1
Era la noche del día de San Esteban y estábamos todos charlando alegremente sobre la caída de Nicolae Ceaucescu. Su nombre era como una canción nueva que todo el mundo cantaba. El New York Times traía un despiece diario con una lista de todos los protagonistas de la crisis abierta de Rumanía junto con una guía fonética de su pronunciación correcta, de manera que todos los asistentes a la fiesta se empeñaban, por una cuestión de pundonor, en pronunciar todos los nombres de forma adecuada y lo más a menudo posible.
Pronunciación de los nombres:
SILVIU BRUCAN, líder de la oposición: SIL-viu bru-CAN
NICOLAE CEAUCESCU, el líder derrocado: ni-co-LAI chau-CHES-cu
ELENA CEAUCESCU, su mujer y lugarteniente: e-LE-na
NICU CEAUCESCU, su hijo mayor y líder en la ciudad de Sibiu: NI-cu
Teniente Gen. ILIE CEAUCESCU, hermano del líder: i-LI-e
Teniente Gen. NICOLAE ANDRUTA CEAUCESCU, otro hermano: an-DRUT-sa
CONSTATIN DASCALESCU, primer ministro: cons-tan-TIN das-ca-LES-cu
ION DINCA, viceprimer ministro detenido: YAN DIN-ca
Teniente Gen. NICOLAE EFTIMESCU: ni-co-LAI ef-ti-MES-cu
GHEORGHE GHEORGHIU-DEJ, predecesor del señor Ceaucescu: YOR-gui yor-GUIU-desh
Gen. de División STEFAN GUSA, jefe de gabinete: es-te-FAN GU-sa
ION ILIESCU, líder de la oposición: YAN i-LIES-cu
CORNELIU MANESCU, antiguo ministro de Exteriores: cor-NE-liu ma-NES-cu
VASILE MILEA, ministro de Defensa, supuestamente suicidado: va-SI-le MI-li-a
Coronel Gen. NICOLAE MILITARU: ni-co-LAI mi-li-TA-ru
SORIN OPREA, líder de la oposición en Timisoara: so-RIN O-pra
TUDOR POSTELNICU, ministro del Interior detenido: TU-dor post-TEL-ni-cu
FEREND RARPATI, ministro de Defensa: FE-rend rar-PA-ti
Coronel Gen. IULIAN VLAD: yu-li-AN BLAD
Aquellos nombres tenían algo que los hacía deliciosos, casi imposibles de no pronunciar en voz alta, y que hacía que hablar resultara tan agradable como comer canapés.
—… ni-co-LAI chau-CHES-cu… —gritó alguien a mi izquierda.
—… e-LE-na chau-CHES-cu… —soltó otra persona a mi derecha.
Vacié otra copa de champán, cogí un vaso de vodka y añadí mi voz al barullo.
—A quien no hay que quitar ojo ahora —grité yo— es a YAN i-LIES-cu. No creo que a cons-tan-TIN das-ca-LES-cu le quede gran cosa que decir sobre la situación de Rumanía, la verdad.
—Todo sigue fluctuando —me advirtió alguien.
—Da igual que esté fluctuando —insistí yo—. ¡A quien hay que seguir ahora de cerca es a YAN! YAN i-LIES-cu.
Me bebí de un trago el vaso de vodka y me serví otro, esta vez vodka polaco, con una ramita de hierba santa o lo que fuera flotando en el fondo de la botella. No servía de nada en absoluto pero yo seguía bebiendo, yendo de bandeja en bandeja y de grupo en grupo.
2
Los McNab, George y Pat, tenían la tradición de hacer una fiesta el día de San Esteban, pero nunca antes los acontecimientos mundiales habían conspirado para que su fiesta fuera tan animada y oportuna. Había mucho que celebrar y mucho de lo que hablar. Cosas como Havel, el Muro de Berlín, el final de la Guerra Fría, el hundimiento del comunismo, Gorbachov y, por lo menos durante los días siguientes, también aquellos rumanos cuyos nombres sonaban tan deliciosos.
Yo volvía a beber vino tinto, que era lo primero que había bebido al llegar a la fiesta. En el ínterin había consumido todas las bebidas alcohólicas a disposición de los invitados. Vino blanco. Bourbon. Whisky escocés. Tres clases distintas de vodka. Dos clases distintas de coñac. Champán. Licores diversos. Grappa. Rakija. Dos botellas de cerveza mexicana y varios copones llenos de ponche de huevo con ron. Todo aquello con el estómago vacío y, ay de mí, seguía completamente sobrio.
Nada.
No sólo no estaba borracho, tampoco estaba achispado.
Nada.
Absolutamente nada.
El sentido común decía que ya debería estar sujeto con correas a una camilla dentro de una ambulancia lanzada a toda velocidad de camino a un centro de urgencias donde me trataran por intoxicación etílica, y sin embargo estaba sobrio. Completamente sobrio. Absolutamente lúcido. Nada perjudicado. Nada.
Mi problema con la bebida venía de hacía algo más de tres meses.
Yo nunca había oído hablar de nadie que tuviera aquella enfermedad. No sabía dónde la había contraído ni cómo ni por qué.
Lo único que sabía era que me pasaba algo malo. Que dentro de mí había algo roto, o bien desatornillado, o fuera de su sitio. Se trataba de algo fisiológico, psicológico o neurológico, algún diminuto vaso sanguíneo había reventado o se había obstruido, alguna sinapsis había volado por los aires, algún cambio químico importante había tenido lugar en el interior a oscuras de mi cuerpo o de mi mente; la verdad era que no tenía ni idea. Lo único que sabía con seguridad era que la borrachera había desaparecido de mi vida.
