CAPÍTULO 6

1

El artículo, antes de publicarse, estuvo precedido por una serie de rumores de su existencia que se propagaron del oeste al este por línea telefónica y fax. A continuación salieron a la luz pequeños extractos en publicaciones diversas. Y por fin el Artículo en sí apareció en una revista nacional muy conocida y prestigiosa.

Se titulaba simplemente «Leila» y llevaba el subtítulo: «Una tragedia americana». Más tarde se ampliaría y se publicaría en forma de libro, con el mismo título pero con el subtítulo cambiado: Leila: una historia de amor. El autor tanto del artículo original como del libro, que ya había sido galardonado con un Pulitzer, acabó ganando otro, esta vez en el terreno de la biografía.

Pero de momento, en marzo de 1991, todavía no había más que un artículo titulado «Leila», que trataba también de Saul y de Billy, y de su trágico triángulo amoroso.

El artículo lo tenía todo, tal como dijo un crítico, menos asesinatos.

2

Cuando se publicó el artículo en la revista, Saul decidió escaparse de la ciudad. Escaparse de las llamadas telefónicas que recibía. De la publicidad que estaba generando la historia. Del estatus de celebridad que estaba cobrando él. Pero sobre todo escaparse de la terrible tentación de convertirse en el Saul Karoo simplificado, santificado y ligeramente glorificado que el artículo pintaba y por quien el público le tomaba. Hasta Dianah, que llevaba desde la muerte de Billy sin hablar con él, lo llamó por teléfono después de leer el artículo y le dijo que estaba dispuesta a perdonarlo. Él huyó también de su perdón.

3

Cuando llegó al aeropuerto Kennedy no tenía destino alguno en mente, solamente una maleta y un pasaporte.

Se quedó mirando los nombres de las ciudades, tanto americanas como extranjeras, a las que se dirigían los aviones de las distintas líneas aéreas, tanto americanas como extranjeras.

Durante varias horas no se le ocurrió ningún destino, de manera que se limitó a rondar por el aeropuerto, como un vagabundo desesperadamente necesitado de viajar a alguna parte.

Y por fin se le apareció un destino. Escaparía a la ciudad donde había nacido (Chicago), a la casa donde había crecido y con la mujer (su madre) que le había dado a luz.

4

El mes de marzo que había dejado en Nueva York no era el mismo mes de marzo que se encontró en Chicago. Había llegado del oeste una tormenta de finales de invierno y a él le había costado dos horas de taxi, en medio de la ventisca de nieve, llegar del aeropuerto O’Hare a la Avenida Homerlee.

Reconoció el vecindario, la calle y la casa, pero no a su madre cuando le abrió la puerta. Ella tampoco lo reconoció a él. No hasta que él le dijo, más como pregunta que como saludo:

—¿Madre?

—¿Saul? —respondió ella en el mismo tono interrogativo.

Se quedaron allí en la puerta, los dos con la cabeza descubierta, ella mirándolo con los ojos entornados y él mirándola desde arriba. Los copos arremolinados de nieve les caían encima a los dos por igual. La nieve empezó a cubrir el pelo gris y ralo de Saul y el pelo recién teñido e inverosímilmente negro de su madre.

Igual de negro, pensó Saul para sí mismo, que la máquina de escribir Remington negra que tengo en mi despacho de la calle Cincuenta y siete Oeste.

Por fin su madre dio un paso atrás, se hizo a un lado, tirando de la puerta, y Saul, cambiándose la maleta de una mano a otra, entró.

5

La conversación preliminar entre madre e hijo fluyó con rapidez. Ambas partes mostraban ansiedad porque sus voces respectivas sonaran sin pausa durante todo el tiempo que fuera posible. Así pues, en aquella conversación preliminar, ya se cubrió mucho terreno.

Hacía un tiempo espantoso, en eso se mostraron los dos de acuerdo.

Un día terrible para viajar.

¿Sabía él que habían cerrado el aeropuerto O’Hare? (No lo sabía). Pues ella acababa de oírlo por la radio justo antes de que él llegara. El suyo debía de haber sido uno de los últimos vuelos a los que habían dado autorización para aterrizar.

Como Saul nunca iba a visitarla (desde la universidad) solamente para verla, sino que siempre paraba allí de camino a otra parte, ella le preguntó adónde se dirigía.

Él se planteó, aunque muy brevemente, contarle la verdad. Que había ido allí para refugiarse del mundo. Que, de hecho, había ido solamente para verla. Pero le dio miedo contárselo.

De manera que le contestó que estaba de camino a Los Ángeles. Y como esas cosas funcionan así, en cuanto le dijo adónde iba, supo que tendría que ir allí.

—¿Por trabajo? —le preguntó ella.

—Sí.

—¿Películas?

—Sí.

En la semipausa que siguió, y que amenazó con convertirse en un silencio prolongado, los dos centraron su atención en la tormenta de nieve que estaba cayendo fuera y que se veía a través de las ventanas del comedor.

—No para de caer —dijo él.

—No tiene pinta de parar —añadió ella animosamente.

Pero el silencio, como si fuera una aflicción antiquísima para la que seguía sin haber cura, regresó y se asentó entre ellos.

Intentaron sacárselo de encima, pero sus esfuerzos sumados no bastaron.

—Supongo que me iré a deshacer las maletas —dijo, suspirando mientras se ponía de pie, como si deshacer las maletas fuera un trabajo que amenazara con ocuparlo durante una jornada completa.

—¿Dónde quieres dormir? —dijo ella, igual que siempre.

—En el estudio —contestó él, igual que siempre.

—Las sábanas están limpias. Llevan bastante tiempo puestas, pero están limpias. Voy a buscarte toallas.

Mientras bajaba las escaleras que daban al estudio del sótano, con la maleta en una mano y las toallas en la otra, la voz de su madre lo siguió desde el rellano de arriba. Cuanto más se alejaba él, más fuerte hablaba ella, a fin de que él recibiera su voz a un volumen constante, como la velocidad de la luz.

—Yo ya he cenado. Últimamente ceno temprano. No sabía que venías, si no te habría esperado. Pero te calentaré un poco de estofado. O si no quieres estofado, te preparo otra cosa. Es de cordero. Está muy bueno. Pero si quieres te preparo otra cosa. Tengo…

—El estofado es perfecto —le gritó él—. Subo enseguida.

