CAPÍTULO 4

1

Tenía que ser mi última cena de divorcio con Dianah. Estaba decidido a ceñirme al asunto que teníamos entre manos y a insistir en que o bien ella cogiera un abogado o bien lo cogiera yo, o los dos. Estaba dispuesto a concederle las condiciones que ella pusiera. Por mi parte, no me opondría a nada salvo a seguir retrasando el asunto.

Para subrayar mi disposición a ir al grano, me vestí para la ocasión con un traje de los de ir al trabajo. Azul oscuro. Corbata rojo óxido. Y camisa azul claro. La expresión de mi cara era de resolución firme compensada con cierta ecuanimidad.

Habíamos quedado para cenar a las ocho en el restaurante francés de siempre. Llegué temprano, como de costumbre.

—Ah, monsieur —me saludó Claude, el maître, con esa plétora de emoción que uno asocia con peregrinos musulmanes contemplando La Meca—. Señor Karoo, qué maravilla verlo. Una auténtica maravilla. Hace muchísimo tiempo que… —continuó, antes de preguntarme cómo estaba. ¿Iba madame a reunirse conmigo esta noche?

Me agarró la mano derecha con las suyas y más que estrechármela, lo que hizo fue atesorarla un rato.

En lugar de ir a la barra, donde normalmente esperaba a que apareciera Dianah, le dije a Claude que prefería esperarla en nuestra mesa.

—Por supuesto —dijo Claude.

Él fue delante. Yo lo seguí.

En los muchos años que llevaba cenando allí, jamás había visto el local tan desierto. No había ni la mitad de las mesas llenas. O era una mala noche o nuestro restaurante francés estaba en declive. Esas cosas pasaban. Los imperios y los restaurantes también enfermaban, y en cuanto el declive empezaba, era casi imposible dar marcha atrás.

Parecía adecuado que mi última cena de divorcio con Dianah tuviera lugar en una atmósfera como aquélla.

Había varias mesas para escoger, pero la fuerza de la costumbre me hizo elegir una que estaba al lado de otra ocupada. Dos parejas de treinta y muchos o cuarenta y pocos.

Lo último que yo quería para aquella última cena de divorcio era intimidad. Tener público, aunque fuera pequeño, era parte integral del hecho de estar a solas con Dianah y de que ella estuviera a solas conmigo. Nuestra modalidad particular de intimidad exigía un público.

Llegó mi camarero y, tal como había hecho Claude, expresó su júbilo por volver a verme. A pesar de mi larga ausencia, aludió a la relación estrecha que teníamos ofreciéndome mi bebida de costumbre.

—¿Un gin-tonic para el señor? —me preguntó con una sonrisa astuta.

Odiaba decepcionarlo, de verdad, pero estaba decidido a celebrar mi última cena de divorcio con Dianah sin la farsa de hacerme el borracho y sin el truco de tener una copa en la mano. Estaba pasando página en mi vida y quería que Dianah lo supiera.

—No, gracias, Bernard —le dije—. Esta noche no.

De manera que pedí una botella grande de agua mineral nacional.

Bernard hizo una reverencia, aunque con aire funerario, y se marchó. Encendí un cigarrillo y me entregué a la conversación de la mesa de al lado.

Sus cuatro comensales estaban celebrando una especie de mesa redonda (aunque con mesa cuadrada) sobre la esvástica. La historia de la esvástica. Las variedades de esvásticas que había. Hablaban como si todos hubieran leído el mismo libro sobre el tema.

—Es un signo muy antiguo, mucho más que la cruz cristiana. Es anterior al cristianismo por… No estoy segura… Por mucho. Viene de Asia.

—¿No era maya?

—Pues la verdad es que no sé si era maya, aunque…

—Yo creía que venía del Tibet.

—La palabra es sánscrita. Quiere decir «bienestar» en sánscrito…

—Pero el signo en sí pasó a considerarse un signo de creatividad, de creación en general.

—Lo que me parece muy irónico es que en Inglaterra repartieran chapitas con esvásticas durante la Primera Guerra Mundial entre quienes superaban cierto cupo de venta de bonos de guerra. ¿No os parece…?

Llegó Bernard con mi agua mineral. Era la viva imagen de la desesperación. No solamente era una mala noche para el restaurante sino que uno de sus clientes borrachos de toda la vida acababa de pasarse de la ginebra al agua Poland Spring.

Di un sorbo de mi agua mineral y encendí otro cigarrillo.

Tuve que recordarme a mí mismo todo el tiempo, mientras esperaba a que llegara Dianah, que lo que estaba bebiendo era agua mineral, no alcohol, y que por tanto no se esperaba de mí señal alguna de embriaguez. La fuerza de la costumbre era tal que, por el mero hecho de sostener un vaso de algo con hielo en la mano, estaba a punto de representar el papel del borracho condenado. Yo no había previsto aquello. Al parecer había síntomas de abstinencia incluso cuando uno ya no era adicto a nada más que a sí mismo.

