CAPÍTULO 3

1

Querido padre:

Todavía no he empezado a escribir esta carta y ya me da miedo lo que le pueda pasar. Te he estado observando a lo largo de los años y he visto que no distingues demasiado entre lo que es íntimo y personal y lo que no. Te he visto traicionar muchas veces la confianza de tus examigos mientras cenabas en un restaurante, convirtiendo sus asuntos a veces dolorosos en historias ingeniosas que usabas para entretener a otras personas. No sé por qué lo haces, pero sí sé, porque lo he visto una y otra vez, que cuando la energía de una de esas cenas decae, y la charla empieza a apagarse, tú eres capaz de desenterrar y decir lo que sea con tal de animar la cosa una vez más. Te suplico que, aunque solamente sea por una vez, hagas una excepción con esta carta. No le hables a nadie de ella, ni siquiera a mamá. No me cites y no me parafrasees ante nadie. Por favor. Si no podemos tener nada que sea estrictamente privado entre nosotros, solamente entre tú y yo, dejemos por lo menos que esta carta sea nuestro único acontecimiento privado. Continuaré escribiendo a modo de acto de fe en que vayas a respetar mi deseo y no traicionarme como has traicionado a tantos otros en el pasado. Así pues, una vez solucionada esa cuestión, vuelvo a empezar.

Querido padre:

No me he puesto a calcular cuánto tiempo hace, pero estoy seguro de que los dos nos damos cuenta de que ya hace años que entre nosotros se ha instalado una especie de parálisis. No estoy seguro de cuándo empezó, porque hasta ahora no había conseguido aceptar el hecho de su existencia. No, no nos estamos distanciando, para usar una expresión que usan mis amigos cuando hablan de sus padres y madres. De hecho, sería mejor que así fuera, porque entonces existiría por lo menos la posibilidad de que pudiera llegar a alejarme lo bastante de ti como para no sentir el dolor de la proximidad desprovista de contacto.

Pero no nos estamos distanciando, papá. No hay movimiento de ninguna clase. Lo único que hay es el triste espectáculo de un padre y un hijo congelados en el tiempo.

He estado pensando mucho en todo esto y en mi opinión no tiene nada que ver con el hecho de que, hablando en términos biológicos, no seas mi padre de verdad. El problema aquí, papá, no es ni la sangre ni la biología. Lo que falta entre nosotros es algo que debería existir entre dos seres humanos cualesquiera que se conocen desde hace tanto tiempo como nosotros. Cuando yo era pequeño existía, o por lo menos decidí creer que existía, una promesa implícita que me tomaba muy en serio. Era la promesa de que se avecinaban cosas maravillosas. De que me esperaba una prueba, o bien una serie de pruebas, pero si conseguía pasarlas con éxito, eso nos llevaría a ti y a mí a una relación de cariño. En cierta manera tuve una infancia muy feliz porque creía ciegamente en lo que me deparaba el futuro.

Ahora ya no soy lo bastante joven como para seguir creyéndomelo a ciegas, pero tampoco lo bastante viejo y cínico como para desechar la posibilidad de que me quieras y dedicarme a otra cosa.

Dime la verdad, papá. Por favor, si conoces la verdad, dímela.

Descubrir la verdad, que es que jamás podré tener lo que quiero de ti, resultaría probablemente muy doloroso, pero también sería mucho menos extenuante que esta espera y esta incertidumbre. No hago más que esperar, papá. Y mientras espero tu amor, permanecen en suspenso todos mis vínculos íntimos con otra gente. Van y vienen chicas encantadoras, van y vienen amistades, el amor va y viene y yo nunca le pido que se quede porque te estoy esperando a ti.

A riesgo de simplificar demasiado la situación, permíteme que te recuerde que tampoco es tanto lo que te estoy pidiendo. No has de tener miedo a que invada tu vida, ni a que albergue intenciones oscuras y temibles.

Hasta que notaste que ya no me servía de nada, nunca te importaba estar conmigo en público. Llevarme a una obra de teatro, a un estreno de cine, a un preestreno o a cualquier otro acontecimiento público, y después, junto con otra gente, a cenar a algún restaurante donde el evento al que acabábamos de asistir se volvía a convertir en acontecimiento. En público, sufro igual que si estuviera sobre un escenario. El papel de hijo público lo llevo fatal.

Permíteme que sea yo, no siempre, solamente de vez en cuando, el acontecimiento. Por favor, entiende que no tengo en mente ningún guión en concreto que quiera representar contigo. Es la ausencia misma de guión lo que anhelo. Mis fantasías de estar a solas contigo consisten en pasar tiempo juntos sin hacer nada, en regodearnos en la tranquilidad y la falta de planes.

Sé que estoy corriendo un riesgo al escribirte esta carta. No te conozco bien, papá, pero sí que te conozco lo bastante como para saber que te resultaría más fácil cortar todo vínculo conmigo que resolver las cuestiones de las que trata esta carta. Si es lo que tienes que hacer, pues hazlo. Será mejor que esta situación en la que nos encontramos ahora los dos, y en la que languidecemos como dos piezas de ajedrez de una partida abandonada.

Tu hijo, que te quiere,

BILL

P. D.: Confío en que esta posdata no te parezca condescendiente, pero por favor, búscate un seguro médico. Si no para tu tranquilidad, al menos para la mía.

2

No hacía ni frío ni calor. Brillaba el sol, pero el aire tenía algo que impedía que fuera un día soleado.

