CAPÍTULO 8

1

Suena el teléfono.

Lo cojo, todavía medio dormido.

—Diga —digo con una voz que me resulta ajena.

Es Cromwell al otro lado de la línea.

Su voz, a diferencia de la mía, se ha duchado, se ha afeitado y rebosa vitalidad.

¿Qué, qué pasa?, me pregunta. Que no le diga (todavía no le he dicho nada) que estaba durmiendo. ¡A estas horas! Ja, ja, ja, se ríe, sonando a toque de diana de un campamento de instrucción. ¡Que sigo en la cama a estas horas!

—No. —Me defiendo lo mejor que puedo—. No, no, no, no estoy en la cama.

Carraspeo y busco a tientas unos cigarrillos que no parece que estén por aquí.

—El desayuno, hombre. Es la hora del desayuno. Te estoy esperando abajo. Recibiste mi mensaje, ¿verdad? Venga, pues, ponte la ropa y baja, libertino de los cojones. Ja, ja, ja.

Y me cuelga sin dejar de reírse.

Miro qué hora es. Son las nueve y cuarenta y cinco.

No me importa llegar tarde a una cita para desayunar que ni concerté ni acepté.

Voy de un lado para otro a toda prisa. Me quedé dormido en el sofá tal como iba vestido, o sea que no me hace falta vestirme, pero no encuentro ni mi zapato izquierdo ni mis cigarrillos. Mis prisas están impregnadas de futilidad. Da igual lo mucho que me apresure, ya no podré llegar a tiempo. No puedo recuperar el tiempo que he perdido.

En primer lugar, encuentro mis cigarrillos y el zapato izquierdo, y luego, fumando, me meto rápidamente en el cuarto de baño principal.

Leila no está, pero no tengo tiempo para preguntarme por qué ni tampoco dónde puede estar.

No hay tiempo para ducharme ni afeitarme, aunque sí tengo que cepillarme los dientes.

Con el cepillo de dientes en una mano y un cigarrillo encendido en la otra, procedo a cepillarme, con espuma de pasta de dientes hasta en las comisuras de la boca.

Tengo una sensación de ardor en el pene, pero no tengo tiempo para relajarme ni para considerar que es probable que necesite mear. A mi edad ya no se puede confiar en las señales fisiológicas que me manda el cuerpo. Mi próstata es una fuente de desinformación continua. De manera que en realidad no sé si tengo que mear o no. Solamente sé que no tengo tiempo de averiguarlo con seguridad.

Salgo corriendo de la suite y recorro a toda prisa el largo pasillo que lleva al ascensor. Por el camino tengo tiempo de preguntarme dónde está Leila, pero no para encontrar una explicación verosímil de su desaparición.

—Lo más seguro es que simplemente haya…

Y sigo corriendo.

2

El restaurante del vestíbulo del hotel es grande y está casi hasta los topes. Los manteles son blancos, los camareros son circunspectos y van bien vestidos, y el ambiente es formal. El aroma de la comida, del beicon y del sirope de arce me sumen en un dilema. ¿Estoy muerto de hambre o lleno? No hay forma de encontrar respuesta.

Busco con la vista a Cromwell y no me hace falta buscar mucho ni durante mucho rato.

Ahí está.

Hablando. Su cabezota está hablando con alguien que hay sentado a su mesa. Está activado. La corriente fluye por él. Está sonriente, riendo, extendiendo la mano por encima de la mesa para explicar algo.

Todavía no he recorrido ni la mitad del comedor cuando Cromwell nota que me acerco. Su cabeza, no el resto de él, solamente su cabeza, como si fuera el panel de mandos de un televisor gigante con la base giratoria, se vuelve en mi dirección. Me ve. Me examina. Me agrega.

Me saluda con la mano y me sonríe.

Yo le devuelvo la sonrisa y le saludo con la mano.

3

Somos tres sentados a la mesa, Cromwell, yo y la nueva concubina de Cromwell.