2

A las ocho y media (miré el reloj al verla), con media hora de retraso, apareció Dianah.

Estaba espectacular. Tan espectacular, y tan consciente de ello que, al venir hacia mí con aquellos andares inimitables, hizo que el restaurante pareciera abarrotado y que todas las mesas vacías parecieran ocupadas por hombres y mujeres que la escrutaban con criterio, admirando su hermoso vestido verde palabra de honor, su espectacular peinado, su porte regio y su intenso bronceado.

Su pelo rubio platino era como el cometa Halley volando hacia mí. Resplandecía más que nunca. Se lo había redorado, o replatinizado, o algo así, y su brillo feroz, sobre todo en contraste con su intenso bronceado, resultaba deslumbrante, intimidante. Era como el resplandor del matorral en llamas de la Biblia.

«No lo conseguirás», era el mensaje que su pelo, sus ojos y todo su ser irradiaban en mi dirección. «No, no y no, cielo, sea lo que sea que crees que vas a conseguir, no lo conseguirás. Hoy no. Ni mañana tampoco. Ni nunca, cielo».

Intercambiamos besos de la misma manera en que los enemigos jurados intercambian prisioneros de guerra.

Ella se tomó un momento (como si lo sacara de su apretada agenda) para contemplar el traje que yo llevaba y el agua mineral que bebía. Frunció los labios y me miró con expresión calculadora.

—No te he visto ponerte ese traje azul desde la última vez que intentaste recomponer tu vida. Te queda bien, cielo. Un poco ceñido, pero bien.

—Si eso es un cumplido, gracias.

—Si eso es un agradecimiento, de nada.

Ya cómodamente sentada, se quitó de encima la tensión con un suspiro largo y elocuente, cuyo exuberante sonido subrayó el breve silencio que se había hecho entre nosotros.

A continuación me miró con una sonrisa suntuosa. Yo la miré a ella.

Ahora los cuatro de la mesa de al lado estaban hablando de Singapur.

—Una cosa sí que os diré —dijo uno de los dos hombres—. Malasia no es la mala Asia, eso os lo aseguro.

Su broma fue bienvenida con una salva de risas apreciativas. Dianah y yo respondimos con sonrisas igualmente apreciativas en su dirección.

Ella estaba sentada delante de mí en silencio, como si estuviera posando para un retrato. Con una expresión de compasión en los ojos. De compasión por mí. Por la clase de hombre que yo era. Que había sido siempre. Y por lo que a ella respectaba, que sería siempre.

Siempre.

No es que me estuviera acusando. Se limitaba a presentarme otra vez a mí mismo, por si acaso me había olvidado de quién era.

Cuando estaba con Dianah, yo no era más que mi pasado. Sentarme a una mesa con ella era ser enviado hacia atrás en el tiempo hasta el mausoleo de nuestro matrimonio, donde, igual que en la Biblia, no se toleraban las alteraciones. Ella estaba tan segura de que mi destino era algo que ya se había producido, tan convencida de que mi carácter era incapaz de experimentar cambio alguno, que hasta yo acababa sucumbiendo ante toda aquella nostalgia narcoléptica, como quien escucha los compases de una vieja canción de amor.

Sus ojos, su sonrisa y todo su aire de astucia me invitaban a interpretar el papel que ella consideraba mi verdadera identidad. El alcohólico terminal. El marido indigno de ese nombre. El proyecto frustrado de hombre.

Su mirada contenía una promesa de devoción amorosa a ese hombre.

Y yo sentí que cambiaba para acomodarme a ella.

Al fin y al cabo, era nuestra última cena de divorcio.

¿Qué daño podía causar hacer feliz a aquella mujer, a quien me había pasado tantos años haciendo desgraciada, aceptando ahora su juicio de mi persona? Si después de tanto tiempo ella todavía tenía capacidad para apiadarse de mí, lo mínimo que yo podía hacer era mostrar la generosidad suficiente como para ser digno de esa piedad y merecerla. Solamente una vez más. Por los viejos tiempos.

La llegada de nuestro camarero, Bernard, rompió el silencio y la magia, y tras pedir primero el vino y después la cena, empezó nuestra orgía de sangre.

3

El camarero quiere servirme el vino para que lo pruebe, pero yo tapo la copa con la mano. Para mí no, gracias. Así que le sirve una copa a Dianah.

Dianah da un sorbo de vino. Yo doy un sorbo de agua mineral.

—¿No bebes?

—No, lo he dejado.

—¿En serio?

—Sí.

En el rabillo de los ojos se le forman unas arrugas ansiosas, como de migraña. Si lo que estoy diciendo es verdad, entonces toda su teoría de mi carácter condenado queda en entredicho.

—Estoy muy orgullosa de ti —me dice.

—Gracias.

—¿Cuándo lo dejaste?

