CAPÍTULO 9

1

Cromwell y Brad se van a dar un paseo en coche por Pittsburgh. A Cromwell le gusta Pittsburgh.

—Es una ciudad muy interesante —dice—. Mucho más interesante de lo que la gente cree.

Y me invita a que vaya con ellos.

No puedo, me disculpo. Ha venido mi hijo.

Nos despedimos en el vestíbulo.

—Te veo esta noche en el cine, Doc.

—Ahí estaré —le digo, y le ofrezco la mano a Brad—. Encantado de conocerte.

Él me dice que igualmente.

Ellos se van por su lado y yo por el mío.

Es a Billy a quien veo primero. Antes de verlo de forma consciente, noto su presencia con el rabillo del ojo. Su altura. Su pelo recién rapado. Algo me hace volver la cabeza.

Si no lo hubiera visto a él, tampoco habría visto a Leila, pero ahora los veo a los dos. Contra la pared del fondo. Los dos de pie. Billy de perfil, apoyado en la pared, y Leila de frente, también apoyada en la pared. Entre ambos hay una mesilla con un teléfono interno blanco encima.

El vestíbulo es enorme y hay mucho ajetreo a esta hora del día. Gente que se registra y gente que deja sus habitaciones. Por todo el vestíbulo hay dispersas pequeñas islas de mobiliario, casi pequeñas salas de estar, cada una con sus sofás, sillas, mesillas auxiliares y lámparas.

Me abro paso entre la multitud hacia una de las pequeñas salitas de estar del vestíbulo. Me siento en una butaca, que incluso gira igual que la que tengo en mi sala de estar de Nueva York, enciendo un cigarrillo y me pongo a observar a placer a Leila y Billy.

Billy habla. Leila escucha. Billy se frota la coronilla con la mano izquierda mientras habla.

Aunque lo que estoy haciendo resulta un poco subrepticio, mis motivos son inocentes y puramente de padre de familia.

No pasa a menudo (por extraño que parezca) que tengamos la oportunidad de observar libremente a nuestros seres queridos.

Y me da la impresión de que llevo una eternidad sin verlos.

No es lo mismo estar con ellos que mirarlos, que es lo que estoy haciendo ahora. Cuando estás con alguien, no te puedes dedicar a mirarlo. El otro te habla. Tú le hablas. Tu presencia altera su conducta y también la tuya. Cuando estás con tus seres queridos, ves muy poco de ellos.

O por lo menos eso me parece a mí, sentado aquí, regodeándome en esta oportunidad de contemplarlos, por una vez, tanto como me apetezca.

Los quiero mucho.

Me encanta cómo hablan entre ellos. No tengo ni idea de qué están diciendo, pero en su conversación hay una vitalidad y una urgencia que resultan evidentes incluso de lejos.

Billy no para de frotarse la coronilla.

Ahora es Leila quien habla.

Él tiene ganas de interrumpirla pero no lo hace.

Luego ella deja de hablar.

Los dos se quedan un momento callados.

Luego Billy dice algo. Parece estar haciéndole una pregunta. Ella se mira los zapatos.

Me parece ver cierto parecido físico entre ellos, o tal vez me lo imagino. La ligera curva de las espaldas arqueadas. Con las cabezas gachas, que es como las tienen ahora, parecen dos elegantes signos de interrogación.

Madre e hijo.

Me quedo ahí fumando, imaginándome el final feliz del día de hoy.

Los dos permanecen en silencio y por fin, sin decir nada más, Billy levanta el auricular del teléfono blanco. En todo el hotel solamente hay una persona a la que puede estar llamando. Que soy yo.

Lamento abandonar un puesto de observación tan cómodo, pero es hora de ponerme en marcha.

Me dirijo a ellos.

Cuando llego a su mesa, Billy está apoyado en la pared con el auricular pegado a la oreja y Leila se está mirando los zapatos.

—Aquí estáis —les digo.

Lo he dicho demasiado fuerte y el sonido repentino de mi voz, así como mi aparición también repentina, sobresaltan a Leila. Se lleva un susto tremendo. Billy se vuelve de golpe.

—Papá, justamente estaba…

Los tres nos ponemos a hablar al mismo tiempo y da la impresión de que todos estamos diciendo lo mismo.

Luego nos reímos. Bien me río yo, o bien se ríen ellos. Hay risas entre nosotros.

Tras las risas vienen las explicaciones. Da la impresión de que todos tenemos explicaciones que ofrecer y de que todos estamos ansiosos por dar las nuestras. Leila, todavía un poco sobresaltada, me explica que se ha despertado con mucha hambre, que me ha visto durmiendo en el sofá y que no quería despertarme pero necesitaba comer algo. De manera que ha bajado a desayunar, ¿y a quién se ha encontrado en el vestíbulo? Pues a Billy, que…

Billy recoge el testigo y se pone a explicarme que él también se ha despertado muerto de hambre, pero que por muy muerto de hambre que estuviera, no le ha gustado la pinta del restaurante del hotel. De manera que ha decidido dar una vuelta en coche por la ciudad en busca de un sitio menos pretencioso, pero justo cuando estaba saliendo del hotel, ha visto que Leila salía dando tumbos del ascensor y…

—No he salido dando tumbos —protesta Leila.

