1
Ir los sábados a la tintorería era lo más parecido que yo tenía a una religión. Era una tarea que me encantaba. Ir a la tintorería me daba una sensación de renovación espiritual. Mi lugar de culto era el Kwik Kleaners de la calle Ochenta y cuatro, justo al oeste de Broadway.
Hasta me conocían por el nombre.
—Hola, señor Karoo. —La mujer de detrás del mostrador me sonrió.
Le di mi ropa sucia y me marché, llevando al hombro dos cazadoras, tres pares de pantalones de tela y media docena de camisas. Con sus perchas respectivas de alambre. Y todo enfundado en una bolsa de plástico fina y transparente.
En lugar de doblar hacia el norte y dirigirme a casa, doblé hacia el sur, por Broadway. Los sábados siempre daba un paseíto después de recoger la ropa de la tintorería. Resultaba agradable, casi atlético, llevar al hombro aquella bolsa de plástico llena de ropa.
Hacía otro día anormal para la época del año. Era febrero e invierno solamente de nombre.
Atraídos por el buen tiempo, los sin techo estaban por todas partes, sentados, de pie, tumbados, hablando los unos con los otros y hablando solos, mendigando y vendiendo morralla.
Algunos tenían la cabeza afeitada igual que los reclusos de Buchenwald. Otros tenían más pelo que profetas bíblicos y parecía que eso era lo que se consideraban.
Un tarado de los teléfonos, completamente absorto en la conversación telefónica imaginaria que estaba manteniendo, se dedicaba a gritar a pleno pulmón por el auricular de la cabina:
—¿Qué te puedo decir? No sé qué decirte. Es que ya no sé qué decirte. O sea, ¿qué quieres que te diga?
Los sin techo que tenían ínfulas de comerciantes estaban sentados sobre cajas, rodeados de la basura que intentaban vender y que nadie en su sano juicio compraría jamás. Números antiguos del Newsweek. Uno con una foto de Nicolae Ceaucescu en portada. El suplemento de Artes y Ocio del New York Times del domingo anterior. Raquetas de tenis sin cuerdas, marcos rotos. Ruedas de bicicleta abolladas. Pares de zapatos que no coincidían. Muñecas decapitadas. Ollas y sartenes de aluminio ennegrecidas por el óxido. Viejas básculas de baño. Viejas tazas de retrete. Biberones con las tetinas endurecidas y descoloridas.
En otra época la imagen de aquellos sin techo habría evocado en mí una profunda compasión. Pero no había manera de conservarla. Mi enfermedad de la objetividad, o de la subjetividad, todavía no sabía cómo llamarla, aquella enfermedad mía, me hacía ver las penurias de los sin techo desde tantos puntos de vista distintos que al final era exactamente igual verlos a ellos que contemplar cualquier otro panorama.
Lo que la imagen de aquella gente evocaba en mí ahora era una serie de ideas muy distintas.
Ya no había nada, pensé, que se tirara a la basura. Ni la basura que la gente tiraba y que luego aquellos tipos rescataban de los cubos para volver a ponerla en circulación sobre las aceras de Broadway. Ni la basura que eran aquellos tipos en sí, basura humana, oficialmente desechada pero desprovista de un vertedero oficial donde no hubiera que verla. Las cloacas públicas y privadas estaban llenas, rebosando y desbordándose, devolviendo a la circulación aquello que ya estaba retirado.
2
El viento del sudoeste, que soplaba en dirección norte mientras yo paseaba hacia el sur, hacía ondear el plástico fino y transparente de mi bolsa de la tintorería. El ruido que producía me trajo muchas imágenes a la mente.
Una carta que caía por la tolva de un buzón.
Una polilla que golpeaba con las alas el cristal de una ventana.
Una vela de barco mal orientada.
Fue la imagen de la vela la que captó mi imaginación aquel día.
Hacía un año más o menos que había leído una historia en el suplemento de Ciencia que el New York Times traía los martes sobre cómo iban a ser los viajes espaciales en un futuro no muy lejano. Los hombres navegarían por el espacio, de acuerdo con aquella historia, a bordo de goletas provistas de unas gigantescas velas solares de más de una milla de altura. La representación que hacía el ilustrador de una de aquellas goletas solares era tan encantadora que me dejó sin respiración.
