1
El tráfico de la autopista de Hollywood había ido avanzando despacio pero sin pausa hasta que salió por Barham Boulevard. En Barham, la caravana de coches se extendía desde el paso elevado hasta la cima de Barham Hill.
Había obras de alguna clase en la carretera, aunque no podía ver exactamente qué pasaba.
Subió la colina a paso de tortuga al volante de su coche de alquiler.
Tardó casi veinte minutos en alcanzar la cima, desde la cual se veía Burbank. La otra vertiente del Barham Boulevard llevaba directamente a los estudios Burbank, donde tenía una cita con Cromwell. El tráfico que bajaba la colina estaba exactamente igual de embotellado, o incluso peor. La cosa tenía pinta de que tardaría por lo menos otros veinte minutos en llegar abajo.
La colina era tan empinada que cuando Saul tenía oportunidad de avanzar un metro, se limitaba a levantar el pie del freno. No le hacía falta pisar el acelerador.
Su cita con Cromwell era a las tres en punto y ya eran casi las tres. Había salido del hotel Beverly Wilshire con suficiente antelación, y con intención, como de costumbre, de llegar a los estudios Burbank bastante antes de las tres.
La retención inesperada iba a hacer que llegara tarde a una reunión formal por primera vez desde tiempos inmemoriales.
Le complacía llegar tarde. Le complacía hacer esperar a Cromwell.
El dolor en la zona lumbar lo predisponía a que cualquier cosa le complaciera.
Ya desde el viaje a Chicago, hacía poco más de tres meses —tal vez hubiera sido al quitar la nieve, o al dejarse caer de rodillas ante su madre, o tal vez incluso la forma en que se había incorporado después—, pero ya desde entonces, el dolor en su zona lumbar se había convertido en parte del mobiliario de su vida.
El dolor se volvía especialmente agudo cuando se veía obligado a quedarse sentado demasiado rato en el mismo sitio. Durante los trayectos largos de avión. Cuando conducía. Cuando veía una película en el cine. Esa clase de cosas.
Era como si le hubieran implantado quirúrgicamente una pezuña con zarpas retráctiles en la base de la columna, y casi cualquier cosa, desde estornudar o reírse hasta pisar el freno con demasiada fuerza, hacía que las zarpas salieran de su escondite y se le clavaran en la carne.
Sabía que tenía que ir a ver a un médico, pero también sabía que no lo haría nunca.
Igual que nunca iría al dentista para que le pusiera fundas en los dientes rotos.
Ya era demasiado tarde para eso. Les había cogido apego tal como estaban.
Y también terminaría por cogerle apego a su dolor de espalda.
2
El tráfico, moviéndose a base de espasmos de un metro o dos, no dejaba de pararse y avanzar…, pararse y avanzar… Y después se detenía por completo.
Y luego empezaba otra vez a pararse y a avanzar.
Tenía el mismo ritmo que los puntos y las rayas del código morse.
Una caravana interminable de coches envolviendo una colina, mandando un mensaje en secuencia lineal repetida hasta el cosmos.
Punto. Punto. Punto. Raya. Raya. Raya. Punto. Punto. Punto.
3
Tal vez, pensó, tal vez Elke Höhlenrauch tenía razón. Tal vez el dolor que sentía en la zona inferior de la espalda era una simple consecuencia de que se le estaba contrayendo la columna.
Cuanta menos columna, más dolor.
Hasta que al final uno era todo dolor y se quedaba sin columna.
Suspiró. Hasta suspirar con libertad hacía que le doliera la espalda, de manera que fue un suspiro dolorido y constreñido.
Pensar en Elke le recordó que seguía sin seguro médico.
Y sin seguro de ninguna clase.
Sin embargo, le parecía que no paraba de crecer el número de aflicciones que había en la vida para las que no existía ninguna clase de seguro.
Había, pensó, desastres contra los que no te podía proteger la Lloyd’s de Londres ni la Lloyd’s del mundo ni la Lloyd’s del universo.
No había seguro completo contra la locura y la tragedia, ni tampoco contra los destinos sin alcanzar y los anhelos sin satisfacer.
