CAPÍTULO 2

1

El frío anormal para la época del año no duró mucho. En su lugar llegó un calor anormal para la época del año, y la primera semana de 1990, y con ella la última década del siglo XX, llegaron envueltas en esa anormalidad.

Mi amigo Guido (el último que me quedaba) y yo estábamos hablando un momento antes de despedirnos frente al Russian Tea Room, donde acabábamos de almorzar. Los dos nos turnamos para comentar lo raro que estaba siendo aquel mes de enero.

—Parece primavera.

—Parece el veranillo de San Martín.

—Yo he tenido que encender el aire acondicionado.

—Yo también.

Guido echó un vistazo al enorme reloj de pulsera que llevaba en la muñeca enorme y suspiró:

—Será mejor que me vaya —dijo—. Menudo coñazo, el desastre de María.

—Ya encontrarás a alguien —le dije en tono alentador.

Me despedí con la mano. Él se despidió con la mano. Nos separamos, él hacia el este y yo hacia el oeste.

El desastre de María se refería a la mujer de la limpieza de Guido. Su antigua empleada doméstica, María, se había despedido de repente para volver a su país de origen y ahora él necesitaba encontrar a otra que le limpiara el apartamento.

Casi todas las mujeres de la limpieza de mis conocidos de Manhattan se llamaban María. Dianah y yo habíamos tenido una María cuando vivíamos juntos. Al irme yo, se había quedado con Dianah, y ahora yo tenía un apartamento y una María propios. Los McNab, George y Pat, también tenían una María. Para mí el nombre María ya no era un nombre, era un simple cargo. Llevaba sin ver a mi María desde el mismo día en que la había contratado. Venía a limpiar los viernes, y aunque yo no tuviera absolutamente nada que hacer en mi oficina, me aseguraba de no estar en casa cuando viniera.

Cuando tienes a otro ser humano en tu apartamento se te exige algo. Se requiere un mínimo de interacción humana, que yo prefería evitar siempre que me quedaba a solas con otro ser humano. Mi evasión de la intimidad se extendía incluso a alguien como mi María.

Le pagaba en metálico, dejando el dinero sobre la mesa del comedor debajo de un pesado encendedor de cristal. Cuando regresaba por la noche, el apartamento estaba limpio y el dinero había desaparecido.

A aquella mujer, que llevaba dos años trabajando para mí pero a quien no había vuelto a ver después de contratarla, la recordaba como de entre treinta y cincuenta años. Para nuestra entrevista se había vestido de negro, como si estuviera de luto. Brazos cortos. Piernas cortas. Un cuerpo de aspecto recio donde no se distinguía cintura alguna. Rasgos indios. Durante todo el rato que estuvimos hablando estuvo mirando hacia el suelo, como si la Historia, los conquistadores españoles y la Iglesia católica, le hubieran enseñado a su gente que siempre tenían que mantener la cabeza gacha.

Cuando entré en mi oficina estaba sonando el teléfono, pero dejó de sonar antes de que yo pudiera llegar a cogerlo.

2

Suena el teléfono.

Enciendo un cigarrillo y lo cojo.

—Dígame.

—¿Señor Karoo?

Es una voz de mujer, y aunque llevo mucho tiempo sin oírla, la reconozco.

Hay gente que se especializa en recordar caras y otra que recuerda nombres; lo mío, en cambio, son las voces. En cuanto oigo la voz de alguien, ya no la olvido nunca.

—Hola, Bobbie —le digo.

Se llama Roberta pero todo el mundo la llama Bobbie, y no solamente Bobbie, sino, por razones que se me escapan, «la Bobbie aquella».

Trabaja para Jay Cromwell, aunque el pequeño cubículo que usa de oficina en Burbank (y que yo vi una vez) ni siquiera está pegado al despacho de Cromwell. Está aislado en la otra punta del pasillo.

Yo en realidad nunca la he visto. Solamente conozco su voz y esa risita arrojadiza que tiene y que recuerda el ruido de un mechero cuando le das al pedernal.

—Vuelve a ser esa época del año —me dice Bobbie—. Solamente quería asegurarme de que tengo la agenda al día.

Ella repasa mis dos números de teléfono, el de casa y el de la oficina, y mis dos direcciones, la de casa y la de la oficina, y yo le confirmo que sí, que son correctas. No, todavía no tengo fax, le digo. Sí, le miento, tengo planes de comprarme uno el año próximo.