Algo en mí había reaccionado a aquella imagen. No podía parar de pensar en ella. La goleta solar y la vela de Mylar de una milla de altura que se elevaba por encima se convirtieron en una imagen que frecuentaba mis sueños.
Por fin, una noche, mientras estaba dándome una ducha larga, se me ocurrió una idea. La única idea supuestamente original que he tenido para una película.
Ulises. La Odisea de Homero pero en el futuro.
También habría una batalla de Troya, pero estaría ambientada en el espacio, y después de la batalla, Ulises y su tripulación volverían a casa a bordo de aquella goleta solar, volverían a Ítaca.
Los vientos solares los alejaban de su rumbo. Se encontraban con unas enormes corrientes cósmicas llamadas los Ríos del Tiempo, que los barrían hasta regiones del espacio y del tiempo que nadie había explorado y de las que nadie había oído hablar. A continuación venían desventuras y tribulaciones. Doncellas cósmicas y guerreros cósmicos. Y, sin embargo, durante todo aquello, Ulises seguía siendo en su interior un padre de familia, que solamente deseaba volver a casa, con su fiel esposa Penélope y su amado hijo Telémaco.
Mi idea se quedó en nada. La llevé a varios estudios, pero ninguno se interesó por ella.
Aunque se quedara en nada, sin embargo, me hacía feliz pensar en ella de vez en cuando, y también de vez en cuando le añadía más nudos a la trama y más incidentes a la línea argumental. Hasta había veces en que estaba convencido de que un día me sentaría a escribirla.
3
Los mendigos, los sin techo, los borrachos, los despojos humanos y los tarados del teléfono fueron escaseando cada vez más después de la calle Setenta y nueve y terminaron dando paso a los compradores del sábado por la tarde y otros miembros igualmente productivos de la sociedad.
Mi imagen, reflejada en el mar reverberante de los escaparates frente a los que pasaba, no tenía tan mal aspecto, siempre y cuando no dejara de moverme.
Estaba ganando peso, eso era indiscutible, pero todavía podía pasar por un tipo alto y apuesto con tendencia a la robustez. La bolsa de plástico de la tintorería que llevaba echada al hombro me daba aspecto de vital y ajetreado hombre de negocios.
Para estar a la altura de aquella imagen, me sumí en el calendario de citas y acontecimientos próximos que tenía en la cabeza.
El martes a las once y cuarto de la mañana tenía mi cita con el doctor Kolodny.
De acuerdo con Jerry, para finales de semana ya tendría cobertura completa con GenMed.
Tendría que llamar a Billy a Harvard. Darle la buena noticia.
El viernes, almuerzo con Guido.
Otra cena de divorcio con Dianah. ¿Cuándo?
Jay Cromwell venía a Nueva York y según la Bobbie aquella quería verme. El 22 y el 23 de febrero.
No era propio de mí acordarme de fechas, pero de aquéllas sí me acordaba.
La llegada de Cromwell prometía ser el elemento más provocador de ansiedad del paisaje de mi calendario mental.
4
Jay Cromwell era productor de cine de profesión, pero podría haber sido jefe de Estado o figura religiosa carismática provista de poderes mesiánicos.
Era algo que llevaba en la voz. En los ojos. En los dientes. En aquella espantosa frente gigante.
(Cuando te sentabas a una mesa delante de él, era como tener enfrente una cabeza nuclear con rasgos humanos).
Era la única persona verdaderamente malvada que yo conocía.
Era malvado de la misma forma en que la hierba es verde. Era un monumento a una felonía tan insondable que a veces hasta me gustaba estar con él por la simple razón de que, en comparación, yo era la fuerza moral de mi época.
La inclinación a sentirme así, por supuesto, constituía un síntoma de otra enfermedad que yo padecía.
Mi enfermedad de Cromwell.
Había colaborado con él reescribiendo tres guiones distintos. El tercero era el de aquel joven que se había presentado sin ser invitado al preestreno de su película en Pittsburgh.