—Ahora mismo —le digo—. Ésta será la primera copa que no me tome en lo que va de día.

Ella respira un poco más tranquila y sonríe.

Enciendo otro cigarrillo.

—Pues bueno —dice ella, con un suspiro—. Aquí estamos. Estoy segura de que tienes mucho que contarme. Pareces lleno de noticias y yo me muero por oírlas. Espero que no te importe que beba mientras hablamos.

—No, para nada. Bebe, por favor. ¿Cómo está el vino? —le pregunto, como si me muriera de ganas de beber una copa.

—Es maravilloso. De verdad. Le da la vuelta a la botella para leer la etiqueta.

—Bonito bronceado —le digo, y me quedo mirando su hombro moreno y desnudo—. Es uno de los bronceados de principios de octubre más espléndidos que he visto nunca.

—Gracias, cielo. Muy amable por fijarte.

Mi mirada baja rodando la colina de su hombro y se detiene por fin en el canalillo de su escote.

Conozco bien esos pechos y el corazón que late debajo de ellos.

Me recuerdan que, cuando estoy con Dianah, soy como uno de esos cárabos californianos cuyo hábitat natural ya no existe. Ver a Dianah sentada delante de mí me hace sentir profundamente desprovisto de hogar, y a la vez, gracias a cierta alquimia emocional, esa misma falta de hogar se convierte, cuando estoy con ella, en mi hábitat natural.

Los matrimonios fracasados son un prodigio. Pueden hacer que hasta la falta de hogar resulte hogareña.

Me doy cuenta (demasiado tarde) de que la única forma de conseguir el divorcio de Dianah es no estar presente cuando el divorcio tenga lugar. Estar con ella es estar casado no solamente con ella sino también con ese hombre que ya no quiero ser.

Ha sido una locura, advierto ahora, pensar que podría venir aquí con mi traje del trabajo y hablar del divorcio con ella. El mero hecho de hablar con Dianah nos hace renovar nuestros votos matrimoniales.

Podría haberme presentado con un equipo entero de abogados y esta cena de divorcio habría estado igualmente condenada al fracaso, puesto que ya lo estaba de entrada.

Levanto el brazo y le hago una señal a Bernard. Bernard viene. Le pido un gin-tonic. Él no podría estar más contento.

El hecho de que capitule y confirme que soy la persona que ella cree que soy tiene un efecto muy beneficioso en Dianah.

Ahora ya tiene el terreno libre para intentar salvarme de mí mismo.

Extiende el brazo sobre la mesa y pone su mano sobre la mía.

—Tal vez no deberías beberte esa copa —me dice.

—Claro que no debería. Pero me la voy a beber.

4

Y me la bebo.

Bebo una copa tras otra. Y entre copas engullo el vino. Cuando la botella se acaba, pido otra, y el camarero nos la trae y se marcha.

Ahora estamos hablando de mi vida, o por lo menos Dianah está hablando de ella. Y de la mujer que hay en mi vida. «Esa tal Lilly», no para de llamarla Dianah. Yo no paro de corregirla y de decirle que no se llama Lilly sino Leila. Leila Millar.

Mientras hablamos llegan más parejas y ocupan las mesas vacías que nos rodean.

—¿Y cuánto hace que conoces a esa chica?

—No es una chica, Dianah.

—Oh, lo siento. A esa mujer. ¿Cómo se llamaba?

—Leila. Leila Millar, con «a».

—¿Es su nombre real o es un nombre artístico? Porque me dijiste que era actriz, ¿no?

—Sí que te lo dije. Es actriz.

—Seguro que sí. Seguro que es una actriz brillante. Pero suena a uno de esos nombres que se ponen las starlets. Leila Millar. —Cuando sale de labios de Dianah, el nombre de Leila adquiere una cualidad ficticia, pasa a pertenecer a alguien que no conozco.

Me bebo mi copa y enciendo otro cigarrillo.

—Se llama Leila Millar —digo.

—No me importa cómo se llame —dice Dianah—, ni cuántos nombres tenga. Solamente tenía curiosidad por saber cuánto la conoces, eso es todo. Supongo que no es asunto mío lo mucho o lo poco que la conozcas. Es tu rollete. Pero me veo obligada a que sea asunto mío cuando involucras a nuestro hijo en esas patéticas aventuras tuyas. Nunca lo habías hecho. Siempre habías sido un marido completamente nefasto y un padre completamente nefasto, pero por lo menos tenías cierto decoro en tu forma de comportarte con tus furcias. Mantenías a Billy lejos de ellas. Tenías el talento de hacer cosas deplorables con cierta decencia. Pero ahora…

Por lo que a Dianah respecta estoy borracho perdido, también por lo que respecta a nuestros camareros y a la gente que está sentada en las mesas de nuestro alrededor. Pero cuanto más finjo externamente ser esa caricatura total de un marido de mierda, más claramente veo y más apego le tengo al Saul Karoo interior, ese otro Saul al que considero con cariño mi verdadero yo, ese Saul digno y lleno de amor cuya salvación y cuya síntesis lo aguardan en la confluencia de los tres ríos de Pittsburgh.