Un extraño efecto secundario de mi enfermedad con la bebida, probablemente causado por mi negativa a aceptarla, era que desde que había descubierto que no me podía emborrachar por mucho que bebiera, terminaba bebiendo más que nunca. Puede que me hubiera vuelto inmune al alcohol, pero no a la esperanza, y por irresoluble que pareciera la situación, seguía bebiendo y confiando en que una noche, cuando menos lo esperara, me embriagaría como en los viejos tiempos y volvería a ser el de siempre.
La música se detuvo. Cambió el disco pero no el compositor y, después de un breve interludio ocupado por el barullo de las voces humanas sin acompañamiento, se volvió a Beethoven. Era, como hacían siempre los McNab, una fiesta de San Esteban sin más música que Beethoven.
Me serví un vaso de tequila, un vaso alto y bonito diseñado para beber agua mineral, y me lo bebí de un trago.
No podía entenderlo. No entendía nada. Al fin y al cabo, la sangre era lo que era, y si uno se ponía a ello y se aseguraba de que el contenido de alcohol en sangre sobrepasara la proporción de cinco a uno, de que sobrepasara todos los estándares conocidos de la borrachera, entonces uno debería ser capaz de emborracharse. Cualquiera debería ser capaz. Era una cuestión de biología. Y no únicamente de biología humana. Los perros se podían emborrachar. Yo había leído la historia de un pitbull beodo que había atacado a un hombre en el Bronx y luego había perdido el conocimiento a unas cuantas manzanas de distancia. Más tarde la policía detuvo a unos chavales del barrio y los acusó de embriagar al animal. Los caballos se podían emborrachar. El ganado. Los cerdos. Había ratas callejeras que se emborrachaban con espantoso vino Ripple. No me cabía duda de que los elefantes macho se podían emborrachar. Los rinocerontes. Las morsas. Los tiburones martillo. No había criatura viviente, fuera hombre o bestia, inmune al alcohol. Salvo yo.
Era esta conclusión biológica, lo antinatural de mi enfermedad, lo que me avergonzaba y me hacía sentir estigmatizado, como si hubiera contraído alguna cepa inversa de sida y ahora fuera inmune a todo. Era el miedo a convertirme en un paria público si mi enfermedad salía a la luz lo que me hacía fingir que estaba borracho. Tampoco soportaba la idea de decepcionar a quienes me conocían. Ellos esperaban de mí que yo estuviera borracho. Yo era el contraste con el que medían su sobriedad.
Pero mi inmunidad al alcohol, por inquietante que fuera, no era la única enfermedad que tenía. Había más. Muchas, muchas más. Yo era un hombre enfermo.
Las enfermedades ignotas y llenas de síntomas grotescos estaban haciendo su agosto en mi cuerpo y mi mente. Parecía que estuviera en alguna lista de correo cósmica de dolencias o bien que tuviera en mi interior un fatídico campo gravitatorio que atrajera enfermedades nuevas y extrañas.
3
Los McNab, George y Pat, nuestros anfitriones, vivían en un apartamento laberíntico de la séptima planta del edificio Dakota. Había plantas y lámparas por todas partes. Lámparas de cuarzo. Lámparas de mesa. Lámparas de pie italianas con los pies de mármol. Lámparas de anticuario Tiffany compradas en subastas de Sotheby’s. Había una lámpara de cuentas de cristal gigantesca en la gigantesca sala de estar y otra igualmente gigantesca en el gigantesco salón-estudio anexo. Y, sin embargo, a pesar de aquel delirio de iluminación, el apartamento de los McNab tenía algo que devoraba la luz de la misma manera que las plantas carnívoras devoran bichos. La atmósfera, lejos de ser soleada y luminosa, era de penumbra y crepúsculo.
Estar borracho en medio de aquel barullo de voces y música y bajo aquella luz apagada era una cosa; pero estar en las garras despiadadas de la sobriedad involuntaria era otra muy distinta.
—¡Por la libertad! —gritaron George y Pat McNab mientras levantaban sus copas de champán para brindar—. ¡Por la libertad en todas partes! —añadió Pat McNab, con la voz quebrada de emoción.
—¡Por la libertad! —respondió todo el mundo, yo incluido. Todos apuramos lo que fuera que estuviéramos bebiendo. Yo estaba con otro tequila.
El enorme árbol de Navidad —debía de medir casi tres metros— era en sí mismo una lámpara de cuentas. Sus incontables bombillitas de colores diversos se encendían y se apagaban al compás, o eso parecía, de la música de Beethoven.
Por alguna razón, el árbol de Navidad, la elegante concurrencia, el brindis por la libertad y todas las lámparas de araña me hicieron pensar en un crucero navegando por alta mar.
Pronto íbamos a abandonar la década de los ochenta y a adentrarnos en un crucero por los «nuevos y felices noventa», tal como alguien había bautizado la década que se avecinaba. A nuestras espaldas quedaban el hundimiento del comunismo y la caída de tiranos diversos, y por delante de nosotros se abría un Mundo Nuevo. Una Nueva Frontera. Una magnífica grabación de la Quinta de Beethoven salía a todo trapo de los enormes altavoces Bose mientras nosotros seguíamos nuestra travesía. Había que gritar para hacerse oír, pero el ambiente de la fiesta era tan risueño que a uno le daban ganas de gritar. A pesar de mi panoplia de enfermedades, o precisamente debido a ellas, me dediqué a gritar junto con los demás.