Aquella misma noche, mientras cenábamos, Cromwell transformó la imagen del joven en el vestíbulo del cine después del pase, temblando de rabia y arremetiendo contra nosotros hasta derrumbarse y echarse a llorar, en un chusco incidente cómico.
Cómo se rió Cromwell aquella noche mientras contaba la historia del episodio histriónico del joven. Cómo echó la cabeza hacia atrás y se rió enseñando todos los dientes. Cómo secundé yo sus risas. Cómo me escrutó él mientras yo me reía.
Fue después de aquella cena, mucho antes de enterarme del suicidio del joven, cuando decidí no volver a tener nunca más nada que ver con Cromwell.
De eso ya casi hacía dos años.
Pero aunque llevaba desde entonces sin contacto alguno con Cromwell, todavía tenía la impresión de que estaba en espera con él. De que él me tenía en espera.
El problema de mi decisión de no volver a ver a Cromwell radicaba en que era una decisión privada.
Mi decisión, en lo que respectaba a Cromwell, era inexistente. Él podía pensar simplemente que la única razón de que no hubiera existido contacto entre nosotros era que él no lo había iniciado, que no había llevado a cabo ninguna propuesta o maniobra en mi dirección.
Mi decisión, por tanto, por mucho que siguiera intacta, no había sido puesta a prueba para nada.
La perspectiva de su llegada y su deseo de verme me ofrecían ahora la oportunidad de aclarar las cosas y romper toda relación con él en público.
Desde nuestro preestreno de Pittsburgh, Cromwell había aumentado de forma considerable su prestigio. En un negocio lleno de superestrellas de todas las clases, se había convertido en el primer superproductor reconocido. Time y Newsweek habían publicado extensos perfiles de él en los que los autores elogiaban su genialidad para saber qué era lo que quería el público, su serie ininterrumpida de éxitos comerciales enormes y su «entusiasmo por la vida, y no únicamente por la suya sino también por las ajenas».
Tanto mejor, por lo que a mí respectaba. Cuanto más grande fuera él a sus propios ojos y a los del mundo, más heroica sería mi arenga.
«Escúchame, Cromwell, y escúchame bien —me imaginaba a mí mismo diciéndole a la cara—. Puede que yo no sea un superproductor ni un supernada, puede que solamente sea un ser humano, pero citando las palabras inmortales de e. e. cummings, “hay ciertas mierdas que no me pienso tragar”. Y te digo más…».
Mi arenga interior se vio interrumpida. Estaba a punto de bajarme de la acera para cruzar la calle cuando vi, arrastrando los pies hacia mí desde el otro lado del cruce, a mi padre muerto.
5
Me quedé paralizado, con un pie todavía en la acera y el otro en la calzada.
Se me acercó arrastrando lentamente los pies, como si fuera una vieja tortuga marina que caminaba erguida. No miró ni a un lado ni al otro mientras reptaba por el cruce.
La impresión que me produjo verlo estuvo a punto de hacer que se me cayera la bolsa del Kwik Kleaners. Ni siquiera a los muertos se los podía retirar ya de circulación, me dije a mí mismo.
Caminaba tan despacio que para cuando por fin llegó al otro lado, donde yo estaba plantado, ya me había dado tiempo a recobrar la compostura, a recobrar el juicio y a darme cuenta del error tonto pero comprensible que había cometido.
Se trataba de otro vejestorio con el abrigo de piel de camello de mi padre. Dianah, fiel a su palabra, había donado la ropa a un grupo parroquial del Upper West Side para que la repartiera entre los sin techo. Un viejecillo había acudido allí y ahora aquel abrigo le quedaba exactamente igual que a otro hombrecillo de Chicago, un antiguo juez, mi padre.
Yo conocía muy bien aquel abrigo. Igual de bien que un estudiante de arte puede conocer la obra de un maestro. Los bolsillos exteriores rectos y rectangulares con solapa. El cuello ancho y la punta raída de la solapa derecha, que mi padre había mordisqueado en uno de sus arranques de locura. En otro arranque había cogido un rotulador indeleble y había dibujado un facsímil grande y tosco de un corazón humano en el exterior del abrigo. En su ignorancia demente de la anatomía humana, o bien en su rechazo demente de la misma, mi padre había puesto el corazón en el lado derecho. Después de su muerte, mi madre lo había llevado a la tintorería, pero seguía quedando una mancha de rotulador.
