1
A la mañana siguiente, Leila se despertó con un herpes labial. Yo todavía estaba en la cama cuando oí una exclamación de angustia procedente del cuarto de baño. Fue un ruido espantoso, como si un destino del que ella llevara años escapando por fin la hubiera atrapado.
Corrí hasta allí para encontrarla cara a cara con su reflejo en el espejo, examinando algo que tenía en el lado izquierdo del labio inferior y tocándolo suavemente con las yemas de los dedos.
—¡Hostia puta! ¡No me lo puedo creer! —gritó.
Yo seguía sin ver el problema, así que le pedí que me lo explicara.
—¡Mira! —gritó ella, llena de rabia.
Miré.
Sacó barbilla y se dio la vuelta para que yo pudiera ver con claridad la pequeña inflamación que tenía en la comisura de la boca.
—No se ve tan mal —le dije.
—¿Y eso qué tiene que ver? —me dijo ella en tono cortante—. ¿Qué más da que no se vea mal ahora? ¿A quién le importa cómo se ve ahora? ¡Duele! Y yo sé qué quiere decir eso.
Parecía a punto de llorar. O de romper algo. O de darle una paliza a alguien.
A mediodía, el herpes labial había crecido y se había hinchado considerablemente.
Antes de acostarse aquella noche, vio que le estaba saliendo otro justo al lado.
A la mañana siguiente, los dos herpes se habían fundido, formando una enorme llaga con varios frentes que básicamente le ocupaba todo el lado izquierdo del labio inferior.
Se vio obligada a mantener la boca abierta todo el tiempo para que el labio de abajo no le tocara el de arriba. El más ligero contacto le arrancaba una mueca de dolor. También le aterraba la posibilidad de que la infección, como le había pasado otras veces, se le propagara al labio superior. Con la boca abierta, y un rictus que en ocasiones parecía una sonrisa siniestra, hablaba ahora como un ventrílocuo.
Se aplicaba Zovirax cada hora, pero aquel ungüento con receta hacía que algo que ya de por sí se veía terrible tuviera todavía peor pinta. El calor del herpes labial derretía el ungüento y cubría las llagas de una espumilla lechosa que les daba aspecto de extraña fruta exótica que se le hubiera pegado al labio inferior y que no se marcharía hasta madurar y reventar.
Movido por la necesidad de encontrarle el lado bueno a cualquier cosa, me pareció ver causa de consuelo, si no de celebración, hasta en aquel ataque de herpes.
Era mejor que pasara ahora, pensé, que en el estreno de su película en Pittsburgh.
Pero cuando compartí este pensamiento con Leila, se puso a gritarme. Le resultaba mucho más fácil y requería menos esfuerzo gritar que hablar.
Luego, el tercer día, o tal vez el cuarto, se despertó sintiéndose completamente enferma. Temblaba. Apagué el aire acondicionado del dormitorio. Pero entonces le entró demasiado calor. De manera que lo volví a encender. No tenía termómetro, así que bajé al supermercado y compré uno.
Estaba a cuarenta de fiebre. La aspirina se la bajó unos pocos grados, pero luego le volvió a subir.
No, no quería ni oír hablar de ir al médico, ni tampoco de que el médico fuera a verla al apartamento. Ella sabía qué tenía, «y los médicos no pueden hacer nada porque ya he pasado por esto y las otras veces los médicos tampoco pudieron hacer nada. Así que, por favor —me medio suplicó y me medio amenazó—, para ya de hablar de médicos o me iré a un hotel para poder tener un poco de paz».
2
Su reclusión en el apartamento mientras se recuperaba de lo que fuera que tenía (alguna clase de gripe) provocó también mi reclusión. En lugar de ir a la oficina, me quedaba en casa. Llegué a disfrutar de ello mientras duró. Solamente salía a por comida, a por cigarrillos o para comprar el periódico.
Ella vivía de compota de manzana, plátanos y helado. Cosas que no se tuvieran que masticar.