6

En el estudio del sótano, con sus paredes forradas de paneles de madera (de pino nudoso), que ellos solían llamar el «cuarto de invitados», Saul representó la farsa de deshacer las maletas.

«Farsa» porque cuando iba a casa nunca las deshacía. Abría la larga cremallera de su maleta y desplegaba su contenido, pero de ahí no pasaba.

Ahora se quedó mirando el contenido de la maleta, como si tanto el contenido como la maleta pertenecieran a otro.

Tras tomar su repentina decisión de huir de Nueva York, se había limitado a meterlo todo dentro sin pensar. No tenía ni idea de qué necesitaba porque (en aquel momento) tampoco tenía ni idea de adónde estaba yendo.

Calzoncillos. Calcetines. Camisas. Ahora toqueteó aquellas prendas sin sacarlas, haciendo inventario. Un jersey. Se había traído un ejemplar de la revista donde venía el artículo sobre Leila, razonando que, si se lo llevaba, entonces no era verdad que estuviera huyendo de él. La revista estaba dentro del jersey doblado.

Además, un poco a modo de contrapeso del artículo, también se había traído una copia de la película del Viejo, en la versión del Viejo.

Saul había tenido aquella cinta escondida en el armario del dormitorio de invitados de su apartamento, a fin de que cuando Leila estuviera allí no se la encontrara por accidente.

Pero ¿por qué se la había traído ahora?

No tenía ni idea. Tal vez tenía miedo de que durante su ausencia se incendiara el edificio de su apartamento y la cinta de vídeo pereciera. Que él supiera, se trataba de la única copia que quedaba de la película tal como era cuando era una obra de arte.

Y ahora la cinta estaba allí, entre sus calzoncillos y sus calcetines.

Se sentó en el borde de la cama sobre la cual estaba la maleta abierta y sintió la tentación repentina de tumbarse y quedarse dormido.

Pero arriba su madre le estaba recalentando el estofado de cordero. La acústica de la casa le permitía oír cómo los pasos de su madre marcaban el ritmo sobre el suelo de la cocina, justo encima de su cabeza.

No lo entendía. Su madre se había convertido en un pajarillo arrugado, pero cuando andaba sus pies seguían golpeando el suelo como ladrillos. A juzgar por el ruido, parecía que estuviera dejando caer los pies desde la altura de la cintura. Tal vez fuera algo relacionado con la vejez. Falta de control muscular o algo parecido. O tal vez fuera el resultado de vivir sola en una casa grande y querer oírse a sí misma ir de un lado a otro.

Aquella idea, junto con el recuerdo del aspecto que había tenido su madre cuando le abrió la puerta, con la nieve cayéndole sobre la cabeza, más la idea de que lo más seguro era que aquélla fuera la última vez que la veía viva, la última vez que oía sus pasos marcar ritmos pesados sobre el suelo de la cocina, todo aquello, y también algo más que no podía expresar con palabras, le hizo soltar un suspiro sensiblero que llevaba mucho tiempo atrapado dentro de él y decir suavemente, pero en voz alta:

—Oh, madre. Oh, madre mía.

Ella lo llamó desde el rellano.

—Saul. El estofado está listo.

—Ya voy —respondió él.

7

Saul está sentado a la mesa del comedor, comiendo el estofado de cordero servido en un cuenco para sopa. Su madre está de pie cerca de él, mirándolo comer.

Cuando él llegó todavía era de día, pero ya ha oscurecido. Por las ventanas del comedor, a la luz de las farolas y de los faros de los coches que pasan, puede ver cómo la nieve cae, se arremolina y se amontona.

—Está cayendo una buena —dice su madre, que es lo mismo que iba a decir él.

—Parece que va a nevar toda la noche —dice Saul, para variar.

—¿Tú crees?

—Yo creo que sí.

La tele, que ya estaba encendida en la sala de estar a su llegada, sigue encendida. Él sabe que si no hubiera venido, su madre estaría allí sentada viéndola.

El estofado de cordero es terrible. No se imagina por qué es tan terrible, si es por culpa de su falta de sabor o por algún sabor sutil que tiene. Pero está claro que tiene algo terriblemente fuera de lugar.

Ella deja de mirar por la ventana para mirarlo comer.

—¿Cómo está?

—¿El estofado? Maravilloso.

—Hay bastante más.

Hubo un tiempo, piensa Saul, en que su madre era una cocinera magnífica, un ama de casa impecable y una mujer que se enorgullecía considerablemente de su aspecto.

Ya no es ninguna de esas cosas.

Mientras come el estofado de cordero, Saul se pregunta si ella será consciente o no de su declive.

Hay señales de abandono por todas partes. No hace falta buscarlas para verlas. Al contrario, hay que esforzarse para no verlas.

Los cubiertos y el cuenco de Saul tienen restos de comidas anteriores.

El trapo de cocina que su madre no para de manosear como si fuera un rosario está sucísimo. La caldera no para de encenderse y, cada vez que se enciende, el aire que sale de los respiraderos hace rodar bolas de pelusa por el suelo. Pequeñas criaturas de pelusa que corretean como ratones.

La Casa de Karoo, piensa Saul para sí mismo.

Apura el agua de su vaso sucio y su madre, ansiosa por tener algo que hacer, prácticamente se lo arrebata de las manos y se va a la cocina a llenárselo otra vez.

Aunque él tiene suficientes problemas sin resolver como para durarle varias vidas, ahora echa un vistazo calculador a los pies de su madre mientras ésta se marcha, y se pregunta otra vez cómo es posible que esa viejecita diminuta pueda hacer semejante estruendo cuando anda. Y con pantuflas.

Lo más parecido que puede encontrar a una explicación es que su madre baja bruscamente los pies en la última fracción de segundo antes de tocar el suelo, igual que un bateador de béisbol gira bruscamente la muñeca para conseguir una carrera de cuatro puntos. Algo imposible de ver a simple vista.

Ella está junto al fregadero, vaso en mano, y deja correr el agua, palpándola con los dedos.

Saul la mira de reojo.

