1
Como si presagiara buenas noticias, el tiempo cambió una semana antes de la vuelta de Leila. Empezó a soplar un viento fresco que se llevó la ola de calor al mar. Casi de la noche a la mañana, el aire empezó a producir sensación de otoño. Las grandes embarcaciones de vela que había amarradas en el lado norte del embarcadero de la calle Setenta y nueve empezaron a alejarse una por una, rumbo a sus puertos de invierno. Las hojas de los árboles de Riverside Park cambiaron de color. Y luego, una mañana, miré por la ventana de mi sala de estar y vi un pequeño contingente de gansos que sobrevolaban el Hudson en dirección sur en formación de uve escorada. Abrí la ventana y el viento me trajo sus graznidos fantasmales al interior del apartamento.
2
Me pasé un par de días de ajetreo preparando el apartamento y a mí mismo para la llegada de Leila. Fueron unos días felices y llenos de alegre expectación. Leila llegaba el miércoles, y como María no venía hasta el viernes, limpié yo mismo el apartamento. Pasé el aspirador. Cambié las sábanas y las fundas de las almohadas de nuestro dormitorio. Puse toallas limpias y lavé las sucias. Compré flores para la mesa del comedor. Mientras limpiaba el espejo del cuarto de baño, mi reflejo me dejó pasmado. Se me veía tan feliz que apenas me reconocí a mí mismo.
3
Además de preparar el apartamento para su llegada, también tenía un regalo de bienvenida. Había ido a la tienda de marcos Lee’s de la calle Cincuenta y siete Oeste y había hecho enmarcar aquel letrero con su nombre que había sostenido el chófer de la limusina. Encima de su nombre añadí un par de palabras con rotulador permanente negro, intentando replicar el estilo y el tamaño de las letras del nombre. Las palabras que añadí eran las que se iban a usar para su primer crédito en pantalla: Y PRESENTAMOS A.
Me aseguré de no estar en casa cuando ella llegara. Me quedé en la oficina hasta entrada la noche e incluso llamé al portero de mi edificio para asegurarme de que Leila ya hubiera llegado antes de salir a toda prisa de la oficina y coger un taxi.
Me apetecía hacerlo de aquella manera. Volver a casa y que ella ya estuviera allí era mi regalo de bienvenida para mí mismo.
4
Abrí en silencio la puerta de mi apartamento y entré. Casi al instante capté su perfume. Tal vez no fuera ningún perfume, sino el simple aroma de mi apartamento habitado en lugar de vacío, que era como lo había dejado aquella mañana. La maravillosa sensación de que allí había vida en curso y que yo podía participar de ella.
Me pregunté si acaso era aquello lo que significaba «hogar». Si acaso lo único que yo tenía que hacer era anunciar mi llegada y, de esa forma, la vida empezaría como por arte de magia.
—¿Hay alguien en casa? —llamé.
Ella salió corriendo de mi dormitorio como si fuera una racha de buena suerte. O por lo menos eso es lo que me pareció. Los brazos extendidos. Los labios abiertos. Sonriendo y gritando como una loca mientras corría hacia mí. Se lanzó como si fuera una saltadora de longitud desde por lo menos un metro y medio de distancia y literalmente me aterrizó en los brazos.
Nunca sabré cómo me las apañé para cazarla al vuelo y cómo lo hice para no desplomarme como un bolo de la bolera bajo el peso de su cuerpo. En toda una larga vida sedentaria y desprovista de logros atléticos, aquél fue mi único momento olímpico. La cacé al vuelo. Me tambaleé hacia atrás, pero la cogí y no la solté.
5
A ella la emocionó mi regalo de bienvenida, el letrero enmarcado. La emocionaron las palabras que había añadido encima del nombre. Se dedicó a pasearse por el apartamento diciendo «Y presentamos a Leila Millar» de muchas maneras distintas. Un par de veces se presentó ante mí:
—Le presentamos a Leila Millar —me dijo, y me ofreció la mano.
Yo se la estreché como si no la conociera de nada.
—He oído hablar mucho de usted —le dije.
—¿Y usted quién es? —me preguntó.
—Saul —le dije, estrechándole la mano—. Saul Karoo.