Ahora mismo le encantaría tener una póliza que lo asegurara contra lo que era capaz de aceptar en el despacho de Cromwell.
Había llegado a Los Ángeles ya avanzada la noche del lunes.
Hoy era miércoles.
Pero aquel miércoles en concreto caía al mismo tiempo al final y en el medio de la semana laboral.
Miércoles, 3 de julio de 1991.
A juzgar por el tráfico, el fin de semana largo ya había empezado.
Los coches que subían lentamente por Barham Hill y los coches que bajaban se cruzaban a paso de tortuga, y la gente que viajaba dentro, tanto dentro de los que subían como de los que bajaban, se miraba entre sí a través de los parabrisas como si formaran parte de una diáspora solitaria.
Todo el mundo intentaba llegar a alguna parte, pero como lo intentaban en ambas direcciones, a Saul no le costó mucho imaginarse que el atasco en el que se encontraba atrapado trazaba un bucle, y que los que subían y los que bajaban no iban a dejar nunca de cruzarse una y otra vez, pero en direcciones opuestas.
Una vida en bucle, como el agua de las fuentes de circuito cerrado, que ni venía de ninguna parte ni tampoco iba a ninguna parte, sino que nunca cesaba de moverse y resultaba agradable a la vista, en su eterno ir y venir.
Ya no existían destinos. Únicamente vueltas situadas en bucles de distintos tamaños.
Incluso el tiempo, que supuestamente era lineal, a Saul le parecía que trazaba un bucle.
Tenía la sospecha creciente de que el año 1991 era crucial en ese sentido.
¿Crucial para quién? Eso no lo sabía.
1991, que se leía igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, era la corroboración de sus pensamientos mientras avanzaba lentamente en su coche de alquiler hacia los estudios Burbank.
El último año que iba a hacerle falta a alguien.
Se leía igual en ambos sentidos, y daba lo mismo que uno fuera o viniera, no había forma de escapar de él.
Saul no estaba seguro de cuándo le habían empezado a asaltar aquellos pensamientos, pero tal vez tuvieran algo que ver con los desfiles victoriosos que habían emitido por televisión después de la guerra del Golfo.
Él no había seguido la guerra en sí. Casi no se había enterado de la guerra por culpa de sus problemas. Pero sí que había visto algunos de los desfiles de la victoria.
Y todavía se acordaba de algunas caras que había visto en ellos.
Lo que Saul había visto en las caras de la gente que flanqueaba el recorrido de los desfiles, bien porque coincidía con lo que él estaba sintiendo o bien porque había decidido imponer su enfermedad sobre las multitudes jubilosas, era nada menos que la celebración del triunfo sobre la intimidad.
En aquellas caras se revelaba algo que los seres humanos se habían guardado para sí mismos hasta entonces.
Saul no sabía muy bien cómo llamarlo, pero era como si se hubiera cruzado una línea que solamente podía cruzarse una vez. Una vez cruzada, no había marcha atrás, sino que únicamente se podía seguir dando vueltas y más vueltas en el bucle del año 1991.
Él se había perdido la guerra entera, no sabía nada de sus causas, pero basándose en los pocos desfiles victoriosos que había visto por televisión, Saul Karoo se veía a sí mismo como un moderno Clausewitz provisto de una teoría exhaustiva sobre las causas de todas las guerras por venir.
Y su teoría era la siguiente:
Todas las guerras de la actualidad eran evasiones de la privacidad. Las guerras, grandes y pequeñas, civiles o del tipo que fueran, no eran otra cosa que evasiones colectivas de las vidas privadas. Harían falta muchas, muchas guerras hasta que la humanidad se librara por completo de la privacidad y desapareciera el recuerdo mismo de su existencia.
Guerras en bucle.
4
Oyó la bocina de un coche, una serie de bocinazos cortos y seguidos, y vio que alguien lo saludaba con la mano desde un coche que subía la colina por Barham Boulevard.
