CAPÍTULO 3

1

Sábado noche, mediados de diciembre.

Saul está plantado en la esquina de la Ochenta y tres con Broadway, justo al lado de la zapatería Harry’s, temblando. Hace una noche gélida, pero lo que le hace temblar no es tanto el aire frío como la ansiedad que le causa lo que está contemplando hacer. Un miedo semejante al pánico escénico le seca la boca.

Parece estar al mismo tiempo paralizado y fuera de control. Un hombre capaz de hacer cualquier cosa o de no hacer nada en absoluto.

Las vendas antes limpias de sus dedos ahora están sucias y deshilachadas y recuerdan esos guantes hechos a mano que suele llevar la sección lunática de los sin techo de Nueva York.

La muchedumbre pasa a su lado por la acera abarrotada, unos caminando hacia el norte y otros hacia el sur. Ya falta menos de un par de semanas para Navidad y el espíritu prenavideño flota en el aire. A su alrededor se mecen las bolsas de la compra, relucientes y recién estrenadas, unas rumbo al norte y otras rumbo al sur. Cerca de allí, a la derecha de Saul, la mitad de la acera está ocupada por un bosquecillo de árboles de Navidad en venta. El vendedor tiene un pequeño radiocasete negro del que salen versiones instrumentales de villancicos. Bien la cinta está distendida o bien a Saul le están engañando los oídos, porque la música suena gangosa y alargada, como si no hubiera notas individuales, únicamente algo llamado música.

La gente va y viene y Saul sigue allí plantado, temblando, esperando el momento de inspiración o desesperación que lo impulse hacia delante y le permita hacer lo que ha venido a hacer aquí.

Intentó hacerlo anoche y no lo consiguió, igual que tampoco lo consiguió la noche anterior.

Falta de agallas.

Hasta un hombre que lo ha perdido todo sigue teniendo inhibiciones. Son lo último que se pierde.

Su aspecto, las vendas sucias y deshilachadas de sus dedos, esos dientes rotos que sugieren un encuentro violento, la forma en que no para de mover los músculos de la cara, como si estuviera enzarzado en una feroz pugna interior consigo mismo… Todo eso hace que la gente de la acera lo esquive al pasar.

Si se hiciera una adaptación teatral con ropa moderna de una obra jacobea, Saul Karoo sería el candidato perfecto para interpretar a un sicario con una daga en la mano e intenciones asesinas, aguardando emboscado a que apareciera su víctima.

2

La transformación de su aspecto se ha producido en cuestión de semanas.

A su regreso de Pittsburgh, Saul intentó retomar su antigua vida, solamente para descubrir que no le quedaba ninguna vida que retomar. Toda línea argumental o trama que hubiera impulsado su vida en el pasado había perecido en aquella carretera de Pensilvania.

Había corrido la voz de su accidente y mientras él estaba en coma en el hospital de Pittsburgh le habían estado llamando y dejándole mensajes en el contestador.

Manifestaciones de pesar. Pésames. Condolencias.

La primera noche que pasó en el apartamento se sentó junto al contestador y escuchó todos los mensajes de la cinta.

Los había largos y los había cortos. Pero él no pudo escuchar ninguno de ellos como era debido.

Alguien tenía que estar allí sentado escuchando aquellos mensajes, pero él se sentía incapaz de ser el Saul a quien los mensajes se dirigían. El Saul en cuestión.

Se sentó allí a escuchar, pero parecía que no estaba allí en absoluto.

Y que sus reacciones a los mensajes que había oído también estaban grabadas, como si él fuera una máquina que escuchaba mientras otra máquina hablaba.

Aquella noche empezó su insomnio.

Daba la impresión de que hasta dormir requería una identidad a la que renunciar cuando uno se quedaba dormido. Pero él no podía conjurar una identidad a la que renunciar. Parecía que no había nadie de quien deshacerse.

De manera que se quedaba despierto. Caminaba por la sala de estar. Se sentaba en la silla giratoria que había junto a la ventana y giraba.

Pero estar despierto sin ser nadie en particular no se parecía a estar despierto.

No estaba ni dormido ni despierto, ni una cosa ni la otra. Se encontraba sumido en un estado nuevo, en una modalidad nueva de no existencia.

A fin de convertirse en algo real, intentó asimilar su culpa. Intentó, a fin de sentir algo, sentir el dolor de las muertes de Billy y de Leila.

No pudo.

La culpa estaba. Y el dolor estaba. Pero él era incapaz de acceder a ellos. Parecían encontrarse en un lugar aparte, igual que el sonido del televisor de la habitación de al lado que uno oye en un hotel. Ahora le daba la impresión de que en aquel hospital de Pittsburgh había salido de una clase de coma solamente para caer en otra distinta, en aquel coma consciente de la vida cotidiana del que era imposible recuperarse.