Por alguna razón, todos nos reímos.

Luego Billy y Leila se han turnado para contar el resto de la historia. Han dado una vuelta en coche por Pittsburgh en busca del sitio adecuado. Que muchos locales todavía no habían abierto. Que el aire venía muy fresco y otoñal. Que por fin han encontrado una cafetería cerca del río. Un sitio de trabajadores auténtico, con máquina de discos y un montón de camiones aparcados fuera.

Me han bañado en detalles de la cafetería.

Cuando me llega el turno de dar explicaciones, les cuento qué he hecho con mi tiempo y con quién he estado. Omito los detalles básicos de lo que ha pasado en la mesa de mi desayuno. Me limito a repetir lo que me ha dicho Cromwell: que se dice por todas partes que la película es inmejorable. Que es posible que tengamos un éxito enorme entre manos. Que el día de hoy marcará el fin del anonimato de Leila.

Los dos parecen demasiado atentos mientras hablo. No estoy diciendo gran cosa, solamente farfullando, pero ellos se aferran a cada palabra, asintiendo con la cabeza y respondiendo.

Parecemos demasiado excitados por algo.

Todo parece ligeramente artificial, pero cuesta estar seguro de ello. Tal vez sea genuino.

Detecto, o me parece detectar, olor a alcohol en el aliento de Billy. No lo tengo claro porque yo también he estado bebiendo. Da la impresión de que hablamos demasiado pegados el uno al otro. De pronto las manos de Billy parecen enormes. Son las mismas manos que ha tenido siempre, por supuesto, pero ahora, por alguna razón, parecen gigantescas. Tal vez las esté usando más. Unas manos grandes y rebeldes, como las alas de una criatura que él mismo no es capaz de controlar del todo.

Lleva una chaqueta de deporte muy gastada con forro de borrego y se sube constantemente la cremallera para a continuación bajarla, sin darse cuenta de que lo está haciendo.

Echo de menos la distancia que había entre nosotros mientras los observaba.

Me siento agobiado por su presencia y al mismo tiempo, Dios sabe por qué, solo.

Y me siento abrumado por la necesidad de procesar, evaluar e interpretar los datos que detecto en sus miradas, en el sonido de sus voces, en el lenguaje de sus cuerpos.

El hecho de que Leila no para de mirarse los zapatos.

El hecho de que no para de levantar y bajar la vista.

El hecho de que parece lista para marcharse, para salir disparada de aquí, pero se fuerza a ella misma a quedarse donde está.

Billy tiene la misma pinta de rebelde que la noche anterior (de cabeza rapada, de hooligan de Liverpool, de mafioso de Europa del Este), pero ya no se comporta de acuerdo con esa imagen. Tiene un aspecto confuso y patético. Como si no tuviera ni idea de cómo comportarse conmigo, de qué pose adoptar.

Veo una multiplicidad de Billys en sus ojos y eso me agobia.

Yo he cumplido mi parte. Anoche ya pasé por un proceso bastante agotador de entenderlo a él y su imagen de rebelde. Lo menos que podría hacer él es conservarla una temporada.

Ahora mismo me siento incapaz, no es que no quiera sino que me siento incapaz, de mostrarle más comprensión, y me resiento del hecho de que me la esté pidiendo.

Ahora mismo carezco de los recursos necesarios para lidiar con cualquier desviación de los que considero que son sus caracteres actuales.

Me siento desinflado. Mentalmente desinflado.

Como si estuviéramos atrapados en un vórtice, o sujetos por la gravedad, permanecemos allí plantados, demasiado cerca los unos de los otros como para estar cómodos.

A la desesperada, les sugiero que hagamos algo.

—Parece un día precioso —grito, sin haber echado ni un solo vistazo al día que hace—. ¿Por qué no hacemos algo?

Billy tartamudea y por fin habla.

—Justamente… O sea, antes de que aparecieras… Por eso es por lo que te llamaba. Estábamos pensando ir en coche a ver la Fallingwater House de Frank Lloyd Wright. Se supone que no está lejos de aquí y siempre he querido…

Se pone a darme explicaciones otra vez, casi disculpándose, me dice que en la universidad ha empezado a interesarse por la arquitectura y que Frank Lloyd Wright es uno de sus…

No estoy seguro de si me está invitando a ir con ellos o no, pero doy por sentado que sí y acepto la invitación.

