CAPÍTULO 1

1

Abrió los ojos.

No tenía ni idea de dónde estaba ni de quién era. Estaba acostado de espaldas en una cama individual, en una habitación. Era, o parecía ser, de noche.

La habitación estaba a oscuras pero en el techo había sombras proyectadas por las lamparillas que quedaban por debajo de su campo de visión.

Un teléfono sonó fuera de su habitación y le hizo volver la vista en dirección a los timbrazos.

Vio que la puerta de su habitación estaba abierta. La luz del pasillo se colaba en la habitación y creaba una alfombra de luz en el suelo.

Aquella alfombra de luz le alegró, como si la mera capacidad de ver, de tener ojos que pudieran ver, ya fuera motivo de alegría.

Sin saber ni quién era ni dónde estaba, se quedó mirando la alfombra de luz desplegada en el suelo, como si en cualquier momento fuera a aparecer allí un mensajero con la respuesta a todas sus preguntas. Entretanto, hasta que llegara el mensajero, se entregó al puro placer de ver.

2

No tardó mucho en llegar a la conclusión de que estaba en un hospital.

Lo habían sujetado con correas a la cama para que no moviera el cuerpo ni levantara los brazos. La imagen que se formó de sí mismo fue la de alguien tumbado en posición de firmes.

Del cuerpo le salía un tubo del diámetro de un dedo meñique. El tubo se elevaba serpenteando, como si fuera un río, y él siguió su curso hasta el manantial, un recipiente de cristal o tal vez de plástico que tenía por encima de la cabeza, sujeto a un artefacto de acero inoxidable. La forma del recipiente, transparente y lleno a medias de líquido, le recordó a un comedero para colibríes.

Frente a su puerta pasaban sin hacer ruido enfermeras con uniformes y zapatos blancos. Sus imágenes aparecían y desaparecían como si fueran retratos vivientes de cuerpo entero que entraban y salían del marco de un cuadro.

Cuando vio a la misma enfermera dos veces, experimentó la emoción de reconocer a alguien a quien ni conocía de nada ni llegaría a conocer nunca, pero la alegría de volver a verla, la alegría de ver en general, se bastaba a sí misma.

Por lo que a él respectaba, podía pasarse el resto de su vida así, viendo cosas felizmente.

De vez en cuando un teléfono sonaba en el pasillo y dejaba de sonar.

3

Si realmente estaba, tal como había decidido, en un hospital, de eso se deducía que tenía algún problema. En los tiempos que corrían, o de hecho en cualquier época, no metían a la gente en hospitales a menos que tuviera algún problema.

Se sentía tan bien que no podía imaginarse por qué lo habrían recluido allí.

Y hasta lo habían amarrado a la cama.

Se preguntó qué le habría pasado.

¿Ataque al corazón?

¿Aneurisma?

Tal vez fuera la víctima de un francotirador.

Ni le preocupaba aquello ni le ponía nada nervioso. Simplemente le producía curiosidad dónde estaría el hospital.

¿Chicago?

¿Los Ángeles?

¿Nueva York?

¿París?

La decoración impersonal de su habitación no le daba ninguna pista al respecto. La verdad era que podría estar en cualquier parte.

Y una pregunta distinta pero relacionada con aquélla: cuando le dieran el alta, como hacían con todo el mundo, ¿adónde iría?

No tenía ni idea.

La única respuesta que se le ocurrió fue: «A casa». Pero ¿dónde estaba su casa?

Tampoco tenía ni idea.

Lo sabría cuando llegara el momento de abandonar el hospital.

Oyó que sonaba el teléfono en el pasillo y se entregó al placer de oír los timbrazos antes de que se interrumpieran. Podía ver. Podía oír. Y podía pensar. De hecho, podía hacer las tres cosas al mismo tiempo.

Qué alegría.

Se preguntó si acaso lo habrían llevado a aquel hospital no por ninguna enfermedad física sino porque su vida había carecido de alegría.

4

De vez en cuando se preguntaba quién era.