Su nueva concubina es un joven negro.

Un hombre negro muy joven, muy delgado y muy apuesto. Tiene la piel clara, más tirando a marrón claro que a negro, pero Cromwell está decidido a que a mí no se me escape que es negro. Ni tampoco al joven. Así que se pasa el desayuno entero usando frases innecesarias solamente para mantener vivo el tema de la negritud del chico.

«Como te dirá mi joven y negro amigo…».

«Aunque es joven, mi negro amigo ha vivido mucho más que…».

«Mi joven y negro amigo…».

La repetición se vuelve opresiva.

El rasgo más llamativo del joven son sus ojos. Son igual de enormes que los ojos de los santos bizantinos, y de un color azul tan oscuro que casi parecen violetas.

A pesar de su juventud, está perdiendo cabello. A su recatado semiafro le están saliendo entradas.

Tiene una expresión de astucia en la cara, como un anuncio de que está tan bien informado y tiene tan por la mano las cosas mundanas que nadie puede tomarle el pelo.

No le cabe duda alguna de que lleva las de ganar en la partida que está jugando con Cromwell.

Su nombre, que no es Brad, se me va de la cabeza en cuanto me lo dicen. Por lo que a mí respecta, se llama Brad.

4

—¡Doc! —Cromwell se pone de pie para darme la bienvenida—. Maldita sea, Doc, me alegro de verte, aunque pareces la resaca personificada, viejo granuja.

Nos abrazamos.

—Siéntate, siéntate —me dice—. Tienes pinta de que te cuesta horrores estar de pie. —Se ríe y me da una palmada en la espalda—. Menuda juerga te corriste anoche, ¿eh?

—¿Qué puedo decir? —respondo, y me encojo de hombros, representando con ese gesto lo poco que me pesa esa reputación que me precede.

—¿Qué te dije? —le dice Cromwell a Brad—. ¿No te dije que bajaría con resaca?

Con esa sola frase consigue halagarnos a los dos. A mí me halaga el hecho de que haya sacado tiempo de su apretada agenda para hablar de mí en mi ausencia, y a su joven y negro amigo lo halaga al recordarle que le ha contado los detalles íntimos de mi vida.

Se trata de una exhibición magistral de un anfitrión magistral. Nos halaga a los dos sin despeinarse y a continuación sigue a lo suyo.

—Es que me alucinas —me dice, y después le dice a Brad—: es indestructible. Ha sido así desde que lo conozco. Este hombre es una leyenda…

Viene un camarero. Cromwell se pide un plato de fruta con yogur natural y una tostada sin mantequilla y Brad una tortilla de queso azul.

Sigo sin tener ni idea de qué pedir, pero Cromwell acude en mi rescate.

—Creo que nuestro amigo no va a pedir nada de comer. —Sonríe al camarero—. Si no me equivoco, empezará con un Bloody Mary —dice Cromwell, y se vuelve hacia mí en busca de confirmación.

Yo asiento una vez con la cabeza, como si la magnitud de mi resaca hiciera impensable asentir dos veces.

5

Resulta relajante interpretar la imagen que Cromwell quiere que interprete.

Me había olvidado de lo mecánicamente cómodo que es ser una mera imagen en lugar de un ser humano.

No es la falta de fuerza de voluntad lo que me impele a representar esa farsa de imagen que se me pide que represente.

También presenta ventajas.

Necesito tomarme un respiro de ser.

Creo que todo el mundo necesita tomárselo de vez en cuando.

Por mucho que anoche no estuviera borracho y esta mañana no tenga resaca, la imagen de escritorzuelo con resaca resulta tan cómoda que al adoptarla experimento esa paz que se siente al tomarse un respiro temporal de todo el significado que atosiga mi vida.

De Leila y de Billy, que tanto significan para mí.

De toda la comprensión que he tenido que mostrar en los últimos meses.