—Magnífica idea —le digo—. Siempre he querido ver la Fallingwater House. Dejad que me duche, me afeite y me cambie de ropa y vamos. No tardo más de quince minutos. Veinte como mucho.

Pensaba que me esperarían en el vestíbulo mientras me preparaba, pero al final entramos los tres en el ascensor y subimos juntos. Billy no para de subirse y bajarse la cremallera de la chaqueta, hasta que me entran ganas de darle un manotazo.

2

De pie en la ducha, agacho la cabeza como si rezara.

Disfruto de la sensación del agua caliente que me cae en los hombros y de ver cómo el vapor se eleva y me envuelve.

No tengo tiempo de darme una ducha larga porque Billy y Leila me están esperando en la sala de estar. Me los imagino allí plantados.

Es desconcertante. Estoy duchándome en privado, pero dentro de mí no hay ninguna persona privada. Solamente es el hombre exterior quien se está duchando, interpretando a un personaje público.

No estoy seguro de si todo esto se debe a un simple estado de ánimo o si se trata de una nueva dolencia.

Me seco usando muchas toallas. Me pongo ropa seca.

3

Los había dejado de pie pero me los encontré sentados.

Ninguno de los dos me había parecido nunca enorme, pero ahora sí me lo parecieron: igual de enormes, inmóviles y cargados del significado opresivo de las dos figuras de mármol de Miguel Ángel que había sobre la tumba de Giuliano de Médici.

No más significado, por favor, me entraron ganas de gritar. ¡Basta! Que ya no soy ningún jovencito.

Estaban sentados en el mismo sofá alargado, con Leila en una punta y Billy en la otra. Y justo delante del sofá había una butaca.

La butaca estaba delante de ellos y parecía exactamente equidistante tanto de Billy como de Leila.

Aquella butaca estaba allí para mí.

Yo tenía que sentarme en ella (había hasta un cenicero limpio en la mesilla de delante) y servir de recipiente a lo que fuera que los oprimía.

Todo señalaba en aquella dirección. La expresión de sus miradas. El silencio de la habitación. La disposición triangular de los asientos.

Nuestro plan de hacer turismo había sido alterado mientras estaba en la ducha.

No conocía los detalles del nuevo plan ni tampoco me importaban, porque no estaba en posición de hacer nada al respecto. De momento, yo era una criatura completamente unidimensional que intentaba hacer en la superficie lo que pudiera por aquellos dos. Carecía de hombre interior. No había nadie de guardia dentro para tratar con aquella emergencia.

Mañana, tal vez mañana, podría lidiar con ella. Pero ahora no.

Empantanarme ahora, sentarme en aquella butaca y escuchar cómo se desembarazaban de lo que fuera que los oprimía, era algo para lo que carecía de recursos psicológicos. Y no podía permitir que pusieran en jaque el final feliz que tenía preparado para ellos. Debía salvarlos de ellos mismos, impedirles que arruinaran la gloriosa sorpresa que los esperaba por la noche.

Me di cuenta de que Leila estaba a punto de romper el silencio de la sala de estar. La vi cambiar ligeramente de postura en el sofá y soltar un débil suspiro, expulsar el aire, a modo de preludio.

Yo sabía que si dejaba que empezara a hablar, un genio se escaparía de la botella, se acabaría la canción y empezaría otra historia que no era la que yo tenía en mente.

De manera que golpeé primero.

Qué día tan precioso hacía, les dije, y qué agradable resultaba. Llevaba años sin sentirme tan bien. Y qué maravilloso era volver a hacer un viajecito en coche con ellos.

Llevábamos desde España, les dije, sin dar un bonito paseo en coche. Ir en coche. Una de mis actividades favoritas, sobre todo con dos de mis personas favoritas.

Siempre había querido ver la Fallingwater House. Era una de mis obras favoritas de Wright.

Le pregunté a Billy si sabía llegar a la Fallingwater House, pero antes de que pudiera contestarme le sugerí que pasáramos por recepción y le preguntáramos al conserje. Solamente para ir sobre seguro. Lo más probable era que tuvieran mapas de carreteras y esas cosas. Y lo más probable era que conocieran algún pintoresco y apartado restaurante rural donde pudiéramos almorzar.

Francamente sorprendido ante la facilidad con que los había intimidado para que me obedecieran, los saqué de la suite y me los llevé por el pasillo.

4

Había un cielo de lo más memorable, salpicado de cientos, tal vez miles, de nubecitas blancas. Con su tamaño y su forma idénticos, aquellas nubes le daban al cielo de color malva aspecto de campo de crisantemos, a través del cual el sol brillaba sobre la tierra.

No sé si ellos estaban mirando o no, pero mientras cruzamos el aparcamiento del hotel, señalé el cielo y, dirigiéndome primero a Leila y después a Billy, les dije:

—Dios mío, pero mirad ese cielo.