Cuanto más me presento ante Dianah bajo esa falsa luz, más cerca me siento del Saul verdadero, que es incapaz de toda falsedad y de toda mentira. Sacar al yo falso me hace ver claramente al verdadero.

El camarero sigue yendo y viniendo.

Ya me he hecho el borracho ante Dianah muchas veces, pero esta noche me siento inspirado para superarme y no ser solamente un borracho, sino también un borracho bravucón. Tal como lo veo, será la actuación con la que me despida del personaje que me he creado. Puesto que después de Pittsburgh ya no interpretaré a más impostores, esta noche puedo dedicarme a darlo todo.

Solamente lamento que esta última actuación de nuestra gira de despedida tenga lugar ante un teatro medio vacío. Pero nosotros tenemos muchas tablas, los dos. Somos profesionales del espectáculo. Que haya poco público no nos va a detener. Al contrario, es un desafío. A Dianah le mejora la voz. Se le afila. Su selección de poses gana en precisión. Aumenta el voltaje mismo de su pelo rubio platino brillante. Ya no es el matorral en llamas. Ahora es un verdadero incendio forestal. Y ella es una diva. Una diva con un vestido mortal.

Yo intento representar mi mitad de este matrimonio que estamos interpretando. Pongo toda la carne en el asador. Planeo y luego ejecuto el derramamiento de una copa llena de vino. Ningún bufón ebrio, por mucho que lo estuviera, lo habría hecho mejor. El vino se vierte sobre el mantel. La copa rueda hasta el borde de la mesa y se rompe contra el suelo. Las cabezas se vuelven para mirarnos.

El camarero viene y lo limpia todo con elegancia. Friega el suelo. Barre los cristales. Me trae otra copa. Me sirve más vino.

Y por fin Dianah y yo reanudamos al alimón la representación de nuestro matrimonio.

—Todas tus furcias —está diciendo Dianah.

Ya no nos importa que esté el camarero. Seguimos delante de él mientras nos sirve la cena que hemos elegido, medallones de venado con salsa de vino para ella y medio pollo asado con patatas fritas para mí.

—Y otro gin-tonic para el monsieur —le digo, dándole una palmadita en el hombro mientras se marcha. A mis propios oídos, por lo menos, hablo tan gangoso como si llevara una merluza de campeonato mundial.

Y, como si se dirigiera a los espectadores que han llegado tarde, Dianah vuelve a canturrear:

—Todas esas furcias, todas esas furcias tuyas…

Consigue que las eses de la palabra «furcias» chisporroteen. Dios mío, qué voz tan tremenda tiene esta noche. Nítida como una campana. La voz del general Schwarzkopf con la dicción dramática de Maria Callas. Me siento casi indigno de ser desmembrado por semejante talento. A pesar de lo asquerosamente borracho que finjo estar, siento que mi estatura crece a los ojos de los espectadores embelesados.

Notando, como lo notan todos los grandes artistas, que tiene al público comiendo de su mano, Dianah procede con su letanía de mis muchas, muchas furcias.

Las conoce a todas. Se sabe los nombres de todas las mujeres con las que me he acostado. Ella es mi memoria. Las repasa en orden cronológico, empezando por las furcias con las que me acosté durante los primeros años de nuestro matrimonio. Luego pasa a los años intermedios, y así sucesivamente.

—Mona, la furcia de Mona, la furcia de Sally, y luego están las tres Rachels, las tres, tres furcias de distintos tamaños y formas…

Y sigue, sin parar ni un segundo, creando un ritmo y una cadencia que, conociéndola, lo más seguro es que desemboque en un resumen grandioso después de nombrar a la última furcia.

—… y aquella furcia bizca, Peggy, con la que ligaste en la fiesta de los McNab.

Hace una pausa al llegar al final de la lista, y se trata de una pausa dramática. En el aire queda suspendida la pregunta: ¿qué significa todo esto? ¿Todas esas furcias? ¿Y quién es ese hombre, esa criatura, ese borracho rodeado de furcias que está sentado delante de ella, comiendo patatas fritas con las manos?

Los cuatro ocupantes de la mesa de al lado están sentados al borde de sus sillas. Quieren saber qué clase de bestia inmunda soy.

Hasta yo me muero de ganas de saberlo.

Tras crear primero y controlar después el alcance de la intriga por medio de su silencio, Dianah cambia de marcha y pasa al desenlace.

—Parece que estás buscando a alguien, cielo. A un santo grial de chica, o de mujer, o de lo que sea. El hecho de comportarte como te has comportado es una práctica triste e infantil entre los hombres en general, de manera que puedo justificar tu conducta en términos de obediencia al rebaño y falta de madurez emocional. Lo que me pica la curiosidad, sin embargo, no es tanto el hecho de que te quieras follar a todas esas furcias…

Un temblor perceptible recorre el local y todas las espaldas se ponen rígidas cuando suena la palabra «follar».

