CAPÍTULO 7

1

Al ir a registrarnos en la recepción del hotel me encontré con que me esperaban tres mensajes telefónicos. Dos eran de Cromwell. El primero me pedía que lo llamara nada más llegar. El segundo me informaba de que había salido a cenar y me decía que habláramos por la mañana. «¿Desayunamos?», me preguntaba.

Yo no me esperaba que Cromwell estuviera en Pittsburgh un día antes.

El tercer mensaje era de Billy, pero no había mensaje. Solamente el aviso de que había llamado. Pero ¿desde dónde había llamado? En el papel de color rosa del aviso de llamada no constaba más que su nombre y la hora de la llamada, poco más de quince minutos antes de que llegáramos nosotros.

Por si se daba el caso poco probable de que hubiera cambiado sus planes de viaje y hubiera llegado al hotel antes que nosotros, le pregunté a la recepcionista si mi hijo se había registrado ya. Me dijo que no. De manera que le dejé el mensaje de que me llamara en cuanto llegara.

Eran casi las ocho de la noche. Su avión, si cumplía el horario previsto, no llegaba hasta las nueve. Tal vez me había llamado desde Boston. Tal vez venía con retraso y no quería que me preocupara.

—Seguramente será eso —convino Leila.

Yo, por supuesto, no pude evitar pensar que, si no fuera por el tiempo que me había pasado esperando a que saliera la bolsa de mi ropa, habría llegado al hotel a tiempo de contestar su llamada. Pero, como no quería culpar indirectamente a Leila de nada, me guardé aquel pensamiento.

No íbamos a discutir por una tontería. No iba a haber discusiones ni rencores de ninguna clase entre nosotros.

En calidad de maestro de las ceremonias que se avecinaban, lo primero que tenía que hacer era controlarme a mí mismo y mis estados de ánimo.

Puede que hubiéramos perdido el feliz ritmo de nuestro viaje, pero eso no quería decir que tuviera que estar de morros y agobiado. Lo reemplazaría con otro ritmo todavía más feliz que construiría yo.

Si me pasaba de la raya, era porque no había otra forma de hacerlo.

De manera que me volví agresivamente divertido, entretenido e irresponsable.

Me camelé a la jovencita del mostrador de recepción y me hice amiguete de ella.

Me camelé al botones que nos llevó el equipaje y me hice amiguete de él. Me puse a rememorar con él (mientras subíamos en el ascensor) los días de gloria de los Pirates y los Steelers. A Franco Harris. A Joe el Salvaje Greene. El Telón de Acero. ¡Y qué decir de los Pirates! Con su maravilloso lema: ¡Somos una familia!

—Te lo aseguro, hijo —le dije—. Ya no volveremos a ver un equipo como aquél.

Le dije literalmente eso.

2

El color naranja, naranja tostado para ser exactos, hacía la función de tema unificador de la decoración de nuestra enorme y lujosa suite.

Además del enorme dormitorio (con la colcha de color naranja tostado), teníamos un enorme salón comedor con una mesa de madera oscura de cerezo en el medio. El tablero de la mesa relucía igual que un lago helado bajo la luz de la luna. Sobre el centro colgaba una lámpara de cuentas de cristal.

La enorme sala de estar (con las cortinas de color naranja tostado) iba de punta a punta de la suite. Tenía forma de rectángulo largo y estrecho y se podía entrar en ella por cualquiera de sus extremos. Si te apetecía, podías circunnavegar la suite, entrando por una punta y saliendo por la otra y luego reaparecer allí donde habías empezado.

Por toda la suite había lámparas de distintas formas, tamaños y estilos, algunas con regulador de intensidad y otras no. Todas las lámparas venían en sutiles variaciones del naranja tostado y convertían la sala en un bosquecillo de luces anaranjadas.

Había dos cuartos de baño adicionales, además del anexo al dormitorio.

Había tres televisores distintos y un minitelevisor instalado en la pared del baño.

Floreros de todos los tamaños y formas, con distintas clases de flores.

Espejos estratégicamente colocados por todas partes.