6
En Venice se había hecho un peinado completamente distinto. Se había cambiado la forma y el color. Su tono castaño se había vuelto un castaño claro descolorido, casi rubio en algunas zonas. Conociendo su aversión a la luz directa del día, yo sabía que no era efecto del sol.
Ahora llevaba el pelo más corto, redondeado y elástico. El flequillo le llegaba hasta la mitad de la frente.
Parecía más joven. Casi parecía una universitaria caminando por el campus. Casi parecía una completa desconocida.
Estaba nerviosa o rebosante de una euforia recién descubierta, costaba saber cuál de las dos cosas, y era fácil confundir la una con la otra.
Cuando se cepillaba los dientes, lo hacía con vigor, tarareando.
Cuando se sentaba, se sentaba tan deprisa que el flequillo le rebotaba contra la frente.
Cuando se levantaba, casi se levantaba de un salto.
Y cuando sonaba el teléfono, tenía que refrenarse de ir corriendo a cogerlo, como si se olvidara momentáneamente de que estaba en mi apartamento.
7
Los primeros días no tuvimos relaciones sexuales. Parecía que ella estuviera demasiado nerviosa o demasiado eufórica, o bien, como pasó una noche, que tuviera demasiadas cosquillas para el sexo. Lo que practicamos, en su lugar, fue preliminares, aunque hablando estrictamente no eran preliminares sino un fin en sí mismo. El aspecto de Leila, el sonido de su risa, la forma en que entornaba los ojos al sonreír, todo me daba ganas de besarla. Y no solamente de besarla, sino de importunarla con besos, igual que uno no se puede contener de importunar con besos a una criatura irresistiblemente encantadora. Yo la importunaba a menudo de esta manera. Jugábamos al amor. Lo convertíamos en un juego. Yo la perseguía por el apartamento como si fuera un aspirante a monstruo. Ella corría, pidiendo ayuda a gritos hasta que la atrapaba. Por fin la besaba una y otra vez hasta que le entraban las cosquillas y se escurría para escaparse de mis brazos, riendo y pidiendo ayuda a gritos otra vez. Me recordaba a cuando Billy era niño y jugaba con él.
8
Esta noche, gracias a las muchas pequeñas señales que me está mandando Leila y que estoy recibiendo, sé que por fin vamos a volver a hacer el amor. Salgo del cuarto de baño tras darme una ducha de preparación y anticipación.
Leila está acostada desnuda en mi cama. Se queda mirando cómo me acerco. Los dos estamos completamente desvestidos, pero ella está desnuda. Su desnudez es tan total que en comparación con ella me siento del todo vestido, o por lo menos vestido con mi pasado y con mis planes para Pittsburgh.
Me observa.
No sé adónde mirar, de lo desnuda y abierta que está y de lo blanca que es.
Las luces están encendidas. A ella le gusta que estén así cuando hacemos el amor. A mí no. Pero como a ella le gusta tenerlas encendidas, y como yo la quiero, las dejo encendidas. No es que las luces me importen demasiado. Pero es que cuando la veo así no sé adónde mirar.
Su apertura, su desnudez, son demasiado para mí, y por eso deja de ser apertura. Se convierte en otra cosa. Sus ojos, por ejemplo. Los tiene tan abiertos (mientras me mira) que no me están diciendo nada. No son como un libro abierto sino como un libro abierto por todas las páginas al mismo tiempo. Están tan abiertos que me lo están diciendo todo. Absolutamente todo. Pero me resulta imposible entender todo lo que me están diciendo. De manera que el efecto que tiene en mí esa apertura es exactamente el mismo que si me estuviera escondiendo algo.
Parece un pensamiento antinatural, pero es que una apertura así acaba siendo el camuflaje supremo.
No es una idea que me guste tener mientras camino hacia el cuerpo desnudo de la mujer a la que quiero.
Pero no hay tiempo para analizar esa idea y sus implicaciones. Las cosas se han puesto en marcha y ahora estoy comprometido con el acto amoroso que tenemos entre manos.
Al besarla, cierro los ojos. Ya no veo nada. Siento un alivio tremendo. Y no paro de besarla.
9
Un par de veces por semana hablábamos por teléfono con Billy, yo por el teléfono de la cocina y Leila desde el supletorio del dormitorio. No es que hubiera ninguna norma que dijera que lo teníamos que hacer así, pero siempre lo hacíamos igual.