Sabía que le correspondía tener una identidad, por mucho que todavía no la conociera. Hasta sabía cuáles eran los componentes básicos de una identidad.

Nombre y apellido. Fecha y lugar de nacimiento. Dirección actual. Ocupación. Alguien a quien llamar en caso de emergencia. Teléfono particular. Escritor favorito. Cita favorita. Y etcétera.

Le resultaba curiosa esa noción de identidad. Curiosa en el sentido de que sus componentes no le parecían tan personales.

Si él nunca recuperaba su identidad, ¿sería una pérdida muy grande?

¿Qué representaba el hecho de que ahora no la tuviera?

¿O sí que la tenía?

Al fin y al cabo, aquí estaba él, viendo, oyendo, pensando y lleno de alegría. ¿Acaso eso no era una identidad?

¿O bien era alegría lo que él tenía en lugar de una identidad?

En ese caso, no se moría de ganas de adquirir una.

5

Aunque estaba bien atado a la cama en la que yacía, podía mover la cabeza libremente en cualquier dirección. No había nada externo, ni una abrazadera ni un torno, que le impidiera girarla a un lado o al otro.

Y, sin embargo, no movía la cabeza para nada.

Era como si dentro de su cabeza existiera un equilibrio precioso y precario que no solamente fuera a romperse si la movía sino que se rompería con consecuencias atroces. Algo se desmoronaría. Se desplomaría una paz interior. Si se rompía aquel equilibrio, se le vendría encima una oleada de información calamitosa y lo ahogaría. Por consiguiente, cada vez que miraba a la izquierda o a la derecha, no movía más que los ojos, girándolos en sus cuencas como si fueran brújulas de esfera.

Dentro de su cabeza tenía el cerebro, y dentro del cerebro tenía la mente, y dentro de su mente tenía la imaginación, que lo estaba mirando. Parecía una presencia amigable, al mismo tiempo familiar y extraña. Como un tercer progenitor que todos tenemos pero al que casi nunca vemos. Y en su imaginación vio amor. Un amor que se le prodigaba a él sin razón alguna. Por el simple hecho de existir. Un amor desprovisto de motivos y de fecha límite.

Una enfermera entró en su habitación, tarareando una balada de Bob Dylan. Él seguía sin saber cómo se llamaba, pero sí sabía que lo que ella tarareaba era una balada de Dylan.

La enfermera dejó de tararear en cuanto vio que el paciente tenía los ojos abiertos. Pareció sobresaltada, casi asustada por la mirada firme de él, pero a continuación sonrió y se emocionó bastante, como si acabara de ocurrir un fenómeno inesperado pero importante.

—Está usted despierto —dijo ella, sugiriendo con su tono que el hecho de estar despierto era un gran logro—. Voy a buscar a la doctora Clare.

Y mientras lo decía ya estaba saliendo de la habitación, como si no pudiera contenerse de comunicar la noticia de que él estaba despierto.

—El tipo de la 312 ha salido del coma. ¿Dónde está la doctora Clare?

6

No es que estuviera realmente rodeado, pero sí se sentía rodeado. A su derecha estaba la doctora Clare. A su izquierda, manteniendo las distancias, estaba la enfermera que lo había encontrado despierto. Ninguna de las dos lo presionaba, pero se sentía invadido por su curiosidad. Daba la impresión de que él fuera una historia que ellas conocían mejor que él mismo.

Al principio había intentado rechazar, desdeñar y negar todo lo que le estaba contando la doctora Clare, pero se vio incapaz de mantener el esfuerzo que le costaba hacerlo. Se notaba cada vez más débil. Notaba que estaba sucumbiendo a algo que veía en los ojos fatigados y casi maternales de la doctora Clare. Las sombras oscuras que la doctora tenía debajo de los ojos atestiguaban las noches sin dormir que había pasado atendiendo a sus pacientes. Si no hubiera parecido tan sobrecargada de trabajo y se hubiera mostrado más fría, o si hubiera sido hombre en vez de mujer, tal vez él habría encontrado la forma de dar rienda suelta a su furia y decirle que se largara de su puta habitación con viento fresco.