Para ayudarla a pasar el rato, le leía artículos del periódico, revistas u otras publicaciones que ahora estaba empezando a leer. (Me fascinaban los problemas del mundo, y la lista de publicaciones diarias y semanales que leía no paraba de ampliarse para abarcarlos todos). También le leía poesía. Cuando me confesó que no había leído jamás ni una sola obra de Shakespeare, le propuse leerle alguna. No consiguió aguantar ni una sola entera, pero le encantaba que yo me saltara partes y le leyera mis pasajes favoritos. Y fue lo que hice.
De todos los versos que le recité del volumen de la obra completa de Shakespeare, solamente hubo uno que la hiciera llorar, y personalmente me resultó raro que llorara precisamente con aquél, porque no lo leí muy bien.
—«Ninfa —leí yo del verso de Hamlet a Ofelia—, en tus plegarias, jamás olvides mis pecados».
—Oh, cielos. —Ella se puso a lloriquear—. Pero eso es muy triste. Es demasiado triste.
Yo entraba y salía de su habitación más de una docena de veces al día, y había algunas en que volvía y me la encontraba dormida.
Hasta dormida mantenía la boca abierta para evitar agravar su herpes labial. Los labios ahora permanentemente abiertos le daban a su cara (tanto dormida como despierta) una extraña e inquietante intensidad, una expresión de intencionalidad obstruida, como si en cualquier momento, a pesar del dolor que pudiera causarle, fuera a juntar los labios y sacar de dentro alguna frase devastadora.
3
Leila se recuperó. El herpes labial se le fue. Ahora todo estaba bien salvo la misma Leila.
Todo lo que yo hacía le parecía mal y a todo le encontraba defectos. Cuanto mejor intentaba tratarla yo, más insoportable le resultaba a ella.
—¡Para ya! —me decía todo el tiempo.
Para ya se convirtió en su latiguillo.
—Por favor —me dijo una vez entre dientes, furiosa—. Te lo suplico. Deja de ser tan encantador todo el tiempo, joder.
—No sabía que lo fuera.
Y le hice una pequeña reverencia teatral mientras me retiraba. Ella estalló.
—Eso es. Eso mismo. A eso me refiero. Esa puta reverencia que acabas de hacer. ¿A qué coño viene?
Por supuesto, yo sabía perfectamente lo que le pasaba y por qué. Se estaba muriendo de ganas de largarse de Nueva York y volver una temporada a Venice. Pero no se podía marchar. Tenía que torturarse a ella misma (y de paso a mí) y sufrir por ello, como si el hecho de marcharse fuera alguna clase de traición.
Como se sentía culpable por querer irse, no paraba de buscar peleas espantosas conmigo que justificaran su marcha. Y como yo no le daba lo que quería, como me mostraba considerado, tolerante y amable todo el tiempo, la hacía sentirse todavía peor y todavía más culpable.
Al final (¡Saul al rescate otra vez!) tuve que intervenir para aclarar la crisis en la que se encontraba sumida.
—Leila —le dije una noche—. Escúchame, por favor.
—¿Qué quieres ahora? —me dijo en tono cortante.
—Por favor —dije, señalando una silla—. Siéntate.
—Vaya por Dios —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Pero qué corteses somos. ¿Eso es lo que vamos a hacer ahora? ¿Tratarnos con cortesía hasta que sea la hora de irnos a dormir? ¿Nos vamos a sentar aquí y escuchar el estruendo del aire acondicionado y ser corteses el uno con el otro?
Se sentó en una butaca giratoria y se puso a hacerla girar.
—Muy bien —dijo—. Ya estoy sentada. ¿Ahora qué?
—¿Por qué no te vas una temporada a Venice? —le dije—. Creo que necesitas irte de aquí.
Como jamás me había dicho nada de que quisiera irse, pareció asombrada por mi capacidad de leerle los pensamientos íntimos. Clavó en mí aquella mirada suya de ojos fruncidos, como si se estuviera preguntando cuánto sabía yo.
Encendí un cigarrillo.
—¿Me estás diciendo que me vaya? —dijo por fin.