5

El coche que Billy le había pedido prestado a su amigo de Harvard era un antiguo taxi de la Checker. Yo no entendía mucho de coches, pero me daba cuenta de que se habían gastado mucho dinero en él. Lo habían vuelto a pintar. Le habían cambiado la tapicería. Le habían asignado una nueva tarea.

Era el único coche amarillo del aparcamiento. No era del mismo color amarillo que los taxis amarillos, sino de un tono distinto, con pedacitos de gránulos reflectantes mezclados en la pintura para que en su carrocería centelleara y resplandeciera una combinación de polvo de oro y madreperla.

El interior era de cuero negro.

Un volante bien grande, de esos que te dan ganas de tener las manos en él por puro placer.

Tal vez fuera el alcohol que aquella mañana yo detectaba, o que me parecía detectar, en el aliento de Billy, o tal vez que no me gustó la forma nerviosa en que hacía girar las llaves del coche con el dedo índice mientras cruzábamos el aparcamiento, o tal vez fuera simplemente que yo quería tener el control del tempo de nuestro paseo, pero en cualquier caso le pedí a Billy que me dejara conducir. Le dije que nunca había conducido un Checker y que siempre me había producido curiosidad.

Yo conduciría en la ida. Y él en la vuelta.

En lugar de darme las llaves, me las tiró. Era una de esas cosas «viriles» que a veces hacían los chavales de su edad. No tenía nada de hostil. Pasó solamente que no me lo esperaba y por tanto no acerté a atraparlas. Las llaves se me escurrieron de las manos y cayeron en la acera.

Me agaché para recogerlas, y cuando me estaba levantando, con las llaves en la mano, vi que Billy y Leila me dirigían su conmiseración, como si yo hubiera recibido un trato injusto.

Y aunque solamente era Billy quien me había tirado las llaves, parecía que quisieran disculparse los dos.

6

A pesar de las muchas conexiones que tenía con la ciudad de Pittsburgh, solamente había estado una vez. De manera que ahora me sentía un poco en alta mar, sentado al volante de nuestro taxi de la Checker y buscando la forma de salir de Pittsburgh.

En la recepción del hotel se les habían acabado los mapas para regalar, pero una tal señorita Caan, después de consultar un mapa de carreteras, me había dibujado un plano en una hoja de papel del hotel. El plano me había parecido perfectamente claro mientras lo leía en el vestíbulo y, en teoría, seguía pareciéndomelo. El problema era que la realidad de la ciudad le restaba claridad.

Las calles que fui cogiendo serpenteaban como ríos, y sus nombres cambiaban sin razón aparente, igual que en París. En una manzana se llamaban de una manera y en la manzana siguiente de otra. Yo subía por unas calles más empinadas que ninguna de las que hubiera visto en San Francisco y luego volvía a bajar por ellas en busca de una travesía que no aparecía por ningún lado.

Por fin, ya fuera por accidente o por un proceso de eliminación, acabé poniendo rumbo al oeste por una calle (apropiadamente) llamada Western Avenue. Crucé el río Ohio por el puente de Wiend y allí, al otro lado del puente, me encontré la carretera estatal 51 en dirección sur.

De acuerdo con el plano que me había dibujado la señorita Caan, lo único que tenía que hacer era seguir por la 51 hasta llegar a Uniontown.

Encendí un cigarrillo y pisé el acelerador.

Dejamos atrás Pittsburgh rápidamente.

De camino hacia Uniontown, hasta me permití contemplar el paisaje, porque la señorita Caan me había avisado de que la ruta que había elegido para nosotros era la que tenía mejores vistas.

Hice lo posible para disfrutar del paisaje. De las colinas. El campo abierto. Las arboledas otoñales.

Cruzamos el Monongahela por el puente de Elizabeth (a la altura del pueblo de Elizabeth) y, pisando suavemente el acelerador para aumentar la velocidad sin alarmar a Leila, puse la directa hasta nuestro siguiente destino, Uniontown.

7

Los Checker son coches muy espaciosos. Te dejan sitio de sobra para estirar el cuello, las piernas y los brazos.

Leila va sentada delante conmigo, pero no a mi lado. Esto no pretende ser ninguna crítica. Simplemente está aprovechando todo el espacio que le ofrece el asiento delantero para ponerse cómoda. Para estirarse.

Tiene la mejilla apoyada en la palma de la mano derecha, que a su vez está pegada a la ventanilla cerrada del coche. Su cuerpo está desplegado hacia mí. Tiene las piernas dobladas, y los montículos de las rodillas por debajo del vestido resultan provocativos. No paro de pensar que voy a estirar el brazo para tocárselos, muy suavemente, pero no lo hago.

No sé por qué.