Pero tal como estaban las cosas, no podía evitar mostrarse complacido por lo que la doctora estaba haciendo, puesto que ella parecía completamente convencida de que así él se sentía mejor. ¿Cómo podía decirle que no quería tener nada que ver con aquella identidad que ella le estaba adjudicando de forma tan amable pero despiadada?

—¿Puede usted hablar, señor Karoo? —le preguntó ella.

En cuanto oyó Karoo, recordó el nombre Saul y supo que era Saul Karoo.

Ella esperó con paciencia a que contestara, invitándolo a intentarlo con una sonrisa fatigada y una disposición bondadosa en los ojos.

—Sí, puedo hablar —dijo, y el ruido de su propia voz fue una señal que disipó cualquier resistencia que le quedaba.

De los confines más remotos del mundo, o eso le pareció, llegaron caravanas enteras y aviones de carga a devolverle a su mente tanto las nimiedades como las tragedias de su pasado.

La velocidad con que su pasado regresó a él fue como una reacción nuclear en cadena. Nada la podía detener. Un embrollo de detalles lo invadió a la velocidad de la luz. Nombres, lugares, gente a la que conocía, libros que había leído, las muchas piscinas junto a las que había estado en su vida. Su interior antes espacioso estaba siendo amueblado con los trastos aparentemente interminables de su vida. Y cuantos más había, menos parecía quedar de él. Era como ser enterrado vivo bajo los detalles de su pasado.

A él le vinieron ganas de gritar que el placer de la vida se estaba agotando, pero no tuvo valor para decepcionar a la doctora Clare, con su mirada fatigada, que confundió con alegría la expresión nostálgica de sus ojos.

—Se está acordando usted de todo, ¿verdad? —le preguntó ella.

Sí, asintió él con la cabeza, sin decir nada.

—Bien —dijo ella—. Se ha pasado usted casi doce días en coma. Conmoción cerebral. Con los comas nunca se sabe. Nunca sabemos cuánto tiempo van a durar. Ni siquiera sabemos qué es lo que hace que una persona salga y otra se quede en coma para siempre. Por si le interesa, no tiene usted heridas importantes. No tiene huesos rotos. Las yemas de los dedos le quedaron prácticamente arrancadas y tardarán en curarse. Me temo —sonrió con complicidad— que va a tardar en volver en escribir a máquina.

Él se preguntó cómo conocía la doctora su ocupación. El trío de enfermeras que había de pie en la puerta y la enfermera que había a su izquierda le dedicaron todas sonrisitas idénticas. Ellas también lo sabían. Todas parecían saber algo de él y le estaban dedicando esas miradas que se suelen dedicar a los famosos.

—Teniendo en cuenta la naturaleza del accidente —le dijo la doctora Clare—, es un verdadero milagro que siga usted de una pieza.

La doctora Clare pronunció la palabra «milagro» demasiado apresuradamente y con demasiada sequedad, y sin ese tono expansivo que suele asociarse con el significado de la palabra.

En sus labios, aquel milagro no transmitía más que soledad.

Un milagro para uno.

Como una cena solitaria de Acción de Gracias para uno.

Lo que aquello implicaba le hizo contraer su mente consciente hasta convertirla en un punto de materia comprimido y totalmente impenetrable. La furia con que se negó a aceptarlo obtuvo un éxito momentáneo, pero su futilidad estaba anunciada de antemano. Rechinó los dientes con tanta fuerza que algunos se le doblaron y se le rompieron. La punta de la lengua, que había estado presionando contra ellos, ahora presionó hacia delante. Las esquirlas de sus dientes rotos le rasgaron la lengua, haciéndola sangrar. Los trozos de dientes rotos mezclados con el flujo de saliva y sangre que tenía en la boca, y luego el mejunje resultante, empezaron a descenderle por la garganta como si fueran magma. Tuvo una arcada. Y se puso a vomitar.

Y de esa manera aceptó el hecho de que tanto Billy como Leila habían muerto.