—… sino —continúa ella— el hecho de que todos esos seres desafortunados hayan querido follar contigo. Yo he follado contigo, cielo, y francamente, me deja perpleja que existan otras mujeres, aparte de mí, que te quieran tener en la cama con ellas. En mi caso, por lo menos, había factores atenuantes. Estábamos casados. Tenemos un hijo. Yo pasaba por alto tus defectos como amante con la esperanza de que algún día…

Llegado este punto estallo en carcajadas y me pierdo el resto de su acusación. No es que quiera reírme. Lo último que quiero es interrumpir a Dianah en mitad de su diatriba, pero no lo puedo evitar.

Mientras me río sin poder parar, intento asegurarle a Dianah (y a nuestros espectadores) que no me estoy riendo de nada que haya dicho ella, sino de la repentina aparición junto a nuestra mesa de un camarero que trae en brazos ese auténtico cañón de asedio que llaman el molinillo de la pimienta.

—¿Desean ustedes pimienta recién molida? —nos pregunta, y su consulta me pone histérico. Me río tan fuerte que me quedo sin aliento. Me limito a hacerle un gesto con la mano para que le dé a la pimienta.

Y él lo hace.

Y yo me río sin parar como un viejo borracho idiota en un parque de atracciones.

5

—Me alegro de que todo esto te parezca tan gracioso, cariño —me dice Dianah. Tiembla un poco al hablar, intentando aferrarse a su autocontrol—. De verdad. El humor en tu vida es algo que se me escapa por completo, pero me alegra ver que tú todavía te las apañas para encontrarle algo de gracia. Sospecho que te hará falta ese sentido del humor, mucha falta, cuando descubras lo que te espera al final de todo, porque es inevitable que lo descubras.

Parece tener en mente un final inevitable muy concreto para mí. Y por la forma en la que lo dice, con ese aire suyo de astucia, da la impresión de que lo está viendo. Mi final. Ese final que ya no queda lejos.

—¿Y qué me espera al final? —digo entre risas—. ¿La muerte? ¿A eso te refieres? Seguro que es la muerte. La muerte corre por las venas de mi familia, fíjate. Mi padre se murió. Su padre, también. Y así sucesivamente.

—Ya te enterarás, cielo —dice ella. En su mirada hay una satisfacción salvaje. De pronto su aire de astucia y su pelo llameante le dan pinta de oráculo. Sabe algo que yo no sé.

Me invade el terror, pero solamente dura una fracción de segundo, y a continuación viene a rescatarme la ley de los contrarios.

El verdadero Saul que llevo dentro es inmune a su calamitosa profecía.

—Dianah, Dianah. —Digo su nombre dos veces y luego lo digo por tercera vez—. Dianah. —Y hago un gesto con los brazos en dirección al local entero, como si fuera un actor shakespeariano inepto y enloquecido por el alcohol—. Tienes delante a un hombre que lamenta haber nacido. Pero dado que he nacido, y dado que sé por fuentes fidedignas que un día moriré, lo único que hago es intentar encontrar un poco de felicidad. Entre esos corchetes que son mi nacimiento y mi defunción. Un poco de felicidad. Un poco nada más. Supongo —bramo, decidido a que me oiga el resto de los comensales—, supongo que hasta un hombre como yo se merece un poco de felicidad en la vida.

Ella sopesa mi argumento como si fuera la solicitud de ingreso a un club de campo y por fin dice:

—Ahí es donde te equivocas, cielo.

Parece lamentar el tener que ser ella quien me lo diga, pero me lo tiene que decir, porque así es Dianah. Sincera hasta el fin.

—¡Me equivoco! —bramo. Estoy un poco atascado vocalmente. La variedad vocal me elude—. ¿Me equivoco? ¿Cómo que me equivoco? ¿Cómo puedo equivocarme? Todo el mundo… —Extiendo muchos los brazos y giro el torso a derecha e izquierda, como si en mi refutación estuviera intentando abrazar hasta al último comensal—. Todo el mundo, digo, todo el mundo tiene derecho a ser feliz.

Mi manifiesto estaba diseñado para ser recibido con un aplauso general del escaso pero atento público. Por desgracia, nadie aplaude. Ni un puñado de aplausos dispersos de cortesía. Lo que llega en su lugar es la respuesta de Dianah.

—No —dice ella—. Todo el mundo no. —Y lo dice como si tuviera de su lado no solamente el derecho consuetudinario, sino también el constitucional y la ley moral.