3

Durante los días siguientes recibió muchas llamadas telefónicas de gente a la que conocía y de gente a la que había conocido hacía mucho tiempo y de la que apenas se acordaba. Algunos de los que le llamaron durante esos días, como Guido, ya le habían dejado antes mensajes en el contestador, pero ahora lo volvían a hacer para hablar con él en persona. Otros lo llamaban por primera vez.

Lo llamaron los McNab, George y Pat.

Lo llamó su antiguo contable, Arnold, y el actual, Jerry.

Lo llamó su antiguo médico, el doctor Bickerstaff.

Lo llamaron varios ejecutivos de distintos estudios para los que había reescrito guiones. Como sabían que no les iba a pedir nada, se ofrecieron para cualquier cosa que pudieran hacer. Cualquier cosa.

Aunque al principio detestaba contestar el teléfono, pronto descubrió que la soledad de su no existencia se veía mitigada cada vez que escuchaba hablar a alguien o incluso cuando era él quien hablaba. Eso lo reconcilió con que lo llamaran, y ahora se pasaba los intervalos entre llamadas esperando a que el teléfono sonara y lo devolviera a alguna clase de vida.

Le importaba muy poco quién fuera el que llamara. Como el arte de dar el pésame por teléfono tenía tendencia a hacer que todo el mundo hablara igual, le daba la impresión de estar recibiendo una y otra vez la misma llamada. Pero ya le parecía bien.

Escuchar a la persona que estaba al otro lado de la línea creaba, por lo menos, la ilusión de que también Saul era una persona. Como hacían falta dos personas para entablar una conversación, tenía sentido que él fuera, por lo menos, una de esas dos.

Las banalidades que quienes llamaban no tenían más remedio que usar cuando le expresaban sus condolencias a él no le resultaban banales. Ni mucho menos. Las aceptaba de corazón y adoptaba cualquier identidad que su interlocutor le adjudicara.

—Sé que ahora mismo te cuesta mucho todo, pero por mucho que te cueste, tienes que obligarte… —le dijo uno, y Saul se imaginó que aquel hombre conocía con exactitud la naturaleza de la angustia que él, Saul, estaba sufriendo.

Y así pues, mientras duró aquella llamada, Saul se convirtió en el Hombre A Quien Le Costaba Mucho Todo.

—Sé que ahora mismo estás sufriendo —le dijo otro—, pero tienes que ser fuerte y aguantar. Son estos momentos los que nos ponen a prueba y nos hacen más fuertes, para que cuando salgamos de ellos podamos…

Y así pues, mientras aquel otro hablaba y Saul escuchaba, se convirtió en el Hombre Que Está Sufriendo, pero que tenía que ser Fuerte porque estaba siendo Puesto a Prueba. Tenía que Aguantar, para que cuando Saliera… y etcétera.

Y había llamadas que, mientras duraban, le infundían la esperanza de que en algún momento futuro hubiera otra línea argumental para su vida. Le daba igual cuál fuera ese argumento con tal de que pudiera subirse a él.

4

Y luego lo llamó Cromwell.

Llamó personalmente, sin ningún Brad, ni blanco ni negro, que lo anunciara primero.

—Saul —dijo—. Soy Jay.

—Jay —exclamó Saul, como si lo estuvieran rescatando.

Había sido una mala semana. Las llamadas se habían ido acabando. El día anterior solamente había recibido una. Hoy ya era media tarde y Jay Cromwell era el primero que llamaba en todo el día para sacarlo de su no existencia.

Cromwell hizo que pareciera que no había llamado antes porque había realizado un esfuerzo tremendo de disciplina y consideración. Tal como lo explicó: «Yo sabía lo que estabas pasando y sabía que durante una temporada no ibas a querer hablar con nadie».

Saul le dio las gracias por no haber llamado antes. Aunque Saul habría estado encantado de hablar con cualquier ser humano que lo quisiera llamar, no le planteaba dificultad alguna amoldarse a aquella banalidad que le estaba contando Cromwell y verse a sí mismo como el hombre que Cromwell creía que era: un Hombre Que Tenía Que Sufrir En Silencio Porque Era La Clase de Hombre Que Era.

Aquella versión de sí mismo era igual de válida que la opuesta, o que cualquiera de las que hubiera en medio. La belleza de las banalidades, tal como estaba descubriendo Saul, era que te permitían ser alguien durante un rato. Y el horror de la verdad era que no te lo permitía.