Con el New York Times doblado debajo del brazo y la carta de mi hijo en el bolsillo interior de la cazadora, esperé un taxi en la esquina de la Ochenta y seis con Broadway.

Un taxi amarillo nuevecito se detuvo con una sacudida para recogerme. No podría haber sido más nuevo ni tampoco más amarillo. Apagué el cigarrillo, entré y pusimos rumbo al sur.

Dentro del taxi hacía demasiado calor. En la parte de atrás había dos ambientadores de coche de tamaño grande, colgando uno a mi izquierda y el otro a mi derecha. Eran verdes, tenían forma de árboles de Navidad y emitían un aroma a pino nauseabundo.

Bajé la ventanilla.

El tráfico avanzaba despacio pero sin pausa. A mí me encantaba el movimiento. Me encantaba la sensación de estar llegando a alguna parte.

Crucé las piernas y volví a pensar en la carta de Billy. Ya había pensado en ella el lunes, y también al día siguiente, pero dado que me encontraba en pleno subidón paternal, nada era demasiado bueno para mi hijo. Ni siquiera hacer horas extras y pensar en aquella carta durante tres días seguidos.

Su carta me había conmovido de verdad. La había recibido el lunes. Me había estado conmoviendo a ratos durante casi todo el día. El martes decidí hacer algo al respecto, y la parte de su carta que elegí obedecer fue lo que me decía en la posdata.

A él le preocupaba que yo no tuviera seguro médico. Así pues, razoné, si yo conseguía un seguro médico, a continuación lo podría llamar y decirle que no se preocupara. Podría contarle que volvía a estar asegurado porque me lo había aconsejado él. Entonces los dos podríamos tener una agradable charla telefónica sobre el tema y aprovechar para descartar todo lo que él había escrito en el resto de la carta.

Así pues, a primera hora de la mañana siguiente, llamé a mi nuevo contable, Jerry Fry, y le dije que me volviera a dar de alta con Fidelity Health, mi antigua compañía. Jerry me felicitó por recobrar finalmente el juicio. Le conté que lo estaba haciendo por mi hijo, al que, como él ya sabía, quería mucho. Él me felicitó por mis sentimientos paternales y me dijo que dejara el asunto en sus manos.

—Déjalo en mis manos, Saul —dijo—. Mañana mismo lo tendrás.

De manera que hoy llamaría a Jerry desde el despacho o me llamaría él desde el suyo, y otro de los pequeños problemas de la vida quedaría resuelto. Me planteé varias frases para romper el hielo cuando llamara a Billy por la noche y finalmente opté por: «¿Billy? Soy papá. Adivina qué he hecho, grandullón… Vuelvo a tener cobertura…».

Encendí un cigarrillo.

—No se puede fumar —dijo el taxista. Su voz tenía un matiz irritado, como si ya me hubiera avisado antes de que no fumara—. Tengo asma —añadió con autoridad.

Di una última calada rápida y apagué el cigarrillo en el cenicero nuevo y reluciente.

A juzgar por la cantidad de taxistas que de repente aseguraban tener asma o alguna otra enfermedad respiratoria, uno podía dar por sentado fácilmente que las grandes compañías de taxis habían adoptado la política de contratar únicamente a gente con problemas para respirar. Hasta los taxistas afganos y pakistaníes, que no hablaban ni una palabra de inglés y no tenían ni idea de dónde estaba el Lincoln Center, sabían decir: «No se puede fumar. Tengo asma».

Mi taxista parecía una combinación de leñador y fan de los Chicago Bears. Su cuerpo ocupaba tres cuartas partes de la zona delantera del Peugeot nuevecito que conducía. El parabrisas, de haber sido un poco más pequeño y un poco más curvado, podría haber sido un par de gafas protectoras.

Aquel trayecto en taxi tenía cierto aire festivo. Era mi gira de despedida en calidad de Hombre Sin Asegurar. En honor a aquello, decidí hacerme amigo del gigantón que iba al volante.

—¿Qué clase de asma tiene usted? —le pregunté.

Yo sabía que el tipo estaba mintiendo por cómo le sonaba la voz. Las mentiras siempre tenían una melodía característica que yo reconocía porque a mí también me salía de la boca.

Él meditó sobre la pregunta.

—¿Cómo que «qué clase»? —Me echó un vistazo por el retrovisor—. ¿Cuántas clases de asma hay?

—No lo sé. Es usted quien la tiene.

—Pues asma y ya está —dijo él, encogiendo los hombros enormes—. Asma normal. ¿Es que no ha oído hablar de la gente con asma?

—Sí.

—Pues eso tengo yo. Asma. Huelo humo y ¡zas! —Chasquea los dedos—. Me coge un ataque al momento.

—¿En serio?

—Sí, y no es ninguna broma, créame.

Asentí con la cabeza como si le creyera.

—¿Cómo es? —No pude resistir hacerle la pregunta.

—¿Cómo es el qué?

—Tener un ataque.

—¿De asma?

—Sí.

—Pues terrible. Terrible de verdad —dijo él, negando lentamente con la cabeza.

Tenía un cuello que parecía el asado de los domingos. Cada vez que meneaba la cabeza, a mí me venía a la mente algún documental sobre naturaleza de la televisión pública. El oso pardo de los bosques de Montana, provisto de un collar transmisor. Trasladado, adiestrado y puesto al volante de un taxi de Manhattan.