Hasta mi divorcio estaba resultando ser patológico. Mi mujer, Dianah, estaba en la fiesta. No la había visto llegar, pero sí había vislumbrado un destello de su pelo rubio platino bajo la lámpara de cuentas del salón-estudio antes de que ella se fundiera con la multitud.
Llevábamos más de dos años oficialmente separados, pero nos veíamos de forma regular para hablar de nuestro divorcio. Aquellas trascendentales discusiones que manteníamos en los restaurantes franceses a los que íbamos se acabaron convirtiendo, con el paso del tiempo, ya no en un divorcio, sino en la base de una forma distinta de matrimonio. Incluso celebramos los dos aniversarios de nuestra separación mutuamente acordada. Daba la impresión de que a los países de Europa del Este les costaba menos derrocar a los gobiernos totalitarios de lo que me costaba a mí derrocar mi matrimonio.
Aunque su patrimonio no dependía de los ingresos, después de separarse de mí ella también se había metido en los negocios. Era propietaria de una boutique en la Tercera Avenida llamada Paradise Lost. No la llevaba ella en persona, solamente era la dueña. Era una inmigrante pakistaní de segunda generación quien dirigía la tienda y a su contingente de vendedoras. Vendía vestidos, camisetas de diseño exclusivo y pañuelos a la moda de diversos tejidos, todo ello engalanado con imágenes de especies en peligro de extinción: lobos, aves, osos, el tigre de Bengala, el leopardo de las nieves y un caracol. Me di cuenta, antes de que se fundiera con la multitud, de que aquella noche ella también llevaba uno de aquellos vestidos, aunque no pude ver cuál era la criatura condenada a la extinción que lo adornaba.
Siempre nos asegurábamos de aparecer en eventos a los que habíamos asistido antes de nuestra separación. Su postura en público en relación con nuestra separación era la siguiente: no hay rencores. Era importante para ella que aquella postura fuera percibida por todo el mundo, y de hecho todos nuestros conocidos lo hacían y la consideraban admirable.
La acompañaba nuestro hijo adoptado, Billy. Estaba en su primer año en Harvard y había venido a casa a pasar las vacaciones. En casa, en este caso, quería decir en nuestro antiguo apartamento de Central Park West, donde Dianah seguía viviendo. Después de marcharme, yo había cogido un apartamento en Riverside Drive, lo más al oeste de Central Park West que pude encontrar sin mudarme a Nueva Jersey.
No tuve problema alguno para avistar a Billy en medio de la concurrencia. Le sacaba por lo menos un palmo de altura a todo el mundo que lo rodeaba. Medía dos metros, o algo por el estilo, y seguía creciendo. Se hallaba en aquel momento rodeado de mujeres mayores, meticulosamente maquilladas y lujosamente ataviadas. A diferencia de la mayoría de los chavales de su edad, parecía sentirse cómodo en aquella compañía.
Su cara era blanca, casi del color de la nieve, pero en cada mejilla tenía un círculo de rubor sonrosado del tamaño de un dólar de plata, de manera que, a pesar de la extraña blancura de su tez, no costaba pensar en él como un joven de mejillas sonrosadas.
Los ojos completamente hundidos. Tan hundidos y oscuros que de lejos daba la impresión de que no tenía.
Su largo pelo negro le llegaba casi hasta los hombros, pero Billy tenía algo que hacía que su pelo largo no resultara rebelde sino atractivo.
Me vio y me saludó con la mano. Cuando levantó la mano por encima de la cabeza, a punto estuvo de rozar la lámpara de araña. Le devolví el saludo. Le sonreí. Las mujeres mayores que lo rodeaban se volvieron para ver a quién estaba saludando.
Yo tenía una copa vacía en la mano y regresé al bar. Desaparecí en el seno de la densa muchedumbre que obstaculizaba mi avance, pero no conseguí quitarme de encima la sensación de que Billy, cuya cabeza asomaba por encima de todas las demás, podía ver hasta el último de mis movimientos.
Quería algo de mí. Yo sabía lo que era, y era muy simple. Quería volverse a casa conmigo aquella noche. A mi apartamento. Los dos solos. Despertarse por la mañana y reanudar algo que habíamos empezado la noche anterior. El mero hecho de estar allí conmigo, sin compañía por una vez. Los dos solos.
Yo lo sabía porque no era nada nuevo. Pero también sabía, puesto que me conocía a mí mismo, que encontraría la forma de evitar que se viniera conmigo aquella noche.
No tenía nada que ver con el amor. Yo quería a Billy, pero era absolutamente incapaz de quererlo cuando estábamos los dos solos.
Se trataba de otra enfermedad que yo padecía. No sabía cómo llamarla exactamente. Evadirme de la intimidad. Evadirme a cualquier precio de cualquier clase de intimidad. Con cualquiera.
4
Fui dando tumbos, haciendo eses, chocándome con la gente, disculpándome con voz gangosa cada vez que le tiraba la copa a alguien y luego siguiendo mi camino, haciendo lo posible para parecer borracho y por consiguiente normal. No era divertido ser un impostor. Ya había sido bastante malo ser un alcohólico aburrido, irresponsable y cada vez más entrado en años, para encima tener que impostar ahora aquella identidad a fin de ocultar otro problema mucho más calamitoso.
De manera que fui dando tumbos de lámpara en lámpara, de planta en planta y de grupo en grupo, alternando, desalternando, bebiendo lo que se me pusiera a tiro y siguiendo después mi camino. Choqué con conocidos que me presentaron a otra gente a quien yo solamente conocía de oídas. Conocí a una mujer que había estudiado con Corazón Aquino. Antes de dejarla para seguir mi camino, tuve la sensación profunda y genuina de que ahora sabía más cosas sobre Corazón Aquino, que estaba en Manila, de las que sabía sobre mi madre, que estaba en Chicago.