—¿Qué puedo decir? —dijo Cromwell—. ¿Qué demonios puedo decir? Yo sigo en estado de shock por lo que ha pasado, así que solamente puedo imaginarme cómo te sientes tú.

A Saul le entraron ganas de decir: dímelo, pues. Dime cómo te imaginas que me siento, para poder sentirme así.

—Lo único que puedo decirte —le dijo Cromwell— es que me siento empequeñecido por la tremenda magnitud de tu tragedia. Siento que no soy nadie para hablar contigo. Espero que no te moleste que te lo diga.

Saul le aseguró que no le molestaba.

—Confío en no estar entrometiéndome.

Saul le aseguró que no se estaba entrometiendo.

—Si me estoy entrometiendo, me lo dices.

Incluso en su estado actual de desintegración psíquica, Saul conservaba el aplomo necesario para acordarse de que tenía que darle las gracias a Cromwell. Al fin y al cabo, Cromwell había hecho los trámites necesarios para llevar a la madre de Leila a Pittsburgh primero y luego de vuelta a Charleston con los despojos de su hija.

Intentó darle las gracias, pero Cromwell se las rechazó.

—Por favor —lo interrumpió Cromwell en mitad de su agradecimiento—. Espero que no me estés dando las gracias por comportarme como un simple ser humano decente. No hice nada que no hubiera hecho cualquier otro en mi lugar, de manera que te lo suplico, Saul, por respeto a nuestra amistad, que tengo en altísima estima: que ésta sea la última vez que surge entre nosotros el tema del agradecimiento.

—De acuerdo, Jay, pero aun así… —tartamudeó Saul.

Hablaron un poco más sobre la vida y el dolor y la forma inexplicable en que las catástrofes tenían lugar en las vidas de los hombres.

Y a continuación, después de preguntar varias veces y de varias maneras por el estado anímico actual de Saul y de escuchar con paciencia sus respuestas, Cromwell dio paso, casi como de casualidad, a otro tema tangencial.

Parecía haber cada vez más interés por la historia de Leila, le contó a Saul. Por la historia de aquella actriz desventurada que había muerto repentinamente de camino a la proyección de su primera película.

—Ya sé, ya sé —dijo Cromwell—. Me imagino que debe de parecerte morboso hablar de artículos de periódico en un momento así, y para serte sincero a mí también me lo parece un poco. No sé qué hacer. Por eso te llamo. Necesito ayuda con esto. Alguien que me aconseje. Mira, yo lo veo de la siguiente manera: Leila era alguien especial y la gente tendría que conocerla a ella y su película. Supongo que lo que estoy diciendo es que, en mi opinión, tenemos el deber insoslayable de hacer todo lo que podamos para asegurarnos de que vaya cuanta más gente sea posible a verla en la única película que hizo. Se lo debemos…

»No estoy hablando de publicidad —continuó Cromwell—. Dadas las circunstancias, eso sí que sería morboso. No, de lo único que estoy hablando es de dar a conocer su historia, porque creo que su historia merece ser conocida. Estoy hablando de algo que le sirva de homenaje a ella y a su carrera trágicamente truncada. Pero bueno, si crees que estoy meando fuera de tiesto y que todo esto resulta inapropiado, me lo dices y me olvidaré del tema.

La idea de hacerle un homenaje a Leila tocó una fibra favorable en el corazón de Saul. No tenía ni idea de cuál era según Cromwell la historia de Leila, pero si quería hacerle alguna clase de homenaje, él estaba de acuerdo.

Y así lo dijo.

Cromwell se tomó su aprobación como la manifestación de la autoridad última y le dio las gracias por ayudarlo a salir de aquel dilema moral.

—En ese caso —le dijo a Saul—, si a ti te parece bien, seguimos adelante con ello.

El resto de la conversación volvió a versar sobre temas como la vida, el dolor y el modo inexplicable en que la tragedia se presentaba en las vidas de los hombres.

—Qué tragedia —no paraba de decir Cromwell.

»Una verdadera tragedia americana, eso es lo que es —dijo, y lo dijo de una forma que sugería que las tragedias americanas tenían algo más intrínsecamente trágico que las tragedias de otros países.

La conversación terminó con Cromwell suplicándole a Saul que «aguantara».

Saul prometió que lo intentaría.

Aguantar le pareció una actividad concreta y provista de sentido hasta que colgó el teléfono, y entonces, nuevamente a solas, ya no tuvo ni idea de qué significaba «aguantar», ni de cómo iba a llevar a cabo aquella actividad.

Tampoco tenía ni idea de a qué conclusión se había llegado durante su transacción telefónica con Cromwell.

5

Y luego las llamadas telefónicas se acabaron del todo.

Ya no llamaba nadie.

Su insomnio lo alteraba y lo ponía nervioso.