Era un placer que me llevara aquel tipo. No podía fumar en el taxi, pero prefería que me privara de mi cigarrillo un embustero total como aquél que un letrero impersonal con una ordenanza del Ayuntamiento. Les tenía un apego natural a los mentirosos. Como yo también era un mentiroso congénito, sentía idéntico afecto hacia ellos. Ya no compartía verdad alguna con nadie. El único vínculo que me quedaba con mis congéneres eran las mentiras. En la mentira, por lo menos, todos los hombres eran hermanos.

—Es terrible, ¿no? —le pregunté. No quería que se agotara el tema, que se acabaran las mentiras.

—¿Tener un ataque de asma?

—Sí.

—Es peor que terrible. Créame, caballero, no le conviene saberlo.

—Sí que es malo, pues.

Me volvió a mirar por el retrovisor y me preguntó con cierto recelo:

—¿Usted ha tenido asma alguna vez?

—No.

Mi respuesta lo envalentonó.

—Es terrible. Horroroso. Horroroso de verdad. —Se estaba poniendo expansivo, se sentía en la cumbre—. Es como… como que te hundan la cabeza debajo del agua en la piscina. Así mismo. ¿Alguna vez le han hundido la cabeza debajo del agua en la piscina?

—Hace mucho tiempo —mentí.

—Pues así mismo es. Pero peor.

—¿Peor?

—Sí, peor. Porque con el asma no puedes salir del agua a buscar aire. Porque sales a por aire y no hay aire. Solamente hay más asma.

—Sí que es verdad que parece feo.

—Nada de feo. Horroroso de verdad.

—¿Cuánto tiempo lleva usted siendo asmático?

—¿Siendo qué? —Volvió a parecer receloso.

—Con asma. ¿Cuánto tiempo lleva con asma?

—Ah. —Asintió con la cabeza—. Desde que nací.

—¿Tanto?

—Sí. Me viene de familia.

El tipo no paraba de cambiar de carril, pero su mole me impedía ver el volante. Desde donde yo estaba sentado, parecía que condujera con los hombros, dando bandazos a derecha e izquierda y meneando el Peugeot de un lado a otro como si fuera un juguete.

—¿Tiene usted alguna otra enfermedad?

—No, solamente asma. Pensé que tenía otra cosa pero al final resultó que no. ¿Por qué lo pregunta? ¿Es usted médico o algo?

—Más o menos.

—¿Ah, sí? —Se volvió a poner receloso—. ¿Y qué clase de médico es?

—Médico de películas —le dije, y cuando vi que me miraba otra vez por el retrovisor me di unos golpecitos con el dedo en la sien—. Si tiene usted películas malas en la cabeza, yo se las arreglo.

Él se quedó pensando un momento hasta que dio con la solución.

—¿Psiquiatra? ¿Eso es usted? ¿Psiquiatra?

—Sí —mentí yo, por cortesía a todas las mentiras que me había contado él.

—Pues está en el lugar adecuado, eso está claro. Si algo nos sobra en esta ciudad, son los chalados. Yo los veo a patadas.

—Estoy seguro.

—Gente que en vez de cerebro tiene cereales para el desayuno. Como le aguantes la mirada a quien no debes, acabas muerto.

Detuvo el taxi delante del edificio donde estaba mi oficina.

—Un placer hablar con usted —le dije, y le dejé una propina generosa.

—Muchas gracias, doctor.

3

Me siento a mi mesa y fumo, leyendo el New York Times. Mi fuente de luz principal es una vieja lámpara de pie con una pantalla enorme, que recuerda a los sombreros que llevaban las damas eduardianas. En el techo hay una hilera de focos, pero no los uso nunca.

En el escritorio tengo una máquina de escribir, una Remington grande y negra, un guión que se supone que estoy reescribiendo, un teléfono, un contestador automático y un cenicero grande.

A mi izquierda, mirando al sur, hay una ventana con persianas de lamas que da a la calle Cincuenta y siete. En la ventana hay un aparato enorme de aire acondicionado. Ahora mismo lo tengo a potencia «alta». Me gusta el ruido que hace. De hecho, elegí ese modelo en concreto por el ruido que hacía. En el punto álgido de nuestro matrimonio, Dianah y yo solíamos alquilar una casa de veraneo en Easthampton. Estaba cerca del océano, y por las noches, a través de la ventana abierta, yo oía las olas arremeter contra la playa. No era igual, pero sí que se parecía al ruido que hace ahora mi aire acondicionado.

A la derecha tengo una librería con libros que conservo desde mis tiempos de estudiante. Mi colección de Literatura Comparada.

En el rincón sudeste de mi oficina hay una pirámide de cajas de cartón. Dentro de las cajas están mi ordenador, la impresora y papel de impresora suficiente para dos años.

Hace poco más de cinco años me compré el ordenador, en pleno arranque de pasión por estar al día. Mientras esperaba a que me llegara, me dediqué a pregonar ante todo el mundo las ventajas de tener ordenador. Convencí a Guido de que él también se tenía que comprar uno. Y se lo compró. Cuando por fin me llegó el mío, el manual de instrucciones en tres idiomas me llenó de desesperación. Cuanto más lo leía, más me desesperaba. Al cabo de unos días lo volví a meter todo en las cajas de cartón, incluyendo el manual de instrucciones, y las trasladé al rincón sudeste de mi oficina, donde siguen residiendo. En el momento de comprarlo, el equipo era tecnología punta. Ahora, tanto para mí como para el fabricante, es una reliquia del pasado.