Se queda mirando el albornoz sucio que lleva. Comprado en alguna tienda para turistas de Santa Fe durante un viaje que ella y su padre hicieron hace más de una década. Con dibujos indios geométricos. En algún momento los dibujos y los colores se pudieron distinguir. Ahora son un borrón indistinto. En algún momento el albornoz fue de su talla. Ahora le viene enorme.

Su pelo teñido de negro no forma ningún peinado discernible, sino que es una colección de varios peinados distintos sobre la misma cabeza. Algunas partes parecen afro. Otras parecen una boina negra.

Y ella sigue en sus trece, dejando correr el agua. Lo más seguro es que se haya olvidado de qué ha ido a hacer allí. Está simplemente hipnotizada por el ruido del agua que corre. Pensando en sus cosas, que él jamás sabrá cuáles son.

A su alrededor se oyen los sonidos de la casa. Se enciende la caldera, primero el susurro de la llama y luego el runrún del ventilador. Entra la nevera. Se enciende la bomba del sumidero del sótano. La tele murmura en la sala de estar y el agua de la cocina corre.

Y luego, de pronto, su madre vuelve en sí. Se estremece un poco, como si se despertara de una ensoñación, y se acuerda de lo que había ido a hacer al fregadero.

Llena de agua el vaso, cierra el grifo y regresa con su hijo.

Tal vez sea el gesto, su forma de llevar el vaso de agua por delante y ofrecérselo a Saul mucho antes de que él esté en posición de cogerlo, lo que le trae el recuerdo.

El recuerdo del dedo que ella le ofreció con la astilla dentro.

Cómo ella lo miró entonces.

Y cómo reaccionó él.

Todo le viene a la cabeza.

—Gracias —le dice él, y le coge el vaso de agua de la mano—. Gracias, mamá.

Pronuncia la palabra «mamá» con cautela, en voz baja, como catando las aguas del significado que tenía aquella palabra, si es que tenía alguno, para él.

Una maniobra inesperada: después de haber estado de pie mientras él comía, ahora ella se sienta a la mesa, a su lado. Es como si se hubiera olvidado de sí misma, como si se hubiera sentado por equivocación, pero después de sentarse da la impresión de que tiene que quedarse así durante un lapso mínimo obligatorio de tiempo.

Él come su estofado de cordero y se pregunta si ella lo estará mirando. Desde su llegada, la vez que se han aguantado las miradas durante más rato ha sido cuando estaban los dos fuera bajo la nieve y no podían reconocerse.

Él ayuda a tragar el estofado con el agua que ella le acaba de traer y siente al mismo tiempo la tentación de mirarla y el terror de hacerlo.

Su proximidad lo paraliza.

Junto con la proximidad de su cuerpo, él detecta el olor de su carne vieja y sin lavar, pero no es asco lo que siente al tenerla tan cerca: es terror.

Pero ¿qué lo causa?

Saul no lo sabe. ¿Quién sabe lo que vería en los ojos envueltos en arrugas de su madre si se atreviera a echarles un vistazo como Dios manda?

La tentación de mirar persiste, como un dolor físico al que la proximidad del cuerpo de ella confiere existencia. Por fin él vence la tentación, que no el terror, y no mira.

Se termina el estofado de cordero.

—¿Quieres más?

—No, no, gracias —dice él, inflando las mejillas y dándose palmaditas en el vientre—. Estoy lleno. Estaba buenísimo.

Ella le coge el cuenco de la sopa, los cubiertos y el vaso vacío y se lo lleva todo al fregadero para lavarlo.

8

Saul sigue sentado en la silla. Su madre, que ya ha acabado de fregar los platos, está junto a la encimera de la cocina, con las manos apoyadas en ella y tamborileando suavemente con los dedos.

Conversan, mirándose de vez en cuando a los ojos, porque la distancia que hay entre ellos los mantiene a salvo del alcance de la mirada del otro.

La conversación, iniciada por su madre, versa sobre dientes. Los dientes de ella. Los de él. Y los de su padre.

—No me acostumbro a la dentadura postiza. Me la he cambiado varias veces. La que tengo ahora me la han ajustado expertos, pero sigue sin ser cómoda.

Él tiene miedo de que su madre se la saque para enseñársela, pero no lo hace.

—Hay gente que tiene suerte —continúa ella—. Tu padre, por ejemplo. La primera que tuvo ya le fue bien. Y se acabó el problema. La mitad del tiempo ni se acordaba de que la llevaba puesta. Yo tenía que recordarle que se la quitara por la noche, porque se acostaba con ella puesta. Y conozco otros muchos casos iguales. Pero mírame a mí.

Ella niega con la cabeza, desafiantemente orgullosa de su problema, como si, en su opinión, la gente como es debido nunca se acostumbrara a las dentaduras postizas.

—Es que no las encuentro cómodas. De siempre. Y no me acostumbraré. Es como llevar herraduras en la boca. Es la sensación que me da.

Los dos sonríen.

—¿A ti qué te ha pasado? —le pregunta ella.

Él se queda descolocado por la pregunta.

—En los dientes —dice ella, pasándose el dedo por los suyos para aludir a los que él tiene rotos.

—Ah —dice él, entendiendo—. Eso. Me los rompí comiendo una cosa. —Se encoge de hombros, como para minimizar la importancia del suceso.

Su madre no parece saber nada del choque fatal de los coches. No parece que se haya enterado de la historia de la que él está huyendo, y tampoco va a ser él quien se la cuente.

—Ahora hacen fundas de porcelana —le dice ella—. He oído que es muy sencillo y rápido y que no duele. Tendrías que ponerte fundas.

—Lo haré.

—Hay que cuidarse los dientes mientras los tienes.

—Lo sé. Voy a hacerlo.

En el silencio que sigue, él nota que una tensión de alerta se adueña de todo el cuerpecillo de su madre. Está oyendo algo. Una señal. Una llamada. Y como si respondiera a ella, su madre empieza a inclinarse hacia delante, a adoptar la posición de irse.

Él comprende rápidamente la naturaleza de esa llamada.

En la tele de la sala de estar suena la sintonía de una serie de televisión que ella quiere ver. Lo más seguro es que lleve horas esperando para verla.