Nuestras conversaciones resultaban interminables chácharas banales, y muy placenteras. No tenían ni forma ni plan. No eran más que charla. La vida en Harvard. Las clases a las que asistía. Las que le gustaban. Las que no. Un par de alusiones inevitables al estreno de la película de Leila en Pittsburgh. Billy le preguntaba a Leila si estaba nerviosa y Leila le contestaba: «¿A ti qué te parece?».
Aquellas llamadas telefónicas tenían algo muy placentero. El hecho de estar los tres en la misma línea telefónica. Su naturaleza de reunión electrónica. La rotación de hablar y escuchar.
Pero también se produjo, o por lo menos llegó a producirse después de unas cuantas conversaciones, una reacción extraña y totalmente injustificada por mi parte. Cada vez que yo salía un momento de la conversación, para encender un cigarrillo o simplemente por cortesía, para no monopolizar la conversación, cada vez que me quedaba sentado en la cocina y los escuchaba hablar a ellos dos, tenía la incómoda sensación de estar haciéndolo a hurtadillas. No era así, por supuesto. Sabían que yo estaba en la línea con ellos. No hacían más que bromear. Intercambiar comentarios jocosos. Tenis telefónico. Hablaban de qué clase de esmoquin tenía que alquilar Billy para el estreno. Tradicional o moderno. Hablaban del vestido que Leila llevaría en el estreno y de las excusas que ponía para no haberlo comprado todavía. Cosas así. No era el contenido de sus bromas, sino más bien el tono de sus voces, lo que me incomodaba y me hacía sentir como un espía repugnante que se dedicaba a escuchar clandestinamente sus conversaciones privadas. Para librarme de aquella sensación tan desagradable, terminaba entrometiéndome en su charla aunque no tuviera nada que decir. Solamente para recordarme a mí mismo que en aquella línea estábamos los tres al mismo tiempo.
10
Para el estreno, hice limpiar y planchar mi viejo esmoquin —llevaba un año colgado sin que nadie se acordara de él— y lo guardé en el armario dentro de una bolsa de plástico de la tintorería. Cuando se lo enseñé a Leila, ella pareció genuinamente, casi infantilmente, emocionada ante la perspectiva de que la acompañaran al estreno de su película en Pittsburgh «dos hombres apuestos», tal como nos llamaba a Billy y a mí, vestidos de etiqueta.
Leila nunca había estado en ningún evento donde los hombres llevaran esmoquin y las mujeres vestidos de noche.
Comprar el vestido que llevaría Leila para el estreno resultó ser toda una minisaga.
—Sí, sí, sí. —Ella se mostraba de acuerdo conmigo. Tenía que comprar algo realmente especial para la ocasión. «Uno de esos vestidos que solamente se llevan una vez en la vida». Así lo describía.
Nos pasamos horas discutiendo qué clase de vestido tenía que ser. Hablamos de colores, tejidos y estilos. Hasta consultamos varias revistas de moda en busca de «ideas».
Pero ella no mostraba intención alguna de salir a comprarlo. Al día siguiente. Ya iría al día siguiente.
—Lo prometo —decía.
Pero el día siguiente llegaba y nada. Y también el siguiente. Cuando volví a mencionarlo, ella pareció cansada del tema.
Daba igual, decidí yo. Aunque Leila no se comprara y se pusiera un vestido especial, no habría problema. Estaba claro que la naturaleza del acontecimiento que la aguardaba se encargaría de consagrar la velada como la más feliz de toda su vida.
Pero cuando yo ya había renunciado al vestido y a la imagen misma de los tres vestidos de etiqueta, ella me volvió a descolocar.
Quería un vestido de novia, aunque moderno, sin nada tradicional. De hecho, no tenía nada en particular de vestido de novia, salvo la tienda en que lo vendían. Pero tal vez fuera aquello lo que había llamado la atención de Leila.
Le llegaba hasta la pantorrilla y era un poco más largo por detrás que por delante. En otra época lo habrían denominado un vestido de cóctel. Era blanco. De satén blanco o alguna tela parecida. Elegante. Luminoso. Tenía una de esas texturas que parecen inmunes a las manchas. Me imaginaba perfectamente que le caía encima una copa de vino y el vino formaba cuentas y resbalaba sobre la tela hasta caer al suelo sin dejar ni rastro tras de sí.