Me enciendo otro cigarrillo y paso otra página del Times.

4

El alquiler de mi oficina es desorbitado. Lo que lo compensa es que está ubicada en una dirección igualmente desorbitada. Hace poco renové el contrato por dos años más. Cuando entre en vigor el contrato nuevo, mi alquiler prácticamente se duplicará para ponerse a la altura de la situación cada vez más desorbitada de la ubicación. El dinero no es un problema. Me lo puedo permitir. El problema es que ya no necesito oficina. En mi apartamento tengo habitaciones de sobra para trabajar mis reescrituras.

Me invade la nostalgia por mi matrimonio putrefacto. No es tanto que eche de menos a Dianah como que echo de menos tener a una Dianah a la que dejar en casa por las mañanas, cinco días a la semana. Tener de mujer a Dianah no solamente le imprimía cierta urgencia a la cuestión de ir a la oficina; también hacía que la oficina en sí fuera un constante y agradable recordatorio de que yo no estaba en casa.

En cuanto dejé a Dianah dejé también de tener un motivo para estar en mi oficina. Ya no era un refugio, ya no era más que una oficina.

El Times trae más información sobre Rumanía. Ahora los estudiantes que hicieron la revolución y derrocaron al antiguo régimen no saben cómo formar un gobierno nuevo. La gente que sí sabe formar un gobierno nuevo es la misma gente del antiguo régimen que los estudiantes derrocaron. Y esa misma gente ya está regresando al poder en Rumanía. Los estudiantes se sienten traicionados.

Lo siento por ellos. Encuentro muchas analogías entre los tumultos de Rumanía y mi vida. Pobres estudiantes. Si creen que se sienten traicionados ahora, espera a que crezcan y empiecen a ser ellos los que traicionan. No es agradable el momento en que para mejorar tu vida solamente te puedes derrocar a ti mismo.

Paso página.

5

La gente sin techo se está convirtiendo en un incordio. Cada vez hay más. Hemos cambiado de década y este viejo problema genera una nueva impaciencia.

Aumenta el racismo en los campus universitarios. Aumentan los crímenes racistas. Leo la historia con atención y tomo nota mentalmente de que es un tema útil para interponerlo entre mi hijo y yo cuando lo llame esta noche. Si nuestra conversación se pone tensa después de que le dé la buena noticia de mi seguro médico, puedo pasar directamente a esto otro.

«Oh, por cierto, Billy, quería preguntarte algo: en el periódico no paran de hablar del aumento del racismo en los campus universitarios. ¿Tú cuál crees que es la causa? ¿Tienes alguna idea?».

6

Me tomo un breve descanso del Times y contemplo el guión que debería estar reescribiendo. Se trata de un fenómeno casi histórico. Tengo bloqueo de reescritor. Jamás me había pasado, pero este guión en concreto me lo ha provocado.

La dificultad del guión que debería estar reescribiendo es que ya lo reescribí una vez. Hace tres años. Entonces tenía otro título y lo hice para otro estudio. La primera vez, el problema era que no había trama. Tenía un reparto de personajes más grande que la orla de graduación de un instituto, pero le faltaba argumento. De manera que me deshice de un montón de gente y le añadí el argumento. Luego pasó a ser reescrito bastantes veces más por otros reescritores. Y ahora ha vuelto a mi escritorio provisto de una colección nueva de problemas. Ahora es todo trama y no tiene personajes. En los años que han pasado desde la otra vez, no es que la trama se haya espesado, es que se ha coagulado. Se ha convertido en el equivalente a los Pozos de La Brea del mundo de las tramas. El héroe y sus amigos, sus enemigos y la chica de la que está enamorado, están todos atrapados en los pozos de alquitrán, pero no se sabe quién es quién. Mi trabajo consiste en arreglar el barullo y en darle sentido del humor al héroe y a la chica de quien está enamorado.

Mientras contemplo las 118 páginas del guión que tengo en el escritorio, me planteo la posibilidad de que en un futuro próximo reescribir un guión dé trabajo de por vida a un equipo entero de reescritores como yo, igual que construir una sola catedral gótica daba trabajo a varias generaciones de artesanos medievales.

7

Suena el teléfono. Salgo del trance. Me froto las manos, imaginando que el que llama es Jerry Fry, para informarme de que Fidelity Health me ha aceptado de vuelta en su gran familia de americanos asegurados.

Cojo el teléfono.

Es Guido. Me llama para decirme que va a tener que cancelar nuestro almuerzo del viernes en el Tea Room. Se va a Los Ángeles por trabajo. Guido Ventura, el último amigo que me queda, es representante de actores.

Charlamos. Me habla de los clientes que ha perdido y del nuevo cliente al que espera atrapar en Los Ángeles, y me da a entender que la aritmética juega a su favor. Yo le podría recordar que antaño a los clientes que ha perdido los consideraba imposibles de reemplazar, y que antaño a los clientes que ha encontrado después, incluyendo este que ahora confía en atrapar en Los Ángeles, los consideraba deleznables. Pero no se lo digo. Es el último amigo que me queda y no lo quiero perder. Y además, como yo antes cuadraba mis libros usando la misma aritmética moral, ¿quién soy para hablar? De manera que manifiesto mi acuerdo con sus resultados y le deseo una feliz caza en Los Ángeles.

Enciendo otro cigarrillo y, mientras espero a que me llame Jerry, continúo mi recorrido por el New York Times.