Me bebo el Bloody Mary, me fumo mi cigarrillo y me pongo en manos de Doc. Doc ha arreglado y adelgazado tantos guiones y a tantos personajes, ha trasplantado tantas columnas vertebrales a las vidas de esos personajes y ha provocado tantos finales felices que ahora quiero que haga lo mismo conmigo. Arréglame, Doc. Y si tienes que cortar, córtame por donde quieras, pero arréglame, Doc.

Seguimos hablando.

Nuestra conversación es digna de una tertulia televisiva.

Se trata de una conversación con ritmo, con un ritmo muy antiguo, del que participan hasta las risas. Todo es melifluo y polifónico, un masaje acústico a la mente. No hay contenido propiamente dicho, pero el tono es tan agradable que se convierte en el contenido.

No hablamos ni lo bastante fuerte como para molestar a la gente de las mesas que nos rodean ni tampoco con la discreción necesaria como para no tener público.

Nuestra imagen de grupo se ve reforzada por el hecho de que somos dos hombres blancos y uno negro (prácticamente un chaval) compartiendo la misma mesa. Eso habla bien de nosotros. Hace que nos sintamos y seamos como embajadores de alguna causa humanitaria, de la armonía racial cuando menos. Y si el joven negro de nuestra mesa es la concubina de Cromwell, la imagen que proyectamos no lo demuestra.

Se celebra algo en nuestra mesa, tal vez la vida, o tal vez el hecho de que formamos parte de la industria del espectáculo, esa religión que le da unidad a nuestra época.

6

Aquí estoy, desayunando con Cromwell y con su joven y negro amigo porque me han pedido que viniera y yo he venido. He venido corriendo, pero mi presencia aquí no tiene más razón de ser que el que sea testigo de cómo Cromwell se folla a su joven y negro amigo.

A fin de justificar mi presencia, de vez en cuando se menciona el tema del preestreno de esta noche. Cromwell lo aborda y lo abandona a su antojo.

Me cuenta que todas las señales indican que tenemos un gran éxito entre manos.

—Toca madera —me dice, sonriendo, y da un golpecito en la mesa con los nudillos.

El boca oreja sobre la película es inmejorable. Sus amigos y hasta sus enemigos de Los Ángeles no paran de llamarlo para preguntarle cuándo la pueden ver.

La campaña de publicidad, construida en torno a la frase publicitaria «El amor, ese gran pasatiempo americano», está yendo de maravilla. Él ya ha hecho las pruebas de mercado de la frase y han dado mejores resultados todavía que el título de la película.

Será un éxito inesperado, no le cabe la menor duda. Una película de arte y ensayo que gustará al gran público.

Como si se le acabara de ocurrir ahora mismo, se dirige a Brad y le cuenta que esa frase hay que agradecérmela a mí.

Yo protesto. Le explico que no es más que algo que me salió. Yo no tenía ni idea de que podía ser una frase publicitaria hasta que Cromwell me dijo que lo era.

El joven y negro Brad se nos queda mirando con sus enormes ojos azules bizantinos que me recuerdan a retratos de santos cristianos.

Nuestras bromas, la forma en que destacamos los méritos del otro con tanta naturalidad y generosidad, la forma en que Cromwell me da palmaditas en el hombro y la forma en que yo respondo, todo presenta los rasgos encantadores de una amistad antigua y estrecha. De una relación profesional pero también personal. Proyectamos una imagen atractiva, la imagen de dos hombres con talento que se aprecian mucho, y a este Brad negro, me doy cuenta, le resulta agradable estar sentado con nosotros y formar parte de nuestra camaradería. No advierte, por supuesto, que yo detesto (abomino, odio, maldigo) a Cromwell, pero ¿por qué iba a darse cuenta él, cuando, a la hora de la verdad, no me doy cuenta ni yo?