—Me voy a la cama. Estoy cansado —dice él, y echa a andar hacia la puerta que lleva al sótano. Su madre pone rumbo a la sala de estar y al televisor. Se cruzan por el camino.

—Buenas noches, mamá.

—Que duermas bien.

Saul se fija en la mirada de su madre cuando ella le pasa al lado. El programa de la tele la está atrayendo, como si fuera un amante irresistible, y sus viejos ojos parecen relucir con más intensidad a medida que se avecina la cita.

9

Se dio una ducha en el sótano, usando la misma pastilla de jabón con forma de tabla de surf que ya estaba allí durante su visita anterior…, hacía casi tres años. El jabón estaba duro como un guijarro de río y tuvo que aplicarse a fondo para conseguir que hiciera espuma.

En la ducha no se le ocurrió ninguna idea brillante, más que la noción imprecisa de que ya debería haber avanzado más.

¿Avanzado más en qué?

¿En la vida? ¿En el trato con su madre? ¿En algo? ¿En todo?

En todo lo anterior.

Avanzado más en general.

Plantado en aquel sótano inacabado, completamente desnudo, se secó con la toalla que le había dado su madre.

Contempló las diversas piezas del mobiliario y los electrodomésticos que antes habían estado arriba y que con los años habían sido bajados allí.

Ahora estaban aquí la vieja nevera de arriba y la vieja cocina de gas. También la vieja mesa del comedor de arriba con sus sillas. Y también la vieja alfombra de la sala de estar de arriba.

Como un gobierno en el exilio, pensó él, mientras caminaba descalzo hacia el estudio, con los zapatos y los calcetines en una mano y la ropa en la otra.

En el estudio había una vieja estantería para libros (hecha de pino nudoso, igual que los paneles de las paredes) que albergaba unos treinta volúmenes vetustos de tapa dura. Sinclair Lewis. Upton Sinclair. Booth Tarkington. Carl Sandburg. Y otros. Los Grandes Libros Mundiales del Interior Americano, había llamado su padre a aquella colección en un momento poco común de humor.

Saul se planteó leer un poco en la cama, pero no se le ocurrió qué, de manera que apagó la luz y avanzó a tientas en la oscuridad hacia la cama.

No, el fantasma de su padre no rondaba por la oscuridad del estudio. Lo que rondaba el estudio, y la casa entera, de hecho, era la ausencia de fantasmas.

La cama extragrande con su colchón demasiado blando había sido antaño la cama del dormitorio de sus padres de arriba. Se metió bajo las mantas solamente para descubrir que se había dejado la maleta encima de la cama. Decidió dejarla allí, como si fuera la presencia de otro cuerpo junto al suyo.

Debido a la distribución del sótano, la sala de estar donde su madre estaba viendo la tele le quedaba justo encima. Podía oír las risas enlatadas de la serie que estaba viendo.

En la oscuridad del estudio, el ruido de aquellas risas enlatadas adquirió un tono como de deidad, de coro de deidades, que respondían de forma altiva pero estruendosa a sus pensamientos silenciosos.

Sus pensamientos versaban sobre historias. Historias en plural. E historias en singular. Historias en general. Historias concretas.

La historia de Leila, de Billy y de él mismo.

(Risas, risas, risas, las risas enlatadas sonaban por encima de él).

La vida entera de Leila estaba allí. En aquella revista que tenía en la maleta, a su lado.

El autor galardonado con un Pulitzer no solamente había entrevistado a la madre de Leila, sino también a sus viejas amistades, a sus parientes de Charleston y a sus amigos de Venice. Saul, que la conocía a ella, no conocía a ninguna de aquellas personas. Aquel periodista, que no conocía a Leila y no la había visto en su vida, sabía más de ella que él.

Lo mismo parecía aplicarse a Billy. El autor había ido a Harvard y había hablado con los amigos de Billy (Saul no conocía a ninguno de ellos), y el perfil resultante era más coherente y detallado que el Billy al que Saul había conocido.

Y aunque el autor no conocía a Saul, el personaje de Saul que surgía de su historia, sustentado en opiniones y en citas procedentes de numerosas fuentes, resultaba mucho más satisfactorio y tenía mucho más sentido que el personaje al que él conocía.

(Risas, risas, risas).

La historia de los tres (que estaba allí mismo, en la revista, dentro de la maleta que tenía al lado) era un prodigio de simplicidad y de elegancia, y hasta conseguía parecer inevitable, igual que todas las buenas tragedias.

Una chica de catorce años da a su bebé en adopción. Casi veinte años más tarde, el padre que adoptó a su criatura, ahora separado de su mujer, la conoce en Venice. El hombre es un revisor casi legendario de guiones y películas problemáticos. Ha ido a Hollywood para trabajar en una película dirigida por Arthur Houseman, que, por problemas de salud, no ha podido terminar él mismo. Después de años luchando para convertirse en actriz, ahora Leila es la estrella de la película que Saul ha venido a terminar. Él se enamora de ella. Poco después, le presenta a su hijo adoptivo, Billy, que es alumno de primer año en Harvard. Ni la mujer ni el chico, ni el mismo Saul, saben que son madre e hijo. Leila y Billy se enamoran. Tienen una aventura que le ocultan a Saul. De camino al preestreno de su película en Pittsburgh…

(Risas, risas, risas).

Lo que a Saul le encantaba de aquella historia de su historia, tal como la había escrito el periodista galardonado con el Pulitzer, era la ausencia de cualquier problema sin resolver, ni en el argumento ni en ninguno de los personajes principales que la historia retrataba. Todo el artículo estaba impregnado de un sentido casi arquitectónico de la proporción, todo elemento equilibraba a otro y no quedaba ni un solo cabo suelto.

La historia no flaqueaba en ningún momento. Tenía un planteamiento, un nudo y un desenlace trágico pero satisfactorio. Al llegar a la conclusión, uno tenía la sensación de que la historia había terminado.

Estaba tan bien escrita y tan bien construida que Saul le encontraba mucho más sentido que la historia que él había vivido.

La historia pública dejaba en ridículo, por comparación, a la experiencia privada que él había tenido de ella. Le hacía preguntarse si tal vez no debería adoptarla como la versión autorizada de los hechos y de las personas en cuestión.