»Un hombre como tú no tiene derecho a ser feliz. No después de todo el daño que les has hecho a los demás. Que estés ahí sentado y tengas la jeta de reclamar tu derecho a ser feliz ya es abandonar los rudimentos mismos de lo que comporta ser una persona responsable. Cuando eras desdichado, por lo menos merecías compasión. Pero con tu insistencia actual en que tienes derecho a ser feliz, solamente puedes inspirarles desprecio a tus muchas víctimas.

—¿Víctimas? —bramo yo—. ¿Qué víctimas?

—Cielo, cielo —dice ella con un suspiro—. Mi pobre y patético cielo, ¿es que no te das cuenta de que todo el mundo al que conoces se convierte en tu víctima? Esa tal Lilly también se convertirá en tu víctima, si es que no lo es ya. Toda mujer, hombre y criatura que ha entrado alguna vez en contacto con tu vida se ha convertido en tu víctima. Sí, las criaturas también. Ni siquiera las criaturas están a salvo de ti. Odio sacar este tema en público —dice, subiendo el volumen de la voz con naturalidad, para que todo el mundo que nos rodea pueda oír lo mucho que odia sacar el tema.

»Pero es que no me dejas opción —dice—. Tú y tu derecho a la felicidad. ¿Y qué pasa con la felicidad de aquella chiquilla encantadora? No sé qué le hiciste y no lo quiero saber, pero…

—¿Qué chiquilla encantadora? —bramo yo—. ¿De qué estás hablando?

—Laurie. Laurie Dohrn. —Y me clava la «n» final de Dohrn como si le hubiera dado un martillazo.

Busco a tientas otro cigarrillo, mientras el semblante de la chica en cuestión ondea ante mis ojos como una vela de barco.

Su aspecto cuando pasé a recogerla.

Nuestro trayecto en limusina hasta el Café Luxembourg.

Lo que sentí en aquella limusina.

La forma en que todo…

—No sé qué le hiciste y de verdad que no lo quiero saber. Lo único que sé es lo que le contó a su madre y lo que su madre me contó a mí. La pobre criatura estaba histérica. No paraba de repetir lo asqueroso que fuiste aquella noche. La palabra es suya, no mía. Lo asqueroso que fuiste, la equivocación que fue todo y que no quería volver a verte en la vida. No estamos hablando de una de tus furcias, Saul. De una de tus mujeres. Ni siquiera hablamos de una adulta. No es más que una niña. Una criatura que te admiraba igual que se adora a un padre, y tú…

Niega con la cabeza. Suspira. No puede continuar. Se hace otro silencio dramático.

Dianah tiene a su público comiendo de su mano. Están todos esperando los detalles escabrosos. En medio del silencio sepulcral que se ha hecho de pronto en el restaurante, el hambre de oír más les hace la boca agua a todos. Hay un ansia de carne infantil.

Laurie, a pesar de su edad, no era ninguna niña, pero el hecho de que Dianah haya usado esa palabra y la forma en que han reaccionado quienes nos rodean han creado de forma instantánea una atmósfera casi idéntica a la que reinó durante aquella cena fatídica con Cromwell en el Café Luxembourg.

En aquella cena, Laurie fue corrompida en persona. Ahora, en este otro restaurante, está siendo corrompida y devorada por poderes. Aquella noche todo el mundo quería un pedacito de Laurie. Esta noche todo el mundo lo quiere también. Aquella noche me hice el borracho. Y esta noche también me lo hago.

—¿Qué demonios le hiciste, Saul? —me pregunta Dianah.

Todos esperan mi respuesta.

—No me acuerdo —le digo.

Pero me acuerdo de todo, por supuesto.

De cómo Laurie me miraba a mí. De cómo Cromwell la miraba a ella. De que yo tenía a la más joven. De la chica camboyana. De la imagen y el sonido de aquellos cascabeles.

—De verdad que no me acuerdo.

Mi evasiva resulta una decepción para nuestros espectadores. Hace que se enfaden conmigo. Yo tenía el deber de suministrarles los detalles.

—Lo importante, Dianah, lo importante es lo siguiente: la cuestión no es lo que yo hiciera en el pasado ni a quién se lo hiciera sino quién soy ahora. Porque resulta que ya no soy el mismo, que he cambiado.

—¿Cambiado? —dice Dianah, y se reclina hacia atrás en su silla.

—Sí, cambiado.

—¿Tú?

—Yo.

—Soy todo oídos, cielo. En serio. También soy todo ojos, pero como con los ojos no veo que hayas cambiado para nada, más que en el peso que estás ganando, estoy completamente dispuesta a ser todo oídos. —Hace una pausa, sonríe, inclina su cabeza a la derecha y dice—: Estoy escuchando.

—Por dentro —le digo—. He cambiado por dentro.

Mis palabras, de forma deliberada, resultan huecas y carentes de convicción. Las cejas enarcadas de Dianah se burlan de mí. Pero no me hace falta que ella se burle de mí. Yo mismo me estoy burlando de mí por razones propias. Cuanto más doy la impresión de que mi cambio es una invención total, más fácil me resulta verme a mí mismo completamente cambiado. Una cosa le confiere nitidez a la otra.