Ceniceros por todos lados. Te podías fumar un paquete entero de tabaco sin usar dos veces el mismo cenicero. Y casi tantos teléfonos como ceniceros.

Las paredes de la suite estaban cubiertas de cuadros abstractos de distintos tamaños y formas. La misma clase de cuadros abstractos que se encuentra en las sedes corporativas de las empresas multinacionales. Arte abstracto pero que no es la abstracción de nada en concreto. Un arte distante de todo. Un arte sin credo, sin creencias, sin política, sin ideología, sin región y sin país. Tal vez fuera universal.

3

Yo era incapaz de callarme.

Como ya no había nadie más a quien camelarme y de quien hacerme amiguete, me dediqué a camelarme a Leila y a hacerme su amiguete.

Era como si estuviera intentando venderme a ella, o bien venderme a mí mismo, no sé cuál de las dos cosas.

No sabía si tenía el control de lo que estaba haciendo o si se me había ido por completo de las manos. Parecía haber pruebas suficientes para justificar cualquiera de ambos supuestos.

No es que no parara de farfullar porque estuviera enamorado del sonido de mi voz, como les pasa a muchos. Era lo contrario. Mi voz, que me salía un poco más aguda y mucho más fuerte de lo normal, me rechinaba en los oídos. Parecía que no hubiera forma de detenerme, como no fuera pegándome un tiro en la cabeza.

Mis razones para comportarme de aquella manera resultaban bien demasiado obvias o completamente inexplicables, no estaba seguro de cuál de las dos cosas.

Lo poco que teníamos que hacer, en realidad, que hacer físicamente, lo hicimos muy deprisa. Llevábamos tan poco equipaje que lo deshicimos en cuestión de minutos. Por lo menos mi parloteo, mientras vaciábamos las bolsas, estaba conectado a algún punto de referencia real.

Mientras Leila colgaba el vestido que se había comprado para el estreno, me puse a rememorar cómo se había resistido a ir a comprarlo.

Me pregunté en voz alta, mientras sacaba el esmoquin de la bolsa de la ropa, si todavía me cabría. Al cabo de unos minutos, me eché un vistazo en la pared de espejos del cuarto de baño principal y, dándome unas palmaditas en la barriga, me reí e hice algún comentario amablemente sarcástico sobre mi figura cada vez más voluminosa.

En cuanto deshicimos el equipaje y no nos quedó nada por hacer, mi parloteo, por pura necesidad, se divorció y se despegó de todo lo que no fuera la necesidad continua de narrar mi existencia.

Me puse a improvisar.

A improvisar de la misma forma en que una vez había visto improvisar a un actor en el teatro, cuando otro actor secundario no había entrado en escena en el momento que le correspondía. Recuerdo haber sentido mucha lástima por aquel actor. Me producía una soledad terrible estar charlando como si me quisiera hacer amiguete de la mujer a la que quería. Era como improvisar en medio del vacío.

4

A diferencia de mí, Leila era la viva imagen de la compostura. Como si de pronto nos hubiéramos intercambiado los papeles en relación con los acontecimientos que nos habían traído a Pittsburgh. Ya no había ni rastro de toda la ansiedad que le pudiera haber producido en Nueva York el estreno de su película, y ahora en cambio esa ansiedad la representaba yo. Y de la misma forma en que antes había estado en posición de «comprender» lo que ella estaba viviendo, ahora ella parecía «comprender» lo que me estaba haciendo parlotear sin parar.

Su forma de responder a mi comportamiento consistió en contemplarme con piedad silenciosa y, si no ando equivocado, con una especie de comprensión cariñosa. Su mirada tenía la expresión de una madre que reconforta a una criatura infeliz.

«Tranquilo, tranquilo, Saul», parecía estar diciéndome mientras a mí me caían palabras y frases de la boca como si fueran pelotas de ping-pong saliendo de un bombo de la lotería.

Hizo unos cuantos intentos discretos y dolorosamente diplomáticos de irse a la otra punta de la suite, bien lejos de mí, y darme así la oportunidad de tranquilizarme, pero yo la seguía de una habitación a otra, del dormitorio al salón comedor y del salón comedor a la sala de estar, farfullando sobre esto y lo otro.

