CAPÍTULO 8

1

Con las piernas cruzadas, la espalda recta y los brazos firmemente cruzados sobre el pecho, Saul se sienta en su silla y espera a que Cromwell termine de hablar por teléfono.

Se ha sentado con el culo tan prieto como ha podido, a fin de evitar más pérdidas de excremento líquido sobre sus calzoncillos.

Contrayendo el esfínter con todas sus fuerzas.

La espalda lo está matando, pero ahora mismo el dolor es el menor de sus problemas.

Cromwell sigue al teléfono. Sigue principalmente escuchando. De vez en cuando dice: «Mmm», o «Lo entiendo, sí, pero…», o bien «Ya lo sé, ya lo sé, pero…», y a continuación vuelve a escuchar a quien sea que le está suplicando algo.

Y durante todo el tiempo que pasa escuchando, se dedica a entablar una charla silenciosa pero animada con Saul. Dándole coba. Comunicándole lo que le quiere comunicar por medio de un surtido interminable de guiños, miradas y luminosas señales faciales.

Me alegro un montón de verte, joder, Doc, le dice.

Cuánto tiempo, carajo.

Me alegro de ver que te has recuperado de una tragedia tan terrible, le dice.

Estaba muy preocupado por ti. O sea, durante una temporada me tenías preocupado de verdad. No pensaba que fueras a salir de ésta.

Hay gente que no se recupera nunca, ya sabes.

Pero se te ve bien, Doc. De veras. Has perdido un poco de peso, ¿verdad?

—Ya lo sé, ya lo sé, pero… —le dice piadosamente a la persona con la que está hablando por teléfono.

Qué puto coñazo es este tío, le comunica a Saul por medio del simple gesto de poner los ojos en blanco. Se mira el reloj y suelta un suspiro teatral para expresar su anhelo desesperado de que se termine la llamada.

Pero Saul tiene claro que Cromwell se lo está pasando en grande.

Tan en grande, de hecho, que está dejando que el tipo del otro lado de la línea continúe, como si existiera alguna posibilidad de que la súplica desesperada que le está haciendo a Cromwell pudiera tener éxito. El silencio de Cromwell (mientras el tipo habla) anima a llevar a cabo esta interpretación. Hace que le parezca (al hombre del otro lado de la línea) que sus palabras están influyendo en Cromwell. Que el silencio de Cromwell indica una atención intensa y un replanteamiento serio.

Saul sabe todo esto porque conoce a Cromwell.

Tiene la impresión de conocer a Cromwell de toda la vida.

No tiene ni idea de quién es el hombre o la mujer que está al otro lado de la línea, pero sabe que, sea quien sea, sea hombre o mujer, blanco o negro, joven o viejo, Cromwell se lo está follando. Follándoselo para sacarle algo. O bien follándoselo para conseguir que haga algo.

Por eso Cromwell tenía tantas ganas de que Saul entrara.

Para observar.

Saul también sabe que a continuación le toca a él. No conoce los detalles de la estrategia de Cromwell, pero sabe que en cuanto cuelgue el teléfono se lo va a follar a él también para sacarle algo o para conseguir que haga algo.

2

A fin de pasar el rato mientras permanece sentado esperando a que Cromwell termine, Saul intenta calcular cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que vio a Cromwell en persona.

Desde noviembre, consigue establecer Saul, sin acordarse de la fecha pero sí por lo menos del mes.

Fue para desayunar.

En Pittsburgh.

En el restaurante de aquel hotel.

Cromwell y su joven amigo negro.

Era sábado.

El mismo sábado de noviembre en que habían muerto Leila y Billy.

Le empieza a dar vueltas la cabeza. Oh, Billy. Oh, Leila. Oh, madre. A fin de detener el mareo, se pone a contar los meses que han pasado.

A ver, desde mediados del noviembre pasado hasta este julio.

Noviembre, diciembre, enero, febrero…

No le salen los cálculos y se ve obligado a empezar de nuevo. Esta vez recurre a contar con los dedos, que tiene metidos en los sobacos, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Cinco meses en un sobaco. Y tres en el otro. Tal vez no tres enteros, porque se vieron a mediados de noviembre.

Pero en cualquier caso, más de siete meses.

Siete meses es mucho tiempo, piensa Saul.

Muchísimo tiempo.

Hasta que ha entrado en este despacho y se ha sentado en su silla, a Saul le parecía que llevaba muchísimo tiempo sin ver a Cromwell.

Pero ya no se lo parece.

En cuestión de minutos, Cromwell ha conseguido reducir el intervalo de siete meses que llevaban sin verse a prácticamente nada.

Ha conseguido hacerle sentir, tal como siente ahora, que en realidad siempre lo ha tenido a su lado.

Cromwell le guiña el ojo y levanta un dedo para indicar que en cualquier momento se va a acabar la llamada. Le sonríe. Le transmite mensajes por medio de muecas. Saul le contesta con más muecas: no hay prisa, Jay, estoy bien. O algo parecido.

Pero el monstruo sonriente al que está mirando, y al que creía conocer tan bien, se le aparece ahora bajo otra forma nueva y todavía más monstruosa.

Detrás de esa frente enorme y monolítica, Saul ve las fauces de una mente tan poderosa que es capaz de romper a voluntad los huesos del tiempo.

No de doblar el tiempo, que es lo que se ha teorizado que puede ocurrir en el espacio profundo, sino de romperlo y comprimirlo hasta que no quede nada.

Lo que Saul ve son los ojos del Hombre del Milenio, dedicándole guiños.

Y Saul piensa: tal vez ya esté aquí.

El Milenio.

Piensa: tal vez el Milenio haya llegado antes de tiempo.

En 1991. El último año que hará falta conocer.

3

Cromwell cuelga el teléfono y se pone de pie. La conversación que ha iniciado con Saul en forma de pantomima ahora cambia al modo hablado.

—Carajo, Doc —dice—. Me alegro mucho de verte, cabronazo. Mucho. No me pidas que te explique por qué me caes tan puñeteramente bien, pero…

»No te imaginas —dice— cuánto siento haberte hecho venir con todo ese tráfico. Se me olvidó por completo qué día era.

»Y siento muchísimo —dice— haberme pasado tanto rato al teléfono. Te lo digo en serio, Doc, a veces me encantaría ser ese hijo de puta despiadado que todo el mundo dice que soy. Si pudiera serlo, todo me resultaría mucho más fácil.

»¿Cómo estás? —le pregunta—. Perdona si parezco un poco cansado. Escuchar a ese tío me ha dejado agotado.

No se está limitando a mentir a Saul. También quiere que Saul sepa que le está mintiendo.

Y esa forma de mentir se convierte en una especie de verdad. En una verdad cromwelliana.

En una contraverdad.

—Casi no me atrevo a contarte —le dice a Saul— por qué te he hecho coger un avión para venir desde Nueva York. Espero que no te enfades conmigo por lo que te voy a decir, Doc, pero la razón principal de que te haya hecho venir es que te añoraba. En serio. Conozco a mucha gente en Los Ángeles, es verdad, pero toda la gente que conozco aquí es tan…

Está mintiendo como un bellaco, con la lengua, con los ojos, con los gestos.

Todo se convierte en mentiras.

A su manera, se trata de una actuación espectacular.

Una depredación darwiniana constante de los hechos por parte de unos contrahechos que a su vez también son devorados.

Esa anulación constante es lo que suministra la reserva infinita de energía que Cromwell necesita para mantener su dinámica personalidad.

Eso piensa Saul ahora, mirando a Cromwell.

De Hombre Moderno a Hombre Posmoderno.

Y de Hombre Posmoderno a esto.

El Hombre del Milenio.

El último hombre al que hará falta conocer.

4

La charla desenfadada continúa.

Cromwell le cuenta esto. Le cuenta aquello. Saul contribuye a la charla lo mejor que puede.

Los dos tienen buen aspecto, según el otro. No solamente bueno, sino estupendo.

Tocan diversos temas sin seguir ningún orden en particular. Política. El cambiante paisaje demográfico. Los cambios climáticos inusuales que están teniendo lugar por todo el mundo. Las tendencias teatrales. Hay una nueva compañía de ballet canadiense de la que Cromwell no se cansa de hablar.

«Asombrosa», la llama.

«Están reinventando el vocabulario de la danza», dice.

«La situación de los Balcanes parece inestable», dice uno de ellos.

Y el otro se muestra de acuerdo.

Cuesta saber quién es el que dice cada cosa cuando ambos se están dedicando a no decir nada una y otra vez. No conversación.

La temperatura del despacho de Cromwell parece bajar a medida que ellos charlan desenfadadamente.

No es que caiga en picado ni nada de eso, pero está bajando claramente.

O eso le parece a Saul.

O tal vez soy yo, piensa.

Cuesta saber si está sintiendo lo que está sintiendo o si únicamente le parece que lo está sintiendo.

La diferencia entre ambas cosas no está clara.