8

La sección de Artes y Ocio. Reseñas de obras teatrales. Reseñas de películas. Reseñas de música. Reseñas de libros. Reseñas de televisión. Me las leo todas. Hay un tono que emerge, el tono de las Artes reseñadas, que para mí es como un gin-tonic maravilloso, o como lo que solía ser un gin-tonic. Ya no me puedo emborrachar, pero ese tono se me sube a la cabeza.

Mientras leo el periódico me acuerdo de la carta de Billy, pero ahora mis pensamientos sintonizan con el tono del Times.

En este momento aprecio su carta a un nivel completamente distinto. Su dominio del inglés. Su estilo tan maduro para alguien tan joven. Su capacidad para explorar el territorio emocional sin caer en la sensiblería. Su facilidad para la aliteración. La nitidez de sus imágenes.

Cuanto más elogio su carta para mis adentros, más se disipan su sentido y su propósito.

Se trata de una enfermedad nueva que he contraído. No sé cómo llamarla. Se podría llamar enfermedad de objetividad o bien enfermedad de subjetividad, depende de cómo se mire.

Los síntomas son siempre los mismos.

A pesar de mi nauseabunda preocupación por mí mismo, da la impresión de que mi yo se esfuma con bastante facilidad. Por mucho que lo intente, soy incapaz de mantener de forma prolongada la subjetividad sobre nada. Una hora más o menos, un día más o menos, un par de días como mucho, y a continuación la subjetividad me abandona y paso a observar el fenómeno desde un punto de vista distinto.

No lo hago a propósito. Simplemente mi mente se aleja y se pone a orbitar alrededor del fenómeno.

El fenómeno en cuestión puede ser una persona, una idea, un problema o una desgarradora carta de mi hijo. No importa lo que sea, la cuestión es que es solamente mío, genuinamente mío, subjetivamente mío, durante un rato. Después empiezo a orbitar. Doy vueltas en torno al problema, la idea, la carta o la llamada telefónica. Lo veo desde muchos ángulos distintos y puntos de vista diversos. Y sigo así hasta volverme casi del todo objetivo. Es decir, incapaz de experimentar lo que sentía inicialmente sobre la carta, la llamada, la idea o el problema. En otras palabras, incapaz de evocar ninguna emoción subjetiva de ninguna clase sobre el fenómeno. En otras palabras, el fenómeno deja de tener significado para mí.

Paso página.

9

Suena el teléfono.

Jerry, pienso yo.

—Hola, cielo.

Es Dianah.

Le digo que ahora no puedo hablar con ella porque estoy esperando una llamada importante. Se ríe y suspira. Se ríe y suspira sin cambiar de ruido. Es la única mujer que conozco —bueno, la única mujer, hombre o criatura— que es capaz de hacerlo.

—Oh, Saul. —Se ríe y suspira.

Nunca he oído el sonido de mi nombre usado en mi contra con tanta eficacia.

—No bromeo, Dianah —le digo, intentando mostrarme firme pero amigable—. Estoy esperando una llamada importante de trabajo, o sea que si no te importa…

Ella me interrumpe.

—Tal vez sea ésta, cielo. Tal vez sea ésta la llamada que estás esperando.

—Odio ser maleducado, Dianah, pero…

Ella me vuelve a interrumpir.

—Oh, lo sé, cielo —me dice. Ahora está hablando en cursiva—. Para ti tener que ser maleducado es un infierno.

Sus palabras, impresas en una página, requerirían varios tipos de letra para hacerles justicia. La misma carta iluminada que a los monjes de la Edad Media les costaba meses de esfuerzo ingente, Dianah puede hacerla aparecer al instante con el mero sonido de su voz.

Continuamos con nuestra rutina de adversarios. Yo diciéndole que no puedo hablar y ella comunicándome no tanto con palabras como con simples sonidos lo que piensa de mí. Yo intento resistirme, pero al final me dejo fascinar por la brillantez de su actuación. Hoy tiene una voz maravillosa. Podría estar escuchando a Hildegard Behrens cantando a Wagner, en vez de a mi mujer Dianah calentándome la cabeza por teléfono.

Por fin me dice para qué me ha llamado:

—He donado toda la ropa de tu padre a un grupo de la parroquia que estaba haciendo una colecta para la gente sin techo. Ya te avisé de que lo haría si no venías a buscarla, de manera que lo he hecho. Alguien tiene que ser fiel a su palabra, y los dos sabemos que no vas a ser tú, ¿verdad, cielo? Ciao, cielo. Que tengas un día espléndido, ¿vale?

Y me cuelga.

10

Mientras fumo y espero a que me llame Jerry, me invade una certeza cada vez mayor de que fue un error desastroso por mi parte dejar a Arnold, mi antiguo contable.

Me caía muy bien Arnold. Era un contable de la vieja escuela, casi dickensiano. Hasta tenía pinta de contable. Estoy seguro de que su padre había sido contable. Demacrado, pálido, sobrecargado de trabajo, miope. Nada que ver con Jerry Fry y su bronceado. Hay algo sospechoso en un contable que va bronceado todo el año y que tiene una raqueta de tenis en su oficina.

Podría haberme quedado a Arnold y haberle dicho a Dianah que se buscara ella un contable nuevo, pero a fin de aliviar la tensión de la separación y darle cierta continuidad a su vida, decidí ser generoso y ser yo quien se buscara un contable nuevo. De manera que mi mujer se quedó con Arnold y con la continuidad, y yo con Jerry. Y su raqueta de tenis.