Sonaba a todo trapo la Sexta de Beethoven. Nadie estaba del todo seguro de si aquel día los McNab ponían las nueve sinfonías, puesto que para poner las nueve no habrían tenido más remedio que empezar a ponerlas bastante antes de que empezara la fiesta. Lo único que sabía era que yo normalmente llegaba sobre la Cuarta. En los años anteriores ya estaba agradablemente achispado para cuando oía el pom-pom-pom-paa de la obertura de la Quinta y completamente beodo para cuando retumbaba la Pastoral. Aquella noche, en cambio, no.
De pronto me entró un hambre canina. Me había pasado el día en ayunas para llegar preparado a la fiesta. Con la esperanza descabellada de que si me ponía a beber con el estómago completamente vacío, conseguiría, si no una buena taja, por lo menos achisparme un poco. Ahora resultaba evidente, hasta para alguien como yo, que aquella noche no iba a ocurrir ninguna de las dos cosas. De manera que me puse a comer, a coger comida de bandejas que permanecían quietas y de otras que pasaban, llevadas por un equipo de catering integrado únicamente por mujeres vestidas con uniformes blancos y negros, como si fueran una especie de orden New Age de monjas del catering.
Me dediqué a comerme todo lo que veía, cualquier cosa que se me pusiera delante. Casi todo lo que había eran cosas pequeñas y rellenas de otras cosas. Hojaldre relleno de queso feta y espinacas. Hojas de parra rellenas. Hojas de repollo rellenas. Y entre porción y porción de carne, verduras o queso, me atiborraba de baklavas.
El doctor Jerome Bickerstaff, que había sido mi médico de familia durante la época en que yo todavía era un padre de familia y tenía familia, se me acercó mientras estaba comiendo y se limitó a quedarse allí, mirando con cara de desaprobación cómo devoraba postres y canapés sin orden ni concierto. Algunas de las cosas que yo me estaba comiendo iban ensartadas en palillos que yo me dedicaba a tirar al suelo, como si fueran huesos.
—¿Te encuentras bien, Saul? —me preguntó por fin el doctor Bickerstaff.
—No. —Era mi respuesta estándar—. ¿Por qué? ¿Tengo pinta de estar bien?
Me reí, invitando a Bickerstaff a que se riera conmigo.
Pero no se rió.
—No tienes buen aspecto, Saul. Llevaba tiempo sin verte y se te ve mucho peor que la última vez.
—¿Ah, sí?
—Pues la verdad, sí. Tendrías que verte.
Debido a que estábamos en una fiesta, debido a que estaba sonando a todo trapo la Sexta de Beethoven por unos altavoces Bose, cada uno del tamaño de un utilitario de importación, y debido a que la gente que nos rodeaba estaba gritando casi a pleno pulmón para poder hacerse oír por encima del estruendo de la música y las conversaciones, el doctor Bickerstaff y yo no estábamos simplemente charlando sobre lo mal que se me veía, estábamos gritando como posesos.
—Mírate el pelo —dijo Bickerstaff.
—¿Qué le pasa a mi pelo?
—Los médicos podemos darnos cuenta de muchas cosas de una persona mirándole el pelo. A ti el pelo se te ve muerto, Saul. He visto muñecas baratas en el F.A.O. Schwartz a las que se les veía más sano el pelo. A ti el pelo se te ve enfermo. Muerto.
—¿Qué estabas haciendo tú en el F.A.O. Schwartz, Doc?
Pasó por alto mi comentario como si no lo hubiera oído. Aunque para ser justos, era posible que no lo hubiera oído. Para hacerse oír en aquel ambiente había que arriesgarse a una distensión de testículo.
—Y estás engordando —continuó él, señalándome la panza con la barbilla.
—¿De verdad? —Yo me la miré.
—¿No es verdad?
—Pues no me lo parecía —dije yo.
—Pues mírate —dijo.
Me dolió que me notara sobrepeso. Me dolió más que el hecho en sí de tener sobrepeso, que era algo que yo ya sabía.
—Pero no estoy gordo, ¿verdad? —le pregunté en tono de súplica—. ¡No soy lo que se dice un gordo! En mi familia no hay antecedentes de gente gorda.
—En la familia Kennedy tampoco había antecedentes de dinero, hasta que llegó Joe —dijo él, un poco apesadumbrado por estar desperdiciando aquella joya de réplica con alguien como yo. Me di cuenta, porque esas cosas no cuesta verlas, de que la estaba archivando para usarla en el futuro.
»Vi a Dianah hace un par de semanas —me dijo, dedicándome una mirada grave destinada a sugerirme que tenía más que decir al respecto.
—¿En serio? —No hice caso de la gravedad de su mirada—. Yo la he visto hace una media hora.
—Profesionalmente —me explicó Bickerstaff—. La vi profesionalmente.
—¿Y cómo está profesionalmente? —le pregunté, riendo, invitándole de nuevo a que se riera conmigo. Tampoco ahora se rió.
—¿Es verdad lo que me ha dicho?
—No lo sé, Doc. ¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho, y no me puedo creer que sea verdad, que te has quedado sin seguro médico.
—¿Y qué me van a asegurar? —le grité, histérico—. Si ya no tengo salud.
Era una pérdida de tiempo intentar hacerse el gracioso con Bickerstaff, pero es que era una pérdida de tiempo el mero hecho de hablar con él, así que supuse que al menos podría desperdiciar mi tiempo en una empresa animada.