Tal vez sea porque no estoy seguro de si mi deseo de tocarle las rodillas es realmente un deseo de tocárselas o bien un deseo de demostrar que puedo hacerlo si me da la gana.

Pero no estoy seguro de si quiero.

Espero con impaciencia a que se aclare la situación. A que un impulso irresistible me obligue a llevar la mano a sus rodillas.

Ella parece estar demasiado lejos. A pesar de lo cerca que está su cuerpo, ella está muy lejos.

Billy va en el asiento de atrás, y también está tan lejos que, en lugar de ir en el coche con nosotros, parece que nos esté siguiendo.

A veces acierto a verle la cara por el espejo retrovisor.

8

De vez en cuando supero la velocidad permitida, y cuando Leila empieza a ponerse tensa y a mostrar señales de alarma, vuelvo a aminorar la marcha. Lo hago a fin de tener controlado el ambiente del coche y evitar que se cueza nada.

Pero ¿que se cueza qué?

Acelero hasta tener a todo el mundo pendiente de lo que hago y luego vuelvo a aminorar la marcha.

Durante un rato, unas cuantas millas de vistas, el ambiente regresa al statu quo.

Y luego algo empieza a cocerse otra vez.

Y yo reacciono pisando a fondo el acelerador.

Al acabar el día de hoy los espera un final feliz y voy a hacer lo que haga falta para impedirles que lo estropeen.

9

Mantengo un flujo continuo de parloteo superficial.

Fluye de mí igual que el vino blanco de una botella.

Tengo acceso instantáneo a los millones de bits de información que hay almacenados en mi memoria. Todo lo que va desde la escuela primaria hasta la escuela de posgrado y más allá. Casi todo lo que he leído alguna vez en el New York Times. Los genocidios. Los musicales. Las películas. Los deportes de la sección de deportes. La información científica del suplemento de Ciencia. Las dietas. Los tiroteos desde coches. La emergencia de las modelos de pasarela como personajes famosos. La evolución del baloncesto y la instauración del base y el ala-pívot como piedras angulares del juego.

Los episodios, los incidentes, los encuentros, los diálogos, las reuniones de guión, los desayunos, almuerzos y cenas de mi vida entera.

Todo está aquí.

Para mí no significa nada pero está todo aquí, y me dedico a usarlo mientras conduzco a fin de entretener, distraer y entablar conversación.

No existe jerarquía alguna de importancia, no hay dictadura de temas, no hace falta tender puentes entre las diversas cuestiones.

Mientras fumo y conduzco, los agasajo con la crónica en curso de mi vida y mi época.

10

A unos veinticinco kilómetros pasado Uniontown, cogimos la carretera estatal 381 en el pueblecito de Farmington.

Desde Farmington, según la señorita Caan, solamente quedaban otros veinticinco kilómetros hasta la Fallingwater House de Frank Lloyd Wright.

Árboles, bosques enteros, a ambos lados de la carretera. Bandadas inesperadas de pájaros que se elevaban desde los campos.

Íbamos por una carretera asfaltada y estrecha de dos carriles, llena de curvas. Por ella se conducía de maravilla.

Los tres, a aquellas alturas, estábamos ya un poco alelados. Nos echábamos a reír a la mínima provocación. Cuando no había provocación alguna, recuperábamos desesperadamente provocaciones del pasado de las que nos hubiéramos reído y nos volvíamos a reír.

Cité de nuevo los muchos errores de lenguaje de Billy cuando era niño. Bee, bee, oveja negra, ¿tienes algún lobo para mí? Las alegres comadrejas de Windsor.

El tráfico de la 381 se hizo más denso. Conductores domingueros disfrutando del paisaje. Parejas jóvenes. Parejas entradas en años. Coches llenos de niños.

Yo los iba adelantando y veía nuestro reflejo en las miradas de la gente a la que dejábamos atrás. Éramos la viva imagen de una de aquellas familias felices que a veces uno se encuentra en la carretera.

Cuando pasamos por un pueblecito llamado Ohiopyle, el nombre bastó para que me entrara una risa histérica. A Leila le desaparecieron por completo los ojos de reírse con tanta fuerza. A Billy se le saltaron las lágrimas.

Cruzamos el río Youghiogheny riendo como locos.

Adelanté a unos cuantos coches más mientras la carretera giraba rápidamente hacia el este.

Y luego, al doblar una curva sin visibilidad, tuve que frenar de golpe, con chirrido de ruedas incluido para no toparme con el coche que tenía delante.

Delante de aquel coche había otros en fila, casi tocándose entre ellos.

No pude ver cómo de larga era la cola porque un poco más adelante la carretera viraba a la derecha y desaparecía.

11

No es más que algo que está ralentizando el tráfico, pensé para mis adentros. Algún turista admirando el paisaje, o un coche con la correa del ventilador rota que hay que empujar para sacarlo de la carretera.