El verano de la muerte de mi padre fue uno de esos veranos insoportablemente calurosos de Chicago, pero hacia el final él se quejaba constantemente de que tenía frío. Teníamos que encender la calefacción. El termostato a treinta grados y él allí sentado, con el abrigo de camello puesto, con los dientes rechinando de frío y el cuerpecillo temblando mientras yo, que iba en camiseta sin mangas, chorreaba sudor en su compañía.
No es que aquel verano se le cayera todo el pelo, es que se le fue volviendo cada vez más fino, como vilano de cardo, como telarañas. Cuando subía la calefacción, el aire que salía de las rejillas le removía el pelo en direcciones distintas. En aquellos momentos ya parecía un muerto, sentado en el fondo del mar, con las corrientes invisibles jugueteando con su pelo.
—¿Dónde tienes tú el corazón? —me preguntó en tono imperioso aquel verano—. ¿Dónde? Enséñamelo. El mío está aquí. ¡Justo aquí! Y con su puño diminuto se dio un golpe en aquel facsímil que tenía dibujado en el pecho.
A veces estaba tentado de decirle que tenía el corazón en el lado que no era, pero, como si estuviera confirmando su acusación, hacerlo me descorazonaba. Las pocas veces que intenté poner alguna objeción a algo que él dijera, el juez que mi padre llevaba dentro cobraba vida con un rugido:
—¡Objeción denegada! ¡Abandone la sala!
Durante mi visita de aquel verano, la forma de pena de muerte que prefería para mí, cuando me veía como su hijo malo, Saul, era la decapitación.
—Mañana al alba —rugía—. Como no tienes corazón, ahora tampoco tendrás cabeza. ¡Di adiós a tu cabeza, perro sarnoso!
Cuando me veía como al hijo bueno, Paul, a veces yo intentaba alegar que la causa de las muchas transgresiones de mi hermano era la locura. Pero mi padre no quería ni oír hablar de aquello. Su larga carrera judicial lo había hecho inmune a aquella defensa.
—La locura no es excusa. La sentencia no se altera. ¡Que se despida de su cabeza!
Durante aquel verano hubo veces en que yo estaba de noche en la cama con la sensación de que la sentencia ya se había ejecutado y ya únicamente existía en calidad de cabeza sobre una almohada, completamente separada de mi cuerpo.
Me aparté para dejar que aquel hombrecillo que llevaba el abrigo de mi padre pasara a mi lado a ritmo de caracol. Cuando le vi la cara de cerca me di cuenta de que el único parecido que tenía con mi padre era el que tienen entre ellos los viejecillos arrugados. Nada más.
6
Pero entonces, ¿por qué di media vuelta y me puse a seguirlo? Eso mismo me pregunté yo, pero no se me ocurrió ninguna respuesta satisfactoria. De manera que lo seguí. La pescadería Citarilla, el restaurante La Caridad, todos los sitios frente a los que había pasado en dirección al sur, volví a pasarlos ahora en dirección al norte, caminando a ritmo de tortuga.
El viejecillo se detuvo en el siguiente cruce de calles y yo me quedé allí parado también, a pesar de que la luz estaba verde. Parecía que intentaba acordarse de qué tarea lo había llevado a ponerse en movimiento aquel sábado.
Por fin, con cautela, se bajó de la acera y los dos dedicamos un buen rato a cruzar la calle Setenta y ocho. La farmacia Apthorp quedaba justo delante, a nuestra izquierda. Ah, pensé yo. Es ahí adonde va. A comprar su medicina con receta. Igual que los adolescentes de los años cincuenta rondaban en los bares de refrescos, los viejos y viejas rondaban en la farmacia Apthorp, esperando a que les dieran sus medicinas.
Pero no. Al llegar al otro lado del cruce, giró a la derecha, como si tuviera intención de pasar al lado este de Broadway.
Se detuvo en la isleta que separaba el tramo norte de Broadway del tramo sur. Allí, con la misma lentitud con la que andaba, se sentó pausadamente en el extremo occidental de un banco largo del parque, que era adonde iba.