Sobre las vistas que había desde nuestra sala de estar.

—Es una lástima, en serio —seguí farfullando—, que no hayamos llegado un par de horas antes, porque entonces podrías haber visto la confluencia de los ríos bajo la puesta de sol. Es una vista espectacular. Espectacular de verdad. Ya lo verás. Mañana por la mañana veremos salir el sol y te aseguro que será algo que no olvidarás nunca. Yo no lo he olvidado desde que lo vi por primera vez ya hace años desde este mismo hotel. No tenía ni idea de lo que había allí porque me había registrado en el hotel por la noche, tarde. Pero por la mañana abrí de golpe las cortinas y delante de mis narices tenía una de las vistas más preciosas…

Ella se quedó allí de pie escuchándome con aquella expresión de compasión por lo que yo estaba viviendo.

Yo no tenía ni idea de qué era lo que estaba viviendo, ni de por qué, pero ella sí. O eso parecía. Y como ella sí lo sabía y yo no, porque de alguna manera nos habíamos intercambiado los papeles, también daba la impresión de que era ella quien me había traído a Pittsburgh para presentarme ante alguien. De que el maestro de ceremonias no era yo sino ella.

Aquella impresión, y mis cábalas sobre cuál sería la naturaleza de dichas ceremonias, me volvió todavía más locuaz.

5

Cuando un hombre está esperando a que pase algo, no hay choza, oficina, apartamento, rincón ni recodo en el mundo que no se convierta en sala de espera.

Llevaba muchísimo tiempo esperando a Pittsburgh y ahora me veía esperando en Pittsburgh.

Esperando a que finalizara mi parloteo compulsivo.

Esperando a que se presentara Billy.

Preguntándome qué lo estaría entreteniendo, y preocupándome, y como no podía ni preocuparme ni hacerme preguntas en silencio (confiaba en que fuera una incapacidad transitoria), me preocupaba y me hacía preguntas en voz alta.

Al principio, Billy únicamente se retrasaba un poco. Farfullé que el viernes era el día con más tráfico aéreo de la semana y que por eso había retrasos.

—Sé por experiencia personal, por todo lo que he volado, que si me dieran a elegir no volaría nunca en viernes. Los sábados son el mejor día con diferencia para coger un avión. A menos que estemos hablando de fines de semana festivos, Acción de Gracias, Navidad y tal, en cuyo caso…

Mientras hablaba, había seguido a Leila por todos los rincones de la suite. Al final, dándose cuenta tal vez de que iba a seguirla sin importar adónde fuera, renunció a intentar escapar de mí y se sentó en medio de la enorme sala de estar. Y allí estaba sentada ahora, como si no tuviera ni intención ni fuerza alguna para volver a moverse.

Me senté delante de ella, sin dejar de parlotear.

Entre nosotros había una mesilla auxiliar rectangular de cristal. Estábamos sentados en butacas idénticas. Leila tenía las piernas encogidas debajo del cuerpo y un cojín de color naranja tostado sobre el regazo. Sus manos, extendidas como si fueran un libro que estuviera leyendo, descansaban sobre el cojín. Cuando no levantaba la vista para verme hablar, se dedicaba a contemplarse las manos, tal como había hecho en el avión.

La expresión de su cara cuando levantaba la vista hacia mí era siempre la misma, o una nueva variación sobre el mismo tema. En realidad no era ninguna expresión. Era pura apertura. Una apertura tan grande que contenía todas las posibilidades. El terror o bien la alegría de contemplar una riqueza tan infinita en otro ser humano, no estaba claro cuál de ambas cosas, me volvía todavía más locuaz.

Ya eran las diez pasadas. No es que Billy llegara tarde, es que llegaba una hora y media tarde y seguía sin haber rastro de él.

A aquella hora ya deberíamos haber estado los tres en mitad de la cena.

Le pregunté a Leila si quería que llamara al servicio de habitaciones. Si quería picar algo mientras esperábamos.