La enorme frente de Cromwell y el poder que ésta contiene no me tienen a mí como objetivo. Yo estoy presente en calidad de simple distracción del asunto verdadero de este desayuno de trabajo, no soy más que un observador con quien se puede contar para que presencie cómo Cromwell se folla a Brad en público. Para un hombre como Cromwell, follarse a alguien en privado, allí donde únicamente fueran conscientes de la transacción él y su víctima, sería una pérdida de tiempo. ¿Por qué molestarse en follarse a alguien si no hay testigos?

—Mmm. —Cromwell saborea su desayuno.

Con el tenedor coge trocitos de fruta fresca de su plato, los baña en su cuenco de yogur natural y se los mete en la boca.

—Mmm.

La fruición con que come el desayuno hace que me cuestione mi odio por él. Hace que me cuestione mi mismo derecho a odiarlo. Me resulta antiamericano odiar a alguien a quien le encanta lo que hace y le chifla quien es.

No tengo ni idea de qué clase de apetito sexual tiene Cromwell hacia el Brad que está sentado a nuestra mesa, ni tampoco qué parte de la vida de Brad se quiere follar. Lo único que sé, porque conozco a Cromwell y porque a mí se me ha follado en muchas ocasiones, es que quiere follarse a ese chico negro, follarse algo que tiene dentro, o bien follárselo para conseguir algo de él, y que quiere que yo vea cómo lo hace mientras desayunamos.

Le tiene ganas a la vida de ese chaval negro.

El chaval es una especie de niño prodigio.

Autodidacta. Dejó los estudios en cuanto pudo. Se puso a trabajar en pequeños teatros. Luego empezó a leer guiones para un teatro fuera del circuito comercial bastante grande, donde se convirtió en dramaturgo. Cromwell lo conoció en el estreno de una obra en aquel mismo teatro y, en palabras de Cromwell, se quedó inmediatamente prendado de él.

«Me di cuenta enseguida de…».

«En cuanto nos pusimos a hablar, supe que…».

«En mi mente no hubo duda de que él…».

Y etcétera.

Es todo muy reciente, pasó hace poco más de una semana. Cromwell le propuso que fueran a cenar. Y fueron a cenar. Luego Cromwell le pidió que viajara con él a Pittsburgh para ver el preestreno de La goleta de la pradera. De manera que ahora Brad está en Pittsburgh, desayunando con nosotros.

¿Es el artista que hay en Brad lo que Cromwell quiere follarse? ¿O tal vez quiere follárselo para sacarle al artista de dentro? (A Cromwell se la ponen dura el arte y los artistas de todas clases). O tal vez la ofensa de Brad sea que no necesita a Cromwell. A Cromwell se la pone durísima la gente que no lo necesita.

—Necesito a alguien como él en mi oficina —me cuenta Cromwell, para que su joven y negro amigo pueda estar ahí sentado y absorber todo el placer de que se hable de él—. De verdad. Necesito las ideas de los jóvenes. Y sobre todo de los jóvenes negros. Es muy fácil aislarse y distanciarse de la realidad, con esta vida tan blanca que tengo, pero en las películas que hago siento la responsabilidad de representar no solamente la cultura del gran público blanco, sino también la experiencia de la gente negra. Pero tú ya sabes todo esto, Saul. Te lo he contado más de cien veces…

(Es la primera vez que lo oigo, pero asiento con la cabeza).

—Pero es que yo no sé nada de cine —dice el proyecto de Brad—. Ni siquiera me gusta el cine, en serio.

—¿Y quién puede culparte porque no te guste toda la porquería que corre por ahí? Si te gustara, no estaríamos aquí sentados. Y en cuanto a que no sabes nada de cine, sabes más de lo que crees. ¿Quieres saber quién sabe mucho de cine? Pues todos esos licenciados en cine con sus másters y tal. Ellos sí que lo saben todo del cine. Ahora mismo tengo a uno trabajando para mí y es un desastre. No tienen ni el valor ni el instinto visceral que a mí me hace falta. Pero tú sí. Esa obra de teatro que produjiste…

—Pero si no la produje yo. Lo único que hice…

—Venga ya, hombre. No juguemos. La produjiste tú y lo sabes muy bien. Era tu obra.