—De manera que es cierto —dijo él, y apartó la mirada, como si necesitara un momento para redactar su siguiente comentario.
»Escúchame, Saul —dijo a continuación, y me puso la mano en el hombro. A diferencia de la mayoría de los neoyorquinos, el doctor Bickerstaff jamás tocaba a nadie en público. El hecho de que lo hiciera ahora era un indicador de la gravedad de la situación—. Por favor, escúchame y escúchame bien. Sé que estás borracho, pero…
—No es verdad —lo interrumpí—. No estoy borracho en absoluto. Estoy más sobrio que una monja. —Casi me eché a llorar al recordar que no hacía mucho que había dicho aquellas mismas palabras, con la diferencia de que la vez anterior estaba borracho al decirlas. La forma excesivamente emocional en que las estaba diciendo ahora confirmó a Bickerstaff que yo estaba borracho.
—Cuando estés sobrio por la mañana —siguió él—, échate un buen vistazo en el espejo. Lo que verás es a un hombre con sobrepeso de cincuenta y tantos, alcohólico y con antecedentes familiares de cáncer y de locura. Verás a un hombre cetrino al que se le ve el pelo muerto. Verás a un hombre, Saul, que no solamente necesita un seguro médico, sino que necesita la cobertura médica más amplia que pueda conseguir. Si te es posible, te aconsejo que contrates planes médicos de varias compañías.
Yo escuché todo aquello y contesté:
—Pero aparte de todo eso, ¿cómo me ves?
Mi ligereza ya no divertía a nadie. A Bickerstaff nunca le había divertido. Negó una vez con la cabeza, como un lanzador de béisbol rechazando una señal del receptor, y por fin, clavándome una mirada ceñuda, se dio media vuelta para marcharse. Lo agarré del brazo.
—Escucha esto, Doc. ¡He dejado de fumar! —La trompeta de la Anunciación no podía haber sonado más jubilosa que mi voz. Llega un momento en la vida de todo hombre en que está desesperado por tener contento a su médico, por mucho que ya no sea su médico.
No oí gemido alguno por culpa de todo el barullo de la sala, pero la cara de Bickerstaff adoptó la expresión de estar soltando un gemido. Estaba claro que no me creía.
—De verdad, Doc. Lo juro. Lo he dejado. Ayer mismo. Llevo desde entonces sin dar una calada. Ni una.
Le estaba diciendo la verdad, pero por alguna razón la certeza de Bickerstaff de que estaba mintiendo parecía mucho más sustancial y provista de autoridad que mi verdad.
Se soltó el brazo que yo le estaba cogiendo y su mirada de despedida me informó de que me acababa de convertir en un aburrimiento oficial. Luego se marchó. La boca de una congregación de gente de tamaño mediano se abrió y se lo tragó entero.
5
El apartamento de los McNab tenía más vegetación por metro cuadrado que ningún otro que yo hubiera visto. Las plantas me rodeaban los tobillos, me llegaban a la cintura, por la vivienda había esparcidas verdaderas arboledas. Había partes que se podrían haber usado de decorado para aquella serie antigua de la tele, Ramar of the Jungle. Se trataba de uno de los apartamentos más fotografiados de Norteamérica. Había salido en el Architectural Digest, en el New York Times Magazine, en Vanity Fair, en Ms., y en por lo menos una docena de otras publicaciones. Por lo que yo había leído de la destrucción que causaba la lluvia ácida, estaba seguro de que aquel apartamento tenía más vegetación dentro que comunidades enteras de la cuenca del Ruhr.
Con la Pastoral de acompañamiento, fui dando tumbos de arboleda en arboleda hasta encontrar una que me gustó. Allí me senté debajo de un dosel de hojas y seguí bebiendo.
La gente iba y venía, como pasa en todas las fiestas. Personas solas, parejas, tríos. Se quedaban un rato en mi arboleda y luego seguían su camino. Hablábamos de los chau-CHES-cu, de Bucarest, de Broadway y del Muro de Berlín. Venía gente a la que apenas conocía y que no me conocían apenas pero que parecían saberlo todo de mí y yo todo de ellos. Gracias a la Revolución de la Información, el mundo se había convertido realmente en una aldea global, y claro, igual que en las aldeas de los viejos tiempos, la forma dominante de comunicación volvía a ser el cotilleo.
George Bush tenía una amante.
Dan Quayle era gay.
Uno de los efectos secundarios más descorazonadores de mi incapacidad para emborracharme era no solamente el hecho de estar sobrio mientras se intercambiaban todos aquellos cotilleos de la aldea global, sino que encima me acordaría al día siguiente.
La pérdida de la memoria era uno de los auténticos placeres de emborracharse, y en los viejos tiempos en que estaba sano y me emborrachaba todas las noches, a la mañana siguiente siempre me levantaba despejado y sin recuerdo alguno de la noche anterior. Cada día era un día nuevo sin compromiso alguno. Cada mañana era un nuevo comienzo. Estaba sincronizado con la naturaleza. Morir por la noche; nacer y ser renovado por la mañana.
Todo había cambiado al contraer mi enfermedad con la bebida. Desde entonces, todo lo que hacía, decía u oía por las noches me venía a visitar a la mañana siguiente. Se me había infiltrado en la vida una continuidad nueva e implacable que yo no estaba preparado para manejar.
En el suplemento de Ciencia de los martes del New York Times había leído un artículo sobre física que describía la posibilidad teórica de la existencia de antimateria en el espacio exterior, antimundos, antigalaxias enteras compuestas de antipartículas subatómicas.