Ella negó con la cabeza.

¿Un aperitivo o algo?

No, sonrió y negó con la cabeza.

—No entiendo qué le puede haber pasado —le dije.

Se encogió de hombros.

Y luego, en algún momento, pasé de preocuparme por Billy a farfullar sin sentido sobre él. Sobre el chaval tan maravilloso que era. («De chaval nada, está hecho un gigante, ¿verdad? Ja, ja, ja»). Sobre lo orgulloso que estaba de él. Sobre lo mucho que lo quería.

—No ha sido fácil para él, de verdad que no. Tener la clase de padre, o de ausencia de padre, que le ha tocado tener todos estos años. Y, sin embargo, yo lo he querido siempre. Siempre. Lo que pasa es que… No lo sé. Algo me impedía darle ese amor. Pero todo eso ya pasó, gracias a Dios. Este último año hemos desarrollado una relación muy estrecha. Él me lo cuenta todo y yo se lo cuento todo. No podemos tener una relación más estrecha. Estamos así. —Entrelacé los dedos—. En serio.

Yo hablaba casi al borde de las lágrimas, bien por la intensidad de mis sentimientos por él o bien por la frustración que me producía el no poder parar.

Tranquilo, tranquilo. La compasión maternal de aquella mirada que Leila me dirigía desde abajo me inundó. Tranquilo, tranquilo, Saul.

Mientras me oía a mí mismo y trataba de encontrarle algún sentido a lo que estaba diciendo, como si fuera un mero espectador imparcial, me dio la impresión de que la persona en cuestión (yo) se estaba defendiendo ante un tribunal. Que lo que estaba diciendo en realidad era lo siguiente: a pesar de mis defectos, soy un buen hombre y no merezco que me hagan daño.

Por favor, no me hagáis daño, parecía estar suplicando con mis extensas parrafadas.

La idea de que estuviera defendiéndome y suplicando me intrigó. Aquí hay algo, pensé. Algo muy revelador. Pero luego me olvidé por completo del tema.

La siguiente vez que me pregunté (en voz alta) qué hora era, ya había pasado otra hora.

De pronto, la suite de lujo en la que Leila y yo seguíamos esperando parecía un velatorio.

Un torbellino de síntomas se adueñó de mí, y hasta el último de ellos se puso a buscar expresión. Me habrían hecho falta media docena de bocas para darles voz a todos.

Pánico. Desesperación. Dolor. Una especie de furia. Una especie de súplica. El deseo de hacer alguna clase de pacto.

Luego me acordé de un incidente del pasado y lo saqué a colación a fin de serenar mi mente angustiada.

Saqué a colación España. Sotogrande. El viaje de Leila y Billy a Ronda.

—¿A Ronda? —preguntó Leila, perpleja por la relación que podía tener Ronda con lo que estaba pasando ahora.

—Esto es igual que Ronda. —Estaba casi gritando, de tanto que me excitaba la semejanza—. ¿No te acuerdas? Os largasteis los dos a Ronda y no me llamasteis cuando me teníais que llamar. Me pasé la mitad de la noche despierto, preocupándome y preguntándome qué os habría pasado. Imaginando accidentes terribles en los que os matabais los dos. En cualquier caso, esto es igual. Ahora estoy aquí sentado, preocupándome y preguntándome por Billy cuando lo más seguro es que no haya motivo de preocupación. Estoy seguro de que el retraso de Billy tiene una explicación simple, igual que había una explicación simple por la que no me llamasteis cuando me teníais que llamar.

Me aferré a aquella comparación como si mi salvación dependiera de ella. Y solamente para demostrarle a Leila y demostrarme a mí mismo que ya no estaba preocupado, me puse a hablar de España en general, de aquella extraña somnolencia, de aquella enfermedad del turista que había contraído mientras estábamos allí.