Mirando con los ojos entornados a través del parabrisas, Saul reconoció la cara del joven Brad, que le estaba dedicando una amplia sonrisa, casi una risa. Era el antiguo Brad de Cromwell. Cromwell lo había despedido y lo había reemplazado por su nuevo Brad negro, pero el antiguo seguía trabajando en los estudios Burbank y ahora volvía temprano del trabajo a casa, igual que todo el mundo.
Saul le devolvió el saludo y la sonrisa, pero como los dos coches se estaban acercando el uno al otro tan despacio, siguieron saludándose con la mano y sonríendose durante un rato, sugiriendo un vínculo estrecho entre ambos que no iba a durar más de lo que sus coches tardaran en cruzarse.
Oh, Brad, pensó Saul.
Brad era lo bastante joven como para ser su hijo, y de la misma manera que ya no podía pensar en su madre, ni en cualquier madre, ni siquiera en la palabra «madre», sin que le viniera a la cabeza Leila, tampoco podía pensar en ningún hombre joven sin que le viniera a la cabeza Billy.
Así que de un nombre pasó al otro.
Oh, Billy, pensó. Mi chaval.
Billy estaba muerto. Leila estaba muerta. El Viejo, el señor Houseman, estaba muerto. Y aquellas muertes en bucle le recordaron la visita que le había hecho al Viejo mientras todavía estaba vivo.
Cuando fue a visitar a su madre a Chicago, no tenía planeado ni ir a Los Ángeles ni tampoco ir a ver al Viejo, pero cuando se fue de casa de su madre, al cabo de tres días, sus planes de hacer ambas cosas ya se habían consolidado.
Se acordó, en una especie de bucle dentro de otro bucle, de la última vez que había visto a su madre.
De su despedida.
Estaban los dos en la sala de estar cuando el taxi llegó e hizo sonar la bocina.
Saul estaba seguro de que se iban a despedir allí, pero ella se ofreció para acompañarlo al taxi.
De manera que salieron juntos. La nieve ya se había derretido del todo, el sol brillaba y soplaba un viento cálido del sudoeste. Marzo se estaba yendo mansamente mientras los dos caminaban lentamente hacia el taxi amarillo.
Hasta entonces, los únicos recuerdos que tenía de su madre eran de una mujer dentro de casa. Saul no se acordaba de la última vez que la había visto al aire libre. Tampoco estaba seguro de si la brillante luz del sol que le iluminaba la cara la hacía parecer un poco mayor o un poco más joven de lo que era. Pero sí que la vio distinta.
En aquel momento, desde los viejos ojos de su madre lo miraron toda una serie de mujeres, y cada una de ellas parecía recordar un día soleado distinto de su vida, con la promesa de la primavera en el aire.
Se abrazaron como una pareja que ensayara un baile nuevo y poco familiar, con un poco de torpeza, un poco cohibidos, pero con unas ganas que los dos pudieron sentir.
Luego él cogió su maleta y su dolor de espalda y se metió en el taxi.
Ella se quedó allí, despidiéndose de él con la mano. Tal vez porque era un día tan primaveral y con tanta brisa, ella le recordó, pese a su edad, a un patio de escuela lleno de niñas que se despedían de él con la mano.
En el avión intentó averiguar por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo.
Sabía por qué volaba a Los Ángeles, pero no podía entender cómo había llegado a tomar aquella decisión.
Tal vez fuera la cinta de vídeo de la película del Viejo. Tal vez fuera el mero hecho de tenerla en la maleta lo que había causado que se gestara la idea. O tal vez fuera el hecho de enterarse, por los periódicos, de que al Viejo solamente le quedaban unos días de vida. O tal vez fueran ambas cosas. O ninguna de ellas. Lo único que Saul sabía era que tenía que ir allí, que tenía que verlo, que tenía que suplicarle al viejo artista agonizante que le perdonara por lo que le había hecho a su obra.
Aquella misma tarde de miércoles otra gente había acudido a presentarle sus últimos respetos al maestro. Algunos eran figuras legendarias de pleno derecho, estrellas de cine que habían trabajado para el Viejo cuando todos ellos eran jóvenes.
