CAPÍTULO 2

1

Al edificio de mi apartamento, igual que a todos los edificios anteriores a la guerra que hay en Riverside Drive, no le faltan encantos, pero sí le falta aire acondicionado central. De manera que tengo cuatro aparatos grandes de aire en cuatro habitaciones distintas y los cuatro encendidos. Funcionan día y noche. No es que el ruido sea ensordecedor, pero tampoco hay forma de alejarse de él. A mí el ruido no me importa, pero a Leila sí. La está sacando de sus casillas. Es como estar dentro de un avión, me dice, con todos los motores encendidos pero sin ir a ninguna parte.

Estoy sentado en la sala de estar (Leila está en el dormitorio), esperando a que Billy entre por la puerta.

El portero acaba de llamar para decirme que está subiendo.

Le he dejado la puerta abierta, como siempre que viene, para que pueda entrar sin tener que llamar con los nudillos o al timbre. Es mi humilde forma de intentar que se sienta lo más cómodo posible cuando viene a visitarnos. Como decirle que mi casa es su casa.

Pobre chaval.

Volver a Nueva york no ha sido fácil para Billy.

Conociendo a Dianah como la conozco, sé que estará furiosa (¿y quién puede culparla?) porque Billy se haya pasado casi todas las vacaciones de verano con Leila y conmigo. Así pues, durante el poco tiempo que le queda en Nueva York, su madre lo quiere para ella sola.

Estoy seguro de que cada vez que viene a visitarnos, se ve obligado a mentirle a Dianah. Si no, corre el riesgo de tener una pelea terrible con ella. A Billy se le ve la mentira en la cara. Es lo primero en lo que reparo cuando entra por la puerta: en la mentira y en la expresión confusa de culpa que tiene en la mirada, como si con su presencia aquí estuviera traicionando a alguien.

Entiendo lo que está viviendo mejor que él mismo, puesto que a él le abruma un poco estar viviéndolo.

Todo es muy sencillo, y al mismo tiempo muy doloroso. Billy nos quiere a los dos. Y los dos lo queremos a él. En cierta manera, y no digo que fuera bueno, pero en cierta manera es probable que la vida le resultara mucho más fácil cuando solamente tenía que corresponder al amor de su madre. Ahora, en cambio, nos tiene a su madre y a mí. Y como mi relación con Dianah es un desastre, él es una víctima inocente de nuestro fuego cruzado. He tenido ganas de explicarle todo esto varias veces, pero como sus días en Nueva York están contados, y como al fin y al cabo después de Pittsburgh todo va a cambiar, me he contenido. Pero lo siento por él. Me angustia ver cómo se atormenta sin necesidad cuando la culpa no es suya.

La puerta se abre y, por un momento, la figura alta y los hombros anchos de Billy llenan el umbral.

Está todo sudado. El polo holgado que lleva se le pega al cuerpo.

—Fuera hace un calor espantoso —dice, secándose el sudor de la cara con la mano para evitar mirarme a los ojos.

Leila sale del dormitorio vestida con falda pantalón, camiseta larga y sus sandalias de España.

—No me abraces —dice Billy—. Estoy empapado.

Pero ella lo abraza y a continuación se aparta, haciéndose la escandalizada por la huella de humedad que él le ha dejado en la camiseta.

Me doy cuenta por su lenguaje corporal de que Billy no tiene planeado quedarse mucho rato.

Como siempre.

¿Quién sabe qué mentira habrá contado para venir aquí? Sea lo que sea, lo lleva escrito en la cara.

Nos sentamos. Yo en una punta del sofá. Leila en la otra punta. Billy se sienta en la butaca giratoria que hay delante del aire acondicionado. No puede estarse sentado y quieto. Gira unos grados hacia el norte y luego unos grados hacia el sur.

Hablamos del calor y de las últimas noticias relacionadas con el calor que leemos en los periódicos.

Los ancianos que se mueren de calor.

La destrucción de la capa de ozono.

El efecto invernadero.

El aumento del crimen, sobre todo de los asesinatos.

En la neblina del otro lado de mi ventana, el río Hudson parece de bruma y los barcos de vela que hay en sus aguas parecen suspendidos en el aire.