—¿Qué te parece? —me preguntó Leila.
—Es maravilloso —le dije.
—¿Te gusta?
—Me encanta.
Ella resplandeció de alegría, como si yo hubiera legitimado su inspiración.
Había que arreglárselo. En teoría tenía que haber dos sesiones de arreglos, pero creo que Leila se las ingenió para que hubiera cuatro. Le encantaba ir a probárselo. Cuando iba estaba encantada de todo. De ella misma. De mí. De la vida. Yo tenía planeado que después de Pittsburgh le compraría vestidos de diseño exclusivo cada mes para que pudiera pasarse el año entero yendo a arreglárselos.
11
Cuando el vestido estuvo listo, la encargada de la tienda nos llamó y se ofreció para traérnoslo a casa. Pero Leila no quiso. Dijo que quería ir a recogerlo ella. Luego, sin embargo, no mostró intención alguna de ir. Pasó un día. Dos. Tres. Por fin, el día antes de viajar a Pittsburgh, conseguí que se activara. Iríamos a recogerlo los dos. Ella aceptó, pero luego postergó la expedición hasta última hora del día. Era jueves y por suerte la tienda estaba abierta hasta tarde. Llegamos a las ocho y media, media hora antes de que cerraran.
Nos dieron a elegir entre una caja o una bolsa para llevarlo. A Leila le daba igual. Se limitó a encogerse de hombros.
—Bolsa —dije yo.
La encargada asintió con la cabeza e hizo una reverencia, como si me elogiara por mi sabia elección del recipiente.
Al salir (la encargada nos acompañó a la puerta y nos la aguantó mientras salíamos) yo llevaba la bolsa de plástico echada al hombro.
La Quinta Avenida estaba desierta. Era esa hora de transición en Nueva York. La gente que salía a cenar ya estaba en los restaurantes. Los que iban a ver conciertos y espectáculos ya estaban en los teatros.
Una brisa fuerte procedente del noroeste nos soplaba en la cara mientras caminábamos lentamente hacia el norte. De vez en cuando llegaba una ráfaga que despegaba el flequillo de Leila de su frente.
Pasó a nuestro lado alguien haciendo footing, aunque podría haber sido la juventud personificada. Una de esas criaturas dolorosamente hermosas (no sé si hombre o mujer), corriendo con tanta gracilidad que apenas se molestaba en tocar el suelo.
Giramos al oeste por la calle Cincuenta y siete.
No, ella no quería un taxi. Le apetecía caminar.
—¿Acompañada o sola? —le pregunté con aquel tono repulsivo de vividor que sabía que no debería usar con ella pero que a veces me resultaba imposible reprimir.
—Déjalo, por favor —me dijo ella.
Encendí un cigarrillo.
Nos detuvimos delante de la librería Coliseum de la calle Cincuenta y siete con Broadway porque Leila se había parado. Se quedó allí plantada, mirando los libros del escaparate como si no tuviera intención de volver a moverse nunca más.
Los libros del escaparate eran la habitual cosecha de superventas, de manera que no pude entender por qué Leila parecía tan fascinada por ellos.
—Debe de ser agradable —dijo por fin.
—¿El qué?
—Oh —dijo con un suspiro—, ya sabes. Todo eso. Ir a la universidad. Tener compañero de habitación en la residencia. Caminar por el campus. Hablar de tal y cual y sentirse listo.
Yo no tenía ni idea de por qué estaba sacando aquel tema. Entendía que alguien como ella, que no había acabado el instituto, pudiera tener una idea tan romántica de la universidad, pero me parecía completamente incongruente que hablara de la educación superior mientras miraba aquellos superventas del escaparate. Aunque en realidad tal vez no estuviera mirando aquellos libros en concreto. Tal vez fueran los libros en general, la imagen de tantos libros juntos, lo que le había hecho pensar en las lagunas de su vida.
—Pues a mí ir a la universidad tampoco me pareció tan maravilloso —le dije.
—Claro. Y a los millonarios tampoco les parece que el dinero lo sea todo —dijo, sin mirarme.
—No hay nada que lo sea todo —terminé por decir, aunque solamente tenía una idea muy vaga de qué quería expresar con aquellas palabras.
