CAPÍTULO 4

Y ya no pudo hablar más de tanto que lloraba.

Inspirado, si no es una palabra demasiado fuerte, por aquella conversación pública que había tenido consigo mismo, Saul regresó al día siguiente para hacer un bis. Como era un animal de costumbres, lo convirtió en un hábito, y en los días siguientes se volvió un tarado totalmente enganchado a las cabinas telefónicas.

Una especie de ente callejero.

Seguía usando su apartamento para ducharse y pasar su insomnio por las noches, pero aparte de eso vivía en público.

Igual que en los viejos tiempos solía levantarse por las mañanas, ducharse e ir a su oficina en la calle Cincuenta y siete, ahora se levantaba, se duchaba y salía de su apartamento más o menos a la misma hora, pero para recorrer las calles de Manhattan y hacer llamadas imaginarias desde cabinas telefónicas.

Con la diferencia de que ahora ni pagaba ni marcaba el número. Se limitaba a coger el auricular y ponerse a hablar.

Bajaba deambulando por Broadway, seguía por la Octava Avenida hasta más allá de la Cuarenta y dos y llegaba a Penn Station, usando todas las cabinas que se encontraba por el camino.

A veces cogía un taxi al aeropuerto de La Guardia o al JFK y se pasaba buena parte del día en los distintos grupos de cabinas de dichos aeropuertos, hablando por teléfono y rodeado de viajeros que hacían lo mismo.

Sus conversaciones, si es que podían llamarse así, eran de todo tipo. Había conferencias de larga distancia. Algunas eran con gente viva y otras con muertos. Seguía llamándose a sí mismo de vez en cuando, y a continuación, en calidad de sí mismo, llamaba a otra gente.

Y siempre se aseguraba de que hubiera alguien cerca que no pudiera evitar oír lo que estaba diciendo.

Llamó a su padre muerto y trató de convencerle de que había intentado amarlo mientras vivía.

Llamó a su madre a Chicago y se disculpó profusamente por no haberla llamado antes.

—Lo estoy pasando fatal, mamá, de verdad. ¿Te has enterado? ¿Sabes lo que ha pasado? Ha muerto Billy. Mi Billy está muerto, mamá. Ya no soy padre y no lo volveré a ser nunca. Sufro, mamá. Sufro. Ya no sé qué hacer con mi vida. No, no, no te preocupes. Se me pasará. ¿Tú qué tal…?

Llamaba a Billy y a Leila por lo menos una vez al día, a veces hasta dos o tres.

—Billy, soy tu padre. Me estaba preguntando cómo te iba, hijo. No, no pasa nada. Solamente llamaba para ver…

»Leila, soy Saul. ¿Cuándo vuelves? Te echo de menos. Te echo tanto de menos que apenas puedo…

A veces lloraba. A veces contaba chistes. A veces les suplicaba tanto a Leila como a Billy que lo perdonaran.

—Por favor, te lo suplico…

»“Ninfa —exclamó una vez mientras llamaba a Leila—, en tus plegarias, jamás olvides mis pecados”.

Una y otra vez les insistía a ambos en sus llamadas que los había amado con todo su corazón.

Y aunque se derrumbaba y lloraba por teléfono, montando un espectáculo, aquellas declaraciones sensibleras de amor no acababan de resultarle satisfactorias, y eso lo obligaba a seguir llamando.

—Te quiero… Que sí, que es verdad, ¿por qué no me crees? —insistía, como si uno de ellos o incluso los dos estuvieran poniendo en duda sus afirmaciones.

Daba igual que llamara a Laurie Dohrn para pedirle perdón o bien a Arthur Houseman para disculparse por haberle destrozado la película («Me encantó tu película. La adoré. Era una obra maestra»), casi todas sus llamadas desde cabinas estaban diseñadas para inducirle dolor.

Les daba la bienvenida a la culpa y el dolor públicos y los abrazaba sin reservas.

Pero eran solamente la culpa y el dolor públicos los que abrazaba, y solamente los remordimientos en público los que funcionaban.

Su tormento público resultaba agradable en comparación con el tormento que le aguardaba por la noche en la intimidad de su apartamento.