Ahora, sentado en mi arboleda y cotilleando con los demás invitados, me dio por preguntarme si en aquel esquema tipo yin-yang del universo existiría también alguna anti-Clínica Betty Ford donde pudieran ayudar a los exalcohólicos enfermos como yo. Donde pudieran quitarme mi inmunidad al alcohol y, al cabo de una estancia de un par de semanas, una serie de profesionales especializados pudieran reintoxicarme de nuevo.
Se me empezó a llenar la arboleda de gente. Algunos de pie. Otros sentados. Todos hablaban y cuando hablaban tenían que gritar si querían que se los oyera, y todos querían que se los oyera. Yo no estaba ni incluido en las diversas conversaciones ni excluido de ellas. Podía elegir. Ellos farfullaban. Y de vez en cuando yo les farfullaba también. Era terapéutico. La bebida no estaba teniendo absolutamente ningún efecto sobre mí, pero todo aquel farfullar absurdo resultaba casi embriagador.
De pronto se me ocurrió una posibilidad espantosa. Me pregunté lo siguiente: ¿y si mi inmunidad al alcohol también afectaba al resto de sustancias químicas y fármacos? Dolor. Dolor espantoso. Dolor insoportable. ¿Y si me sobrevenía un dolor insoportable y no lo podía aliviar con ninguna sustancia química?
Vi que se me acercaba mi mujer. Serena, sonriente, sosteniendo una copa de champán con el brazo muy extendido, con pinta de estar cruzando el gran salón de baile del Queen Elizabeth II para invitarme a bailar.
Se detuvo y se quedó allí de pie, mirándome desde arriba.
—¿Quieres sentarte? —le ofrecí, e hice el gesto de levantarme.
Ella negó con la cabeza y dijo:
—No, gracias.
Me repanchingué en mi silla y miré el vestido que llevaba puesto. El animal amenazado de extinción de turno era un búho. Había pequeños búhos en peligro de extinción por todo su vestido. Desde la pechuga y el vientre de Dianah me miraba una bandada de pequeños búhos de ojos grandes y redondos. Si no me enmendaba, parecían estar advirtiéndome, también yo iba a terminar algún día en la lista de especies en peligro de extinción. Tal vez incluso en algún vestido como aquél.
—Qué vestido tan bonito llevas. ¿Qué clase de búho es?
—El autillo de Anjouan —contestó ella, dejando escapar un suspiro, como si el mero hecho de hablar conmigo fuera una pérdida de tiempo.
—Ya me parecía —dije asintiendo con la cabeza—. Tienen un aspecto encantador. Parecen un jurado compuesto de insomnes.
Me reí, invitándola a que se riera conmigo y sabiendo de antemano que no lo haría. Y no lo hizo. Ni siquiera se dio por enterada de la invitación. Se limitó a mirarme.
Mi mujer. Seguía siendo mi mujer. Mi vida matrimonial se había terminado pero mi matrimonio continuaba.
La cara de Dianah tenía todos los rasgos de lo que la moda dictaba que era una mujer hermosa. Todo en ella era prominente. Los ojos. Los pómulos. Los labios. Los dientes. El pelo rubio platino se le desplegaba unos quince centímetros alrededor de las orejas, como si fuera un impermeable abierto por el viento. Con ese peinado daba la impresión de que estuviera exhibiendo impúdicamente la cara.
—Supongo que no te habrás dado cuenta de que tu hijo está aquí —me dijo mientras apartaba la vista de mí para mirar a la gente de mi arboleda, a quienes invocaba para que fueran testigos de nuestra conversación.
—¿Billy? Claro que lo he visto. Cuesta no verlo. Ahí está. —Señalé hacia la otra punta de la sala donde, a lo lejos, su cabeza dominaba el horizonte.
—Necesita hablar contigo de verdad, Saul. De verdad. ¿Qué tienes en la camisa?
Me miré la camisa azul arrugada. Se me había caído un poco de relleno de uno de aquellos canapés que había devorado y me había aterrizado en la camisa. Algo de color rojo. Intenté quitármelo pero solamente conseguí mancharme. La mancha resultante hizo que pareciera que me habían apuñalado.
Ella suspiró, puso los ojos en blanco y apartó la vista.
—Estás borracho.
—No. —Negué con la cabeza—. Ni de lejos. Estoy completamente lúcido, y es triste decirlo pero todas mis facultades están intactas.
Cierta perversidad moral hacía que me resultara agradable decir la verdad teniendo la seguridad completa de que Dianah la rechazaría. Cuanto más sobrio aseguraba estar yo, más borracho parecía. Su convencimiento de que estaba borracho era tan fuerte que, al menos por un momento, sentí que su misma convicción me empezaba a achispar.
—Por favor, Saul. Basta. Estoy cansada de estos juegos. Todos los presentes… —y volvió a recorrer la arboleda con la mirada, invocando a algún testigo— se dan perfecta cuenta de que estás borracho. No engañas a nadie. —Se detuvo, soltó un suspiro enorme y continuó—: Estábamos hablando de Billy, por si no te acuerdas.
—Me acuerdo. Quiere hablar conmigo.
—No es que quiera. Es que lo necesita. Necesita hablar contigo.
—Vale, lo que tú digas. Necesita hablar conmigo. ¿Y de qué necesita hablar conmigo?
Me vi obligado a apartar la vista de su vestido. Todos aquellos ojos de búho enormes me estaban poniendo nervioso de tanto mirarme sin parpadear.
—Es tu hijo, Saul.
—Ya lo sé.
—¿Y qué quiere cualquier hijo de su padre? —dijo dirigiéndose a la galería de mi arboleda.
—Ni idea —contesté yo.