De pronto Leila hace una imitación endiabladamente precisa de una mujer inglesa extraordinariamente detestable llamada Doris, que estaba en Sotogrande cuando estuvimos nosotros.

Todos nos reímos.

Leila aprovecha para hacer un bis.

Volvemos a reírnos.

Uno de nosotros dice «Rollogrande», y los tres nos volvemos a reír.

España es un tema de conversación que promete bastar para cubrir por sí solo una parte sustancial de la breve visita de Billy, pero por diversas razones esta vez no cuaja.

Debe de ser el calor.

O tal vez es que ya hemos hablado demasiadas veces de España. Estamos de España hasta el gorro.

Se hace el silencio.

Enciendo otro cigarrillo. Cuando nuestras miradas se cruzan, sonreímos.

El silencio continúa. Aumenta de intensidad. Amenaza con prolongarse, o incluso con volverse permanente, si yo no acudo al rescate.

De manera que me pongo a hablar de los acontecimientos mundiales, a fin de centrarme en las grandes cuestiones y de que esos dos se olviden de sus pequeños problemas personales (y que pronto se resolverán en Pittsburgh).

—Una razón de la caída de la Unión Soviética —empiezo a decirles— es que el gobierno, al convertirse también en el sistema económico del país, se las apañó para arruinar a los dos, al gobierno y a la economía. No quiero sacar ninguna conclusión precipitada, pero creo que nosotros afrontamos el peligro contrario. El sistema económico americano amenaza con convertirse en el gobierno, y si eso sucede…

De pronto, en mitad de mi discurso, siento ese extraño… ¿Qué? Algo.

Parece que de repente haya cambiado la acústica de mi sala de estar. Que ya no haya cuerpos vivos que absorban el sonido de mi voz. Que esté hablando para mí mismo y oyendo cómo el sonido de mi voz rebota en las paredes desnudas.

Tengo a Billy y a Leila delante. No solamente me están mirando, sino que me están mirando fijamente, como si se hubieran propuesto convencerme de que están prestando atención a todo lo que digo.

Los tengo justo delante, pero de alguna forma no están ahí. Su esencia parece estar en otra parte, y esta impresión de duplicidad en las caras de mis seres queridos me provoca un ligero trastorno.

El trastorno (casi de pánico) me dura un par de segundos. Pero no me hacen falta más que otro par de segundos para entender lo que está pasando en realidad.

No son ellos. Soy yo. Soy yo el artero. No son Billy ni Leila quienes me están ocultando algo, sino al revés. Estoy proyectando mis síntomas sobre ellos. Hay un secreto que no les puedo revelar hasta que estemos en Pittsburgh, de manera que hasta entonces voy a ver en sus miradas la proyección de mi conciencia intranquila.

Satisfecho por la brillantez de mi diagnóstico, y asombrado por la velocidad con que soy capaz de resolver un problema psicológico tan complejo, continúo con mi análisis del capitalismo y la democracia y de la abdicación gradual del poder y voy de una cosa a otra.

2

El día antes de marcharse a Harvard, Billy vino a despedirse. Apareció después de comer. No podía vernos aquella noche porque iba con Dianah a un musical y luego a cenar. Y tampoco podía vernos al día siguiente porque salía a primera hora de la mañana y Dianah lo llevaría al aeropuerto. De manera que solamente podía venir entonces.

Confiaba en que yo lo entendiera.

Por supuesto, fui la comprensión personificada.

Cuando alguien viene a despedirse, el propósito de su visita domina la escena, y da igual todo lo demás que se diga, el verdadero tema de la conversación es la despedida de la que no se está hablando.

Y eso mismo sucedió con la visita de Billy.

Todo se redujo a una interminable despedida.

Leila y yo bajamos en el ascensor con él (en silencio) y lo acompañamos a la calle.

Yo estaba seguro de que él iba a coger un taxi, pero a Billy le pareció una tontería. Solamente había quince minutos andando (tal como él andaba) hasta la calle Sesenta y nueve con Central Park West, y además le apetecía caminar. Estirar un poco las piernas.

Tendría que haberlo dejado estar ahí, pero no pude. Tenía en mente una despedida muy concreta, limpia y pulcra, en la que un taxi se lo llevaba mientras Leila y yo nos quedábamos atrás despidiéndolo con la mano. Despojado de la imagen de la despedida que había anticipado, conjuré una versión más larga de la misma escena.