—No sé qué fue, sigo sin saberlo, para serte sincero, pero no podía despertarme ni aunque me fuera la vida en ello. Me acuerdo de que no paraba de beber aquellos dobles expresos dobles, hasta que me pareció que…

Sonó el teléfono. O mejor dicho, sonaron todos los teléfonos de nuestra suite. Los dos del dormitorio. El del cuarto de baño principal. El del salón comedor. Y los tres de la enorme sala de estar donde estábamos sentados.

Tardé varios segundos en ponerme en movimiento. El timbrazo de los teléfonos me había hecho callar, y me sentía tan aliviado de no estar farfullando que casi quería dejar la llamada sin contestar para no tener que ponerme a hablar otra vez.

Pero, por supuesto, cogí el teléfono, y con la voz repentinamente ronca, de tanto hablar, dije:

—¿Diga?

Era Billy.

—Billy —le dije—. Maldita sea, Billy, me tenías…

Conseguí callarme y dejarle hablar. Sentí que el sonido de su voz viva conmutaba la sentencia de desgracia que mi mente angustiada le había impuesto. Me eché a llorar.

Leila se puso de pie y me indicó por gestos que se iba a la cama. Me deslizó la mano por el hombro al marcharse. Era un gesto cariñoso, lo de deslizarme la mano por el hombro de aquella manera, pero a mí me tocó la fibra sensible y me arrancó un estremecimiento involuntario.

6

La llamada telefónica fue breve, apresurada y al grano. Billy me llamaba desde abajo. Acababa de llegar. Había venido en coche desde Boston. ¿En coche? Sí, le había pedido prestado el coche a un amigo. Le apetecía conducir. Había tenido un percance con el coche de camino, algo relacionado con la tapa del distribuidor, y me había llamado para avisarme de que llegaría tarde. Sentía haberme preocupado. Me dijo que lo sentía mucho. Su tono era más de fatiga que de arrepentimiento, lo cual resultaba comprensible, igual que era comprensible que se fuera directo a la cama. Pero yo no podía permitírselo. No podía esperar a la mañana para verlo. Necesitaba verlo esta noche. Ahora. Y se lo dije. Él me dijo que pasaría un momento por nuestra suite. Pero que estaba muy cansado.

—Pues claro que lo estás —le dije yo.

Nuestra reunión en mi suite fue casi tan breve y apresurada como nuestra conversación telefónica.

Cuando abrí la puerta y lo vi, me quedé sin habla, y eso que para alguien en mi estado quedarse sin palabras requería una estampa poderosa.

Y Billy la ofrecía.

Se había cortado su encantador pelo largo. Del todo. Ahora iba tan rapado que se le veía más cuero cabelludo que pelo.

Y tenía barba de dos días.

Los ojos vidriosos e inyectados en sangre.

Llevaba un abrigo militar lleno de botones. El abrigo era demasiado estrecho para sus espaldas anchas y las mangas demasiado cortas para unos brazos tan largos.

Tenía más pinta de llamarse Boris que Billy, y de ser un desertor de algún equipo de baloncesto búlgaro en busca de asilo político.

Lo abracé. No sé a quién estaba interpretando, ni qué imagen estaba proyectando, pero seguía siendo mi chico, mi Billy, de manera que lo abracé. O por lo menos abracé tanto de él como pude a través de aquel abrigo que parecía una barricada. Él se dejó abrazar de la misma manera en que un cabeza rapada deja que lo cachee la policía.

No quiso entrar. Estaba demasiado cansado. Solamente quería saludarme.

Cuando habló me pareció detectarle olor a alcohol en el aliento.

De manera que nos quedamos en la puerta y hablamos un momento de esa forma antinatural en que habla la gente en las puertas.

Él se dedicó a mirar por encima de mi cabeza, como si examinara mi suite.

Volvimos al tema del coche.

Se lo había pedido prestado a un amigo porque necesitaba hacer un viaje largo en coche él solo.

—Para aclararme las ideas.

—¿Las ideas de qué?

—De cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—De todas las clases.

Cuando le pregunté por su corte de pelo, él se encogió de hombros.

—Me dejé llevar. No lo sé.

Era mucho más alto que yo, pero también había algo en su actitud que quería elevarse por encima de mí.