Yo me senté, ni demasiado cerca de él ni tampoco demasiado lejos. Arrié mi vela, mi bolsa de plástico, y la doblé sobre el regazo. Encendí un cigarrillo.
Allí nos quedamos sentados.
7
Y allí seguimos sentados.
De vez en cuando yo contemplaba al viejo. No parecía que estuviera haciendo nada más que tomar el sol. Había ido a su banco por el sol. Era su balneario.
Me pregunté de quién sería padre, si es que era padre de alguien. Y si no, por lo menos en algún momento habría sido hijo de alguien. Un hijo querido, tal vez. El bebé precioso de alguien.
El sentimentalismo barato se me subía un poco a la cabeza. Me ponía babosín. La gente que me conocía bien, los amigos que había tenido en el pasado, solían reprenderme por mi tendencia a ponerme sentimental cuando me emborrachaba. Vergonzosamente sentimental. El problema que tenía ahora era que aquella tendencia persistía a pesar de mi incapacidad para emborracharme. Todas mis tendencias de borrachera perduraban, salvo la borrachera en sí.
Mi padre se había comprado el abrigo de pelo de camello en el Marshall Field’s de la calle State, en la época en que era la tienda de Chicago. El abrigo era de su talla cuando era nuevo y él estaba sano. Pero a medida que enfermaba, parecía que la cabeza se le encogía, se le deshidrataba, hasta el punto de que la última vez que lo vi con el abrigo puesto, éste casi le cubría la cabeza.
El viejo que ahora estaba sentado a mi lado tenía un problema parecido. Del formidable caparazón de su abrigo le asomaba una cabecita reseca de tortuga.
Su cuello raquítico parecía más una muñeca que un cuello.
Los pies que tenía al final de las piernecitas apenas le llegaban al suelo. Los zapatos que llevaba eran marrones y le venían grandes.
Los tobillos flacos le asomaban como si fueran mangos de rastrillos. Por encima de los calcetines caídos se le veía un poco de espinilla huesuda y sin pelo. Y en la espinilla tenía una especie de costra gris.
Eran los zapatos gastados que llevaba, aquellos zapatos bajos de cuero enormes y marrones, los que lo delataban como persona sin techo. Si no le mirabas los zapatos, lo podrías confundir con un funcionario jubilado que vivía en un apartamento de renta controlada, y cobraba una pensión decente. Pero no con aquellos zapatos.
Mi padre, perverso hasta el mismo final a pesar de su cáncer avanzado y de su locura total, se murió de un ataque al corazón. Mi madre me informó más tarde de que se lo había encontrado tirado en el suelo de la sala de estar.
De quién era padre aquel hombre, me volví a preguntar, fumando, observando al anciano, que no parecía estar mirando a ninguna parte. Podría ser cualquiera, el padre de cualquiera, y por eso mismo también podría haber sido el mío.
8
De manera que nos quedamos allí sentados, mientras las nubes de distintos tamaños surcaban el cielo y la Tierra seguía su viaje alrededor del Sol.
Una vez mas me invadió la nostalgia sensiblera por mi desgraciado matrimonio.
Por lo menos, mi matrimonio me había proporcionado una sensación de hogar, y como para mí el hogar era por definición un sitio del que me quería escapar, mi desgraciado matrimonio me había dado la esperanza de que escapar era posible. Sin hogar propio —no hablo de un apartamento, ni siquiera un apartamento tan maravillosamente amplio como el mío, sino de un hogar, de la sensación de un hogar—, tampoco existía posibilidad de escapatoria.
No había que desdeñar las ventajas de un matrimonio infeliz.
Mis muchas, muchas enfermedades.
Lo único que Billy quería de mí era pasar un poco de tiempo a solas conmigo, pero yo no podía darle lo que él quería. No tenía ni idea de cómo llamar a aquella enfermedad. ¿La enfermedad del intermediario? ¿La enfermedad de la tercera persona? ¿La enfermedad del observador? Se llamara como se llamara, aquella enfermedad me impedía sentirme cómodo en compañía de alguien a menos que hubiera público mirándonos.