Llevo menos de un año con Jerry y ya estoy sin seguro médico.

En algún momento se produjo una cagada con mi compañía de seguros, Fidelity Health. Según Jerry, aunque su oficina los informó de mi cambio de dirección de facturación, alguna secretaria descerebrada de Fidelity siguió mandando las notificaciones de pago de mi prima a la oficina de Arnold, que era lo que llevaban haciendo durante veinte años. Y según Jerry, alguna secretaria descerebrada de la oficina de Arnold se las siguió devolviendo a Fidelity, con una nota que decía que yo ya no estaba con Arnold pero no les decía con quién estaba ahora.

Para cuando se descubrió la cagada, ya me habían cancelado la póliza del seguro.

Para ser justo con Jerry, nada más descubrirse la cagada, él quiso iniciar el proceso de reincorporación a la compañía. La culpa a partir de ese momento la tuve yo. Verme sin seguro me resultaba novedoso, un cambio casi agradable. De manera que le dije a Jerry que no hiciera nada hasta que yo se lo dijera. Le dije que quería plantearme las distintas opciones.

—¿De qué estás hablando? —me preguntó Jerry—. ¿Qué opciones? Estar sin seguro no es ninguna opción.

Pero cuanto más tiempo pasaba sin seguro, mejor me sentía. Tenía tantos problemas personales y enfermedades que sospechaba que eran irresolubles e incurables, que resultaba un verdadero alivio tener un problema que yo pudiera resolver cuando me viniera en gana. Y cuanto antes lo resolviera, antes volvería a tener problemas que no se podían resolver.

Mi problema también me proporcionó una personalidad temporal que me divertía interpretar. La bravuconería y el fatalismo sentimentaloide de ser el único hombre sin asegurar que yo conocía. La distinción de no importarme estar así. La oportunidad que me ofrecía de decir cosas del tipo:

—¿Y qué problema hay? Tampoco tenían seguro médico Alejandro Magno, ni Alexander Hamilton, ni Thomas Jefferson.

Y también había otra cosa. No tener seguro médico parecía apropiado y honesto. En los momentos de rara clarividencia y lucidez cegadora, que normalmente sucedían mientras me duchaba, vi que no había en la Tierra ninguna póliza de seguros que cubriera lo que yo tenía. Yo no sabía cuál era mi problema, pero sí sabía que no estaba cubierto.

Si Billy no hubiera sacado el tema en la posdata de su carta, es posible que me hubiera dedicado a postergar todo el asunto de forma indefinida.

Me enciendo otro cigarrillo y paso a la sección de Negocios del Times. El poder de los sindicatos se debilita.

Suena el teléfono.

11

—Saul.

Es Jerry.

—Jerry —le digo.

—¿Tienes un momento? —me dice él.

—Claro —digo yo.

Hay algo en esa apertura que no me gusta, pero me reservo el juicio y escucho.

Jerry empieza repasando una vez más toda la cagada del seguro que yo tenía con Fidelity. Vuelta a las secretarias descerebradas que hacen cosas descerebradas. Intento interrumpirlo porque conozco la historia de memoria, pero Jerry insiste en su revisión «para que conste en acta», dice.

Me está bien empleado, pienso yo, por dejar a Arnold. Jerry no es nombre de contable. Jerry es nombre del chaval de la oficina que hace las fotocopias y sale a buscar los bocadillos.

El resumen del repaso que hace Jerry «para que conste en acta» es que su firma no tiene la culpa de nada.

—Vale, vale —le digo yo—. Tu firma no tiene la culpa. No me interesa echar la culpa a nadie. Solamente quiero reincorporarme a Fidelity y ya está.

Hay una pausa y después de la pausa sale la voz de Jerry:

—Es demasiado tarde —me dice.

—¿Que es demasiado tarde? —Casi le grito.

—Has esperado demasiado —dice. Y continúa—: Se te ha acabado el periodo de gracia. Mira, había un periodo de gracia administrativo para clientes con antigüedad durante el cual te podrías haber reincorporado sin problema. Durante ese periodo, aunque tuvieras la póliza cancelada, solamente estaba cancelada de forma administrativa.

—¿Y ahora? —le pregunto.

—Ahora la tienes cancelada de forma corporativa.

Me pongo a sudar. Cojo otro cigarrillo y, mientras lo enciendo, veo que me tiembla la mano. No sé qué quiere decir que te cancelen de forma corporativa, pero de pronto la palabra «cancelar» suena distinta. No sé por qué, pero es así. Toda mi actitud displicente hacia el hecho de no tener seguro, ese personaje digno de Byron que era El Hombre Sin Asegurar, mi deseo de volver a estar asegurado como vía para restablecer el contacto con mi hijo… todo se va por la ventana. ¡Me han cancelado! Dios mío, me han cancelado de forma corporativa. No a mi póliza de seguro. De alguna forma parece que es a mí, personalmente, a quien están cancelando. A mí. A Saul Karoo. La palabra «cancelado» adquiere un componente existencial de destierro, de declaración de indignidad. Lo que comporta para mí estar cancelado de forma corporativa es lo mismo que comporta la excomunión para un católico de toda la vida.

Estoy sudando como un cerdo.

—¿Qué? —tartamudeo—. ¿Qué quiere decir eso, Jerry?