Cruza las piernas y las vuelve a cruzar, cruza los brazos, los descruza y los vuelve a cruzar sobre el pecho a fin de mantener la circulación de la sangre.

Tiene los sobacos pegajosos de sudor, y cada vez que se mete los dedos en ellos, se los nota, o le parece que se los nota, helados.

El ritual metronómico de su desenfadada no conversación resulta tan mecánico y tan descansado que mientras charlan tiene libertad para pensar en sus cosas.

Saul piensa. Cavila. Se pregunta por qué ha venido a Los Ángeles a ver a Cromwell.

No le hacía falta venir. Ni siquiera fue Cromwell quien lo llamó para que cogiera un avión y viniera a Los Ángeles para reunirse. Fue su nuevo Brad negro.

Saul podría haber dicho que no.

Pero no lo dijo.

Lo pudo la curiosidad.

El hecho de que Cromwell quisiera que él volara a Los Ángeles solamente podía querer decir una cosa. Que Cromwell opinaba que todavía quedaba algo en él que se podía follar.

Y es esa posibilidad, piensa ahora Saul, lo que lo ha hecho venir.

Saul estaba convencido de que ya no le quedaba nada por follar.

La invitación de Cromwell le ha infundido la esperanza de equivocarse en su estimación. De que dentro de él todavía queda algo intacto y sin follar.

Y Saul ha venido a averiguar qué es.

De manera, piensa, que en cierta forma mi presencia aquí es un acto de fe.

Si los buenos ya no pueden ver nada bueno en mí, y si yo mismo ya no puedo ver nada bueno en mí, ya solamente queda ver qué cosas buenas pueden encontrarme los malvados.

5

Y la charla desenfadada continúa.

No importa quién dice qué, porque nada tiene otra finalidad que el mero hecho de devolver la pelota cuando le llega a uno su turno.

Uno dice algo.

Y el otro dice otra cosa.

Pero podría ser perfectamente al revés.

En un momento arbitrario, Cromwell mete la mano dentro de uno de los cajones de su mesa, saca un sobre grande de papel manila y lo deja como por casualidad sobre el escritorio.

Por fin, piensa Saul.

El sobre de papel manila es de un tamaño más grande que el estándar. Más largo y más ancho. Y a juzgar por su grosor, Saul, que conoce bien los sobres de papel manila, calcula que contiene entre trescientas cincuenta y cuatrocientas páginas.

Lo que hay dentro del sobre es para él, pero no se imagina qué puede ser.

Es demasiado grueso para ser un guión.

La mera visión del sobre de papel manila hace que a Saul le empiece a dar vueltas la cabeza y desencadene un bucle de sobres de papel manila dentro de su mente.

Los muchos y muchos sobres de papel manila de su vida.

Se ve obligado a parpadear varias veces con rapidez para no marearse. Para detener el bucle.

Entretanto, Cromwell le está contando cosas que él ya sabe.

Cosas de La goleta de la pradera.

—Estrenamos este fin de semana —le está diciendo Cromwell.

»Vamos a estar en casi dos mil salas —le cuenta.

Eso es del dominio público. No es noticia. Saul conoce perfectamente la estrategia de distribución de La goleta de la pradera.

Cromwell sabe que él lo sabe. La única razón que tiene para contarle a Saul algo que ya sabe es aturdirlo antes de follárselo.

Saul ya conoce las mañas de Cromwell, aunque eso no lo protege.

—Creo que vamos a tener un éxito enorme —le dice Cromwell—. Un éxito gigantesco.

(Su predicción se cumplirá. La goleta de la pradera resultará ser el mayor éxito comercial de 1991).

—Y no solamente en términos de taquilla —dice Cromwell—. No. Creo que también tenemos entre manos un enorme éxito artístico. A los críticos les va a encantar.

(Esta predicción también se cumplirá. La goleta de la pradera también cosechará las mejores críticas de 1991).

—Hablando de críticos —dice Cromwell, y levanta unas páginas fotocopiadas que tiene sobre el escritorio. Las páginas van grapadas por la parte de arriba, y Saul ve que hay partes del texto impreso que han sido resaltadas con rotulador fluorescente amarillo.

—Aquí hay algunas de las primeras reseñas de los semanarios. Todavía no se han publicado pero les falta poco. Ten. —Se las da a Saul—. Estas copias son para ti. Te las puedes llevar y leerlas tranquilamente en el hotel, pero mira ahora las primeras páginas. Lo que te he marcado.

Saul obedece.

Lee las partes marcadas con rotulador fluorescente mientras Cromwell lo lee a él.

Lo llaman genio. En una página tras otra, en un párrafo resaltado tras otro, lee la palabra «genio» pegada a su nombre.

«Solamente un genio que sabe tanto de cine como Saul Karoo podría haber cogido…».

A él ni le sorprende ni le agrada, ni tampoco le desagrada, ni le enorgullece, ni le avergüenza, ser nombrado un genio por lo que le hizo a la película del Viejo.

Por razones que no puede explicar y en las que no tiene tiempo para detenerse, simplemente parece inevitable que lo consideren un genio.

Todo el mundo está harto y cansado de los genios auténticos. Pero que un escritorzuelo sea un artista es algo nuevo y fresco.

Levanta la vista para ver cómo Cromwell lo está mirando.

6

—Hablando de películas —dice Cromwell en tono de disculpa, como si estuviera admitiendo que no ha conseguido encontrar una transición más natural al asunto que ahora los espera.

Su entonación de disculpa se contradice completamente con la sonrisita que tiene en la cara y que dice: a veces me divierte usar transiciones naturales y sutiles y a veces me divierte cambiar de tema con brutalidad. Ahora mismo me apetece ser brutal. Espero que no te importe, Doc.

Está sentado sobre su mesa, con los pies despegados del suelo, y agarra con las manos el tablero del escritorio. Saul observa que una de sus manos agarra el tablero de la mesa con más fuerza que la otra, lo cual provoca que uno de sus hombros quede más abajo que el otro y hace que la sala entera parezca distorsionada.

—Hablando de películas —le dice a Saul, y sin mirar, como si supiera la ubicación exacta del sobre de papel manila que tiene detrás, estira el brazo y lo coge.

Ahora a Cromwell se le ensancha la sonrisa, haciendo que los hoyuelos de sus comisuras se curven y se hagan más profundos.

Saul está tan concentrado en todos los detalles de lo que tiene delante que esos mismos detalles lo acaban desorientando. La forma de los dedos que Cromwell tiene cerrados en torno al sobre de papel manila. Nunca se había fijado en lo largos que son los dedos de Cromwell. Largos, suaves, flexibles y aparentemente desprovistos de huesos, como si fueran órganos sexuales medio erectos.

—Hablando de películas —dice Cromwell, sosteniendo en alto el sobre de papel manila—. Aquí tengo algo para ti.

Le deja el sobre al lado y pone su mano encima. Le da un par de golpecitos con la mano, como para indicar que dentro hay algo de gran trascendencia para Saul.

Y entonces empieza a hablar.

7

—Lo que distingue este proyecto de todos los demás en los que hemos colaborado —sigue diciendo Cromwell, sentado sobre su escritorio— es que tú vas a estar involucrado desde el primer momento. No se te va a llamar para que reescribas un guión ajeno, porque esta vez vas a ser tú el que lo escriba.

»Ya sé, ya sé. —Cromwell hace un gesto con las manos, como rechazando por adelantado las objeciones de Saul—. Ya sé el papel que te gusta tener. Lo sé muy bien. Te gusta fingir que no eres más que un escritorzuelo muy bien pagado que ya está contento como está. Que ni quiere escribir material propio ni se cree capaz de escribirlo. Es un buen cuento chino y tú lo representas bien, pero no es digno de ti, y jamás me ha engañado.

»Y ya no es probable —dice, guiñándole el ojo a Saul— que vuelva a engañar nunca a nadie.

»Esas reseñas —señala las páginas que Saul tiene en el regazo— no son más que el principio. Cuando este fin de semana se estrene nuestra película, habrá muchas más como ésas. Y hasta mejores. En las próximas dos semanas te espera una buena. Vas a ser expuesto públicamente por todo el país como el brillante artista que eres.

Saul sabe que él no es artista, ni brillante ni de ninguna otra clase, pero hay una parte de él que dice: ¿y qué sé yo?

No se debe a que los halagos de Cromwell lo estén convenciendo, sino a que en Saul hay una ausencia completa de convicción.

Saul lo sabe todo salvo qué hacer con lo que sabe.

8

—Aquí tengo el manuscrito de un libro —le dice Cromwell, levantando la mano y luego dejándola caer sobre el sobre de papel manila que tiene al lado.

»Un libro maravilloso —dice.

»Es una historia de amor —dice.

»Creo que va ser un superventas en cuanto se publique.

(Y resulta que también en esto acierta. El libro venderá más de quinientos mil ejemplares solamente en los primeros seis meses).

—Lo están mandando a imprenta a toda prisa. Tiene que salir en otoño. La editorial está muy excitada con él. Pero mucho.