7

Vino a verle un agente de policía. Fueron a hablar a la zona común de la tercera planta, y a Saul las pantuflas le chasqueaban contra los talones mientras caminaba por el pasillo cubierto de linóleo.

Se sentaron en unas butacas tapizadas con cuero sintético verde, desgastadas y descoloridas por la procesión incalculable de pacientes y parientes que se habían sentado y habían cambiado de postura en ellas a lo largo de los años.

El agente de policía era joven y apuesto y poseía esa cualidad atlética de las antiguas estrellas del instituto.

Se apellidaba Kovalev.

—¿Ruso? —le preguntó Saul.

El agente asintió con la cabeza.

—Se supone que en Pittsburgh hay una comunidad rusa bastante grande —dijo Saul.

—No tan grande como antes —dijo el agente.

Saul no tenía ni idea de quién había ordenado aquel encuentro y se preguntó si tal vez tenía el propósito de informarle de que lo iban a acusar de asesinato. Él se sentía un asesino y le agradaba la perspectiva de ser transportado en la cadena de montaje de la justicia. A solas, no tenía ni idea de qué iba a hacer con la carga de los años de vida que le quedaban. Tal vez aquel joven y apuesto policía podría decírselo.

No solamente se sintió decepcionado, sino también traicionado, cuando el agente Kovalev no sólo le informó, sino que se esforzó en asegurarle que el accidente no había sido culpa suya.

El agente Kovalev sacó un croquis, fotocopiado del original, y usándolo a modo de documento dotado de autoridad y sacado en préstamo de la biblioteca del Congreso, le explicó a Saul cómo había sucedido aquel accidente que se había cobrado cuatro vidas.

Aquí estaba la carretera por la que iba Saul. Aquí estaba la curva sin visibilidad. Y aquí estaba la carretera de tierra que se desviaba a la derecha.

Saul asintió con la cabeza, tan ansioso por complacer como siempre.

Justo aquí había una señal de stop, le indicó el agente con un bolígrafo. El conductor del otro coche, hubo varios testigos que lo vieron, no respetó la señal de stop y se empeñó en girar a la izquierda y se metió en la carretera por la que iba Saul. El Checker chocó con el Oldsmobile. Había marcas de derrape que indicaban que Saul había intentado frenar antes del impacto. La autopsia reveló que el conductor del Oldsmobile estaba borracho, igual que su compañera, una mujer de otro estado. Los dos habían muerto al instante.

—Yo sobrepasaba el límite de velocidad —dijo Saul con sus dientes rotos—. Estoy seguro.

El agente Kovalev levantó la vista del croquis que tenía sobre el regazo y clavó en Saul una mirada larga y detenida. Una mirada que hablaba de muchas cosas. De su época gloriosa de héroe de instituto. De la decepción que le había causado que aquellos días de gloria hubieran sido tan breves y no lo hubieran llevado a ninguna parte. De la disminución gradual de su destreza atlética. De su intento de sacarle el mayor partido posible a su ocupación actual. Pero su mirada también informaba a Saul de que aquel caso ya estaba cerrado, de que la culpa ya había sido asignada durante los días que Saul había pasado en coma, y de que el hecho de que Saul opinara que se había excedido de velocidad ya no tenía importancia alguna.

Saul empezó a insistir en que era culpable, pero el reducir su culpa a un simple caso de exceso de velocidad resultaba todavía más repulsivo que el ser declarado inocente del crimen.

Su vida entera había sido una vida de crímenes. Insistir ahora en que su responsabilidad se reducía a sobrepasar el límite de velocidad producía la misma impresión corrupta que intentar negociar con su declaración de culpabilidad. Él no iba a caer tan bajo.

La cuestión del exceso de velocidad se esfumó en el silencio que se había hecho entre ambos.

La muerte instantánea de la pareja del otro coche hizo que durante ese silencio se gestara una pregunta aterradora en la mente de Saul.

—Ha dicho usted —tartamudeó— que murieron al instante.