—¿Cuánto tiempo hace que te conozco, cielo?

—Parece que haga siglos —le digo.

—Y en todos estos años, ¿cuántas veces te he oído hablar de esos tesoros que hay enterrados «en lo más profundo» de ti? ¿Cuántas veces me has prometido cambiar? ¿Cuántas veces has hecho la farsa de emprender una de tus expediciones en busca de las joyas del tesoro que yacen sepultadas en lo más y más profundo… (porque claro, tú eres muy profundo, cielo) en las partes profundas de tu alma? ¿Y acaso alguien se ha beneficiado alguna vez de todas esas promesas que hay sepultadas en lo más profundo de ti? Y no es que me esté metiendo contigo, cielo, si eso es lo que piensas. De verdad.

Da otro bocado de venado y otro sorbo de vino y continúa.

—Pero tienes que hacer frente a las consecuencias de tu carácter. En lo más profundo de ti no hay nada. Por lo menos nada que valga la pena. De verdad. Si tu barco se ha hundido, cielo, que es lo que creo que ha pasado, entonces se ha hundido vacío. De manera que, por favor, tenle un poco de respeto a mi inteligencia. No me digas que has cambiado por dentro cuando al mismo tiempo te dedicas a buscar eso que llamas tu derecho a la felicidad con otra furcia.

—No es ninguna furcia. Es una mujer maravillosa.

—Vale. Supongamos por un momento que lo es.

—Nada de supongamos. Lo es. Lo es y punto.

—Muy bien. Pues eso. Es una mujer maravillosa. ¿Puedes contestarme a otra pregunta antes de perder el conocimiento? ¿Qué puede ver en ti una mujer maravillosa, Saul? No me creo que seas un completo idiota, cielo. Así pues, dímelo. ¿Qué tienes tú, o qué te crees que tienes, para ofrecer a cualquier mujer, sea o no maravillosa?

Finjo que su pregunta me ha dejado sin palabras.

Ella se regocija con malignidad y alegría en los ojos. Mueve los labios, como si estuviera saboreando algo que podría decir pero prefiere guardarse.

Me preocupa esa cara que pone. Ese aire de astucia. Es como si esta noche hubiera venido armada con algo más que su arsenal de costumbre.

Enciendo otro cigarrillo y me pregunto si debería derramar otra copa de vino. ¿Acaso debería reclinarme hacia atrás en mi silla y caerme de espaldas al suelo? ¿O tal vez pasarme los dedos por el pelo, como si me hubiera olvidado del cigarrillo encendido que tengo en la mano, chamuscándome el pelo, incendiándomelo, a modo de distracción de la malignidad de su mirada?

—¿Cómo de bien conoces a Billy? —me pregunta por fin.

—Tenemos una relación muy estrecha. Que se está volviendo cada día más estrecha.

—¿Ah, sí?

—Pues sí.

—¿Estrecha con qué, cielo?

—¿Eso qué coño quiere decir? ¿«Estrecha con qué»? ¿De qué estás hablando, Dianah?

—Es de sentido común, si alguien tiene una relación muy estrecha, debe de ser que la tiene con algo, ¿verdad?

—Pues el uno con el otro. Y con quienes somos de verdad.

Al trivializar la palabra «verdad» en beneficio de Dianah, experimento toda la belleza y el significado completo de la verdad real que nos espera a Billy, a Leila y a mí en Pittsburgh.

—Humm —dice Dianah, asintiendo con la cabeza. Esta noche tiene una voz tan maravillosa que hasta puede hacer cantar a sus consonantes—. De verdad, ¿eh?

—¡De verdad, sí! —le grito. Ya no puedo seguir bramando.

—Solamente quería asegurarme. Y esa verdad es maravillosa, ¿no?

—Pregúntale a Billy si no me crees.

—No hace falta que le pregunte nada a Billy. Él confía en mí, ¿sabes? Siempre lo ha hecho. En alguien tenía que confiar, y como no ha tenido nunca padre de ninguna clase, mucho menos uno con quien hablar, ha confiado en mí, su madre.

—Tú no eres su madre de verdad, Dianah. —La frase se me escapa. Es una forma barata de hacerle daño. Me arrepiento nada más decirlo, pero seguramente también me habría arrepentido de no decirlo.

—Ah, Saul. —Suspira y niega con la cabeza—. Eso no es propio de ti, cielo. Decir algo así… Tal vez sea verdad que has cambiado. Pero no nos desviemos del tema que tenemos entre manos, que creo que es la verdad. De todos los habitantes de este planeta, tú pareces ser el único que todavía tiene esa noción infantil de la verdad entendida como algo maravilloso. Seguramente es porque no has experimentado la verdad jamás. Es como si te hubieran separado de la verdad al nacer y llevaras desde entonces añorándola, confiado en que cuando por fin regrese a tu vida, regresará como una enfermera llena de amor y con los brazos mullidos. Pero no es así cómo funciona la verdad, cielo. Billy confía en mí. Me lo cuenta todo.

