep. A Robert Redford. ¡Sí! A Robert Redford. Tres reuniones, Elke. He tenido tres reuniones con él. A Paul Newman. He cenado con Paul Newman. He almorzado con Richard Gere. Bill Hurt. Robin Williams. Sigourney Weaver. Kevin Costner. Kevin Kline. ¿Quieres estrellas, Elke? Yo trabajo reescribiendo para las estrellas. ¿Jay Cromwell, el superproductor? Es amigo mío. Conoce a Václav Havel. ¿Quieres conocer a Václav, Elke? Yo lo puedo arreglar.
Me había quedado en calzoncillos, calcetines y camiseta de tirantes.
—Por favor —dijo Elke, y me hizo un gesto con la mano suave y regordeta, cada uno de cuyos dedos era un postre francés, en dirección a una balanza médica de acero inoxidable que había pegada a la pared.
Ella echó a andar. Yo la seguí. El interior de los muslos le rozaba al caminar y la tela de la que estaban hechas sus medias blancas emitía un crepitar de estática por debajo de la bata. Como el ruido que hacen esas trampas eléctricas para bichos cuando los cazan en plena noche.
Con mucho cuidado, me puse sobre la balanza, como si estuviera subiéndome a un cadalso. Odiaba que me pesaran. También odiaba pesarme yo, pero sobre todo odiaba que me pesara otra persona. Siempre me daba la sensación de que me habían secuestrado para sacarme de mi país con democracia constitucional y me habían llevado a un estado totalitario.
La mano de Elke movió las pesas relucientes de acero inoxidable hacia mi derecha.
Para mi horror absoluto, vi que pesaba ciento dos kilos.
Me quedé boquiabierto.
¡¿Qué?!
Jamás, en la vida, había pesado ciento dos kilos. Ni siquiera vestido, calzado con zapatones y con los bolsillos llenos de calderilla había pasado ni una sola vez de los noventa y tres kilos.
Atónito, contemplé la cifra. Era como contemplar una lista falsa de crímenes de los que se me acusaba y que yo no había cometido.
Quise protestar, pero antes de que pudiera imponerme al estupor, Elke Höhlenrauch soltó una risita.
—Es usted un chico malo, señor Karoo. —Meneó en mi dirección el dedo índice relleno de crema—. No está bien decir mentirijillas.
Con o sin pechos, de pronto me vino el mal humor y se me fueron las ganas de jugar.
—¿Mentirijillas? ¿De qué hablas?
Ella señaló con su bolígrafo la parte del cuestionario donde yo había escrito mi peso. Luego, como si estuviéramos en pleno juicio-espectáculo pesadillesco del estalinismo o del Tercer Reich, tachó la cifra que yo había puesto, noventa kilos, y antes de que pudiera detenerla, escribió encima, con dígitos grandes y escabrosos, ciento dos kilos.
Su presunción, sin conocerme de nada, de que era capaz de mentir sobre algo tan banal como mi peso, me enfureció. Por supuesto, yo me sabía capaz de mentir sobre lo que fuera, y de hecho en aquel cuestionario había mentido sobre toda clase de asuntos. Pero ¡no sobre mi peso! El hecho de que ella eligiera una de las pocas verdades que yo había declarado y que la atacara como a una vil mentira, haciendo caso omiso del resto de mis mentiras, permitió que mi indignación adoptara una naturaleza de superioridad moral.
—Mire, señora Höhlenrauch —le dije, poniendo un énfasis marcado y semisarcástico en lo de «señora» y cargando las tintas casi peyorativamente en la diéresis de su apellido—. Quiero que sepa que yo jamás en la vida he pasado de los noventa y tres kilos, y la última vez que pasé, iba completamente vestido y calzado con botas Timberland porque era invierno.
Ella me interrumpió con su estilo perezoso y desapegado y me dijo:
—Son cosas que pasan.
—¿Cosas que pasan? ¿Y eso qué quiere decir? ¿Qué cosas? —Empecé a bajarme de la balanza, pero ella me dio un empujoncito en el pecho con la manita blanda para indicarme que me quedara donde estaba pero dándome la vuelta. Se me puso detrás, con un susurro de su bata y un crepitar de la trampa para bichos de sus muslos.
—Derecho, por favor —me dijo.
—¡¿Qué?!