»Y es mío —dice—. Lo tengo yo. He comprado los derechos cinematográficos pensando en ti.

»Es una historia magnífica —dice.

»No solamente es magnífica para ser una historia de amor, sino magnífica y punto.

»Supongo —dice, dejando la mano suspendida encima del sobre— que se puede considerar una tragedia. Una historia de amor trágica. Pero es que todas las grandes historias de amor lo son. O por lo menos todas las grandes historias de amor que a mí me encantan son tragedias.

»En realidad —dice—, es la ampliación en profundidad y en forma de libro de un artículo de revista.

9

Saul sintió el shock repulsivo de lo que Cromwell le estaba revelando. De cuál era la historia y cuál era el libro.

Le apareció en la cara una mueca como de dolor.

Sin hacerle ningún caso, Cromwell continuó:

—Es una gran historia —dijo—. Me lo he leído de un tirón. Aunque sabía de antemano cómo iba a acabar, aun así me ha enganchado. En serio.

Cromwell hizo una pausa, como si le impresionara el hecho de haberse quedado cautivado por una lectura, y a continuación pasó a hablar de la historia en sí.

A contarle a Saul cómo era la trama.

Cómo eran los personajes que se veían atrapados en ella.

—En realidad es un triángulo amoroso —le dijo Cromwell.

Usó los nombres reales (Leila, Billy y Saul), y cada vez que los pronunciaba lo hacía con ese tono de autoridad de quien se ha leído un libro y está hablando con alguien que no se lo ha leído.

Y le contó a Saul la historia de Leila, Billy y Saul.

Sentado sobre su escritorio, con una conducta al mismo tiempo profesional e informal, con las piernas colgando y uno de los zapatos rozando el otro mientras hablaba, Cromwell le contó a Saul el resto de la historia, como si Saul no hubiera vivido en sus carnes ni un momento de los acontecimientos descritos.

Y Saul se quedó allí sentado, intentando encontrar una respuesta adecuada a lo que Cromwell estaba haciendo con su vida.

Lo que necesitaba era indignarse. Pero no parecía quedarle indignación. Ya la había gastado prácticamente toda, la había ido gastando para pagar el pasaje de su viaje por la parte del siglo XX que le había tocado vivir.

La poca que le quedaba estaba tan diluida que Saul corría el riesgo de hacer el ridículo si trataba de usarla.

Hasta el shock que había experimentado al darse cuenta de cuál era el libro del que estaban hablando se le estaba pasando poco a poco, para dar paso a ese aturdimiento que suele asociarse con el síndrome postraumático.

Del shock al postshock en cuestión de minutos.

Menuda eficiencia, pensó Saul. Menuda economía. Uno venía pisándole los talones al otro.

El shock y el postshock formaron un bucle y el bucle empezó a darle vueltas en la mente. Cuanto más deprisa giraba, menos diferencia podía captar Saul entre ambos.

No tardó en echar un vistazo hacia atrás en dirección al momento en que se encontraba, como si éste ya estuviera en el pasado.

Como si el tiempo mismo estuviera en bucle, dando vueltas y más vueltas dentro del espacio y el tiempo cerrados de 1991.

10

Cromwell siguió contándole la historia de Leila, Billy y Saul.

Analizó las relaciones que había entre Billy y Leila, entre Saul y Billy y entre Leila y Saul.

Se detuvo en los matices de la personalidad de cada uno de ellos.

Parecía estar diciéndole que tal vez Saul tuviera una conexión personal con la historia en cuestión, pero que en cualquier caso no era el autor del libro que Cromwell había comprado. Por consiguiente, Cromwell estaba hablando de algo de lo que él era propietario y lo estaba haciendo con alguien que no lo era.

Saul se quedó allí sentado, escuchando y a la vez no escuchando la exégesis entusiasta que Cromwell hacía de Billy, Leila y Saul.

El frío le estaba entumeciendo las manos y los pies.

La espalda le dolía como si se le estuviera partiendo por la mitad.

Y a pesar de todos sus esfuerzos por contenerlo, algo líquido y caliente se le escapaba por el ano.

Lo avergonzó la incontinencia de su cuerpo anciano.

Pronto estaré llevando pañales, pensó. Un viejo sin madre que lleva pañales.

La historia que le estaba contando Cromwell (la de Leila, Billy y Saul) le recordaba a ratos a los acontecimientos de su propia vida, a ciertos recuerdos desenterrados de Billy, de Leila y de sí mismo.

La historia que él había vivido y la historia que ahora estaba escuchando eran dos versiones distintas, pero el hecho de que Saul hubiera vivido en sus carnes una de ellas no significaba que su versión fuera la autorizada.

En la atmósfera del despacho de Cromwell, se estaba volviendo cada vez menos importante saber qué versión era la auténtica.

En algún momento, la cuestión se convirtió en cuál de las dos funcionaba mejor como historia.

En la versión del libro, Leila era una actriz brillante y llena de talento que solamente necesitaba una oportunidad.

Saul recordaba a una Leila que tenía un talento enorme para vivir pero ninguno para la interpretación.

En la versión del libro, la película del Viejo era un desastre. La que recordaba Saul, en cambio, era una obra maestra.

Al final del libro, Saul quedaba redimido por el dolor que le había infligido la pérdida de las dos personas a las que amaba.

El Saul de verdad, sin embargo, no estaba seguro de haber amado nunca a nadie, y por tanto no veía posibilidad alguna de redimirse.

No obstante, no podía negar que, de forma lenta pero segura, le estaba empezando a gustar más la versión de la historia que contaba Cromwell. En la versión de Cromwell todo encajaba mejor, mucho mejor, que en la versión que había vivido él.

¿Funciona la historia? Ésa era la cuestión.

La suya no funcionaba, pero la de Cromwell, sí.

En el libro, la redención de Saul era banal, pero tenía que admitir que no era inmune a los encantos de la banalidad. Sobre todo si aliviaba el dolor de ser quien era.

De vez en cuando, mientras escuchaba, Saul era consciente de que Cromwell se lo estaba follando para sacarle algo precioso e imposible de reemplazar.

Una especie de Unidad colosal estaba refundiendo lentamente todos los contenidos de la mente agotada de Saul, y Cromwell parecía estar diciendo que aquella Unidad era el rumbo a seguir.

«Yo soy esa Unidad», parecía estar diciéndole a Saul.

«Tienes que admitir —parecía estar diciéndole—, que tú ya no funcionas como ser humano. Y lo que cuenta es lo que funciona».

La Unidad monolítica en Cromwell, tenía que admitir Saul, no solamente funcionaba sino que tenía toda la pinta de funcionar mejor que ninguna otra cosa sobre la faz de la Tierra.

Y el nombre de aquella Unidad era la Nada.

Como si acabara de encontrar la solución de un antiquísimo enigma que en realidad era tan obvio que cualquier niño podría haberlo resuelto hacía mucho tiempo, por fin Saul se dio cuenta de con quién estaba tratando bajo el disfraz de Jay Cromwell.

Con la Nada.

La Nada misma.

Era la Nada quien lo estaba mirando a través de los ojos de color azul turbio de Cromwell.

Siempre había estado a la vista. Cromwell era un hombre que nunca escondía nada. Dejaba que fueran los demás quienes escondieran las cosas, quienes hicieran lo que les pareciera con la Nada que veían.

El tiempo, pensó Saul, todo el tiempo que he desperdiciado intentando adivinar las motivaciones de este hombre. Quién era. Por qué hacía lo que hacía. Qué lo llevaba a follarse a la gente para robarles lo que les quedaba de sus cortas vidas sobre este planeta.

Ninguno, no tenía ningún propósito.

Ninguno en absoluto.

¿Y qué ganaba Cromwell con ello? Nada.

Saul estaba sentado en una modesta oficina de los estudios Burbank, pero encima de la mesa que tenía delante ya no había sentado un hombre, sino un proceso. Era como contemplar la anticreación en pleno proceso de transformar acontecimientos, vidas, historias y el lenguaje mismo en Nada. Era como contemplar el Big Bang al revés.

No, no era la muerte lo que Saul veía en Cromwell, porque hasta la muerte era un acontecimiento. Esto era el principio de la muerte de los acontecimientos mismos. Era un proceso que anulaba tanto la vida como la muerte y la distinción entre ambas.

La Nada sonrió a Saul como si fuera una vieja amiga.

El escritorzuelo de Hollywood que Saul llevaba dentro reconoció en la Nada que tenía delante al reescritor supremo, al revisor de revisores.

«Te puedo arreglar —le dijo el doctor Nada, sonriéndole—. Te puedo recomponer. Puedo coger todos los cabos sueltos de tu desastre de vida y juntarlos para que formen un argumento satisfactorio».

Cromwell, con aquella sonrisa suya, se bajó del escritorio de un brinco. Ágil, flexible y con pies ligeros, dio un par de pasos y se detuvo. Cerrando el puño, ejecutó un izquierdazo recto y rápido como una centella y luego echó atrás el brazo de golpe para examinarse el reloj de pulsera que llevaba en la muñeca.