Ella cambia de marcha y me pregunta:

—¿Va usted a estar ahí, en Nueva York, el 22 y el 23 de febrero?

—Sí —le digo yo—. Creo que estaré en Nueva York esos dos días.

—Porque el señor Cromwell tiene planeado ir a Nueva York para la entrega del Premio Espíritu de la Libertad a Václav Havel, y quiere saber si podría verlo a usted mientras está allí. Al principio pensaba que no podría asistir a la ceremonia, pero ha habido un cambio en su agenda…

Y continúa contándome lo ocupado que está el señor Cromwell y las muchas ganas que tiene de verme.

Está segura, me dice, de que Brad me llamará pronto para repasar los detalles.

—Yo preferiría que el repaso me lo dieras tú, Bobbie —le digo.

Ella me suelta su risita al oído y luego, tras desearme un buen día, y desearle yo lo mismo, colgamos los dos el teléfono.

3

Puede parecer irónico, pero a pesar de mis muchas enfermedades, mi apodo en el ramo es Doc.

Doc Karoo.

Soy una pieza pequeña pero bien situada en la industria del espectáculo. Corrijo guiones que escriben otros. Reescribo. Recorto y pulo. Recorto lo que sobra. Pulo lo que queda. Soy un escritorzuelo profesional dotado de cierta maña que ha llegado a ser percibida como talento. A la gente que vive en Los Ángeles y hace mi trabajo los llaman «machacas de Hollywood». Por alguna razón, no existe el término «machaca de Nueva York». A los machacas de Nueva York los llaman «Doc».

Jamás he escrito nada propio. Hace mucho, mucho tiempo probé suerte, pero renuncié al cabo de unos cuantos intentos. Puede que sea un escritorzuelo, pero reconozco el talento y me di cuenta de que yo no lo tenía. No fue un descubrimiento devastador. Fue más bien una especie de verificación de algo que había sabido siempre. Tenía un doctorado en Literatura Comparada, o sea que mi apodo era correcto, pero no quería dar clases. Gracias a unos cuantos contactos, pasé de forma bastante indolora a mi verdadera vocación, que consiste la mayor parte del tiempo en reescribir guiones escritos por hombres y mujeres que tampoco tienen talento.

De vez en cuando, muy pocas veces, por supuesto, me pasan un guión para arreglar que no necesita arreglo alguno. Que está bien como está. Lo único que necesita es que alguien haga bien la película. Pero los ejecutivos de los estudios, o bien los productores, o las estrellas, o los directores, tienen otras ideas. Entonces me enfrento a un dilema moral. Soy capaz de tener dilemas morales porque llevo dentro a una mascota que se llama el hombre moral, y el hombre moral que llevo dentro quiere dar la cara por lo que está bien. Quiere defender ese guión que no necesita arreglo de quienes quieren arreglarlo, o, por lo menos, quiere negarse a tener cualquier implicación personal en su destrozo.

Y, sin embargo, no hace ni una cosa ni otra.

Porque en esas ocasiones, el hombre moral que llevo dentro se siente incómodo y pretencioso. Siente, igual que yo, la carga de los precedentes que hemos creado. ¿Por qué íbamos a dar la cara ahora por lo que es correcto cuando no hemos movido ni un dedo en otras ocasiones mucho más cruciales? Así es cómo el dilema moral se ve diluido y racionalizado, y yo acepto el encargo y el dinero que lo acompaña, sumas enormes de dinero, sabiendo por adelantado que mi contribución, mi reescritura, mis recortes y pulidos, solamente pueden dañar o arruinar la obra en cuestión.

Por suerte, sucede en contadísimas ocasiones que me den algo que admiro para que lo estropee. En los últimos veinte años, no debo de haber destrozado más de media docena de guiones, y de todos ellos solamente hay uno cuyo recuerdo todavía me persigue.

El joven que había escrito ese guión original para Cromwell se presentó sin que nadie lo invitara al pase para prensa de Pittsburgh. Yo solamente me acuerdo de un par de cosas de Pittsburgh. Recuerdo la vista preciosa de la confluencia de los ríos Allegheny y Monongahela que había desde mi suite del hotel y también la escena dolorosa que el joven guionista (era muy joven) causó en el vestíbulo del cine tras acabarse la película.