—Que se ponga derecho, por favor.
Yo pensaba que ya estaba derecho, pero intenté obedecer a su petición e inventarme una nueva postura superderecha. Oí un ruido detrás de mí, como de una espada ceremonial saliendo de su vaina, y sentí que me aterrizaba sobre la cabeza un objeto metálico y plano.
Estaba midiéndome.
Jamás había estado tan derecho. Apenas respiraba. Me sentía como si estuviera en un gulag o en un campo de concentración nazi.
—Pero qué chico tan malo. —Elke soltó una risita detrás de mí—. Hay que ver…
—¡¿Qué?! —chillé—. ¿Qué pasa ahora?
Se me colocó al lado y me enseñó mi cuestionario, señalando con su bolígrafo infernal el sitio donde yo había puesto mi altura. Antes de que yo pudiera ni soltar un graznido, la pesadilla se repitió. Ella tachó lo que yo había escrito, 1,83 m, y escribió encima 1,79 m.
La poca compostura que me quedaba se esfumó. Me puse a gritarle.
—¡Un momento, Elke! ¡Un momento, coño! ¡¿Qué demonios te crees que estás haciendo?!
—Lo estoy poniendo a usted al día. —Sonrió, ahondando los hoyuelos de sus mejillas.
Me dieron ganas de pegarle un puñetazo en la boca. En aquella boca tan sensual que tenía.
—¡¿Ah, sí?! —chillé—. Eso ya lo veremos.
Me bajé de un salto de la balanza y corrí hasta mis pantalones, que estaban echados sobre el respaldo de una de las sillas blancas. Me saqué con malos modos la billetera y luego el permiso de conducir de la billetera. Volví dando zancadas y le blandí el permiso en la cara:
—¿Ves esto, Elke? ¿Sabes qué es? Es un documento oficial del estado de Nueva York. ¡Y aquí —señalé—, si te sobra un momento para echarle un vistazo, verás que dice que mido metro ochenta y tres! ¡Llevo midiendo metro ochenta y tres desde que me gradué del instituto!
—No me cabe ninguna duda, señor Karoo. Sucede simplemente que ya no mide usted metro ochenta y tres y no volverá a medirlos jamás. Ahora mide metro setenta y nueve. Son cosas que pasan.
—Otra vez las cosas, Elke. Ya vuelves a salirme con las puñeteras cosas. ¿De qué cosas me hablas?
—La gente se encoge —dijo Elke.
—¿¡La gente se encoge!?
—Sí. La columna se contrae.
—¿¡La columna se contrae!?
—Ya lo creo. Está claro. Es como un acordeón, señor Karoo, la columna.
Hizo el gesto de tocar un acordeón.
—Primero uno crece y crece —extendió los brazos—, y luego las pequeñas vértebras de la columna empiezan a presionar para juntarse cada vez más y uno empieza a encogerse.
Pareció encantada de su pequeña demostración. Yo estaba o bien hiperventilando o bien no podía respirar, no tenía muy claro cuál de las dos cosas. Tener a aquella Brunilda pechugona plantada delante de mí y tocando el acordeón con mi columna vertebral era como ver cobrar vida a una imagen sacada del Infierno de Dante.
Y, sin embargo, estaba claro que el hecho de seguir transfigurado por sus pechos, de seguir excitado eróticamente por la misma mädchen de bata blanca que me estaba aniquilando tan alegremente, me hacía merecedor de un pequeño círculo en el infierno para mí solo.
Sentí que se aproximaba una arenga.
—Todo esto es un poco demasiado teutón para mí, señora Höhlenrauch —le ladré—. Esto es Estados Unidos, no Alemania. En este país no reclasificamos a la gente de esa manera. De hecho, Elke, no clasificamos a la gente y punto, por lo menos de acuerdo con sus rasgos fisiorraciales. O sea, ya que estamos puestos, ¿por qué no me mides la envergadura craneal, que es lo que tus antepasados le hicieron a mi gente? O sea, solamente porque soy judío…
No lo era, claro, pero tener delante a una Elke rubia me hacía sentir que sí. Y no cualquier judío, sino un judío antisemita y lleno de odio hacia sí mismo, que a pesar de todo quería llevar a cenar a la aria Elke.