Había gente marchándose al llegar Saul y había gente llegando cuando Saul se fue. Una casa abierta. Por toda la enorme extensión de terreno que rodeaba la casa había coches aparcados. Chóferes de librea de pie junto a las limusinas, fumando. Había una cama elástica de gran tamaño con chavales dando saltos sobre ella, pero en silencio absoluto.
El acontecimiento tenía toda la pinta de haber sido anunciado en los periódicos sin que Saul lo supiera.
Me estoy muriendo. Venid a despediros. Arthur Houseman.
En la puerta lo recibió una joven que le dijo que subiera al piso de arriba, donde a su vez lo recibió otra joven que le dijo dónde podía sentarse a esperar su turno.
En la sala de espera había más gente aguardando el suyo.
Otra mujer más, ésta ni vieja ni joven, tenía el papel de acompañar a los visitantes a la habitación del Viejo.
El procedimiento, observó Saul, era siempre el mismo. Primero la mujer le preguntaba al visitante quién era, a continuación salía, probablemente para anunciarle la visita al Viejo, y por fin regresaba para acompañar a la persona en cuestión a su habitación. Por delante de Saul había algunas personas tan conocidas que ella los acompañó a la habitación del Viejo sin necesidad de preguntarles nada.
Saul se sentó en una silla de madera de respaldo recto y esperó su turno. En el regazo tenía un sobre de papel manila que contenía la cinta de vídeo de la película del Viejo. Dentro del sobre también había una carta que le había escrito explicándole quién era y por qué había venido. Había escrito la carta por si resultaba que el señor Houseman estaba demasiado enfermo para recibir visitas.
La habitación, la casa entera, de hecho, olía a humo de puro. El Viejo había sido, entre otras muchas cosas legendarias, un legendario fumador de puros, y la casa había absorbido el aroma de los habanos, o el Viejo los seguía fumando en su lecho de muerte.
Había gente marchándose de la sala de espera y otra que llegaba. La sala parecía albergar al mismo número de visitantes en todo momento.
Cuando por fin le llegó el turno, Saul le entregó el sobre de papel manila a la mujer y le dijo que la carta de dentro lo explicaba todo.
Se levantó para darle el sobre y se quedó de pie al marcharse ella.
Luego se sentó a esperar.
Pareció que ella tardaba más de lo normal en regresar, y cuando por fin reapareció (con el sobre de papel manila en las manos) dio la impresión de que se aseguraba de mirar para otro lado mientras caminaba hacia él.
Saul se puso de pie mientras la mujer se le acercaba.
Vio que el sobre que ella llevaba en la mano estaba completamente liso. La cinta ya no estaba dentro. En un momento de alegría, Saul se imaginó que el Viejo lo perdonaba y que los dos veían su obra maestra juntos.
—Señor Karoo —le dijo la mujer, parándose a un metro o dos de distancia.
—¿Sí?
—El señor Houseman me ha encargado que le diga que se marche usted de su casa. Que no lo quiere aquí —le dijo, y le ofreció el sobre que tenía en la mano.
De pronto el cuerpo entero de Saul estaba hecho de rodillas que empezaron a flaquearle una tras otra.
No había preparado ningún plan por si acaso pasaba aquello, así que se quedó sin saber qué hacer.
La gente de la sala no había podido evitar oír lo que le había dicho la mujer y ahora se volvieron para mirarlo, preguntándose quién sería y qué debía de haber hecho.
—Por favor —dijo la mujer, haciendo un gesto hacia la puerta.
Saul cogió el sobre de papel manila que ella le ofrecía y se las apañó como pudo para bajar las escaleras y salir de la casa.
Dentro del sobre estaba la carta que le había escrito al señor Houseman, suplicándole su perdón.
Su necesidad de perdón había sido tan enorme que ni siquiera se le había ocurrido que existieran transgresiones imperdonables.
La casa del Viejo estaba situada en el cañón de Topanga, y Saul bajó a toda velocidad el cañón, con los árboles resecos por la falta de lluvia elevándose por encima de él a ambos lados de la carretera y formando un túnel de árboles con las ramas entretejidas. Y luego, de pronto, vio cómo el océano Pacífico salía lanzado de aquel túnel. Su enormidad, recordándole a la enormidad humana y a su propia incapacidad para estar a la altura de ella, hizo que le doliera el corazón y que le ardieran de vergüenza las mejillas.