—Demonios —renegó jovialmente—. Siempre con prisas. Lo más seguro es que el tráfico siga siendo un infierno, pero no tengo más remedio. Tengo que ver a un hombre. No es que quiera, pero no me queda otra.

»Aah —suspiró, lleno de desesperación, pero con placer dentro de la desesperación—, esto no es vida.

11

Giraron a la derecha tras salir del despacho de Cromwell y, caminando codo con codo, se alejaron por el pasillo largo y desierto.

Ahora Saul llevaba en la mano el sobre de papel manila que había estado encima del escritorio de Cromwell. No tenía ni idea de cuándo se lo había dado Cromwell, ni tampoco recordaba haberlo cogido.

Pero a Saul no le importaba en absoluto llevar aquel manuscrito.

Él sabía, no sabía cómo lo sabía, pero lo sabía, que no iba a estar involucrado en aquel proyecto. Era una certidumbre tan íntima que ni siquiera él estaba al corriente de los detalles.

Su prioridad número uno en aquel momento era llegar a un cuarto de baño lo más rápido posible y contener hasta entonces el torrente que amenazaba con desbordarle sobre los calzoncillos.

En la otra punta del pasillo había un lavabo de hombres, al otro lado del ascensor, pero, por mucho que quisiera llegar allí cuanto antes, su propia angustia le impedía darse prisa.

No le había resultado fácil mantener el esfínter bien cerrado mientras estaba sentado en la silla, pero era mucho más difícil ahora que tenía que caminar y al mismo tiempo mantener algún asomo de dignidad, a fin de que Cromwell no sospechara su vergonzosa situación. De manera que se veía obligado a dar pasitos pequeños y afectados.

Cromwell iba hablando mientras salían de su oficina.

—No hay ni una sola actriz de Hollywood —le estaba diciendo a Saul— que no quiera interpretar a Leila. Ya me han llamado los agentes de todas las superestrellas del país para comunicarme que sus clientas quieren que las tenga en mente para el papel. Y este frenesí está teniendo lugar antes de que haya guión y antes incluso de que se publique el libro. Está pasando solamente gracias al boca oreja que corre sobre el libro. ¿Te imaginas qué…?

Y siguió.

Saul estaba escuchando y no estaba escuchando. Aunque sabía que no iba a estar involucrado en aquel proyecto, la idea de que la vida de Leila se viera reducida a un papel más en la carrera de alguna actriz le pareció el atraco final a una mujer a la que ya habían atracado para robarle todo lo demás en la vida.

Oh, Leila, pensó.

Cuando llegaron al ascensor, Cromwell extendió el brazo y le dio un golpecito al botón de bajada con el índice. Saul, con el esfínter cada vez más débil, se excusó y dijo que tenía que ir al lavabo.

Cromwell se disculpó por no poder esperarlo. Tenía que irse corriendo. Tenía tanta prisa que ni siquiera podía esperar a que llegara el ascensor. De manera que cogió la escalera que había al lado.

—Llámame cuando hayas leído el libro y hablamos —le gritó a Saul mientras bajaba las escaleras, disfrutando de las prisas que llevaba.

12

Liberado por la marcha de Cromwell, Saul apretó el culo y echó a trotar de forma poco elegante hacia el lavabo de hombres.

Trotar, correr, dar brincos y saltar. Las raíces de los dientes, tanto de los rotos como de los intactos, le dolían de tantas ganas de llegar. Las lágrimas de angustia le afloraban a los ojos.

Por el letrero de la puerta pudo ver que se había equivocado y que estaba entrando en un lavabo de señoras en vez de en uno de caballeros, pero ya era tarde para cambiar de rumbo. Su entrada había iniciado una cuenta atrás biológica y no había forma de abortarla.

¿Qué más da?, pensó. Si total, ya no queda nadie en el edificio.

Estaba tan desesperado por sentarse en un retrete que la puerta del cubículo lo confundió cuando intentó abrirla. Cegado por la angustia, no consiguió ver de qué lado se abría, si hacia dentro o hacia fuera.

Como necesitaba las dos manos para averiguarlo, arrojó hacia arriba el sobre de papel manila (que no cayó dentro del lavamanos por un par de centímetros) y se puso a tirar de la puerta y a empujarla y a aporrearla hasta que se abrió. Se abalanzó al interior, bajándose los pantalones y los calzoncillos con la misma urgencia que si tuviera la ropa en llamas.

Se sentó, jadeante, sin aire en los pulmones.

Ya no le quedaba nada más que hacer que dejar de aguantar. Y es lo que hizo.

El éxtasis de la excreción hizo que le temblaran los párpados y que luego se le cerraran del todo los ojos.

Me ha ido de poco, pensó. Me ha ido de muy poco.

Todo lo que había estado tenso en su interior se estaba relajando, todo lo que había estado prieto se estaba abriendo, distendiéndose y expulsando. Dejó caer los hombros. Las vértebras de su cuello, de toda su columna, que en el despacho de Cromwell habían dado la impresión de estar soldadas entre sí, ahora se le alargaron y se le estiraron como si fueran de tela elástica. Con los ojos cerrados de éxtasis, dejó caer la cabeza hacia delante.

Sí que le había ido de poco, pensó.

El flujo líquido de su excreción, que él podía sentir y también oír, continuó.

Deben de haber sido todas esas madalenas de fibra de avena que he desayunado, pensó. Y luego, para almorzar, ensalada de fruta. Demasiada fibra.

Bostezó, sintiéndose bien, y luego volvió a bostezar, sintiéndose mejor todavía.

Una cosa estaba clara, pensó para sí mismo. Que esta noche voy a dormir como un tronco.

El retrete en el que estaba sentado era el retrete más cómodo en el que se había sentado en su vida.

Debía ser su forma, o sus proporciones, no sabía qué, pero tenía algo especial.

Esto es lo que he necesitado siempre, pensó, uno de estos retretes. Así, durante las largas noches en mi apartamento, cuando no pueda dormir, lo único que tendré que hacer será sentarme en el retrete un ratito y decir adiós al insomnio.

Tomó nota mental de apuntarse la marca del retrete antes de salir del cuarto de baño. Si resultaba que solamente se fabricaba en Burbank y se distribuía de forma local, podía hacer que se lo mandaran por FedEx a Nueva York. O mejor todavía, podía comprarse uno y llevárselo en el avión. Lo más seguro es que viniera en una discreta caja de cartón. Que cupiera en el compartimento de la cabina.

Volvió a bostezar y abrió los ojos.

La visión de toda la sangre que tenía en los calzoncillos alrededor de sus tobillos no lo impulsó a emprender ninguna acción urgente, sino que más bien lo dejó perplejo.

Se la quedó mirando con indiferencia adormilada.

Gracias a Dios que es sangre y no mierda, pensó, como si mancharse los calzoncillos de sangre constituyera una categoría más noble de incontinencia.

Se planteó dejarse llevar por el pánico. Teniendo en cuenta las circunstancias (toda aquella sangre) le pareció que estaba en su derecho, o incluso que tenía el deber, de caer en el pánico. Pero el pánico planteaba un problema doble. En primer lugar, tenía la impresión de haber invertido ya todo el pánico que tenía en llegar a tiempo al cuarto de baño. Por lo menos de momento, no le quedaba pánico alguno.

En segundo lugar, y esto todavía resultaba más relevante, se encontraba bien. Había algo que le hacía sentirse bien. Y como era tan poco frecuente que algo le hiciera sentirse bien, consideró que tenía todo el derecho, si no la obligación, de seguir sintiéndose bien un rato más.

Como si estuviera haciendo un pacto consigo mismo, pensó: ya me dejaré llevar por el pánico más tarde, en unos minutos.

Se levantó a medias de la taza, elevando el trasero y bajando la cabeza, echó un vistazo a través del espacio que quedaba entre sus muslos abiertos y vio que el retrete estaba lleno de sangre. Además de la que ya había dentro, vio un chorrito fino pero ininterrumpido de sangre que le manaba del ano y caía en la taza.

Volvió a sentarse y tiró de la cadena.

Confiaba, aunque de forma pasiva, en que la próxima vez que mirara dentro del retrete el agua ya no tuviera tanta sangre ni mucho menos, y que su hemorragia anal, gracias a algún agente hemostático de su cuerpo, se detuviera.

Pero la siguiente vez que miró, la taza volvía a estar llena de sangre y el hilo de sangre volvía a estar manando desde su trasero hasta el interior del retrete.

Decidió dejar de mirar el contenido de la taza.

Si no paro puedo llegar a obsesionarme con esto, se conminó a sí mismo, bostezando.

Menudo placer le producía bostezar.

El mero hecho de respirar ya era un placer.

Cada vez que cogía aire, sentía que el pecho entero se le expandía con facilidad. Costaba saber qué resultaba más placentero: coger aire o soltarlo.