El nudo de la privacidad se cerraba en torno a él. A veces tenía la sensación de que era literalmente un nudo que le rodeaba la garganta.

Una llamada telefónica lo salvaría, pero el teléfono no sonaba.

Se planteó llamar a alguien, pero no consiguió decidir a quién.

Después de mucho pensarlo, decidió llamar a su madre a Chicago. Levantó el auricular y extendió el índice para marcar el número.

Y, sin embargo, se quedó allí sentado, con el índice paralizado en alto, porque no sabía quién estaba llamando.

Para hacer la llamada, tenía que ser alguien, pero él no podía decidir quién era.

La vida de cualquier clase, la existencia misma, se le hacía imposible.

De pronto la privacidad se reveló ante él como un planeta agonizante que ya no podía albergar vida.

Su única esperanza de supervivencia era huir. Huir a lo público. Y eso es lo que hizo.

6

Sigue siendo el mismo sábado noche de mediados de diciembre y Saul sigue plantado y temblando delante de la zapatería Harry’s, en la esquina de la Ochenta y tres con Broadway.

Pasan por su cabeza fragmentos de monólogos y los labios se le mueven como si los estuviera ensayando en voz alta.

Monólogos dirigidos a toda clase de personas, vivas y muertas, incluyendo varios dirigidos a sí mismo.

Justo delante de la zapatería Harry’s, donde está plantado, hay una cabina telefónica.

La noche anterior le faltaron agallas, y también la anterior, pero su necesidad de dar voz a sus monólogos también ha crecido, como para compensar su misma incapacidad.

Va a la cabina telefónica, levanta el auricular y de pronto se siente confuso. Se ha olvidado por completo de que no le hace falta meter dinero en la caja, ni tampoco marcar ningún número, para entablar la conversación que tiene en mente. Sin embargo, en aras de la verosimilitud, introduce la moneda en la ranura y marca su propio número.

El teléfono suena cinco veces y se detiene. Salta el contestador.

—«Hola, habla Saul Karoo. Ahora mismo no puedo contestar tu llamada, pero si dejas un mensaje te llamaré lo antes posible».

La grabación que acaba de oír la hizo nada más mudarse a su nuevo apartamento de Riverside Drive. Su antigua voz, la que dejó la grabación, ahora le parece la voz de alguien feliz, de un tonto inocente que vivía inocentemente en el paraíso de los tontos.

La inocencia y el optimismo de esa voz provocan que el Saul de la cabina ahogue una exclamación de dolor por el pobre hombre que grabó el mensaje.

Aunque no tiene la sensación de conocerlo bien, ni de haberlo conocido bien nunca, ahora su corazón va a consolarlo por todos los reveses y las pérdidas que ha sufrido.

—Oh, Saul —dice. Empieza suavemente, todavía con poca confianza en su papel de tarado de los teléfonos, pero a medida que habla va levantando la voz.

»Dios mío, Saul. ¡Acabo de enterarme de lo que ha pasado! ¿Es cierto? Dime que no es cierto. ¿Que sí? ¡En serio! ¡Los dos! Oh, no. Oh, cielo santo, los dos no, Saul. Leila y también Billy, no. Los dos muertos no. ¿Cómo? ¿Por qué?

Aunque al principio le costaba bastante expresar su dolor en público, Saul siente que la resolución le va llegando a medida que habla.

—Con lo jóvenes que eran los dos, jovencísimos, y con la vida entera por…

No es que su actuación lo tenga tan transportado que le impida ver a la gente, a los espectadores, al público que pasa a su lado en ambas direcciones por aquella acera atestada de sábado noche. Al contrario.

Él ve a la gente que lo está viendo. Ve cómo lo miran y se siente transformado en una entidad viva.

Allí en la esquina de la Ochenta y tres con Broadway, siente algo muy difícil de definir y muy personal, muy privado, algo que se había negado a materializarse en la intimidad de su apartamento.

Como si la privacidad ya solamente fuera posible en público, donde se le pudiera dar existencia y al mismo tiempo verificarla a los ojos de los desconocidos que pasan.

—¿Y tú estuviste presente cuando pasó? ¿En el coche? ¿Ibas al volante? Oh, Saul…

Siente que se le parte el corazón por ese pobre hombre y rompe a llorar.

Al principio su llanto es contenido, pero cada vez menos.

—¿Y ahora qué vas a hacer, Saul? No me imagino qué demonios vas a hacer con tu vida. ¿Cómo vas a seguir viviendo, sabiendo que tanto Leila como Billy están muertos? ¿Cómo demonios vas a vivir contigo mismo? Lo siento mucho por ti. Lo siento muchísimo…