—Sí. Los dos.

—¿La pareja del Oldsmobile?

—Correcto.

—¿Y qué me dice de…? —No tuvo valor de pronunciar sus nombres—. Los de mi coche… La pareja que iba en el coche que yo conducía.

—También.

—¿Al instante?

—Sí.

—Los dos.

—Sí.

Estaban sentados en la sala común de la tercera planta del hospital, los dos uniformados, el agente con su uniforme de policía y Saul con su uniforme oficial hospitalario de color verde. Los dos llevaban acreditaciones con sus nombres respectivos. La de Saul era una pulsera identificativa.

No sabía cómo expresar de forma adecuada la siguiente pregunta. Parecía obligatorio que hasta las preguntas fueran debidamente uniformadas.

—Respecto al estatus actual, o sea, en lo que concierne a los restos de los difuntos…

El agente entendió y agradeció la forma en que se planteaba la pregunta y la retomó a partir de ahí.

Consultando una libreta de anillas (que tenía en la contracubierta una lista de palabras escritas con faltas de ortografía), el agente Kovalev describió la cadena de acontecimientos que había hecho venir a Pittsburgh a las madres de los difuntos y el modo en que los cadáveres habían sido trasladados a sus destinos finales.

Todo esto le fue contado a Saul con la prosa policial cortés y neutra del agente Kovalev, un género de comunicación que a Saul le gustaba más cuanto más rato llevaba sentado en la sala común del hospital.

A Billy le habían encontrado el permiso de conducir en la billetera, y de ahí habían sacado su dirección. A partir de aquella dirección la compañía telefónica les había proporcionado el número de teléfono. Dianah había contestado la llamada. No había detalles relativos a cómo había reaccionado a la noticia. A continuación había volado a Pittsburgh para identificar el cadáver de la morgue y reclamar los restos.

Se había tardado más en notificar la muerte a la madre de Leila. Los únicos objetos que Leila llevaba encima y que la identificaban eran una tarjeta de la seguridad social y una tarjeta de miembro en activo del Gremio de actores.

La pista de ambos documentos llevaba a una dirección de Venice, donde la grabación del contestador de la difunta fue la única respuesta a los repetidos intentos de llamar a su número.

Un caballero de la industria cinematográfica, el señor Jay Cromwell, se había presentado en comisaría tras enterarse del accidente para ofrecer su ayuda. Por medio de su intercesión y de varias llamadas a Los Ángeles, había podido averiguar que Leila era natural de Charleston, Carolina del Sur, y que su madre todavía residía en dicha ciudad. Como la perspectiva de viajar a Pittsburgh a tan corto plazo le resultaba demasiado difícil a la mujer tanto emocional como económicamente, el señor Cromwell había intercedido de nuevo y no solamente le había fletado un avión privado, sino también un coche con chófer que la llevara hasta el aeropuerto. También se había encargado de todos los trámites necesarios para transportar los restos de Leila de vuelta a Charleston. Los restos de Billy se los había llevado en avión Dianah.

La situación de las pertenencias personales que habían quedado en el hotel era como seguía: Dianah había firmado el recibo de las de Billy y se las había llevado; las cosas de Saul y las de Leila seguían almacenadas en el hotel Four Seasons, donde él podía recogerlas cuando le fuera bien.

No, el agente Kovalev no sabía nada de la naturaleza de los funerales de Billy y Leila.

¿Había alguna otra información que pudiera darle? ¿Tenía alguna pregunta más?

Saul negó con la cabeza. Lo que le habría gustado era quedarse con aquel joven agente como compañero permanente y que convirtiera el resto de su vida en prosa policial neutra.

Nada más marcharse el agente Kovalev, se marchó también la capacidad de concentración de Saul. Se lo tragó un dolor sordo, incoherente pero generalizado. Un dolor que no tenía ni centro ni precedentes ni una persona propiamente dicha que lo pudiera sentir.

Tenía ganas de levantarse, de marcharse de aquella sala y de regresar a su habitación, pero no sabía en calidad de quién hacerlo.