No quiero hacer nada más que respirar, pensó.

13

Se sentía tan bien, bien y triste, bien y cansado, pero básicamente bien, que podía plantearse el problema de su hemorragia sin riesgo de estropear lo bien que se sentía.

Tal como él lo veía, aunque estaba claro que no era médico, había sufrido algún pequeño escape en alguna parte.

Se le había roto algún pequeño vaso sanguíneo.

Un pequeño vaso sanguíneo que él siempre había llevado dentro de su cuerpo y que ahora se lo estaba llevando a él.

La imagen le agradó. La embarcación y el viajero. Turnándose para ser primero uno y después el otro.

14

Fuera, en el borde mismo del horizonte de su mente despejada, vio la vela solitaria de una embarcación.

La reconoció, igual que uno reconoce un recuerdo, mucho antes de tenerla lo bastante cerca como para reconocerla a simple vista.

Era como divisar un jinete lejano en las llanuras de una película del Oeste. Aunque estaba lejos, se lo distinguía: era Shane, que ya volvía. Y el corazón se contraía y se expandía ante la perspectiva de aquella reunión tan ansiada y a la vez inesperada.

Eso mismo le pasó a Saul mientras contemplaba la vela diminuta que se le acercaba a lo lejos. Era tan pequeña como un pétalo de flor de cerezo, pero estaba creciendo.

Navegando hacia él.

Antaño, la imagen de la goleta solar lo había inspirado a escribir algo propio, y, por tanto, constituía un recuerdo feliz.

Sin embargo, también era la embarcación de sus anhelos no realizados, el recordatorio de que no había cumplido su tarea, y, como tal, le rompió el corazón, porque le dio la impresión de que su anhelo ya estaba destinado a quedarse en anhelo para siempre.

Se le vino encima una ola de sensiblería llorosa por sus sueños sin cumplir (y los de todo el mundo).

Se pasó un buen rato llorando por aquello y al acabar se sintió mejor. Llorar le había hecho sentirse bien otra vez. Bien y con el corazón roto. Pero principalmente bien. Volvía a haber algo que le hacía sentirse bien.

Parecía que le estaba sucediendo algo profundo pero simple y, por una vez en la vida, no tenía que esforzarse para conseguirlo. Lo único que tenía que hacer era no entrometerse.

Se le ocurrieron varias ideas nuevas para la película de Ulises. No tenía ni idea de dónde le venían todas aquellas maravillosas ideas nuevas.

Deseó tener una de aquellas pequeñas máquinas de escribir Olivetti portátiles y algo de papel, a fin de poder plasmar las ideas y así poder usarlas más adelante.

Incluso habría estado bien tener ahora uno de aquellos estúpidos ordenadores portátiles que nunca había aprendido a usar.

Pero no llevaba encima ni un bolígrafo.

A modo de último recurso, recordó un viejo método que usaban los hombres de la Antigüedad. Acordarse. Se acordaría de todo.

«Eso voy a hacer —se dijo a sí mismo—. Y luego lo pasaré todo a papel en cuanto me levante por la mañana».

Qué placer le daba librarse por fin de todas las excusas para no trabajar.

De manera que se puso a ello.

15

Empezó con la imagen de la goleta solar en el espacio. Como a su alrededor no había más objetos en relación con los cuales se pudiera calibrar su velocidad, la goleta parecía estar inmóvil, pero en realidad, impulsada por los vientos solares, iba lanzada por el continuo espacio-temporal a una velocidad próxima a la de la luz.

A bordo de la goleta solar iba Ulises.

No se parecía mucho al Ulises de la Antigüedad, sino que era más bien un Ulises envejecido. La túnica que llevaba hasta la altura del muslo, aunque hecha de tela regia y decorada con ribetes dorados, ya no le sentaba bien a su figura anciana.

Bajo la túnica se le veía una panza ostentosa y poco heroica.

Sus muslos, antaño torneados, estaban reblandecidos. Sus pasos carecían de elasticidad.

Su pelo escaso estaba reseco y frágil y surcado de vetas grises. Una barba desaliñada y entrecana le cubría la cara arrugada.

Tenía esa mirada de soledad de los trotamundos de mediana edad que han perdido gran parte de sus cosas queridas y apenas han encontrado nada para reemplazarlas.

Todavía le quedaban dientes, pero no todos. Algunos se le habían caído. Otros estaban partidos y resquebrajados.

Cuando meaba, que era lo que estaba haciendo ahora, le dolía mear, y su antiguo torrente digno de un toro había quedado reducido a una serie de chorritos intermitentes.

Tampoco le daba ningún placer, como le había dado en el pasado, cogerse la polla con la mano. Tenía la impresión de que tanto la cosa que se estaba cogiendo como la mano con que se la estaba cogiendo ya habían vivido más de lo que les tocaba.

Cuando dormía, tenía el sueño muy ligero, sus sueños eran poco profundos y sus pesadillas estaban llenas de pesadumbre. Cuando se despertaba, no se sentía descansado, ni tampoco sabía para qué se despertaba.

Parecía que el mismo día tedioso esperaba siempre al mismo viejo Ulises.

Cuando caminaba por su nave, que era lo que estaba haciendo ahora, después de mear, un dolor en la zona lumbar entorpecía sus movimientos. Había algo solitario en el gesto con que se llevaba una mano a la espalda para masajearse aquel dolor tan molesto, como si ya no quedara nadie para masajearle la espalda.

Y era verdad que no quedaba nadie.

Lo más asombroso de ver a Ulises caminar por la cubierta de su goleta solar era que con él no había nadie más: él era el pasajero, el capitán y la tripulación en una sola persona.

El antaño famoso guerrero, trotamundos y mujeriego, el héroe del pueblo aqueo, Ulises, el rey de Ítaca, ahora parecía un rey Lear del cosmos, desprovisto hasta de un bufón que lo acompañara o de la bendición de la locura para alejar su mente de las cosas que había hecho mal.

Cosas que ya nunca se podrían corregir.

—¿Por qué nací? —vociferó.

Como en su embarcación no había nadie a quien dirigir la pregunta, se limitó a arrojarla al espacio por el que estaba navegando, con esa combinación de dramatismo y de rabia que a veces acompaña a las lamentaciones de los ancianos y socava su grandiosidad.

Un primer plano de Ulises, con sus rasgos formando una máscara de angustia y pesar.

Se acordaba de todo.

De su mujer, Penélope, de su hijo, Telémaco, de su hogar en Ítaca. Parecía que fuera ayer cuando había sido un hombre feliz a quien esperaba una vejez pacífica en el seno de su amada familia.

Se acordaba de su regreso a casa después de más de una década de deambular. Disfrazado de impostor, de mendigo sin hogar. Se acordaba de haber visto a su hijo, convertido en un joven apuesto, cuyos años de crecimiento él se había perdido. Qué alto era. Y qué apuesto. Qué espaldas tenía. Su amado Telémaco.

El valor de su hijo, mientras luchaban juntos codo con codo contra los pretendientes, era todo lo que un padre podía pedir en un hijo.

La fidelidad de su encantadora esposa Penélope, al rechazar a todos aquellos pretendientes durante tantos años, era todo lo que un marido podía pedir en una esposa.

Se acordó de su reencuentro. Del reencuentro entre los tres. De los abrazos. De los besos. De las lágrimas de alegría por volver a estar juntos.

Pero en los días siguientes, a Ulises le pareció que algo se torcía.

De vuelta en Ítaca, descubrió que no es que se sintiera exactamente infeliz, pero que tampoco estaba tan feliz como pensaba que iba a estar en casa y reunido de nuevo con su mujer y su hijo.

Había algo en el comportamiento de Penélope y Telémaco que arrojaba una sombra en la alegría de Ulises, el padre de familia.

No era un problema de amor. Él los amaba a los dos con todo su corazón y se sentía amado por ellos.

El problema era que se había pasado tanto tiempo amándolos y añorándolos que aquel amor en ausencia del ser amado se había convertido para él en toda una forma de vida y una forma de amar.

Todos aquellos años de ausencia los había pasado pensando en ellos, soñando e imaginando escenas con los tres. El nivel de intimidad que la imaginación le había permitido alcanzar con su mujer y su hijo resultaba asombroso teniendo en cuenta todo el tiempo que había pasado ocupado y ausente. Pero como les sucede a menudo a los hombres amantes de la familia, a Ulises le daba la sensación de que cuanto más se alejaba de casa, más cerca estaba de su amada familia.

Era aquella cercanía lo que constituía ahora el meollo del problema.

La cercanía, el nivel de intimidad que experimentaba ahora con su mujer y su hijo, no conseguía estar a la altura de la cercanía que había imaginado que tendría con ellos antes de su regreso.

A veces se sentía superfluo en su compañía.

Sabía que los dos lo amaban, pero no podía evitar darse cuenta de que se amaban más el uno al otro. De que la intimidad entre ellos dos era especial.

Y lo que Ulises quería era lo que ellos tenían.