Como un Jeremías sin la barba, se puso a chillarnos, temblando de rabia. El director era un chuloputas. El productor, Jay Cromwell, era un monstruo de mierda. Los ejecutivos de los estudios eran unas pirañas castradas. Yo era una furcia despreciable. Personalmente, no estaba en desacuerdo con ninguno de aquellos términos. Me parecían bastante precisos. Lo que me dolió fue ver lo dolido que estaba él. Mientras intentaba insultarnos no paraba de llorar, sin darse cuenta, por lo joven que era, de que a nosotros nada nos insultaba. Era demasiado joven y se había enamorado demasiado de lo que había escrito. Jamás volvió a escribir. Tal vez no haya relación entre ambas cosas, pero al cabo de un año más o menos se suicidó. Todavía me acuerdo de su voz. La película, igual que todas las que producía Cromwell, funcionó bien comercialmente y mi reputación de hombre capaz de arreglar guiones problemáticos se vio todavía más beneficiada.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, trabajo con unos guiones tan malos que los podría haber escrito yo mismo.

Mi trabajo consiste principalmente en recortar lo que sobra y añadir chistes. Las dos cosas se me dan bien. Me deshago de personajes secundarios, sueños y flashbacks. Quito las escenas en que nuestro héroe o heroína visita a su madre o a su profesor favorito del instituto. Elimino a tíos y tías, hermanos y hermanas. He cortado secuencias enteras de los personajes y me he limitado a dejarlos en pantalla, sin madre ni padre ni pasado de ninguna clase.

No pierdo de vista el argumento, la trama principal, y elimino todo y a todo el mundo que no le aporte nada. Simplifico la condición humana de los personajes y complico el mundo en el que viven. A veces soy consciente de que este método se ha puesto en práctica en la vida real, de que hombres como Adolf Hitler, Iósif Stalin, Pol Pot, Nicolae Ceaucescu y otros han incorporado a sus empeños algunas de las técnicas de la reescritura de guión. A veces pienso que todos los tiranos no son más que escritorzuelos glorificados, revisores como yo.

Además de trabajar con guiones que les han sido arrebatados a sus autores originales, también me han contratado alguna vez, gracias a lo que alguien llamó mi «facilidad con el celuloide», para arreglar películas terminadas que les han sido arrebatadas a sus directores.

El trabajo es esencialmente el mismo. Me siento en la sala de proyecciones en compañía de un productor o unos ejecutivos del estudio y veo la película. Hago lo de siempre. Sigo la trama. Sugiero cortes o cambios en el orden de las escenas. Veo las secuencias descartadas y hurgo entre ellas en busca de fragmentos que se puedan reincorporar. Recomiendo piezas musicales con las que subrayar ciertas escenas, y, en situaciones extremas, cuando no quedan más formas disponibles de darle coherencia a la película, recomiendo una narración en off, que a continuación escribo. A veces los poderes fácticos siguen mis consejos e introducen los cambios que les sugiero. Otras veces no. A veces contratan a otro revisor. A veces contratan a un equipo entero de revisores. Si la película en la que yo he trabajado tiene éxito comercial, me llevo un crédito enorme dentro de la llamada comunidad del cine y mi reputación crece. Si la película en la que he trabajado no triunfa comercialmente, o incluso si es un fracaso absoluto, la culpa nunca es mía. La película se suma a las filas de las películas que «no ha podido arreglar ni siquiera Doc Karoo».

Me pagan extremadamente bien por mi trabajo. Gracias a Arnold, mi excontable, que ahora lleva los asuntos financieros de Dianah, gracias a él y a su gestión conservadora pero inflexible de mi dinero, ahora soy rico. Aunque no sea independiente en ningún otro sentido, sí que lo soy en el económico. No tengo que preocuparme por pagar el escandaloso alquiler de mi oficina en la calle Cincuenta y siete Oeste. Solamente me tengo que preocupar por lo que hago cuando llego a ella.

Hay otra preocupación que ha salido a la luz recientemente. A veces me da la impresión de que toda esa supuesta grasa que les corto a los guiones y las películas está empezando a vengarse de mí. Cada vez hay más pruebas de que mi vida personal solamente se compone de esa misma grasa, de las escenas infladas e innecesarias que yo elimino con tanta pericia de las películas y guiones de los demás.