—No, te estoy diciendo que no te hace falta una excusa para irte. Quieres irte. Lo noto. No tienes que sentirte culpable por ello.
Mi uso de la palabra «culpable» hizo que la culpa apareciera al instante en su cara. Ella no era capaz de ocultar nada. Lo intentó pero fue completamente incapaz.
A continuación procedí, de forma deliberadamente académica, a analizar la situación en que se encontraba ahora mismo.
—Esto es una crisis completamente nueva para ti —le dije, dando caladas a mi cigarrillo—. Hasta ahora, tu vida entera, por lo que me has contado, ha sido una serie de pérdidas y decepciones. Siempre te han eliminado cosas, siempre te las han quitado. De tu vida. De todas las películas en las que trabajabas. Te ha pasado una y otra vez. Y si algo pasa suficientes veces, da igual lo doloroso que sea, se vuelve normal. Deja de ser una crisis y a fuerza de repetirse se convierte en una forma de vida.
»Pero ahora —continué— todo está a punto de cambiar. Para empezar, no solamente están en el montaje todas las escenas que rodaste, sino que la estrella de la película eres tú. Cuando te hablé por primera vez del preestreno de Pittsburgh te emocionaste. Pero has tenido tiempo de pensar en ello. Lo que pasa es que te has llegado a sentir cómoda en el papel de víctima y ahora te aterra la perspectiva de tener que abandonar ese papel y adoptar uno nuevo. El papel de una mujer que recibe amor. A quien la vida recompensa en lugar de robarle. Es esa crisis de éxito lo que te está poniendo tan nerviosa…
Encendí otro cigarrillo y continué.
—No estoy ciego. Sé lo que has estado pasando. Te conozco lo bastante bien como para saber que no me has estado tratando como a un trapo por puro deporte. Que no llevamos todo este tiempo sin hacer el amor por el calor o lo que sea. Eres demasiado sincera para fingir tus emociones. Para fingir amor y buena voluntad cuando tienes un tumulto dentro. Necesitas irte y estar sola. Reflexionar sobre todo esto. Hacer un poco el tonto por Venice. Ver a tus viejas amistades. Hacer algunas de las cosas que solías hacer mientras te preparabas para la siguiente fase de tu vida. Ya lo verás, Leila. En Pittsburgh te está esperando algo glorioso, pero completamente merecido.
Ella no pudo aguantarlo más. No podía aguantar ni una palabra más. Sollozando, agitó las manos en mi dirección para pedirme que parara.
Me rodeó el cuello con los brazos, con aquellos brazos blancos, blandos y aparentemente frágiles que a veces (y ahora era una de esas veces) podían ser igual de fuertes que cables de acero. Casi me dolió que me abrazara tan fuerte.
Hundió su cara entre mi cuello y su hombro, y aunque estaba sollozando más fuerte de lo que hablaba, oí hasta la última de sus palabras.
—Sí que te quiero —me dijo—. Lo sabes, Saul, ¿verdad? Te quiero de verdad.
Se marchó al día siguiente. Pero no a Venice. Cambió de opinión. Dijo que le apetecía visitar Charleston y ver a su madre y a algunas de sus viejas amigas del instituto antes de hacerse famosa. Y que después se iría a Venice.
No me dejó organizarle el itinerario a través de mi agencia de viajes ni tampoco pagarle los billetes.
Tampoco quiso limusina.
Tuvimos una despedida lenta y encantadora delante de mi edificio. Me quedé de pie bajo el toldo y me despedí con la mano mientras el taxi se la llevaba.
Durante su ausencia, retomé mi antigua vida. Iba a mi oficina. Almorzaba con Guido en el Tea Room. Recogía mi ropa de la lavandería y bajaba paseando por Broadway, dando limosnas a los mendigos por el camino.
Pero todo lo que hacía estaba impregnado de la sensación de que aquellos días eran un tiempo de transición, y que el verdadero tiempo no empezaría hasta mediados de noviembre en Pittsburgh. En cierta manera, yo ya estaba allí, esperando a que se reunieran conmigo Billy, Leila y la película de Leila.