Por supuesto, sabía que el vínculo de amor que existía entre una madre y su hijo era especial, y que así lo aceptaban tanto los hombres como los dioses. Sabía que no podía esperar alcanzar la misma clase de intimidad espontánea con ninguno de ellos en cuestión de semanas. No estaba bien que él se pusiera a exigir, tal como a veces le apetecía: «He vuelto, o sea que amadme como si nunca me hubiera ido». No podía presentarse allí sin previo aviso y esperar que la vida se reanudara de golpe justo donde él la había dejado. Lo sabía. Ojalá pudiera tener la paciencia…

Pero él no tenía paciencia, como suele pasarles a los reyes.

Quería acelerar un proceso que no se podía acelerar.

Se negaba a aceptar el hecho de que no podía recuperar el tiempo perdido. Y así fue como Ulises, que era un rey astuto y atrevido, urdió un plan astuto y atrevido.

Al borde de su galaxia había una legendaria confluencia de los tres poderosos ríos del tiempo, en donde el pasado y el presente confluían para formar el futuro. Si uno viajaba por los agujeros de gusano del espacio, el viaje desde Ítaca hasta allí no resultaba ni peligroso ni demasiado agotador.

La confluencia era un centro turístico, una especie de balneario galáctico, donde aquellos que podían permitírselo iban a descubrir la vida que podrían haber tenido de no haber elegido un camino distinto. Allí se podía experimentar el camino que uno no había elegido e incorporarlo al que sí había elegido. Era el lujo supremo de la élite superacomodada. Muchos se volvían adictos a aquella peregrinación y se gastaban su fortuna entera en vivir hasta la última variación posible de sus vidas. Algunos visitantes enloquecían por culpa de tener tantas vidas paralelas coexistiendo en sus mentes. Otros, al regresar a casa, no podían sacudirse de encima cierta apatía, una tendencia crónica a la inacción que ya los acompañaba hasta la tumba.

No todos los efectos secundarios eran tan extremos, pero los viajes a la confluencia siempre pasaban factura.

Ulises, sin embargo, no se desanimó. Había sido más listo que los troyanos, que el cíclope y hasta que los mismos dioses. Había oído el canto de las Sirenas y había vivido para contarlo.

Lo espoleaba ahora un caso agudo de hibris, diciéndole que podía engañar también al tiempo sin pagar precio alguno. Allí donde habían fracasado otros hombres de menor valía, él triunfaría.

Se llevaría a su familia a la confluencia y allí, de un solo golpe, reescribiría sus años de ausencia. No solamente reescribiría su propia vida, sino también la de su mujer y la de su hijo, y haría que pareciera que su larga separación nunca había tenido lugar.

A pesar de los malos presagios que tenía Penélope sobre el viaje, a pesar de las advertencias del oráculo de Delfos, a pesar de los partes meteorológicos y de los informes de trastornos galácticos sin precedentes, Ulises zarpó de Ítaca y puso rumbo a la confluencia llevando a su mujer, a su hijo y una tripulación de cuarenta hombres.

Al principio avanzaron sin problemas. Los vientos solares les eran favorables y navegaban a toda vela. Hasta cuando se les vino encima una tormenta, nada en ella resultó particularmente alarmante, salvo el hecho de haber aparecido tan de repente. Parecía que la tormenta hubiera surgido de la nada. Y luego, igual de repentina e inexplicablemente, se esfumó.

Los vientos amainaron y luego se apagaron del todo. La vela solar se deshinchó y se quedó colgando inerte del largo mástil como si fuera un velo de novia. Todo estaba en calma y sereno mientras esperaban a que los vientos se reanudaran.

No hubo aviso. Nadie a bordo de la embarcación lo oyó ni lo vio venir, porque cuando apareció, apareció a una velocidad que sobrepasaba la velocidad misma de la luz por un factor inimaginable de 18,6.

Un maremoto de tiempo, desprendido y puesto en movimiento por una fuerza incalculable, estaba barriendo el universo. Y la goleta de Ulises estaba en medio de su trayectoria.

El resto habría sido historia de no haber viajado aquel tsunami de tiempo a una velocidad tan apocalíptica que impedía toda posibilidad de que quedara tras de sí algún registro histórico.

Solamente quedó Ulises. Todos los demás, su tripulación entera, su mujer y su hijo, fueron barridos.

La ola avanzaba a una velocidad que excedía incluso la capacidad de la mente humana para registrar el recuerdo del fenómeno.

Solamente el calamitoso inventario de sus consecuencias indicaba que había tenido lugar alguna clase de fenómeno.

Penélope estaba allí, Telémaco estaba allí, y un nanosegundo más tarde ya no estaban. Ulises era rey, era un padre de familia que iba a tenerlo todo, y un nanosegundo más tarde ya no había nada.

Destrozado por el dolor, ahora aúlla. Su dolor se convierte en furia. Se dedica a arañarse la cara hasta tenerla cubierta de sangre y hasta que le cuelgan jirones de piel de las uñas.

Pero por mucho dolor que sienta, carece de recursos para encontrar la forma de expresar un dolor proporcional a todo lo que ha perdido.

Si uno pudiera pedir la locura, él la pediría de rodillas.

Solo, solo por primera vez en su vida, se vuelve para Ítaca, pero cuando tiene su reino al alcance de la vista, se da cuenta de que allí ya no hay un hogar para él. Ni allí ni en ninguna otra parte.

Desprovisto de hogar, se dedica a navegar por el espacio y el tiempo con una sola meta en mente.

Encontrar a los dioses.

Buscar un enfrentamiento con los dioses en persona. Exigirles una respuesta: ¿Acaso tenía que pasar todo esto? ¿Acaso era necesario que Penélope y Telémaco murieran? ¿O era todo parte de un plan divino? ¿O bien era el simple azar de un universo arbitrario y el resultado de su orgullo y su locura? Tenía que saberlo.

—¿Por qué?

Sigue navegando, buscando una travesía que lo lleve al Olimpo, la morada de los dioses, donde ningún mortal ha estado nunca. Quiere un cara a cara con el mismo Zeus.

Les pide información a los capitanes de las goletas solares con las que se cruza y a los reyes de los distintos países por los que pasa durante su viaje. Pero no consigue ayuda de nadie. O no conocen el camino que lleva al Olimpo o se niegan a proporcionarle las coordenadas del destino que él busca. Todos consideran que su deseo de tener un careo con los dioses es el deseo de un apóstata perturbado.

Corre la voz sobre ese trotamundos sin hogar, y pronto ya no queda reino que le permita atracar en sus puertos por miedo al castigo de los dioses.

De manera que sigue navegando solo. En el presente continuo de su mente, el dolor de la pérdida de sus seres queridos perdura y el «¿por qué?» sin respuesta permanece y exige ser respondido.

Encuentra paisajes extraños y los atraviesa, cordilleras de tiempo desplomado, por donde su goleta salta de cumbre en cumbre, abarcando vidas enteras en cuestión de segundos, igual que una piedra bien tirada se aleja dando brincos por un estanque en calma.

Atraviesa siglos enteros y ve de pasada el final del mundo que él conocía.

Ya no está.

Ya no están los reyes y los reinos que él conocía. Ya no están Agamenón ni Menelao. Ya no está la casa entera de Atreo. Ya no están la Hélade ni Helena ni Troya.

Igual que tampoco están los imperios que vinieron después. Mientras da saltos por el paisaje de intervalos temporales, apenas tiene tiempo de ver nacer imperios y ya han desaparecido.

Los aqueménidas persas vienen y se van. El último Darío cae ante Alejandro de Macedonia y luego el mismo Alejandro cae. Cae Persia. Cae Macedonia. Cae Roxana, la hija de ojos oscuros de Darío y esposa de Alejandro Magno.

Los grandes y los no tan grandes y los hombres anónimos vienen, se van y ya no vuelven.

Roma asciende, entra en declive, cae y desaparece.

La Era de Esto. La Era de Aquello. Van y vienen eras distintas, y apenas han llegado y ya se marchan.

Y en cada era, igual que en todas las precedentes y que en todas las que vendrán después, es el derramamiento de sangre el que derriba una era y entrona la siguiente. Mueren millones de individuos en nombre de alguien y luego ese alguien se ahoga en un mar de sangre, pero la carnicería continúa en nombre de algún otro.

Las cruzadas sin número y los cuerpos sin número de los crucificados.

—¿Por qué vivimos así? —pregunta Ulises.

Pero nadie le contesta. Otea la infinitud del tiempo y del espacio, en busca de algún indicio del camino que lleva a Dios.

Ahora ya no busca que sean los dioses de antaño quienes contesten sus preguntas. Ahora busca a Dios el Creador.

Todos los dioses que él conocía de niño, y luego de mayor, ya hace tiempo que desaparecieron.

Ya no están Zeus, Poseidón ni Palas Atenea, la diosa de los ojos centelleantes que velaba por él. Ya no están ni Hermes ni Apolo ni Artemisa ni el mismo Olimpo, donde los dioses moraban y registraban los destinos de los hombres.