—Quiere decir que no te puedes reincorporar a Fidelity sin hacerte un examen físico completo. Y sé lo que piensas de esas cosas. Y luego, dependiendo de los resultados del examen físico, te aceptarán o bien te rechazarán por no cumplir los requisitos médicos. O sea, que estarás empezando de cero con la compañía.

—Pero ¡si llevo más de veinte años con ellos!

—Pues ya no —me dice—. Te han purgado. Te han cancelado de forma corporativa.

Noto un pitido en los oídos y el corazón me va a cien.

—Pero ¿has hablado con ellos? ¿Has hablado con Fidelity? ¿Les has dicho que fue una cagada de unas secretarias descerebradas?

—Con Fidelity no se puede hablar —me dice Jerry, como si me estuviera contando una de las grandes verdades de nuestro tiempo.

Ahora mi respiración suena tan fuerte que está ahogando el ruido del aire acondicionado de mi oficina. Jerry me oye respirar y trata de tranquilizarme.

—Saul, Saul —me dice—. Escúchame. No tienes nada de que preocuparte. En realidad todo este asunto es una bendición. En mi opinión no sé qué hacías con Fidelity. No quiero decir nada en contra de Arnold, pero si te hubiera asesorado yo, hace tiempo que te habría sacado de Fidelity. Creo que podemos tener resultados mucho mejores con otra compañía aseguradora. Una cobertura más amplia. Que incluya psiquiatría y trasplante de órganos. Y hasta primas más bajas. Ahora estamos en situación de ir de compras en busca de la mejor oferta. ¿Me entiendes?

—Dime, Jerry. ¿Qué tengo que hacer?

—Creo que tienes que olvidarte de Fidelity e irte con GenMed.

—¡GenMed! —grito yo—. ¿Qué es GenMed?

—¿Qué es GenMed? —Jerry no puede creerse que yo no haya oído hablar nunca de GenMed. Solamente es una de las compañías Top 500 de Fortune, solamente eso, me dice. Luego me pregunta si he visto a cuánto están sus acciones últimamente.

Recuerdo haber usado en una ocasión el mismo tono de incredulidad. Me quedé pasmado al descubrir que una chica con la que salí una noche en la universidad no había oído hablar nunca de Tolstói. ¿No has oído hablar de Tolstói?, dije, arremetiendo contra la pobre chica. ¡León Tolstói! ¡El conde León Tolstói! Pues GenMed era León Tolstói.

—Así pues, pongamos —le digo a Jerry mientras me cae el sudor a mares por la cara—, pongamos que hago lo que tú sugieres y me voy a GenMed. ¿Qué pasa entonces? ¿Con ellos también tengo que pasar un examen físico completo?

Estoy convencido de que no puedo pasar un examen físico completo. Ni siquiera puedo echar una meada como es debido, ya no digamos hacer un examen físico exhaustivo.

—Sí —me dice Jerry—. Pero es mucho más relajado.

—¡Relajado! —le grito—. ¿En qué sentido, Jerry?

—Pues mira —me dice él—. En Fidelity, para empezar, tienen una lista de médicos. El médico que te examine tiene que ser uno de los de su lista, que son gente sin flexibilidad alguna. Gente sin sentido del humor, ya me entiendes. Con GenMed, en cambio, podemos elegir nosotros al médico. Y yo conozco a uno genial, el doctor Kolodny. ¿Has oído hablar de él?

—¿¡Kolodny!? —No puedo parar de gritar—. ¡No! ¿Qué es, húngaro o algo parecido?

—Sí, pero ése es el menor de sus encantos —dice Jerry, riendo—. Es un tío genial. Muy flexible. Yo lo uso todo el tiempo para casos como éste. Mira, con Kolodny llegas sabiendo de antemano que no te va a encontrar nada. Te hace las mismas pruebas que te hacen todos. Te mira la presión sanguínea. Te coge una muestra de sangre y una de orina. Te hace un electrocardiograma, pero con Kolodny es como estar enchufado a una tostadora, porque te va a encontrar lo mismo. ¿Me entiendes? Si sacaran a Lenin de su tumba en la Plaza Roja y se lo mandaran a Kolodny para que le hiciera un chequeo, Lenin pasaría el examen con nota. Todo es muy relajado. Entras y estás bien. Kolodny firma los documentos. Luego los mandamos a GenMed, junto con tu prima, y ya vuelves a estar a los mandos. Asegurado de la cabeza a los pies, incluyendo psiquiatría y trasplante de órganos.

—¿Me lo puedo pensar? —le grito.

—Pero ¿qué quieres pensar? —me pregunta Jerry.

Ahí me pilla en fuera de juego. De pronto no se me ocurre nada en qué pensar.

Así pues, acepto.

—Genial —dice Jerry—. Le digo a Janice que te concierte una cita y te llamamos. O mejor todavía, te pongo en espera y le digo a Janice que te lo arregle ahora mismo. No tiene sentido perder tiempo. ¡Janice! —Oigo que llama a su secretaria y de golpe me pone en espera.

12

Parece que haya un vacío dentro de mi cabeza. No un vacío en la mente, sino dentro de la cabeza en sí. Como si dentro de la cabeza no tuviera mente. Un hueco. Nada.

No es la primera vez que me ponen en espera, pero sí es la primera vez que me quedo sentado esperando sin tener nada en qué pensar mientras espero. Simplemente no se me ocurre nada en qué pensar. O para ser más precisos, parece que no tenga nada con que pensar.

Estoy cancelado.