5
Se paró frente a la verja y abrió la ventanilla del coche.
—Saul Karoo —le dijo al guardia uniformado que vigilaba la entrada de los estudios Burbank—. Vengo a ver a Jay Cromwell.
El guardia enorme reaccionó con letargo monumental. Comprobó la lista de nombres que tenía en su portapapeles y, tras encontrar el nombre de Saul, le dijo dónde tenía que aparcar.
El aparcamiento estaba casi desierto, pero él aparcó su coche en la zona de visitantes, donde le habían dicho que lo aparcara.
Ya no tenía ninguna prisa en particular. Eran casi las tres y media. No tenía sentido darse prisa puesto que ya llegaba tarde.
Cuando salió del interior refrigerado del coche, lo cogió por sorpresa el calor tropical que hacía fuera. El calor se elevaba del pavimento y caía del cielo. Un vértigo inducido por el calor hizo que la cabeza le diera vueltas y lo obligó a agarrarse al marco de la portezuela del coche para no perder el equilibrio. Con las manos cerradas en torno a la parte superior del marco de la portezuela y la cabeza gacha, esperó a que se le pasara el vértigo.
Se preguntó si estaba teniendo un derrame cerebral o algo parecido, o si tal vez solamente le estaba bajando en picado el azúcar de la sangre.
El dolor de la zona lumbar lo estaba matando. Parecía tener la zona lumbar un metro o dos más abajo de lo normal. Y en algún sitio muy por debajo de dicha zona se encontraba la acera en la que estaba plantado, girando como un molinete cada vez que la miraba.
Cerrar los ojos no lo ayudó para nada. Al contrario, empeoró las cosas. Le dio la sensación de que su mente orbitaba a su alrededor, igual que la Tierra orbita alrededor del Sol.
El bucle del cañón de Topanga regresó a él y empezó a dar vueltas y más vueltas. Se vio a sí mismo yendo y viniendo. Se vio a sí mismo subiendo con el coche hasta la casa del Viejo, imaginando su perdón, y luego, en el mismo bucle, bajando otra vez, sin el perdón.
Parecía injusto tener que revivir aquel dolor al mismo tiempo que le dolía tanto la parte baja de la espalda.
Un dolor después de otro, por favor, suplicó, pero su súplica no obtuvo respuesta. Ambos dolores continuaron.
La mente siguió dándole vueltas.
En lugar de sentir la vergüenza que le causaba la negativa del Viejo a perdonarlo, ahora sentía algo mucho peor. Ahora veía la mezquindad de los motivos que lo habían llevado a buscar su perdón.
Lo único que Saul había querido era la sensación conveniente de que todo aquel episodio se cerraba. Había execrado la obra maestra de otro hombre, pero el artista agonizante lo perdonaría en su lecho de muerte y entonces acabaría todo. Así él podría pasar a otra cosa.
Ahora le parecía que su intento de obtener el perdón era todavía más vil que el crimen que había cometido.
Se preguntó si alguna vez había amado algo en su vida. Si alguna vez había amado realmente a Billy o a Leila. O si lo que él había amado todo el tiempo no era más que un motivo interesado oculto tras el amor.
Un motivo que le prometía una recompensa personal.
Ahora tuvo la revelación de lo que había sido en realidad aquella gran consumación que él había planeado que les aconteciera a los tres en Pittsburgh. Había sido una forma barata de justificar todas las líneas argumentales abortadas y sin salida de su vida cerrándolas con un final feliz. Como si hubiera un final capaz de compensar la vida que él había vivido.
Su motivo lo había asesinado todo.
¿Y qué otra cosa era el amor interesado más que el asesinato del amor en sí y de aquellos a quienes él había afirmado amar?
El mareo perdió fuerza.
El vértigo empezó a desaparecer.
Uno a uno, los bucles y los giros de su mente empezaron a bambolearse en sus órbitas y por fin, como hula hoops que perdían ímpetu, se desplomaron en un montón situado en la parte de atrás de su cabeza.