Seguro que enseguida nos ponemos en marcha.

Les transmito esta opinión a Billy y Leila y ellos se muestran de acuerdo.

Todos estamos de acuerdo. En cualquier momento nos pondremos en marcha.

Enciendo un cigarrillo y pienso que nos pondremos en marcha antes de que termine de fumármelo.

12

Nuestro estado de ánimo alelado y divertido queda temporalmente suspendido. Está ahí, al ralentí, igual que el motor del coche, listo para que lo recuperemos.

13

Mientras nos movíamos, el humo de mis cigarrillos se escapaba del coche por las ventanillas, pero ahora se acumula dentro. Leila se lo aparta de la cara con la mano. Yo le propongo apagar el cigarrillo, pero dice que no hace falta.

Lo apago de todas maneras.

14

A mi lado de la carretera, los coches de la fila están casi tocándose. Sin embargo, el carril del otro lado está completamente desierto. No viene ni un solo coche.

Todo está completamente inmóvil. Todo salvo esas nubes parecidas a crisantemos.

No dejo de dar golpecitos suaves con el pie en el acelerador para que no se me cale el motor. Esto podría convertirse muy fácilmente en un tic nervioso. Tengo que asegurarme de que no suceda.

15

Delante de nosotros, un par de conductores salen de sus coches. Tirándose de los pantalones hacia arriba. Remetiéndose los faldones de la camisa. Exmilitares seguramente, que ahora parecen candidatos perfectos para un casting de técnicos de lavadora.

Intentan averiguar qué está causando la retención.

Unen fuerzas y van caminando juntos hacia el punto donde la carretera gira a la derecha.

Se detienen. Inspeccionan el territorio que hay más adelante. Niegan con la cabeza.

Regresan paseando a sus coches, comunicándonos a los demás por medio de gestos exagerados y operísticos que no tienen ni idea de qué está causando la retención.

16

Sigo dando golpecitos al acelerador. El estado de ánimo y el ambiente de nuestro coche están cambiando. El nuevo ambiente se va imponiendo lentamente, y yo no sé qué hacer con él.

Mi única esperanza es que nos pongamos en marcha otra vez.

Y pronto.

17

El coche que tengo delante se está convirtiendo a marchas forzadas en un elemento permanente del mobiliario de mi vida.

Es un Buick Riviera de color burdeos.

La pareja que hay dentro del coche tiene un perro al que le he caído simpático.

Yo intento no mirarlo, porque no me gusta su pinta, pero me cuesta no mirarlo porque él no deja de mirarme a mí.

Aparece, desaparece y reaparece.

Ya vuelve a estar ahí.

Y el maldito bicho me está mirando fijamente.

Es un perro pequeño y flaco, blanco y negro. Debe de estar de pie sobre las patas traseras en el asiento de atrás. Lo único que le veo son la cabeza y las patas de delante a través de la luna trasera.

18

Estoy desesperado por fumar, pero me contengo por consideración a Leila.

Por supuesto, tengo la opción de salir del coche para hacerlo, pero ya no estoy cómodo dejándolos a los dos solos.

19

Una vez más empiezo a detectar señales de su plan. Se están preparando para encararse conmigo por algo.

Yo me dedico a encender y apagar la radio.

Le doy a la bocina fingiendo que ha sido sin querer.

Digo algo.

Digo algo más.

Lo que sea con tal de distraerlos.

20

Estoy enzarzado en una valerosa lucha contra una sensación inexplicable de soledad. Parece una sensación equivocada y antinatural. ¿Cómo puedo sentirme solo cuando estoy aquí sentado en compañía de las dos únicas personas a las que quiero? Si tengo una familia, es ésta. Si alguien me quiere, son estos dos.

Todas las evidencias en contra de la soledad me favorecen, y sin embargo me siento más solo que nunca.

Ya vuelve a estar ahí ese puñetero perro.

21

Hace años reescribí un guión que ya había sido reescrito una vez (y que después sería reescrito otra vez por un equipo de marido y mujer), perteneciente a ese género, nuevo por entonces, que es el «cine de amiguetes mafiosos».

Ahora me viene a la cabeza con todo lujo de detalles una escena en concreto.

Dos mafiosos se llevan a dar una vuelta en coche a un tercero. Los tres son amigos pero el tercero tiene que morir.

Y lo están llevando a dar una vuelta en coche a un sitio que han acordado para matarlo.

Por el camino se dedican a contar chistes y a hablar de partes diversas de la anatomía femenina, tal como se suele hacer en esta clase de escenas, sin que su amigo condenado a muerte tenga ni idea, por supuesto, de que está embarcado en su último viaje.

Simplemente están dando una vuelta en coche, pasándoselo en grande.

Y de repente (esto fue aportación mía) les toca pararse en un cruce con la vía del tren.