Ya no están ni los dioses ni los hombres que creían en ellos.

Todo, hasta los inmortales, viene y se va y ya no vuelve, pero la carnicería y el derramamiento de sangre continúan.

Ahora Ulises ve que los mares de la poesía, oscuros como el vino, no son sino mares de sangre.

Y tampoco puede negar que una parte atrozmente grande de esa sangre fue derramada por él.

A cuántos hombres mató bajo las murallas de Troya, ¿y todo para qué? ¿Por Helena? ¿Por Menelao? ¿Por Agamenón? ¿Por la gloria de la Hélade?

No, por nada. Todo ha sido para nada.

Hasta el ganado sacrificado, piensa, tiene un destino más útil que los hombres aniquilados y ya inservibles.

Sigue navegando por los agujeros negros, los agujeros de gusano y las troneras del espacio, buscando a Dios.

Envejece; aunque su envejecimiento no es más que una simple nimiedad en comparación con los eones que atraviesa, envejece. Su pelo, los pocos mechones que le quedan, es todo blanco. Ya no tiene dientes. Tiene la cara cubierta de arrugas que parecen lechos secos de ríos. Los ojos se le han hundido en las cuencas, como empujados por todos los horrores que han visto.

Ya han desaparecido sus astucias y la famosa mente ágil que lo hacía más inteligente que nadie, él mismo incluido. En su lugar, tal vez a modo de recompensa por todo lo que ha perdido, hay una brizna de sabiduría, no más grande que la migaja que recibe un mendigo. Sin embargo, por diminuta que sea esa brizna, basta para iluminar la vida de un necio.

—Lo tenía todo —dice con furia—, y lo tenía todo por el mero hecho de haber nacido. Nací vivo en un mundo lleno de vida. ¿Por qué, pues, no lo aprecié y lo amé todo?

»¡Oh, necio! —se dice a sí mismo—. ¡Triste necio, no te merecías el milagro de la vida!

Su mujer, su hijo, cualquier hombre, mujer o hijo, qué no daría ahora por el privilegio de amarlos. Ahora podría consumir el resto de su vida amando una sola flor viva.

Su corazón ansía amar, pero a bordo de su goleta ya no queda nada vivo más que él mismo. De manera que, impulsado por la desesperación, Ulises se coge la mano derecha con la izquierda y, llevándosela al pecho, la ama.

Como si fuera un abuelo que se ocupa con cariño de un niñito que está bajo sus cuidados, Ulises mece su mano viva y sigue navegando, en busca de Dios.

Se adentra en gigantescos túneles de tiempo sin salida y luego sale de ellos y sigue navegando.

No hay cartas de navegación que muestren el destino que él busca, ni tampoco hay estrellas que señalen el camino a Dios.

Empieza a sentirse perdido.

Hay veces en que le parece que el continuo espacio-temporal por el que ha estado navegando se ha partido por la mitad, y que ahora está navegando únicamente por el tiempo, o únicamente por el espacio, no sabe por cuál de los dos y tampoco tiene forma de averiguarlo.

El espíritu, igual que los tendones, se le empieza a distender. No es más que un viejecillo sin hogar perdido en el universo, agarrándose su propia mano para no sentirse solo.

Y luego, durante un día (o noche) inusualmente deprimente, cuando más tenebrosos son sus pensamientos, oye una música que fluye hacia él desde la oscuridad del espacio (o del tiempo). Y la música que oye es tan dulce que da por sentado que tiene que ser una alucinación de su mente trastornada.

Pero luego, asomándose al espacio con ojos miopes, distingue unas luces que parpadean en la oscuridad, a lo lejos, y esas luces parecen estar parpadeando al ritmo de esa dulce música que oye.

Plantado al timón con los hombros caídos, Ulises dirige su goleta hacia el origen de la música y siente que su espíritu alicaído se vuelve a elevar. La melodía fluye a su alrededor igual que una suave brisa de primavera (recuerda cómo aquellas brisas venían del mar Egeo) mientras que el trasfondo más grave tira de él como una corriente hacia las luces que parpadean.

Está en éxtasis. Le parece estar oyendo la música de las esferas.

Las luces lo atraen como si fueran un oasis cósmico lleno de árboles vivos cuyos frutos son luces parpadeantes. Cuanto más se acerca a ellas, más dulce es la música que oye. Le parece estar acercándose al paraíso. Le parece oír cantar a los ángeles.

Se adentra entre las luces y se siente rodeado de música por todas partes.

Solamente ahora, mientras contempla horrorizado sus sonrisas estroboscópicas y el contorno parpadeante de sus pechos desnudos, descubre Ulises que ha sido engañado por las Banalidades.

Parecen estar en todas partes, por delante, por detrás y a ambos costados de su nave, abriendo sus labios cautivadores para emitir música y canciones, moviendo los brazos cautivadores como si fueran pañuelos de seda, temblando de deseo de abrazarlo a él contra sus pechos desnudos.

—Oh, trotamundos solitario —le cantan—, deja ya de trotar…

Él engañó a las Sirenas ordenando a sus tripulantes que lo ataran al mástil. Él fue el único hombre que oyó cantar a las Sirenas y vivió para contarlo. Pero ahora está solo. No tiene a nadie que lo ayude, ni tampoco puede valerse de su mente ágil. Si quiere sobrevivir y continuar su viaje, ha de ser a base de voluntad pura.

Pero su fuerza de voluntad se ve terriblemente socavada por la hermosura de las Banalidades, unas criaturas que son mitad bellezas en pleno baño y mitad nada absoluta, pero cuya apariencia es tan seductora que no puede distinguir una mitad de la otra. Y sus voces tienen una dulzura tan torturadora que hacen palidecer los cantos de las Sirenas.

—Creyente sin hogar —le cantan—, encuentra tu hogar…

La canción le tira del corazón, como solamente podría tirar de él una canción cantada por las Banalidades. Siente que su viejo corazón es un ancla que le encantaría echar allí mismo. Pero sabe que es una trampa.

Con su fuerza de voluntad mermada, desesperado por escapar antes de sucumbir, Ulises da un golpe de timón en busca de la salida. Pero da igual adónde ponga rumbo, las núbiles Banalidades navegan junto a él, cegándolo con la belleza resplandeciente de sus ojos, minando su resolución con la dulzura insinuante de sus cantos.

—Tengo que encontrar a Dios —les grita con toda la fuerza de sus pulmones, pero oye una nota de duda en su voz, como si ya no estuviera seguro.

Las atractivas Banalidades detectan su inseguridad y la convierten en otra canción.

—Dios ha muerto —le cantan—. En el universo ya no hay dioses. Solamente está el hombre, y no hay otro hombre como el divino Ulises…

Cantan, paladeando las eses sibilantes de su nombre, besándole el cuerpo entero con su sonido. Los ojos de las Banalidades proyectan imágenes de la figura antaño juvenil de Ulises en toda su gloria y las superponen sobre su versión avejentada. Le hacen parecer y sentirse deseable otra vez, como si fuera un guerrero capaz de satisfacer a muchas mujeres y de engendrar muchos hijos.

Y cantan su nombre como si murieran de anhelo por su sexo.

En el espejo de sus ojos, Ulises se ve a sí mismo copulando con todas, una tras otra, ve nacer a sus vástagos, se ve a sí mismo en medio de ellos, adorado y venerado por todos.

—¡No! —grita desesperado, como si lo atormentara una tentación irresistible a la que, sin embargo, necesita encontrar la forma de resistir—. Lo que necesito no son más hijos. Lo que necesito es averiguar por qué no amé al hijo vivo que ya tenía. ¿Por qué no quise al único hijo que tuve? Necesito saber por qué nací y por qué he vivido como he vivido…

—Por nada —le cantan a modo de respuesta las deslumbrantes Banalidades. Su canto es al mismo tiempo canción de amor, himno y canción de cuna. «Por nada» parece una respuesta tan verdadera como justa. Como si únicamente en la nada estuviera el nirvana donde todas sus preguntas serán respondidas de una vez por todas.

—No —grita él con su voz de viejo—, no y mil veces no. No es verdad que el hombre se creara para nada. Ni siquiera yo.

Si la resistencia fuera una necesidad transitoria, todo iría bien, pero no lo es. La persistencia de la tentación de ellas requiere una persistencia de la resistencia, y él siente que está sucumbiendo. Lo van mermando con sus cantos, diciéndole no solamente que resistirse es una tontería, sino recordándole (con sus cantos) que aquí ni siquiera hay nadie para admirar su resistencia. Que no hay testigo de ninguna clase para repetir la historia de su pugna. No hay ningún Homero para convertir sus hazañas en epopeya. Todo es para nada, le cantan, nadie lo sabrá nunca.

—En el presente siempre presente de mi mente sigue habiendo un yo del que soy consciente, y me basta con saberlo yo —les dice él.