De manera que se quedó allí sentado, en su butaca tapizada de cuero sintético, con las manos en el regazo, como si estuviera esperando a alguien. Tenía los pulgares y el resto de los dedos vendados hasta los nudillos. Se acordaba de una película en que un criminal se había intentado quemar las huellas dactilares con ácido para que le salieran otras y así escapar del FBI y empezar una nueva vida. Por desgracia, el experimento no le había funcionado. Después de mucho dolor, las huellas dactilares se habían regenerado siguiendo exactamente el mismo patrón que antes.

Ahora Saul entendía aquella sensación. Lo viejo era insoportable y toda esperanza de algo nuevo se había esfumado.

8

Mientras estaba en coma le habían desconectado el teléfono. Tenía muchos mensajes que le había recogido la centralita del hospital. No los quería. Se los llevó pero no los leyó. Tampoco quería que le volvieran a conectar la línea telefónica. No había nadie a quien quisiera llamar, ni tampoco nadie que él quisiera que lo llamara.

9

Durante su último domingo en el hospital, apareció en su habitación un sacerdote, justo cuando él se estaba despertando de otro letargo sin sueños. El sacerdote, otro hombre uniformado, era alto, flaco y tenía el pelo ralo. Era prácticamente un paradigma de la escasez; parecía que se iba consumiendo mientras estaba allí de pie, que la voz se le iba agotando cuando hablaba y le ofrecía a Saul los servicios de una capilla no confesional que había en la quinta planta. El oficio iba a empezar dentro de cuarenta y cinco minutos y luego habría otro a las once y cuarto.

—A veces —dijo el sacerdote— ayuda acudir a Dios en los momentos de dolor.

La palabra «Dios», tal como la pronunciaba el sacerdote, sonaba tan agotada e insustancial que Saul accedió a asistir al primer oficio.

Cogió el ascensor que llevaba a la quinta planta y fue siguiendo los letreros hasta la capilla. Era una capilla pequeña con bancos ocupados por gente en pijama y albornoz, todos mirando en la misma dirección, igual que si estuvieran en un cine o en un concierto.

Aquella imagen tenía algo que a Saul le resultó equivocado y engañoso.

La idea misma de acudir a Dios le resultaba absurda. Si Dios existía, seguramente estábamos rodeados por Él y no podíamos evitar acudir a Él allí donde fuéramos, por mucho que lo intentáramos. Y si Dios no existía, entonces volverse en cualquier dirección para encontrarlo era un gesto tan fútil que más le valía no hacerlo.

De manera que cogió el ascensor de vuelta a la tercera planta.

10

Dos días más tarde, después de hacerse unas últimas pruebas relacionadas con la secuencia y el patrón de sus ondas cerebrales, lo declararon apto para reanudar su vida normal y le dieron el alta.

Para entonces su habitación ya estaba medio llena de flores enviadas por las secretarias de sus conocidos de la industria del cine.

Antes de abandonar el hospital, hizo los trámites necesarios para liquidar los gastos correspondientes a su estancia. No, le dijo a la mujer que se encargaba de aquellas cosas, él no tenía seguro médico. No tenía seguro médico de ninguna clase. Pero su contable se ocuparía de pagar la factura. Le decepcionó que no fuera desorbitante. Habría preferido un importe astronómico de varios cientos de miles de dólares. Su necesidad de pagar por lo que había ocurrido no iba a ser fácil de satisfacer.

Cogió un taxi para ir al hotel Four Seasons. Había pasado Acción de Gracias en coma y ahora el distrito financiero estaba engalanado con adornos navideños y se oían villancicos. Le dio al taxista una propina tan absurdamente exagerada que su propia generosidad le produjo una sensación turbia y desagradable que el taxista percibió y que por consiguiente le despojó de cualquier alegría que pudiera haberle producido una propina así.

—Feliz Navidad a usted también —le dijo el taxista, repitiendo la felicitación de Saul, pero de forma estrictamente mecánica y sin un asomo de sinceridad.