No me pasaba solamente con Billy. Confiaba en que lo supiera. Confiaba en que supiera que no me pasaba solamente con él. De una forma u otra, todas mis relaciones con la gente se habían convertido en espectáculos públicos.
Guido era mi mejor amigo, el último que me quedaba, llevábamos años y años siendo amigos, pero en todos aquellos años jamás había estado a solas con él. Las pocas veces que había ido a su apartamento durante alguno de sus dos matrimonios, había sido para asistir a una de sus fiestas. Y cuando él venía a mi apartamento en la época en que yo vivía con Dianah, era para asistir a alguna de nuestras fiestas.
Por muy loco y vengativo que se mostrara mi padre antes de morir, su locura no me había impedido visitar a mis padres en Chicago. En cambio, su muerte, y la perspectiva de estar a solas con mi madre, sí. Después del funeral de mi padre ya no la volví a ver.
Si no tuviera que estar a solas con una mujer, realmente a solas, si el acto sexual, que yo a veces ansiaba de forma desesperada, se pudiera llevar a cabo en público, en algún restaurante por ejemplo, entre el café y el postre, o bien en el vestíbulo del cine durante la pausa, las relaciones amorosas con las mujeres me durarían mucho más.
No era una cuestión de miedo a la intimidad. En público estaba perfectamente dispuesto a mostrarme íntimo de forma indiscriminada. A abrirme y dar la bienvenida a la apertura de los demás. Pero estar a solas en un apartamento con una mujer, o con mi hijo, o con mi esposa, o con mi madre, siempre me producía la sensación de que estábamos esperando a que viniera alguien más. Un intermediario. Una tercera persona. Un mediador que pudiera interpretar la situación y permitirnos, a través de sus ojos, que también la interpretáramos nosotros.
Incluso una simple llamada telefónica a Billy me resultaba mucho más fácil si había alguien escuchando mi conversación con él.
A veces llamaba a Billy desde la oficina de Guido y, aunque él insistía en salir para dejarme hablar, yo me aseguraba de que la puerta de su oficina se quedaba abierta, para que las secretarias que estaban fuera pudieran oír lo que yo estaba diciendo.
A veces llamaba a Billy desde mi apartamento cuando había una mujer en él. Hablando con mi hijo por teléfono evitaba estar a solas con la mujer, y teniéndola a ella escuchando en mi apartamento, evitaba estar a solas con mi hijo por teléfono. Era una especie de perfección, mientras durara la llamada telefónica no podía suceder nada, absolutamente nada real.
Aquellas llamadas, por supuesto, nunca conseguían satisfacer el ansia de contacto que mi hijo tenía. Y era porque en realidad yo no estaba hablando con él, estaba hablando con una tercera persona. Mi hijo no era más que el medio por el cual yo hablaba con otra gente sobre mi paternidad.
Yo sabía que aquello estaba mal. Era consciente del daño que nos estaba causando a los dos. El problema no era de ignorancia por mi parte.
Yo sabía mucho. Estaba lleno de ideas profundas. Pero no servían para nada más que para acumular una colección privada cada vez más grande.
Necesitaba más que una idea. Necesitaba una superidea que pudiera desvelar el origen mismo de todas mis enfermedades.
Esta noción recurrente, sin embargo, se veía templada por un temor igualmente recurrente. A veces la clarividencia que generan las superideas nos resulta insoportable. Lo primero que hizo Edipo, rey de Tebas, cuando por fin vio con claridad, fue arrancarse los ojos.
Me quedé allí sentado, sumido en mis pensamientos. Di por hecho que el viejo que llevaba el abrigo de mi padre estaba sumido en los suyos. A nuestro alrededor pasaban autobuses, taxis, coches y furgonetas de reparto rugiendo en todas direcciones. Los trenes del metro retumbaban por debajo de nuestra pequeña isleta en medio del tráfico. La gente pasaba a nuestro lado para llegar al lado este de Broadway. Otra gente para llegar al lado oeste. Las nubes surcaban el cielo. También un dirigible de la Fuji. En el banco no había nadie más sentado. Estábamos allí los dos, el viejo y yo, «como piezas de ajedrez de una partida abandonada».