Mi arenga («Alemania es el vampiro de Europa, etc., etc.») siguió un poco más. Elke me escuchó, parpadeando de vez en cuando, tranquila gracias a su conciencia de que yo adoraba hasta el último centímetro cúbico de sus pechos y de que por mucha arenga que le soltara todavía me estaba intentando vender a mí mismo. Su crimen, su gran crimen, su crimen imperdonable, era el hecho de no estar interesada en mí.
—El doctor Kolodny estará con usted en un momento —me dijo en cuanto hice una pausa para recobrar el aliento.
Con un susurro de su bata, con los muslos rozándose entre sí, con las medias crepitando, abandonó la sala, pechos en ristre.
Me quedé allí en calzoncillos, calcetines y camiseta de tirantes, con el permiso de conducir todavía en la mano, en estado de shock.
Según Elke, no solamente me había expandido en sentido horizontal, también me había contraído en sentido vertical.
La columna se contrae.
Son cosas que pasan.
Lo peor de todo no era el peso; aunque ciento dos kilos era todo un golpe, siempre podía perder peso. Los cuatro centímetros que había perdido, en cambio, ya no los podría recuperar.
Volvía a medir metro setenta y nueve. La última vez que había medido metro setenta y nueve fue en segundo de instituto. Cuando todavía fumaba Lucky Strike.
A continuación me pregunté cuándo había sido la última vez que había medido metro ochenta y tres. ¿Y cómo era posible que hubiera perdido cuatro centímetros sin darme cuenta? ¿Qué había estado haciendo que me había tenido tan absorto como para no darme cuenta de que estaba encogiendo?
Me senté en la silla blanca con los pantalones sobre el regazo para esperar al doctor Kolodny.
Era demasiado tarde para hacerme un reconocimiento físico completo. Porque ya no estaba completo. Me faltaban cuatro centímetros.
Por otro lado, me sobraban once kilos.
Hacia abajo y hacia fuera: ésas eran las direcciones simultáneas del viaje que estaba emprendiendo mi cuerpo.
Y pensar, me dije a mí mismo, que todo aquello lo estaba causando el hecho de haber perdido mi seguro médico y estar intentando conseguir otro.
Pero ¿asegurarme contra qué?
Llevaba toda la vida asegurado y, ¿cuál era resultado? El resultado era que estaba plagado de enfermedades. Los cuatro centímetros los había perdido estando asegurado. Y, sin embargo, aquí estaba yo, repanchingado patéticamente en mi silla, con los pantalones en el regazo, suplicando que me volvieran a asegurar.
Con la diferencia de que esta vez, además de las primas, había otro precio a pagar. Un precio terrible. Había entrado en aquella sala, en aquel maldito gulag número tres, siendo un atractivo hombre de metro ochenta y tres, y si quería salir convertido en un hombre asegurado, iba a tener que aceptar mi nueva categoría de gordo de altura media.
De pronto me pareció que la decisión estaba en mis manos. Al otro lado de la puerta no había ningún guardia armado. Mi encierro en aquella sala era completamente voluntario. Era un sometimiento voluntario. Un acatamiento voluntario a que me reclasificaran.
En cambio, si no quería que me asegurara la GenMed, no tenía por qué aceptar el resultado de mi reclasificación. No cuestionaba necesariamente las cifras de Elke. Simplemente, en calidad de hombre libre, no me hacía falta aceptarlas.
Ser libre, pensé, y sentí que se me recalentaba la sangre, ser libre es mejor que estar asegurado. ¡La libertad verdadera consiste en no estar asegurado!
Me levanté —así fue como lo vi, no me limité a ponerme de pie, me levanté— y me vestí lo más deprisa que pude. Ya me sentía mejor. Más alto. Desafiante. Libre. Libre en el sentido que le daban a la palabra Dostoievski y Hannah Arendt. Rebelde. Un rebelde en el sentido que le daba a la palabra Camus.
Abandoné el consultorio dando violentas zancadas, y mientras cruzaba hecho una furia la sala de espera donde algunos de aquellos pobres desgraciados indefensos seguían esperando sentados, no pude evitar pensar en mí mismo en tercera persona.
Él era un hombre que no cedía ni un centímetro. Había entrando siendo un hombre atractivo de metro ochenta y tres y por narices iba a salir siendo un hombre atractivo de metro ochenta y tres.