—Quiere estar contigo. Necesita estar contigo. No me acuerdo de la última vez que pasaste tiempo a solas con él.
—Yo tampoco, pero eso no quiere decir que no pasara.
Arqueó las cejas, asqueada por mi frivolidad, y luego procedió una vez más, despacio y con paciencia:
—Quiere irse a casa contigo esta noche. Necesita pasar un par de días contigo antes de volver a la universidad. Es muy importante para él, Saul. Muy, muy importante, y si lo quieres aunque sea un poco… —continuó.
En el poco rato que llevaba conmigo, mi mujer ya se las había apañado para silenciar todas las demás conversaciones de la arboleda, y ahora, mientras hablaba, contaba con la atención total de toda aquella gente que estaba sentada o bien de pie a ambos lados de nosotros. Yo agradecía la presencia de aquel público. Si los matrimonios fueran asuntos estrictamente públicos, igual que los desfiles o las fiestas, Dianah y yo seguiríamos viviendo juntos y lo más seguro es que yo me considerara felizmente casado. Era la intimidad, el tiempo que pasábamos a solas, lo que arruinaba mi matrimonio. No la intimidad en público como la que estábamos teniendo ahora, sino la intimidad privada. La de cuando estábamos solos. En aquel sentido, por lo menos, yo carecía por completo de culpa. Había hecho todo lo que había estado en mi mano por evitar cualquier momento íntimo entre los dos.
—Vale, vale —dije, rindiéndome—. Tienes razón. Tienes toda la razón. Esta noche me lo llevo a casa conmigo.
—¿En serio? —Me miró con recelo de buena cosecha—. ¿No intentarás darnos esquinazo como haces siempre?
Pues claro que sí. Yo lo sabía perfectamente. Pero mentí.
—Te prometo que no —le dije.
—¡Lo prometes! —Ella se rió. Los búhos de su vientre y sus pechos revolotearon como si se estuvieran preparando para levantar el vuelo—. Cariño, con tus promesas se podrían allanar todos los baches de Manhattan. Ya lo sabes. Lo sabes, ¿verdad que sí?
Por supuesto que lo sabía, y lo más seguro era que lo supiera también toda aquella gente que nos estaba escuchando en la arboleda.
—¿Te parece que estoy engordando? —le pregunté, dándome unas palmaditas en la mancha de la camisa y en la panza que había debajo de la mancha.
Ella hizo una mueca y suspiró.
—Cariño, está claro que un monstruo gordo como tú tiene defectos más importantes de que preocuparse que el peso que hayas ganado.
Que te llamaran monstruo tenía un pase. Pero que te llamaran monstruo gordo dolía.
—¿En serio? ¿Te parece que me estoy poniendo gordo?
—Te estás hundiendo, cariño. Física, emocional, espiritual y psicológicamente.
—O sea que, en tu opinión, por lo menos intelectualmente estoy…
—Eres… —me interrumpió—, eres como los últimos días del Imperio otomano. Eres el viejo enfermo de Manhattan.
La atención de un público siempre sacaba lo mejor de ella.
—¿Y no te parece mala idea que alguien como yo pase tiempo a solas con Billy?
—Ya lo creo. Se merece un padre mejor, pero por desgracia para él, tú eres el único que tiene. Te estás tirando la bebida, cariño.
Era verdad. Intenté como un tonto sacudirme el bourbon que me acababa de derramar sobre el muslo.
La Pastoral llegó a su fin. En el breve lapso sin música, Dianah se limitó a quedarse allí mirándome, y a continuación echó un vistazo a la derecha seguido de otro a la izquierda, en dirección a la gente reunida en la arboleda. Les estaba comunicando enternecedoramente que yo era una cruz que a ella le tocaba llevar. Y en aquel momento empezó la Séptima de Beethoven.
Dianah me preguntó, con aquella voz de llevar la cruz que estaba poniendo ahora, si había hecho algo con lo del seguro médico.
—Pues sí —le mentí.
—Mentira —dijo ella.
—No es mentira —mentí—. Tengo cobertura. Cobertura completa.
Mentir no era algo que me viniera de nuevo. Lo que sí resultaba nuevo era la tranquilidad con que lo hacía ahora.
—Ni siquiera te has dado cuenta. —Pasé de las mentiras a la verdad, tal como nos gusta hacer a los mentirosos—. Pero he dejado de fumar. Llevo desde ayer sin una calada. Ni una. A pelo. Así, sin más. —Chasqueé los dedos—. Creo que esta vez va en serio. Estoy convencido.
—Oh, Saul —dijo ella con un suspiro.
Me oí a mí mismo circunscrito por ese suspiro. Ella me conocía, y todo el mundo que me conocía parecía conocerme mejor de lo que me conocía yo mismo. Nuestro público de la arboleda no albergaba duda alguna de que o bien a) yo estaba mintiendo, o b) iba a volver a fumar muy pronto.
—Lo único que has dejado así sin más es de decir la verdad y de asumir la responsabilidad de tus actos. Te has vuelto una amenaza para todos nosotros.
Dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo.
—Por cierto —me dijo—. Es la última vez que te aviso de que como no vengas a llevarte la ropa de tu padre del apartamento, la voy a dar a la caridad.
Mi padre había muerto hacía tres años. Cáncer de médula espinal. El cáncer le había subido lentamente por la médula hasta llegarle al cerebro. Había tardado una temporada en morirse y se había pasado los últimos meses de su vida loco de remate.