Había huido de Nueva York precisamente por lo fuerte que era la tentación de hacerlo, pero ahora se preguntaba (en la oscuridad del estudio) si aquella huida de la tentación no sería una simple postergación de lo inevitable.

La idea de reconocerse y de ser reconocido como la persona del artículo de la revista parecía la respuesta al problema de cómo vivir su vida. Saul estaba seguro de que hasta su propia madre, si leyera el artículo de la revista que él guardaba en la maleta, tendría una idea mucho más precisa de quién era él que él mismo.

Con un mínimo de práctica, Saul podía convertirse íntimamente, a sus propios ojos, en la persona que ahora el público identificaba con él. Las contradicciones de su existencia se esfumarían junto con el dolor de la intimidad.

(Risas, risas, risas).

En la sala de estar que tenía justo encima, la sitcom que su madre estaba viendo dio paso con naturalidad a otra distinta.

Si pudiera encontrar a un periodista galardonado con el Pulitzer que hiciera un perfil de su madre, podría descubrir tal vez quién era aquella mujer que lo había parido hacía tantos años. Se moría de ganas de leer aquel perfil.

Oh, madre, pensó.

Oh, madre mía.

(Risas, risas, risas).

Ni siquiera tenía ni idea, mientras empezaba a quedarse dormido, de qué quería decir con aquella invocación tan florida a su madre.

¿Estaba la invocación destinada a transmitir lástima por ella, o era alguna clase de súplica, una petición de ayuda de alguna clase, hecha por un hijo que tenía miedo de experimentar alguna clase de muerte?

(Risas, risas, risas).

10

A la mañana siguiente se despertó temprano, todavía no eran ni las siete, y ya se disponía a salir de la cama cuando oyó el tronar de los pasos de su madre por encima de su cabeza.

Cualquier pequeña alegría que le pudiera haber producido el hecho de levantarse temprano por una vez en la vida quedó pisoteada por el ruido de los pasos de su madre. A juzgar por el ritmo de aquellos pisotones, ella ya llevaba bastante rato levantada.

De manera que se quedó en la cama, lamentándose de la desaparición de todas las buenas obras que había tenido en mente al despertarse. Había tenido intención de subir sin hacer ruido a la cocina y preparar café. De tomarse un par de tazas solo y luego, cuando su madre saliera dando tumbos del dormitorio, decirle: «Buenos días, madre. Hay café hecho».

La idea de subir las escaleras ahora y de que fuera ella quien dijera: «Buenos días, Saul. Hay café hecho», era demasiado para él.

Así que se quedó en la cama. Intentó volver a dormirse pero no pudo. Su madre empezó a recibir llamadas telefónicas. (¡A aquella hora!, pensó él).

Había un supletorio en el estudio, cerca de su cama, cerca de su cabecera, de forma que cada vez que alguien llamaba a su madre, los timbrazos retumbaban en el estudio entero. A eso se le sumaba el galope de los pies de su madre cada vez que corría (o eso se imaginaba él) a coger el teléfono.

La siguiente vez que sonó el teléfono estuvo a punto de ponerse a gritar. Se levantó de la cama de un salto.

Su madre estaba al teléfono cuando él se escabulló por la puerta de atrás. Debía de estar charlando con alguna viejecita amiga suya, porque le estaba hablando a grito pelado.

—Soy un vejestorio duro de pelar —gritaba y reía ella cuando él cerró la puerta tras de sí.

11

Todavía era por la mañana, no precisamente al alba, está claro, pero todavía faltaba bastante para el mediodía, y Saul Karoo estaba delante de la casa de su madre, quitando nieve con una vieja pala para la nieve que había encontrado en el garaje.

Ya no hacía tanto frío. El sol brillaba con fuerza sobre la nieve caída la noche anterior, y bajo el calor y el resplandor que se reflejaban en ella, Saul, sudando y con los ojos entornados, se dedicaba a quitar nieve como un poseso.

Era una nieve húmeda y pesada, como suele serlo a finales de marzo, una de esas nevadas que tanto agradecen los agrónomos porque pueden traducirlas a metros cúbicos de agua.

Era una nieve que costaba de quitar con pala, pero lo que Saul buscaba era precisamente tareas que costaran. Estaba desesperado por desconectar mentalmente, y la única forma que se le ocurría era poner todo el hincapié en su cuerpo.

Atacaba la nieve del jardín de su madre con una furia casi vengativa, pero sin organización alguna. Quitaba la nieve de una parte. Luego se daba media vuelta y la quitaba de otra parte. A veces parecía que estuviera intentando matar algo con la pala. Otras, que estuviera cavando en busca de unas llaves de coche que se le hubieran perdido en la nieve.

Brincando de un sitio a otro, a veces con pinta de estar enzarzado en un combate a puño limpio consigo mismo, no quitaba exactamente la nieve, sino que más bien se dedicaba a dejar numerosos cráteres en ella.

Tenía las manos tan juntas sobre el mango de madera de la pala, que su forma de cogerla habría sido más adecuada para matar a golpes a una serpiente con un palo largo que para quitar nieve. Pero no parecía ni que se diera cuenta ni que le importara. Simplemente no quería pensar en nada. Ni en su vida, ni en la vida de su madre, ni en el artículo que tenía en el estudio. En nada.

Aquel asombroso despliegue por parte de un hombre que carecía por completo de agilidad y de destreza física pero que, aun así, blandía furiosamente una pala para la nieve ofrecía un vislumbre muy iluminador de esa paradoja que es la vida moderna. Aquí estaba él, aquel hombre moderno, aquel tal Saul Karoo, intentando huir de su mente tremendamente desarrollada y perderse en un cuerpo que llevaba décadas siendo una causa perdida.

Su anciana madre, mirándolo a través del ventanal de la sala de estar, estaba perpleja, por no decir algo más, ante la imagen de su hijo sumido en pleno arranque de quitar nieve frenéticamente.

Como era una anciana, con los años se había vuelto bastante experta en evitar los problemas lumbares. Observando la forma en que quitaba nieve su hijo, todo espalda y sin usar las piernas, se temía que le fuera a coger en cualquier momento un espasmo lumbar. Imaginó discos lumbares aplastados. Fisuras en las vértebras. Imaginó a su hijo herniado. Lisiado.