Ya solamente quedaba el terrible problema del dolor de la zona lumbar.
Agarrado con ambas manos a la parte superior del marco de la portezuela, dobló las rodillas hasta quedar casi en cuclillas, intentando vencer el dolor a base de estirar los músculos.
Colgarse del marco de la portezuela del coche no pareció tener efecto alguno sobre su dolor de espalda, pero sí que le provocó un deseo repentino y completamente inesperado de ir de vientre. Antes de poder contraer el esfínter, sintió que un chorro de excremento le mojaba el calzoncillo.
¿Qué más puede pasar?, pensó.
Se enderezó, confiando en que la mancha no le hubiera traspasado al pantalón.
6
El edificio en el que estaba situado el despacho de Cromwell era un rectángulo alargado de cuatro plantas de altura. Las paredes de estucado amarillo sucio estaban descascarilladas y plagadas de grietas. Alrededor de todo el edificio había esquirlas de estucado de distintos tamaños y formas, caídas de las paredes y reunidas sobre la tierra desnuda en forma de montones que iban creciendo con el paso de los años.
El edificio entero recordaba una universidad del centro deprimido de una ciudad que ya no tenía ni centro ni comunidad. Uno de esos sitios solitarios adonde iban estudiantes del turno de noche a aprender nuevas técnicas que ya estaban anticuadas antes de ponerlas en práctica.
Si se juzgaba únicamente por las apariencias, era el último lugar que uno esperaba que albergara la sede del productor de cine más poderoso del mundo entero.
Pero bueno, pensó Saul, los edificios y las oficinas de las residencias privadas de Los Alamos, donde se había fabricado la bomba atómica, tenían un aspecto todavía menos imponente.
Había tres entradas, una en cada punta del rectángulo y la tercera en medio.
Saul fue por la de en medio.
Había dos puertas distintas. Cuando Saul abrió la segunda y entró, fue como entrar directamente en una cámara frigorífica.
Se estremeció.
En Los Ángeles se había acostumbrado a aquellos cambios extremos de temperatura entre exterior e interior, pero aquél le parecía más extremo que de costumbre. Se preguntó si el frío que estaba sintiendo hasta la médula de los huesos se debía a que no le funcionaba bien el termostato corporal, o si el termostato que no funcionaba era el del edificio. Pero ¿cómo podía saberlo?
La planta del vestíbulo, en donde en aquel momento de la semana y a aquella hora del día siempre solía haber gente entrando o saliendo de las oficinas, ahora estaba completamente desierta. Tal vez el inicio del fin de semana largo había barrido las instalaciones y se había llevado a todo el mundo por delante.
Mientras caminaba lentamente hacia el ascensor (con aquel manchón de excremento húmedo en los calzoncillos), oía los teléfonos que sonaban en los despachos desiertos y que eran contestados por el sonido de los contestadores automáticos.
Se fijó en que el conserje estaba fregando el suelo de la otra punta del pasillo. Caminando hacia atrás, el hombre llevaba la fregona de lado a lado del pasillo con brochazos amplios pero precisos, como golpes de guadaña. Debido a su estado de ánimo, Saul creyó ver algo mítico en aquel hombre.
Cogió el ascensor hasta la tercera planta, salió y giró a la izquierda. Durante una fracción de segundo, y únicamente una fracción de segundo, se adueñó de Saul el clásico síndrome de quien ha estado saliendo de demasiados ascensores. No sabía ni dónde estaba ni adónde iba.
Luego se acordó, como si el nombre de Cromwell fuera la respuesta a todas sus preguntas.
Eran casi las cuatro en punto.
Si Cromwell todavía estaba en su oficina, entonces Saul llegaba una hora tarde a su cita. Y aunque llegar tarde no había sido idea suya, se sentía complacido, como si lo hubiera hecho a propósito.
Una hora entera de retraso, pensó.
A pesar de su dolor de espalda, y a pesar de llevar los calzoncillos manchados, Saul adoptó los andares chulescos de un rebelde.
A través de la puerta de cristal opaco, vio que todas las luces seguían encendidas dentro del despacho de Cromwell. Aquello enterraba toda esperanza de que se hubiera marchado.