En la recepción del hotel, Saul pagó la cuenta de la malhadada suite de lujo en la que Leila y él habían pasado una sola noche. Al parecer, la cuenta de la habitación de Billy ya la había pagado Dianah.

Un botones le trajo su bolsa para ropa y la bolsa de viaje de Leila y también a él le incomodó la propina que le dio Saul.

A pesar de tener los dedos vendados, Saul insistió en sacar personalmente los bultos del hotel. El dolor que al hacerlo se infligió a sí mismo no era nada en comparación con el hambre de dolor que sentía.

Otro taxi al aeropuerto.

Todavía tenía su billete de vuelta a Nueva York y el de Leila, pero la fecha de aquel regreso ya había pasado. Su billete seguía siendo válido, pero esa validez era una broma comparada con todo lo demás que había perecido y caducado. Como no tenía reserva, compró un billete para el siguiente vuelo a Nueva York donde hubiera sitio.

Le avisaron de que la espera iba a ser larga.

Llevando sus bultos como si fuera un viajante derrotado por la extensión de su zona asignada, se dirigió a la puerta de embarque y se sentó a esperar.

Fueron llegando vuelos. La gente que esperaba le daba la bienvenida a la que desembarcaba. Fueron despegando otros vuelos. Llegaron más viajeros a esperar donde estaba esperando él, y todos se fueron levantando y marchándose y cediendo su sitio a otros.

De vez en cuando contemplaba la bolsa de viaje de Leila como si fuera un terrorista enloquecido que supiera que dentro había una bomba.

No sabía qué hacer con ella. Con aquel vestido. Aquel vestido de novia. Aquel vestido para una sola ocasión, destinado a ser llevado en el estreno de su única película.

Una vez más, y ésta era la última, la habían sacado del montaje.

Y también a Billy.

Como una grabación en bucle, un mismo pensamiento no paraba de darle vueltas en la cabeza. Un hijo separado de su madre al nacer y luego separado nuevamente de ella, enviados por avión cada uno a un destino distinto tras sus muertes.

Él, Saul, los había reunido por un breve lapso de tiempo.

¿Y para qué?

¿Qué había hecho, qué había hecho, por jugar a ser Dios?

Su dolor era tan enorme que no podía llegar a él para sentirlo. Lo único que sentía era una profunda depresión causada por su incapacidad de estar a la altura de las circunstancias y ser destrozado por el dolor. De quedar hecho trizas.

Cuando empezó el embarque de su avión, les sacó las etiquetas con los nombres a su bolsa para ropa y a la bolsa de viaje de Leila y las tiró a una papelera. A continuación, tras asegurarse de que no había nada en ninguna de ellas que identificara a sus propietarios, las dejó donde estaban y embarcó en el avión sin nada en las manos más que la tarjeta de embarque y las vendas de sus dedos.

El avión despegó con puntualidad, poco antes de la puesta de sol, y al trazar un amplio viraje inclinó hacia abajo el ala del lado de Saul. Con la frente pegada a la ventanilla, Saul contempló la confluencia de los tres ríos que había debajo. Tampoco se libró del recuerdo del significado metafórico que en un tiempo más feliz le había atribuido a aquella confluencia.

Ya no quedaba nada.

Cuánto tiempo había pasado, le parecía ahora, y qué esperanzas tan enormes había albergado mientras esperaba el viaje a Pittsburgh y aquel final feliz que había tramado.

¿Y ahora?

Ahora se sentía como un viajero condenado por su propia hibris que había conseguido viajar por el tiempo y el espacio para poder contemplar su futuro. Desafiando al destino y a los dioses, había puesto rumbo a nada menos que aquello. Y había pagado un alto precio por su arrogancia. Su nave espacial había colisionado con su futuro y en la explosión resultante su futuro había quedado destruido y todo el mundo que iba a bordo había perecido salvo él. Solamente él había sido rescatado y ahora estaba siendo llevado de vuelta a la Tierra, donde tendría que vivir el resto de sus días sabiendo que ya no tenía futuro.