No es exactamente una réplica aplastante, y él lo sabe, y ve que ellas no quedan aplastadas por ella. De hecho, la respuesta parece divertirlas. En esta discusión, toda razón y toda lógica están del lado de las Banalidades, pero Ulises es un viejo y a veces los viejos se sienten utilizados por la lógica y la razón y se vuelven irracionales por puro despecho, como si fueran niños.

Su rabieta (que viene a continuación) no es digna del elevado debate que están teniendo, pero a él no le importa. Se pone a gritar. A chillar. A patear el suelo y a agitar los brazos. Ya está harto. Ya es demasiado viejo para esto. Se quiere ir a casa.

—Soy el que soy y ya está —les grita, y sigue gritando hasta que se le pone la cara morada. No piensa discutir más con ellas. No queda nada que discutir. Él es quien es y ya está.

Con las piernas fallándole y el cuerpo entero temblando, Ulises les grita obscenidades y gobierna su embarcación sin importarle qué rumbo esté tomando, con tal de salir de allí.

Y al final consigue salir.

Está tan alterado, sin embargo, que aunque ya hace mucho que ha dejado atrás la morada de las Banalidades, sigue lanzándoles invectivas e insultándolas.

Gradualmente, y a pesar de sí mismo, se tranquiliza y reanuda su búsqueda de Dios.

Pero al regresar la calma, regresa también la soledad, que las Banalidades habían disipado temporalmente.

Empieza a echarlas de menos, de esa manera en que a menudo los viajeros echan de menos los obstáculos de sus travesías.

Ya hace tiempo que vio su última estrella, y ya no queda ninguna a la vista, ni tampoco cometas lejanos, ni cuerpos celestes de ninguna clase.

En el continuo del espacio-tiempo, por el que ahora está viajando en busca de Dios, ya no hay nada que ver ni oír. Solamente hay un vacío, y tampoco hay forma de saber si el vacío por el que está deambulando tiene límites o carece de ellos. Simplemente no se acaba nunca. No hay final alguno a la vista. No hay nada a la vista. Su único consuelo es que no es la nada. Es un vacío, sí, pero el vacío en sí ya es algo y él acepta con un acto de fe, tal como debe hacer, que se está moviendo a través de él en dirección a otra cosa, en dirección a Dios.

Sin embargo, su único consuelo empieza a agotarse, y por fin se agota del todo, dejándolo en el vacío y desprovisto de todo consuelo.

Cuando es de noche, el vacío es oscuro, y cuando es de día, la luz ilumina un vacío sin fronteras ni límites y sin nada donde posar la mirada.

La goleta en la que navega ni siquiera proyecta sombra, porque en el vacío no hay nada sobre lo que proyectar sombra.

Ahora una sola hoja de hierba le parecería un paisaje digno de ser llamado el Paraíso.

Sigue navegando, pero no tiene forma de saber si se está moviendo, porque en el vacío donde está no hay nada junto a lo que pasar, ni tampoco nada, por fugaz que sea, que se mueva a su alrededor.

Solamente existe el continuo espacio-temporal, pero incluso esa certidumbre empieza a desvanecerse. A juzgar por lo que ve, el continuo espacio-temporal se debió de cancelar mucho tiempo atrás sin que él se enterara.

A solas en su goleta, empieza a sentirse como un esbozo que alguien ha trazado y ha dejado sin acabar, el esbozo de un viejo en su goleta. Una imagen flotando en el vacío.

Su única esperanza es Dios, pero incluso esa esperanza se vuelve en su contra, porque, que él sepa, el vacío en el que está es Dios.

Que él sepa, lo ha encontrado.

Ya no se atreve a llamar a Dios con la misma libertad con que lo hacía en el pasado, porque un temor acompaña a su impulso de llamarlo y lo obliga a refrenarse. Y ese temor es que Dios le pueda contestar y con su respuesta confirmar que es cierto que Él es el vacío. Rígido de terror ante esta posibilidad, Ulises no se atreve ni a susurrar su nombre.

La poca fe que le queda en que Dios no sea el vacío es una fe tan escasa y frágil que Ulises se esfuerza por ocultarle esa fe incluso a Dios.

Antaño era un poderoso rey con un reino, antaño era un padre y un marido, y ahora se ve reducido a esto. A un viejecillo tembloroso sin apenas fe. Pero se aferra a ella.

Sigue navegando, sin ver nada y sin sentirse visto por nadie. Su soledad se vuelve completamente desproporcionada en relación con el tamaño minúsculo de la embarcación llamada Ulises en la que reside este océano de soledad.

Y sigue navegando ya sin convicción y sin plan, solamente a base de fe.

En los confines más remotos del universo no hay un norte verdadero, no hay norte de ninguna clase, ni sur, ni este ni oeste. No hay nada que aceche en el horizonte. De hecho, no hay horizonte. Solamente hay el vacío y el viajero en su seno.

En ese vacío no hay recodos que doblar, ni esquinas que al doblarlas revelen un paisaje o una visión. Por consiguiente, no solamente es prácticamente imposible, sino del todo imposible transmitir la forma en que Ulises ve repentinamente a Dios, el Creador.

La misma palabra «repentinamente» es una forma muy inexacta de describirlo. Cuando Ulises ve a Dios, lo único que es repentino es su descubrimiento de que en realidad llevaba tiempo viéndolo.

No hay encuentro propiamente dicho entre Ulises y Dios. No hay arrodillamiento ni apretón de manos ni abrazo. Ulises ni siquiera deja caer el ancla, dando a entender que finalmente, después de tanto errar por el cosmos, ha alcanzado su destino final y por fin puede descansar en paz en el Reino de Dios.

Ulises ve que ese Reino no existe. El Dios al que ve no es un rey que reine ni presida. El Dios al que ve es un Dios que trabaja. Es Dios el Creador, y Ulises lo ve y continúa viéndolo en pleno acto de creación.

Ve a Dios arrojarse desde el confín más remoto de la existencia a la nada que hay más allá, abriéndose paso por esa nada como si fuera una reja de arado viviente y haciendo que nazcan más tiempo y espacio. Una y otra vez, el Creador se arroja y se sigue arrojando a sí mismo contra la nada. Todo indica que se trata de un proceso interminable.

Ulises navega detrás de Él, en la estela de los nuevos mundos que nacen.

A veces le da la impresión de que el placer que siente Dios al crear es tan grande, y que su amor por lo que hace es tan abrumador, que ni siquiera se da cuenta de que tiene a Ulises navegando en su estela.

En otras ocasiones, ahora mismo, por ejemplo, le preocupa la posibilidad de que toda la creación sea una rueda cósmica y de que todo lo que Dios cree se convierta en nada y dé la vuelta una vez más, de forma que Dios tenga que volver a empezar y crear el tiempo y el espacio y la vida otra vez. Una y otra vez.

Cuando reza, Ulises ya no reza a Dios, sino que reza porque Dios siga vivo, para que la nada no se imponga al final.

La poca fe que tenía Ulises, y a la que se aferraba con desesperación de maníaco, ya ha desaparecido del todo. Ya no le hace falta fe, ni mucha ni poca. En su lugar hay un amor carente de esfuerzo alguno por todo lo que vive. Un amor sin motivo de ninguna clase.

Ve que el Dios vivo se adentra en la nada y la hace retroceder con la creación. Además del tiempo y el espacio que nacen, a veces Ulises ve, como si fuera el océano de chispas de una forja, un océano de partículas subatómicas que fluyen desde la nada y discurren a su alrededor en todas direcciones. En esas partículas, Ulises ve la flora y la fauna del mundo subatómico. Ve que hasta la más pequeña partícula está viva.

Pero todo no es tal como Ulises pensó que sería cuando zarpó en busca de Dios. Él estaba seguro de que encontrar a Dios sería la respuesta a todas sus preguntas. No lo es.

Su pregunta de por qué ha vivido como ha vivido sigue sin respuesta.

El gran «¿Por qué?» sigue con él.

Igual que el dolor por los muchos crímenes que ha cometido.

Había confiado en que Dios lo librara de una vez por todas de ese dolor, pero ahora descubre que no hay nada que sea de una vez por todas.

Descubre que no se pueden hacer enmiendas.

Por mucho amor que él tenga, y lo tiene, ahora sabe que no se puede compensar ni un solo instante de falta de amor.

Nunca.

Ni tampoco puede salvar el abismo que lo separa de Dios. Sigue navegando por el tiempo y el espacio que se van creando, pero Dios el Creador siempre va por delante, nunca deja de crear, y la distancia entre ambos es insalvable.

De manera que Ulises sigue navegando, siguiendo a Dios, sin esperanza de alcanzarlo jamás, ni de llegar a algún sitio que pueda ser su hogar.

No sabe qué rumbo está siguiendo, pero sí sabe que no está perdido en el universo.

Y de vez en cuando reza:

—Bendito sea todo lo que vive. Padre, madre, hermanos, hermanas, hijos de la tierra, benditas sean vuestras vidas, porque son la alegría del mundo.

Y sigue navegando.