Cuando le pregunté si su habitación estaba bien, me soltó un soplido de burla. Cuando le pregunté si había cenado, me soltó un gruñido, como si la comida y el alojamiento fueran valores de clase media que él ya había dejado atrás hacía mucho tiempo.

Hacía gala de un desprecio casi punk hacia mí, mis preguntas y mis preocupaciones. Parecía tener ganas de ofender, estar ansioso por resultar desagradable, toda su representación pedía atención a gritos, pero cuando yo se la daba, él la recibía con indiferencia estudiada de patán hosco y poseedor de esa virilidad provocadora de la juventud. Yo me esperaba que él girara la cabeza en cualquier momento y soltara un escupitajo enorme sobre la alfombra del pasillo.

Su imagen no resultaba ni nueva ni original para un alumno de segundo año de Harvard, pero sí para Billy. Inesperada. Pero como era Billy (mi chaval), su afectación no me pareció ni hostil ni inquietante. Tenía algo entrañable, que a mí me apetecía mucho ir entendiendo a ritmo de padre. Lo único que parecía auténtico era su fatiga. Se le veía rendido. Como si fuera el único superviviente de una juerga legendaria.

—Tengo que dormir un poco —dijo a modo de despedida.

—Claro que sí. Ve, anda. Vete. Vete a dormir. Te veré por la mañana, ¿vale? Buenas noches, Billy.

Durante una breve fracción de segundo, nuestras miradas se encontraron mientras él daba media vuelta para marcharse y yo vi a Billy, a mi Billy, al viejo Billy al que tan bien conocía, mirándome desde el otro lado de aquella pesada armadura que era su nueva imagen.

7

Yo no estaba cansado ni tenía sueño ni hambre, aunque lo último que había comido era una merienda ligera en el avión. La adrenalina me inundaba.

En cuanto cerré la puerta de mi suite detrás de él, se abrió otra puerta en mi mente, que me condujo a un entendimiento inmediato y completo de los motivos que habían llevado a Billy a mostrar aquel aspecto y aquella conducta.

Era todo absolutamente obvio.

Un caso clarísimo.

Un caso arquetípico, de libro de texto, en realidad.

Billy no había sido capaz de rebelarse contra mí, su padre, cuando era el momento adecuado para hacerlo, puesto que yo, su padre, no había estado presente en ningún sentido real como objeto de rebelión. La única rebelión que había tenido a su disposición era odiarme, una opción que había intentado pero que le había resultado (gracias a Dios) inaceptable.

De manera que se le había formado una burbuja dentro de la psique, llena de rabietas sin explotar y rebeliones sin explorar, una burbuja de comportamiento adolescente.

El chico inmaduro se había convertido en un joven maduro por fuera, pero dentro conservaba aquella burbuja asfixiante de inmadurez.

Liberado ahora por fin, gracias a la certidumbre de mi amor incondicional por él, y seguro de que iba a quedarme en su vida, Billy era finalmente libre de reventar aquella burbuja que llevaba dentro.

Por fin, por fin, era libre de rechazarme, de rebelarse contra mí, de verme como alguien a quien suplantar en lugar de alguien a quien necesitar y respetar. Y era libre de hacerlo porque sabía que daba igual lo que él hiciera, yo lo quería y lo seguiría queriendo.

En mi opinión, lo que estaba haciendo era muy sano y necesario. Mejor que lo hiciera ahora que cuando tuviera mi edad.

Qué adecuado resultaba, por tanto, que Billy revirtiera a una conducta infantil la noche antes de que yo lo reuniera con la madre que, siendo él niño, lo había dado en adopción.

Me deslumbraba mi capacidad para entenderlo todo tan bien y de forma tan completa, y encima con tan poco esfuerzo. La comprensión manaba de mí como si fuera música de Mozart.

Me tumbé en el sofá y meneé los dedos de los pies con placer. Me planteé la posibilidad de levantarme e irme a la cama, pero el sofá era perfecto. De forma gradual, como si lo hiciera conscientemente y por pasos, me quedé dormido.