—¿Has leído a Flaubert?
Estuve a punto de reírme. Viniendo de ella me parecía una pregunta estrafalaria.
—¿Te refieres a Gustave Flaubert? —No pudo resistir preguntar un pequeño pedante odioso como yo.
Ella me miró con arrugas de preocupación en la cara. Estaba claro que creía que había muchos Flauberts y que yo los conocía a todos.
—No lo sé —dijo ella—. El que escribió ese que se supone que es el mejor libro que hay.
—¿La mejor novela, quieres decir?
—Sí, novela. ¿Qué he dicho? Ah, sí, libro. Novela. Quería decir novela.
—¿Qué te ha hecho pensar en eso ahora?
—No lo sé. —Ella se encogió de hombros y se pasó la mano por el flequillo.
—Es algo muy discutido —le dije a Leila— cuál es la mejor novela que se ha escrito nunca, Madame Bovary de Flaubert o Anna Karenina de Tolstói. Hay quien piensa que la mejor de las dos es Madame Bovary por su relativa brevedad y precisión, y por el tratamiento implacable que hace del tema. Sin embargo…
Podría haber continuado así un buen rato, y de hecho continué. Al final, Leila decidió que tenía que leerse las dos. La librería todavía estaba abierta, así que entramos.
Yo sabía bien cómo estaba organizada aquella librería y dónde encontrar los libros que queríamos comprar.
Había letreros claramente impresos, como si fueran epígrafes de capítulos, señalando las distintas secciones de la tienda. HISTORIA. BIOGRAFÍA. RELIGIÓN. CIENCIA. PSICOLOGÍA. NARRATIVA. LITERATURA. VIAJES.
Algo raro me entró mientras paseaba por la tienda con Leila hacia la subsección de Literatura que llevaba por título Clásicos. Tal vez fuera el recuerdo de las muchas librerías y bibliotecas de mi vida. Una sensación como de vértigo hizo no tanto que la librería se pusiera a dar vueltas como que mi mente girara dentro de mi cabeza, creando un pequeño remolino de libros, en el centro del cual vi, como si estuviera teniendo una visión, una motita de claridad absoluta.
Si Dios en persona se revelara ahora mismo, trayendo consigo un puñado de verdades incontestables, casi todos aquellos libros se esfumarían.
La sección de Filosofía desaparecería entera.
Todos los libros sobre religión serían retirados de los estantes.
Adiós a la física y a la astrofísica. Adiós a la ciencia y al suplemento de Ciencia. Un puñado de verdades traídas por Dios haría que todos los libros sobre ciencia escritos alguna vez se volvieran completamente superfluos.
La sección de Viajes se quedaría.
Los grandes libros, las grandes obras de arte que trataban de las grandes preguntas de la vida, se esfumarían porque las grandes preguntas dejarían de existir.
Si la verdad se revelara, la humanidad y la civilización perderían su razón de ser. Era como si la humanidad fuera una respuesta biológica a la ausencia de verdad.
Si yo fuera Dios, pensé, no tendría valor para aparecer ahora. No después de que se hubieran escrito todos aquellos libros y millones más. No, no tendría valor para aparecerme a estas alturas y decir: aquí estoy. He venido a contaros la verdad y a tirar por la ventana todos los siglos que os habéis pasado buscándola. No, si Dios fuera realmente amor, no se acercaría por aquí. Ya era demasiado tarde.
La tragedia del pobre Dios solitario que había esperado demasiado tiempo para aparecerse me abrumó. Allí estaba Él, en algún lugar de los márgenes del universo en constante expansión, alejándose más y más de nosotros, separándose de nosotros a la velocidad de la luz. Y aquí estábamos nosotros, abajo, intentando averiguar la verdad, intentando responder las grandes preguntas que nos confundían porque hasta las mismas pistas que teníamos estaban equivocadas.
¿Cómo explicar el amor que en aquel momento yo sentía hacia toda la especie humana? Aquella sensación de futilidad trágica que me unía a todo ser viviente por medio de unos lazos más fuertes que la sangre y la hermandad… Y mi corazón se fue también con aquel Dios solitario de los cielos, que no podía regresar para arreglar las cosas sin cargarse de paso la humanidad.