—Pero era una obra, no una película. De verdad que no sé nada de cine —dice, aunque sin la convicción de antes—. Soy un animal teatral, eso es lo que soy.

—Si hay algo que necesita nuestra cultura es una inyección de ese espíritu animal, de esa vitalidad cruda que posees, no como atributo sino como esencia de quien eres. Y esa esencia es la esencia del arte, tanto del cine como del teatro, las obras radiofónicas, el rap o la ópera. —El poder y la autoridad con que Cromwell habla le salen con la misma facilidad con que a un líder político que ha salido elegido por una diferencia aplastante de votos le sale su discurso de aceptación del cargo. Da la impresión de que él conoce esa grandeza que tienes dentro pero que eres demasiado tímido para reconocer.

Después de todas las veces que Cromwell se me ha follado a mí de la misma manera, ahora los contemplo fascinado. Es como ser follado otra vez.

Follado por tener que observar esto.

Debería intervenir, pienso para mí mismo.

Y la cosa sigue.

Cromwell ya no alude a mí, ni me mira, ni se da por enterado para nada de que estoy en la mesa. Sabe que sigo aquí. Sabe que lo estoy observando todo. Es lo único que necesita de mí. Ese ligero extra de energía que solamente te puede otorgar un público.

Cromwell mordisquea con esmero pedacitos de su tostada sin mantequilla y se dedica a hacerle desvergonzadamente la pelota a Brad. Le hace la pelota de forma tan descarada que hasta Brad se da cuenta.

Y Brad, consciente de que el otro le está haciendo la pelota, se dedica a poner cara de astucia, como si eso lo hiciera inmune al ataque de Cromwell.

Como si pudiera ver lo que esconde Cromwell con esos hermosos ojos bizantinos de color violeta.

A Cromwell le encanta que veas lo que esconde.

«Eso que tú tienes —le dice Cromwell— es algo tan escaso que…».

«No es solamente que tengas talento —le dice—, sino que también…».

«Podrías ser el primer hombre negro en la industria del cine que…».

Y le va ofreciendo una imagen tras otra. Y Brad las va rechazando todas con un encogimiento de hombros o una sonrisa o una cara de astucia divertida.

Y cada rechazo le confiere a Cromwell una idea más precisa de la imagen que necesita para encerrar a su joven amigo en la tumba.

—Mira —le dice Cromwell, y el tono de su voz sugiere que entiende y acepta de antemano la negativa de Brad—. Mira —le dice—. A ti te ha ido bien sin mí y a mí me ha ido bien sin ti, y apuesto a que a los dos nos seguiría yendo perfectamente sin el otro. Pero ésa no es la cuestión. Entiendo tus reticencias. Hijo, tú estás hecho para ser un joven guerrero negro. No te estoy contando nada que no sepas cien veces mejor que yo, ni tampoco te voy a mentir y decirte que será fácil ser un joven guerrero negro en la industria del cine. Porque no lo será. Nuestro país, nuestra sociedad y toda la estructura corporativa blanca de la industria del ocio tienen puesto el piloto automático para aplastar al joven guerrero negro en cualquier lugar donde aparezca. De manera que tengo que admitir que una parte de mí, la parte racional, te diría que no te acerques a este mundo, por tu propio bien. Sin embargo, hay otra parte más profunda de mí que sabe que cuando los jóvenes guerreros negros dejan de aparecer en la sociedad…

Noto un cambio en Brad.

Detecto una reevaluación interior.

La imagen de sí mismo como joven guerrero negro le resulta atractiva. Esas palabras han tocado una fibra sensible.

La imagen se le adhiere igual que un parásito se adhiere al organismo que le hace de anfitrión.

Con un solo vistazo desde abajo, Cromwell contempla a su nuevo Brad negro, que salta a la vista que por fin está a su alcance.