—¿Y eso qué significa? ¿Te lo cuenta todo? Parece que quieras contarme algo, pero no sé qué puede ser.

—¿Ah, no?

—Pues no.

Se seca las comisuras de la boca con la servilleta.

—No diré más —dice.

—¿Por qué no?

—Porque no te quiero estropear la sorpresa.

Con esos labios fruncidos y ese pelo inflamado, con esos ojos brillando de malicia, la mujer que tengo sentada delante parece la viva imagen de Némesis sobre la Tierra.

Y luego los rasgos se le suavizan. La imagen de Némesis se esfuma. Vuelve a aparecer la lástima en sus ojos. La lástima por mí. Y yo sé que está a punto de hacerme una propuesta.

Y la propuesta llega.

—¿Sabes qué pienso? Pienso que nos tendríamos que ir juntos a casa, cielo.

Dianah se enorgullece de su capacidad para hacerle esa propuesta a un hombre como yo, después de todo lo que le he hecho. Se enorgullece del sacrificio personal que está llevando a cabo. Es una mártir del matrimonio, que se ofrece para llevarme de vuelta adonde tengo que estar. A cargar conmigo hasta allí. Como una cruz que el destino le obliga a cargar.

Yo sé que no soy una gran cruz. Que no soy una carga para ella. Ciertamente no soy ninguna bendición, pero una carga tampoco. Una especie de crucecita de poca monta. Algo pequeño pero siempre en boga como accesorio distintivo de su estilo de vida. Una especie de cruz pequeña y bonita, hecha en Tiffany’s, que le cuelga de una cadena sencilla de oro en torno al cuello. Un marido perdido e indigno de llevar ese nombre. Que queda de maravilla con casi todo.

La propuesta se queda allí esperando, por decirlo así, sobre la mesa, entre los restos de nuestra cena.

A su manera, es una propuesta tentadora.

El gran «por qué no» del alma me habla desde dentro y me apremia a aceptarlo.

No es ni Leila ni el amor que siento por ella lo que me lleva a resistirme. Tampoco es nada parecido a la integridad personal, un rasgo del que siempre hemos carecido. Es un miedo. Un miedo a la realidad virtual de nuestro matrimonio. El miedo a la vida virtual que tendríamos si yo regresara con ella. El miedo a que cuando la muerte llegue por fin, sea también una muerte virtual y yo descubra que ni siquiera la muerte me ha divorciado de Dianah.

Ella espera mi respuesta.

Recobro la compostura y, con mi mejor risa borrachuza, me río de ella y de su propuesta y le digo:

—Me gustaría ser musulmán. Me encantan sus ceremonias de divorcio. Lo único que hacen es esto. —Hago un gesto hacia ella como si la estuviera bendiciendo—. Me divorcio de ti. Me divorcio de ti. Me divorcio de ti.

Y me río como si mi risa formara parte de la ceremonia de divorcio que estoy oficiando.

A ella se le tensa la cara. Se pone de pie. Yo me quedo sentado. Su peinado reluce sobre mí como si fuera una luna llena.

—Supongo que entonces ya no nos queda nada por decir —dice.

—No —le contesto—. Nada de nada. Pero eso nunca nos ha importado.

Se queda plantada allí, mirándome desde arriba.

—Espero que tengas una vida maravillosa con tu puta —dice por fin—. En serio.

—No es mi puta.

La cara se le vuelve cubista al oír mi respuesta. Se le convierte en muchas facetas quebradas de la misma cara. Una sonrisa se le desprende del resto de los rasgos y se independiza, flotante y feroz.

—¿Entonces de quién es puta? —me pregunta.

Y se va. Con dignidad. Con tanta dignidad y elegancia que me doy la vuelta en mi silla para admirar su forma de salir del restaurante.

El espectáculo, nuestro espectáculo, se ha acabado, y nuestro público, por llamarlo de alguna manera, se ve obligado a volver a sus vidas y a lo que sucede en sus mesas.

Mi camarero viene con la cuenta. Yo la examino igual que un borracho miraría el manual de instrucciones de un cohete espacial. Me siento generoso. Supero la propina que dejé la última vez que cené aquí. Si pudiera, dejaría también propinas para los comensales que quedan.

Luego, siempre consciente de la necesidad de ser coherente con el retrato que estoy haciendo de mí mismo, me levanto, fingiendo estar tan borracho que para no caerme me tengo que aguantar en las sillas vacías junto a las que paso.

Mi lenta partida ejerce un efecto unificador sobre la docena aproximada de comensales que hay desperdigados por el local. Se consultan entre ellos con la mirada, igual que cuando un pasajero derrotado pero inofensivo camina dando tumbos por un vagón de metro en plena madrugada.