De manera que golpeó el enorme ventanal para llamarle la atención. Cuando por fin él levantó la vista hacia ella, su madre imitó el gesto de quitar nieve con los brazos y dobló las piernas.

Ella siguió haciendo lo mismo durante unos veinte segundos mientras él se la quedaba mirando, pasmado.

Él no tenía ni idea de qué demonios estaba haciendo ella, de qué quería decir con todo aquello de agitar los brazos y doblar las rodillas. Parecía que estuviera haciendo un bailecito para deleite de su hijo.

Como no sabía de qué otra manera responder, Saul le sonrió y asintió con la cabeza para transmitir su aprobación, como si elogiara el recital de danza de una niña de cinco años.

Sin embargo, cambió de trayectoria. A fin de salir del campo visual de su madre, empezó a moverse hacia atrás, quitando la nieve del costado de la casa y dirigiéndose al jardín trasero.

La combinación del esfuerzo físico con la subida de la temperatura empezó a pasarle factura a su cuerpo. Tenía los sobacos y la entrepierna húmedos. Le chorreaba el sudor por la cara y tenía la cabeza más recalentada que una col de gran tamaño dentro de una olla a presión.

Siguió dándole a la pala, sintiendo los brazos cada vez más débiles y pesados. En cada palada que daba, había menos nieve en la pala.

No quería pensar, pero a medida que empezaba a fallarle la mecánica del cuerpo, su mente recogía el impulso y empezaba a tirarle paladas enteras de pensamiento.

¿Quién era aquella mujer?, se preguntó.

¿Quién demonios era aquella mujer a la que consideraba su madre?

No se trataba de una simple pregunta retórica, sino de una interrogación real.

Dio un par más de paladas a la nieve y luego, sudando, con los ojos entornados y jadeando, se detuvo por fin en un punto del jardín trasero que equidistaba aproximadamente de la casa y del garaje.

¿Quiénes eran todas aquellas personas que la estaban llamando por teléfono aquella mañana?

¿Qué había querido decir ella con lo de «soy un vejestorio duro de pelar», y a quién se lo había dicho?

Y aquella extraña y animada risa que había acompañado su declaración, ¿de dónde salía y qué significaba?

Ahora que lo pensaba, aunque no quería pensar para nada, pero ahora que lo pensaba, jamás en la vida había oído a su madre reírse de aquella forma.

¿Acaso ella siempre había tenido aquella risa y de alguna manera él se las había apañado para no oírla hasta ahora, o su madre la había desarrollado en los últimos años?

Se quedó un rato apoyado en el mango de la pala de quitar nieve, completamente agotado.

Su sombra de después de mediodía se fue alargando lentamente sobre la nieve sin quitar, mientras él se dedicaba a pensar en su madre.

Cuanto más pensaba en ella, aunque no quería pensar en ella para nada, pero cuanto más pensaba en ella, menos creía conocerla. Sería incapaz de escribir la historia de su madre ni aunque alguien le apuntara a la cabeza con una pistola. Conocía desde hacía más tiempo a aquella mujer que a ningún otro ser humano, pero no tenía ni idea de cuál era su historia.

Lo único que podía decir de ella con cierta precisión era que era vieja y que seguía viva.

Se preguntó si ella podría decir más cosas de él. Algo más que la simple realidad de que él también era viejo y seguía vivo.

Perdido en la contemplación de aquellas vidas y de aquellas líneas argumentales, y en el hecho de que ambas cosas no tuvieran nada que ver entre sí, Saul se quedó plantado entre la nieve hasta que su madre apareció en la puerta de atrás y lo llamó para que fuera a almorzar.

12

Saul está sentado en donde cenó, en la misma silla en donde se sentó la noche anterior. Y está a punto de volver a comer lo mismo, aunque esta vez para almorzar, porque en el fogón se encuentra la misma olla de aluminio llena de estofado de cordero, recalentándose una vez más.

—Te lo puedes acabar si quieres —le dice su madre, dándole la espalda mientras remueve lentamente el estofado con una cuchara de madera.

»Una cosa que tiene el estofado de cordero —le explica ella—, y el estofado en general, es que cuantas más veces lo recalientas, mejor sabe. Pero hay que asegurarse de que lo recalientas a fuego lento. Cuanto más lento, mejor. De esa manera se calienta como es debido, sin quemar la olla y sin estropear el sabor.

»A veces le añado un poco de agua —dice ella—, dependiendo de cómo de espesa esté la salsa. —Se inclina sobre la olla y la olisquea—. Hum, huele bien.

Saul no tiene hambre, pero aunque estuviera famélico preferiría comer piedras que pasar por el mal trago de meterse en la tripa ese estofado de cordero.

Su madre deambula por la casa. Va y viene. Remueve el estofado con la cuchara y se marcha. Va a la sala de estar. Mira por la ventana a ver si viene el cartero. A continuación vuelve, aporreando el suelo con los pies, y pasa otra vez a su lado para volver a la cocina y comprobar de nuevo el estofado. Luego va hasta el dormitorio, que está en la otra punta de la casa. Él no sabe qué va a hacer allí. Tal vez mirar por la ventana, a ver si los camiones de la basura se acercan por el callejón para recogerle la basura.

La casa tiene forma alargada, con las diversas habitaciones y armarios flanqueando un largo pasillo. Cuando él ve regresar a su madre, de lejos y recortándose sobre la luz de fondo que entra por la ventana de su dormitorio, la ve completamente libre de arrugas. Como si fuera una adolescente anoréxica con un peinado raro. Y luego, a medida que ella se le acerca, el tiempo, como si fuera una serie de tomas a intervalos fijos, la convierte en un vejestorio arrugado.

Por fin una historia, piensa Saul, y deja de mirarla.

—Ya casi está listo —anuncia su madre.

»El estofado —dice ella— siempre se tiene que servir muy caliente.

Se enciende el calentador. Sale el aire de entre las lamas de los respiraderos. Por el suelo de linóleo ruedan bolas de pelusa, que ella no ve pero él sí.

Como hierbas rodadoras por un pueblo fantasma, piensa él.

La Casa de Karoo, piensa.

¿Quién vivirá aquí cuando ella muera?, se pregunta.