Sin embargo, debido únicamente a que se ven obligados a hacer una parada imprevista, la atmósfera del coche cambia. Los chistes que estaban contando, las bromas y las risas que habían marcado el compás del viaje en coche, de pronto resultan poco naturales y fuera de lugar.

Tony, que es como se llama el cabeza de turco, Tony Russo, empieza a notar que algo va mal. Sus dos amiguetes no dicen gran cosa, pero él nota la corriente de fragmentos silenciosos de frases que discurre entre ellos (o eso escribí yo en mis acotaciones). Y mientras están los tres esperando a que pase el tren, se da cuenta de cuál es el plan verdadero.

22

Me acuerdo ahora de Tony porque me están agobiando las mismas sensaciones que le adjudiqué en las acotaciones de la escena.

El pánico. La soledad. La perplejidad ante el terror que le producen esos dos tipos a los que quiere. Su familia.

Yo me siento igual.

Leila y Billy me van a golpear con algo. No sé qué es, pero sospecho que me va a doler.

A pesar de las capas de grasa que me cubren el cuerpo, lo tengo tenso y duro, esperando el golpe.

Si agarro el volante con un poco más de fuerza, los dedos se me romperán como galletas saladas y se me caerán sobre el regazo.

23

Jamás me ha provocado ansiedad alguna la posibilidad de una guerra nuclear.

Lo que me aterra de las bombas atómicas no es su potencial de destrucción sino más bien cierta característica de ellas, que es que en cuanto se inicia la reacción en cadena dentro de la bomba, ya no se puede parar.

Y todo lo que sea irreversible me genera terror.

Siento las corrientes de comunicación entre Leila y Billy. Entre el asiento delantero donde está sentada ella (no del todo a mi lado) y el asiento trasero donde está sentado él.

Sin mirarse entre sí, y sin hablar, se están comunicando.

El susurro que hace Billy al recolocar el cuerpo.

La tosecilla que deja escapar.

El suspiro que Leila reprime a medias.

Billy está abriendo y cerrando la tapa del cenicero del asiento de atrás.

Leila, que estaba desplomada sobre el asiento delantero, se incorpora.

Se dedica a mirarse las manos y a frotarse y toquetearse con el pulgar de una los dedos de la otra.

En cualquier momento levantará la vista y me mirará.

Me preparo.

Ella levanta la cabeza y la vuelve un poco para mirarme.

La mirada que me dirige es suave como el cachemir.

Tiene los ojos, o parece tenerlos, inundados de lágrimas.

Y luego, con esa voz ronca que yo asocio con el sonido de su risa y con recuerdos de tiempos más felices, me dice:

—Oh, Saul.

El sonido de mi nombre, tal como lo dice, me sacude como si fuera un ataque al corazón.

24

—Oh, Saul —fue lo único que dijo.

Y a mí me golpearon la belleza y la tragedia de aquellas palabras.

A fin de cuentas, no es habitual oír el sonido verdadero y sin abreviar del nombre de uno. Sucede, si es que sucede, una o como mucho dos veces en la vida.

En aquel «Oh, Saul» oí un catálogo de todos los nombres de todos los hombres que yo había intentado ser.

El dolor fue casi insoportable.

Y, sin embargo, era consciente de que si la dejaba continuar, vendría más dolor. Ella solamente estaba empezando.

25

Ojalá pudiera decir que lo que vino a continuación lo causó algo que se rompió dentro de mí, y que por tanto fue el resultado de haber perdido el control.

Por desgracia, no fue el caso.

No se rompió nada. No quedaba nada que romper.

Me puse a soltar alaridos.

—¡Oh, Saul! —vociferé.

Mi grito, chillido o alarido abortó el discurso de Leila. Ella hizo una mueca de espanto y se apartó de mí. Le dirigió una mirada aterrada e interrogativa a Billy, que seguía sentado atrás, y recibió de él alguna respuesta, o no.

—¡Oh, Saul! —vociferé.

El único pensamiento que tenía en la cabeza (porque era capaz de pensar y soltar alaridos al mismo tiempo) era escaparme de allí.

Escaparme del punto al que habíamos llegado.

De la carretera en la que estábamos.

Del dolor que sentía.

Tenía la esperanza de que cuando nos pusiéramos por fin en movimiento, eso me proporcionaría algo que me distrajera del dolor. Que me distrajera de todo. De manera que nos puse en marcha.

Encajonado entre coches, atrapado en una sentencia interminable de vehículos, tomé la decisión de salir de allí.

Giré la llave del contacto, pisé el acelerador y embestí al coche que tenía delante, justo cuando el perrillo estaba asomándose a la luna trasera. A continuación di marcha atrás y golpeé al coche que tenía detrás.

Tuve que repetir el procedimiento varias veces hasta que los conductores de los coches en cuestión, pese a sus despliegues respectivos de furia viril, me dieron el suficiente espacio para largarme.