¿Y qué?, pensó Saul.
Sintiéndose abiertamente insurrecto, quiso abrir la puerta y entrar con sus andares chulescos, pero, justo cuando iba a coger el pomo, la puerta se abrió y el ímpetu de su cuerpo encaminado al interior fue recibido e igualado por el cuerpo encaminado al exterior del Brad negro de Cromwell, lo cual resultó un encontronazo íntimo digno de dos bailarines de tango.
Sobresaltados por la colisión, y momentáneamente sumidos en la confusión posterior, no tardaron en recuperarse, se echaron atrás y se rieron de lo que acababa de pasar.
—Señor Karoo —dijo el Brad negro.
—Brad —respondió Saul.
Los ojos enormes y antaño hermosos del joven negro, que la primera vez que los había visto Saul le habían recordado a los ojos de los santos bizantinos, todavía eran grandes, pero ahora parecían de lémur. Grandes y redondos y despojados de algo, como si a Brad se lo hubieran follado hasta sacarle algo privado y esencial de los ojos pero los ojos se negaran a reconocerlo.
—Jay todavía está aquí y estará encantado de verlo —le explicó el Brad negro, muy animado—. Ya nos imaginábamos que estaría usted atrapado en algún infernal atasco de tráfico. Jay había olvidado por completo el fin de semana largo cuando concertó la cita. Intentamos llamarlo al hotel para decirle que no viniera hoy, pero ya había salido.
A Saul se le cayó el alma a los pies cuando se dio cuenta de que si no hubiera salido tan temprano, podría haberse librado de venir.
Se cambiaron los sitios y se detuvieron de nuevo, esta vez con Saul en el lado de dentro y Brad en el de fuera.
—Que tenga un buen fin de semana —le dijo Brad.
—Igualmente —respondió Saul.
Brad se alejó por el pasillo y Saul se quedó un momento en la puerta, viéndolo marcharse.
Tras debatir consigo mismo sobre si tenía que cerrar la puerta o dejarla abierta, Saul se decidió por dejarla abierta, como para dar la impresión de que no tenía intención de quedarse mucho rato.
La puerta que conectaba la antesala de Brad con la oficina de Cromwell también estaba abierta, pero no del todo. Reinaba el mismo silencio en una habitación que en otra. Esperó a que Cromwell saliera a recibirlo o lo invitara a entrar, pero no pasó ninguna de las dos cosas.
Se planteó marcharse con sigilo.
Luego cambió de opinión.
Otra descarga involuntaria de sus tripas le mojó todavía más su ropa interior ya mojada.
Contrayendo el esfínter, abrió la puerta de la oficina de Cromwell lo justo para asomarse al interior.
Cromwell estaba al teléfono, escuchando cómo hablaba alguien en lugar de hablar él; sentado al otro lado de su mesa, escuchando sin más.
La cara entera se le iluminó cuando vio a Saul asomándose por la puerta.
Encantado de verte, Doc, parecía estar diciendo sin decir palabra. Lo dijo con un guiño del ojo y con aquella sonrisita suya.
Saul respondió al saludo silencioso con otro saludo silencioso, asintiendo con la cabeza como diciendo: encantado de verte a ti, Jay.
Pero como Cromwell estaba al teléfono y como Saul no quería entrometerse en una conversación confidencial, le dedicó una sonrisa de disculpa e hizo el gesto de retirarse al otro lado de la frontera, donde residía Brad.
Cromwell, anfitrión de anfitriones, se negó en redondo.
No, no, no. Entra. Entra. Tú entra, Doc. Esto no es nada. Nada de nada. Un capullo que ha llamado y al que tengo que escuchar. No tardo ni un minuto. Entra. Me alegro mucho de verte, Doc, en serio.
Todo esto lo dijo en silencio absoluto. Por medio de pequeños guiños. Pequeños encogimientos de hombros. Enarcamientos y descensos de las cejas.
Señalando con la punta de la barbilla, le indicó a Saul dónde debía sentarse, y Saul obedeció y se sentó en la silla indicada, que estaba justo delante de la de Cromwell.