Oh, madre. Las palabras no dichas hablan por propia iniciativa en su mente.

Saul no siente nostalgia alguna por esta casa en la que ahora ruedan bolas de pelusa por el suelo. Tampoco puede sentir ningún afecto filial genuino por esa mujer del albornoz descolorido, su madre. Y, sin embargo, el estribillo «Oh, madre» no para de sonarle en la mente.

Él es viejo, ella es vieja, y sin embargo hay algo en ese «Oh, madre» de su mente que parece eterno y siempre joven.

Él la ha seguido con la mirada mientras ella iba y venía por la casa y la sigue mirando ahora que ella vuelve a remover el estofado.

Se lleva a los labios la cuchara de madera y sorbe ruidosamente un poco de salsa de estofado a través de la dentadura postiza.

—Creo que está listo —anuncia.

Abre un cajón y saca ruidosamente un cazo de servir. Mira el cuenco del cazo, lo sopla para quitarle algo y se pone a servirle el estofado en su plato.

Luego, cogiendo con ambas manos el plato humeante de estofado, echa a andar hacia él. Diminuta como un gnomo y con unos pies como mazos.

Cuando ella cruza una línea imaginaria y pasa a tener los ojos demasiado cerca de él como para que resulte cómodo, él aparta la vista.

La manga holgada de su albornoz de Santa Fe roza el hombro de Saul mientras ella le pone delante, sobre la mesa, el estofado de cordero.

El olor de la carne vieja y sin lavar de ella se mezcla con el aroma del estofado que sube gritándole a las narices.

El estómago le da un vuelco y se le contrae.

—¿Quieres un poco de sal y pimienta? —le pregunta ella.

Lo que a él le gustaría es que llegara una bomba de achique para sacarle del plato el estofado de cordero, pero aun así acepta el ofrecimiento.

Ella se aleja dando tumbos y regresa dando tumbos, trayendo un salero y un pimentero metálicos idénticos, uno en cada mano. Parecen piezas de ajedrez. Torres.

—Ten —le dice ella, y los coloca sobre la mesa.

Y luego vuelve a alejarse dando tumbos. No mucho. Pero lo bastante como para no atosigarlo.

Ella parece saber que la proximidad de su cuerpo lo molesta.

Ella parece saber a qué lado de la línea imaginaria debe estar.

Sudando como un estibador, él coge el salero y el pimentero y rocía su estofado con ambos. Resulta que tanto uno como otro contienen sal. Pero no dice nada. ¿Qué puede decir? El estofado no podría ser menos comestible ni aunque lo rociara con colillas de puro machacadas.

Su madre se queda allí plantada, decidida a ver cómo se lo come.

Él puede verla por el rabillo del ojo izquierdo. Ve que se toquetea los dedos de una mano con los dedos de la otra. Ve, o cree ver, cómo la piel de alrededor de las comisuras de su boca experimenta pequeños espasmos. Como si estuviera tragando fragmentos diminutos de frases.

Su madre está al otro lado de la línea imaginaria, pero casi es como si la tuviera sentada en el regazo.

Él come un poco de estofado de cordero, incapaz de distinguir el sabor y la textura de las verduras y las patatas demasiado hechas del sabor y la textura de la carne demasiado hecha.

Desearía que ella no lo mirara comer.

Desearía que ella tuviera que ir al baño.

Desearía que alguien la llamara por teléfono ahora.

Se pregunta por qué ha recibido tantas llamadas a primera hora de la mañana y ahora ninguna.

Tal vez, piensa, sea una costumbre de viejos. Llamarse en cadena a primera hora de la mañana para comprobar que todos siguen vivos.

La expresión «siguen vivos» tiene algo que le hace divagar.

No quiere pensar, pero está pensando y no está seguro de si lo que piensa lo está alejando del asunto que tiene entre manos o bien lo está acercando a él.

Tampoco sabe cuál es el asunto que tiene entre manos.

Hay algo que sigue vivo.

Oh, madre, piensa, pero su mente es un embrollo de madres. Es como esa gente que tiene agua en el cerebro, pero en vez de tener agua él tiene madres.

No solamente la suya, sino madres en general.

Madres de todas clases. Madres biológicas. Madres de adopción. Madres de catorce años. Madres viejas. Madres, como la suya, que ya nunca volverán a ser madres. Madres, como Dianah, que ya no son madres. Madres que abortan de forma espontánea la vida que tienen en su útero y madres con úteros estériles. Madres de hijos que nacen muertos y madres de hijos que no nacen.

Y de pronto él, Saul Karoo, sudando frente a su plato humeante de estofado de cordero, se siente abrumado por la solidaridad y por algo parecido al amor hacia todas ellas. Hacia todas esas madres.

Porque él también…

Se echa a llorar, apartando la cara de la mirada de su madre para que ella no lo vea…

Porque él también…

Se echa a llorar y a sollozar, metiéndose cucharadas llenas de estofado de cordero en la boca para que su madre no vea su desplome inesperado.

Él también, pese a no tener útero, él también ha conocido el ansia maternal de dar a luz a algo vivo y nuevo.

Ha conocido, dentro de las limitaciones propias de su sexo, esa sensación de plenitud y expectación.

Pero jamás el placer del parto.

Toda su vida ha sido gestación sin parto.

Oh, madres, balbucea ahora para sí mismo, apiadaos de mí. Madres, que dais la vida en este mundo, tened piedad de mí, por favor. Yo también quiero dar la vida. Por mucho que tenga el alma mancillada y que sea viejo y no tenga útero, sigue habiendo algo dentro de mí que no ha nacido y que clama por nacer.

¡Sigue vivo!

Este hecho aparentemente obvio, el hecho de que sigue vivo, y de que su madre también sigue viva, le parece ahora un milagro.

Y antes de que pueda pararse a pensar, antes de que pueda planear siquiera su siguiente maniobra, ya se está moviendo.

Empieza a deslizarse fuera de la silla, agitando los brazos en todas direcciones hasta aterrizar de rodillas en el suelo de linóleo. Y allí, encogiendo el cuerpo hasta componer una figura de suplicante lastimero, se vuelve hacia su madre.

Arrodillado ante ella, con las manos juntas como si estuviera rezando, empieza a hablar.