Como no podía seguir hacia delante, hice un viraje en redondo y, con el carril entero para mí solo, volví por donde habíamos venido.

De vuelta a Pittsburgh.

Como si allí nos esperara el final feliz que yo había diseñado para nosotros tres.

Como si las consecuencias irreversibles de las cosas se pudieran eludir mediante un hábil giro de 180 grados en una carretera de dos carriles del sudoeste de Pensilvania.

26

Conduje deprisa. Mi propósito era conducir lo bastante deprisa como para alejar de nuestras mentes cualquier historia de dentro del coche que requiriera explicación o exposición.

Yo no podía parar de aullar mi nombre, y una vez empecé, tampoco pude parar de llorar.

Iba haciendo pucheros, sollozando, lamentándome y llorando de frustración y de dolor por no ser capaz de invocar con el sonido de mi voz aquella resonancia parecida a un tañido que había tenido mi nombre al pronunciarlo Leila.

«¡Oh, Saul!», me dedicaba a vociferar.

«¡Oh, Saul!», me dedicaba a chillar.

Pero lo único que me salía era un sonido vacío.

Como de un solo dedo dando golpecitos a una sola tecla de piano.

Y daba igual cuánto me esforzara por descubrir alguna intimidad biográfica con todos aquellos Sauls que había intentado ser en el pasado, me resultaba imposible.

El público, en aquel caso Leila y Billy, tenía (sospechaba yo) una comprensión mucho más profunda y personal de lo que yo estaba viviendo que yo mismo.

No es que las conexiones que yo tenía con mi pasado hubieran sido cortadas o perjudicadas de ninguna manera, sino más bien que aquellas conexiones no transmitían nada.

Mi memoria seguía intacta. Incluso en aquellas circunstancias estresantes en las que me veía (vociferando mi nombre, llorando y conduciendo a toda pastilla), podía evocar a mi antojo cualquier episodio de cualquier época de mi vida.

Corría una tarde de verano de cuando yo tenía tres o cuatro años. Una mujer alta y corpulenta vino a visitar a mi madre. Llevaba un vestido de lunares de manga larga, y como ella era tan alta y yo era tan pequeño, se elevaba por encima de mí como si fuera una majestuosa torre de lunares. Se detuvo en la cocina al verme, sonrió y me dijo:

—Mira quién hay aquí. Tú debes de ser el niño de la señora Karoo, Saul.

Me pasé el resto del verano caminando por ahí como si me hubieran nombrado caballero a tan temprana edad. Estaba listo para la vida. Era el niño de la señora Karoo, Saul.

—¡Oh, Saul! —vociferé, llorando como un idiota, no porque aquel recuerdo de infancia significara mucho para mí, sino porque no podía conseguir que significara nada.

»¡Oh, Saul! —chillé—. Oh, el niño de la señora Karoo, Saul.

Leila y Billy estaban sentados en silencio, sin mirarme y sin decir nada. A estas alturas ya eran como rehenes, bien paralizados de puro miedo o bien decididos a no hacer nada para no provocar en mí una conducta todavía más extrema.

27

El coche se aferró a la carretera y yo me aferré al volante del coche con ambas manos, aullando.

La carretera parecía contar con una corriente propia que nos hacía ganar velocidad sin que yo hiciera nada.

Como si fuera un río que aceleraba a medida que discurría.

El único coche que había conducido que me recordaba a aquel taxi de la Checker era un viejo Packard Clipper que había llevado con un amigo en el verano del 59.

Había fumado cigarrillos Pall Mall todo el tiempo.

La idea de que hubiera existido el verano del 59 ahora me pareció uno de los grandes prodigios del mundo.

Yo tenía la edad de Billy.

—¡Oh, Saul! —vociferé.

Pero el sonido de mi nombre, al pronunciarlo yo, carecía de resonancia. Era como soltar un guijarro en un estanque con el agua a prueba de ondas.

Billy y Leila estaban sentados en silencio, sin mirarme a mí ni mirar por la ventanilla ni mirarse entre ellos.

Parecían congelados en pleno aullido.

Me di cuenta de que pensaban que había perdido la cabeza.

Y no los culpé por pensarlo, ni siquiera me lo tomé a mal.

Simplemente me habría gustado que tuvieran razón.

Por desgracia, la mente humana no se desquicia con tanta facilidad como cree la mayoría de la gente.

De manera que allí estábamos los tres, lanzados como bólidos por una carretera que hacía solamente un rato habíamos recorrido en dirección contraria.

Por delante de nosotros, la mar estaba despejada hasta donde alcanzaba la vista.

Muy por encima de nuestras cabezas, aquellas nubes parecidas a crisantemos iluminados por el sol recorrían el cielo del sudoeste de Pensilvania.