—Te acompañamos un trecho —le dije.

Hacía calor. El mismo calor que el día anterior. Y el mismo calor que iba a hacer al día siguiente.

Hablamos del calor. Por lo menos yo. Por lo que pude ver, era el único que hablaba.

Me pregunté en voz alta cómo vivía la gente antes de que llegara el aire acondicionado a precios asequibles. Planteé la tesis (que no era mía) de que el paisaje arquitectónico de las ciudades modernas lo conformaba el Freón.

¿Quién podía discutir aquello?

Nadie lo discutió.

Giramos por Broadway. Pasamos frente a los pordioseros, los vagabundos y los recogedores de basura que vendían sus desechos reciclados. Frente a los Jeremías de mirada desquiciada y pelo alborotado. Frente a los tarados del teléfono que mantenían sus conversaciones falsas con los fantasmas del otro lado de la línea.

Yo no había tenido intención de andar tanto, pero ahora me resultaba casi imposible parar y decir que ya habíamos andado bastante. La corriente que bajaba por Broadway nos arrastraba cada vez más al sur. Pasamos frente a la zapatería Harry’s. Frente a la librería Shakespeare. Frente al Zabar’s.

Al salir del apartamento no tenía ni idea de que iba a emprender aquella caminata, de manera que no había venido preparado. No tenía ni calderilla. No llevaba ni un centavo encima. Me daba escalofríos (con el calor que hacía) verme en público sin un centavo.

Íbamos sin rumbo.

Pasamos frente al edificio Apthorp. Frente a la farmacia Apthorp. Frente a la pequeña isleta donde yo me había sentado en silencio junto a aquel viejo que llevaba el abrigo de mi padre, donde, en silencio, habíamos estado sentados «como dos piezas de ajedrez de una partida abandonada».

Me limitaba a seguir a Billy. Si algo o alguien no me detenía pronto, me sabía capaz de seguirlo hasta el mismo apartamento de Dianah, como si los tres, Leila incluida, pudiéramos pasar la noche allí.

Por suerte para mí, Billy recobró el juicio. Se detuvo.

—Creo que tendrías que llevarte a Leila a casa, papá —dijo con autoridad—. Mírala.

Billy y yo estábamos bañados en sudor. Leila, como era de rigor en ella, estaba completamente seca, pero tenía la cara hinchada y cubierta de unas manchas rojas que parecían moretones.

—Estoy bien —protestó ella.

—Pues yo no —dijo Billy en tono impaciente—. Voy a hacer el resto del camino en taxi. Hace demasiado calor.

Y paró uno.

Para ser una despedida tan larga, de pronto se volvió abrupta.

Él y Leila se abrazaron, se besaron y murmuraron unas palabras de despedida. Ansioso porque mi abrazo no fuera ni más largo ni mejor que el de Leila, le di uno breve y viril. Sin beso.

Billy se metió en el taxi.

—Te veremos en Pittsburgh —le grité, y me despedí con la mano.

Y se marchó.

Despedirse de aquella manera parecía confuso e incorrecto, y a fin de aligerar la atmósfera y arrancarle una sonrisa a Leila, me volví hacia ella y dije de la forma más encantadora posible:

—Buf, pensaba que no se iría nunca.

—Oh, por favor —me dijo ella en tono cortante—. ¡Déjalo! Por una vez no te hagas el listo. Hace demasiado calor para ir de listo. ¿Vale?

Me ofrecí para parar un taxi, pero entonces me acordé de que no llevaba nada de dinero encima. Ella tampoco. Ni tampoco se había traído el sombrero azul ni las gafas de sol para protegerse del calor y la luz cegadora.

Seguimos caminando hacia el norte, pasando por delante de los mismos sitios y personas frente a los cuales habíamos pasado antes.

Qué calor hacía. El término «invierno nuclear» era adecuado aunque impreciso. Aquello parecía un verano nuclear. La burbuja de nuestro estado de ánimo, la pequeña biosfera que se desplazaba cuando nos desplazábamos nosotros, simplemente se añadía al calor imperante.

La cara de Leila, inundada de sangre, se iba poniendo más y más roja.