Cancelado de forma corporativa.

Todo está en espera. Mis pensamientos. Mis planes. Mis recuerdos. Mi respiración. Estoy conteniendo la respiración. No hay forma de decir lo que quiero decir sin que suene grandilocuente, así que más me vale ser grandilocuente y decirlo: de pronto mi vida entera parece estar en espera.

Permanezco ahí, sudando y esperando, y mi sudor parece tener aroma a pino, como si mi cuerpo hubiera absorbido el asqueroso aroma a pino de aquellos ambientadores colgantes del taxi y ahora estuviera emitiéndolo.

Tengo el auricular pegado con tanta fuerza a la oreja que la verdad es que podría quedarse ahí él solo sin que yo lo aguantara, como si tuviera una ventosa; aun así, espero. No estoy conectado con nadie, pero tampoco, hablando en sentido estricto, estoy desconectado. Me encuentro en espera. En un tipo completamente nuevo de espera. El auricular que tengo en la mano, y que a su vez me sostiene a mí, parece el componente de algún elaborado sistema de soporte vital al que estoy conectado. Una serie de circuitos, cables y fibras ópticas se despliegan desde mi oficina hasta las oficinas y las casas y los dormitorios de las viviendas de todo el mundo a quien he conocido en la vida. Hasta las casas de la gente que todavía no conozco. Estoy en espera con Janice de la oficina de Jerry, pero cada vez me da más miedo la posibilidad de que la siguiente voz que oiga no sea necesariamente la de ella. Que sea la de otra persona. Cualquier otra persona.

Estoy viviendo un momento cuya naturaleza y propósito me son desconocidos, pero que resulta misterioso, enorme y amenazador. Un momento que contiene algo incuestionable. Como el primer momento o el último de la existencia consciente.

Y ese momento, o bien algo en su seno, como el fantasma del padre de Hamlet, me está hablando.

Hasta ahora, el peligro de que ocurriera algo real, algo que yo temía y evitaba a toda costa, siempre había sido el peligro de lo real exterior. El peligro de que me pasara algo real a mí mismo, o a mi hijo, a mis amigos, mi padre, mi madre, mi mujer, a las mujeres con las que me acostaba, a cualquiera y a todo el mundo, pero siempre desde fuera. Ahora, en cambio, parece que el peligro de que ocurra algo real es un peligro que viene de dentro.

Y también me habla desde dentro. Desde una profundidad que yo jamás he sospechado que poseyera. Desde una mente que hay dentro de mi mente.

No hay ni un segundo que perder. Mi temor me informa de que si oigo esa voz, estoy perdido. Si permito que se establezca contacto con esa cosa que tengo en mis profundidades, ya no habrá vuelta atrás.

Desesperado, y a modo de autodefensa, estiro el brazo hacia el New York Times y tiro de él hacia mí. Lo abro por una página al azar y me pongo a leer. Releo lo que ya he leído antes, pero no importa. El trance, el estupor, si eso es lo que es, se ha roto. Mi terror amaina. El lastre vacío de mi mente se llena de los fluidos de información que necesito para volver a recuperar el equilibrio y perder el contacto conmigo mismo.

Enciendo un cigarrillo. Ya no estoy esperando sin más, ahora estoy fumando. Leyendo el periódico.

Paso página.

13

En la sección Metropolitana del Times encuentro un articulito que por alguna razón no vi en mi primera lectura. Una madre adolescente del Bronx con un bebé en brazos: los dos muertos a causa de balas perdidas. Otro caso de violencia absurda.

Liberado una vez más para pensar, me quedo sentado a mi mesa, fumando y pensando en ese extraño y nuevo fenómeno que son las balas perdidas y los disparos al azar.

Cada vez hay más gente que se convierte en víctima al azar. El azar está adquiriendo proporciones de epidemia. Se está convirtiendo en una categoría estadística.

El artículo no dice nada sobre la muerte de la madre adolescente y su criatura que sugiera ninguna duda de que la causa no ha sido el puro azar. La impresión que me da es que hoy en día hay expertos forenses capaces de examinar las balas extraídas del cadáver y demostrar de forma científica que se trata de genuinas balas perdidas. Balas sin motivo alguno.

Pero bueno, pienso: si en esa categoría se pueden incluir las balas, por qué no la gente. Yo mismo, pienso, habré desempeñado seguramente alguna vez el papel de bala perdida, y seguramente lo volveré a desempeñar de nuevo en la vida de alguien. Y ese alguien lo desempeñará en la mía. Parece inevitable. Las leyes de la probabilidad son bastante meticulosas, pero la improbabilidad no obedece a ley alguna, y es libre de campar a sus anchas y sin leyes por el mundo.

De pronto el teléfono cobra vida. Es Janice del despacho de Jerry. Pronuncia mal mi nombre, igual que siempre. Por alguna razón, no consigue acordarse de poner una «a» en Karoo, por lo que siempre me llama «señor Kroo».

—¿Señor Kroo?

—Sí, Janice.

—El doctor Kolodny lo puede ver la semana que viene. ¿Le va bien el martes?

Yo le digo que el martes me va bien.

—¿Qué le parece a las once y cuarto? —me pregunta.

Las once y quince no es que me vaya bien, es que me va perfecto. Es una hora que sugiere que el médico va cogiendo a sus pacientes de una cadena de montaje. Exámenes físicos completos en quince minutos. Me parece que el tal Kolodny es ideal para mí.