—Madre —dice, mirándola a los ojos—. Perdóname, por favor.

Como no se esperaba el extravagante despliegue de emoción de su hijo, ella ha dado instintivamente un paso hacia delante cuando ha visto que se caía de la silla, preguntándose qué demonios estaría sucediendo, pensando que tal vez estuviera teniendo un ataque al corazón como su padre y preguntándose si acaso sería culpa de su estofado de cordero.

Ahora que ve que él está bien, que está vivo y sano, pero arrodillado delante de ella, mirándola fijamente a los ojos y suplicándole que lo perdone, se queda completamente horrorizada.

Habría sabido cómo reaccionar a la muerte repentina de su hijo, pero no sabe cómo reaccionar a esto.

Un hijo muerto sigue siendo un hijo, y ella habría sabido qué hacer, pero este hombre que ahora está de rodillas delante de ella no parece para nada un hijo suyo.

¿Quién es y qué está haciendo?

Tras dar un paso adelante cuando él se ha caído de la silla, ahora su madre da un paso atrás. El horror que siente únicamente crece cuando él, arrastrándose de rodillas por el suelo de linóleo, se acerca a ella como si fuera un lisiado sin piernas.

—Saul —dice ella—, ¿qué haces? Levanta. Levanta.

Pero él sigue arrastrándose hacia ella.

Ella ya ha retrocedido todo lo que podía. Él la ha arrinconado contra una pared. Ahora está plantada allí, temblando, sintiéndose atrapada, y la distancia entre ambos se va estrechando a medida que él se le acerca de rodillas.

—Oh, madre —sigue exclamando él, una y otra vez.

Por vieja que sea, y pese a carecer de experiencia en esta clase de escenas con su hijo, su madre empieza a entender qué está pasando.

Algo real se está arrastrando hacia ella.

El primer momento real con su hijo viene de frente hacia ella.

Él la está mirando desde abajo. Su hijo. Su hijo varón. Ese viejo, suplicándole.

Y ella le devuelve la súplica, como una viejecita indefensa delante de su atracador. Le suplica que abandone su asalto. No tengamos nada real ahora, por favor, le suplica ella con la mirada. Soy vieja. Soy viuda. No me queda mucha vida. Por favor, ahórrame esto.

Saul le ve la mirada y comprende su significado, pero no puede controlarse. El ímpetu del momento lo empuja contra ella.

Es posible que, de rodillas, parezca un bufón lastimero y exaltado, pero en lo que él ve no hay sensiblería alguna. Él ve a su madre con una claridad brutal.

La dentadura postiza muerta de su boca. El tinte negro barato y sin brillo. La textura como de permanente quemada, como pelo púbico, que tienen algunas partes de su cabellera. Las arrugas de aspecto anal que le rodean los ojos. Y los ojos en sí, pequeños, manchados y llenos de cataratas.

Podría ser cualquier anciana.

Podría ser la madre de cualquiera.

Y es precisamente eso lo que lo mueve a seguir adelante. El hecho de que ella podría ser la madre de cualquiera, hasta la de él mismo.

—Oh, madre —dice.

Y cogiéndole la mano reticente, tan pequeña y fría y vieja, se la besa y le dice:

—Madre, perdóname, por favor.

A él no se le escapa que la mano que acaba de besar es la misma mano con el mismo índice donde una vez hubo clavada una astilla, y a ella tampoco.

Ella recuerda el incidente de la astilla. La repugnancia que a él le causó su dolor.

La reacción de él le dolió. Pero esto de ahora le duele todavía más. El hecho de empezar a amar otra vez de repente. Lo que más le cuesta de aceptar es el hecho de ser amada. Es demasiado para una anciana. Es casi despiadado.

Él ve el horror en sus ojos y el deseo de que este momento pase. Ella quiere a su antiguo hijo de vuelta, no a éste lleno de amor que ahora está de rodillas mirándola a los ojos y cogiéndole la mano.

Él también sabe que el perdón que busca es demasiado universal para pedírselo a una sola ancianita en albornoz descolorido.

Pero aunque no todo va tal como él habría deseado, tampoco todo está perdido.

Entre ambos engendran una vida minúscula y temblorosa.

Y también algo más.

Él la mira a los ojos y capta el momento.

Únicamente se le concede el más breve de los destellos, pero es suficiente.

En ese único vislumbre a través de los ojos desprevenidos de ella, él ve que los recuerdos y los momentos reunidos de un único día de la vida de su madre, o de la vida de cualquiera, si se exploraran del todo, sobrepasarían en volumen a las obras completas de cualquier autor de la Historia. Que harían falta secciones enteras de bibliotecas enteras, si no bibliotecas enteras, para albergar un solo día de la vida de cualquiera, y aun así no se le podría hacer justicia a esa vida.

Y, sin embargo, piensa él, en esa revista que tiene guardada en la maleta del sótano, entre sus camisetas, sus calzoncillos y sus calcetines, se encuentra la historia de Leila. Y la de Billy. Y también la suya propia.

Da la impresión de que la vida no solamente no carece de sentido, sino al contrario, que tiene tanto que hay que ir asesinando constantemente ese sentido para obtener algo de cohesión y de comprensión.

En aras de que exista argumento.

Y luego el ojo de cerradura que daba al universo privado de su madre desaparece, o bien ella decide cerrar su obertura.

Los ojos de su madre, a través de los cuales él ha visto lo que ha visto, vuelven a ser los ojos que él conoce y a proteger desafiantemente lo incognoscible que hay al otro lado.

Saul sigue cogiéndole la mano y ella todavía quiere que se la suelte. Él se la suelta.

La forma que tiene ella de reaccionar a lo que acaba de suceder entre ambos es la siguiente. No finge que no ha pasado nada. Simplemente no puede hablar de ello ahora. De manera que acepta incorporarlo a su vida, pero no ahora, y no delante de él. Estas cosas piden tiempo. Y aunque es probable que a ella no le quede mucho tiempo de vida, aun así estas cosas piden tiempo.

Pasa a su lado, cruza la cocina y se va al dormitorio, cerrando la puerta tras de sí.

Él se incorpora lentamente, sintiendo un pequeño hormigueo de dolor en la zona lumbar.