En plena locura se le había metido en la cabeza que tenía dos hijos. Un buen hijo, Paul, al que amaba con locura. Y un hijo despreciable, Saul, al que odiaba con la misma locura. Cuando yo iba a visitarlo, no tenía ni idea de a qué hijo iba a ver en mí. Cambiaba de una visita a otra, de un día a otro, de una hora a otra. A veces en mitad de un movimiento, de un parpadeo, cambiaba del uno al otro. Lo único que yo podía hacer era seguirle la corriente.
Cuando era su hijo bueno, conspiraba con él y censuraba la conducta del perdido de mi hermano. Cuando era el perdido, me sentaba y guardaba silencio contrito mientras él despotricaba y me condenaba a diversas formas de la pena capital. «Te condeno a muerte», me decía una y otra vez. Antes de su jubilación prematura, había sido juez de lo penal en Chicago, y cada vez que me imponía la pena de muerte, lo hacía en calidad de juez y no de padre. Antes de morir redactó un testamento demente. En él me conmutaba la pena de muerte por cadena perpetua sin libertad condicional. A su hijo bueno, Paul, le legaba toda su ropa. Mi madre, por razones propias, no tuvo valor para tirarla. Me convenció para que me la quedara yo, y, en calidad de buen hijo, me la llevé conmigo a Nueva York. Cuando dejé a Dianah, tampoco tuve valor para tirar la ropa, pero estaba claro que tampoco me la quería llevar a mi apartamento.
—Vale, vale —le dije ahora—. Dentro de unos días voy a buscarla.
—No es la primera vez que lo dices.
—Te lo prometo —le mentí.
—Es la última vez que te lo pido, Saul.
—Y yo es la última vez que te lo prometo, Dianah.
Volvió a dar media vuelta para marcharse, pero se detuvo una vez más. Momentáneamente paralizada en plena retirada, me concedió una de sus famosas miradas de perdón. No de perdón por las incontables cosas que había hecho mal hasta ahora, sino, teniendo en cuenta el hombre que yo era, también por las incontables cosas malas que iba a hacer en el futuro. Era una mirada de perdón sobrecogedora. Aunque llegara a vivir doscientos años, no me imaginaba cómo podía cometer suficientes maldades para merecer una mirada de aquel calibre.
Y luego se marchó, volviéndose a derecha y a izquierda mientras se abría paso entre la multitud, con la copa de champán por delante. El pelo platino se le iluminaba y oscurecía alternativamente al pasar junto a las diversas lámparas. A lo lejos, en la otra punta de la sala, elevándose por encima de la muchedumbre, vi a mi hijo. Tenía la cabeza inclinada, como siempre que estaba conversando con gente de tamaño normal.
Me recordó a un girasol.
6
Poco después yo también abandoné la arboleda. Fui de sala en sala, alternando, bebiendo y farfullando sobre el realineamiento de las naciones del mundo. Era capaz de farfullar sobre lo que fuera. Cuanto menos supiera del tema, más convincente les resultaba a los demás. Y también a mí mismo.
Me encantaban las fiestas en apartamentos ajenos. Había desarrollado alguna clase de patología doméstica y ahora solamente me sentía en casa en las casas ajenas. Casi siempre era el primero en llegar y el último en marcharme. Los ambientes donde sonaba la música a todo volumen y los hombres y mujeres que se dedicaban a gritar banalidades eran mis preferidos.
También me gustaba (de forma algo intermitente) pensar en mí mismo como El Hombre Sin Asegurar. Estaba convencido de ser el único hombre sin seguro médico de la fiesta. Ese conocimiento me llenaba de una temeridad arrogante. ¡Qué audaz era! Qué independiente. No solamente aceptaba sin inmutarme mi carencia de seguro, sino que la integraba en la frescura misma con que me desplazaba de planta en planta, de lámpara en lámpara y de grupo en grupo. El Hombre Sin Asegurar.
Un caballero europeo hizo lo que todos los europeos y me ofreció un cigarrillo antes de encenderse uno él. No, le dije; no, gracias. Lo he dejado. Llevo desde ayer sin probar ni una calada. La gente que me rodeaba se echó a reír como si yo estuviera contando un chiste o mintiendo. Por extraño que parezca, empecé a tener la sensación de estar mintiendo. De que en realidad no había dejado de fumar. Contar la verdad era una cosa, pero sentirse en contacto con la verdad después de contarla era algo que ya no parecía depender de mí. Era la reacción de los demás la que me lo concedía o me lo denegaba. Padecía una enfermedad, la enfermedad de la verdad, y uno de sus síntomas era que me sentía mucho más cómodo con las verdades ajenas que con las mías. Por mucho que sus verdades fueran completamente opuestas a la mía.
Allí donde iba, veía entre la multitud a Billy, que no me quitaba la vista de encima para que no me escabullera y me marchara sin él. Dando esquinazo a la mirada de mi hijo como quien da esquinazo a un asesino, me alejé.
Tenía ganas de mear y, haciendo mi mejor imitación de un borracho que necesita vomitar, entré dando tumbos en el lavabo de hombres de los McNab y cerré la puerta con pestillo.
Uno de los muchos detalles de la decoración del apartamento de los McNab era que tenían un lavabo claramente marcado para hombres y otro para mujeres. Los letreros de las puertas los había encontrado su legendario interiorista Franklin en tiendas de antigüedades.
El lavabo de hombres, además de retrete, tenía un enorme urinario público de anticuario. Otro detalle de Franklin. El urinario me llegaba hasta la mitad del pecho. Tenía la vieja porcelana surcada de grietas y su color era el de los dientes viejos y enfermos de los fumadores como yo.
Me bajé la bragueta, me saqué la minga y me incliné hacia el urinario.
En el lavabo de hombres también había plantas. Había tantas que me dio la impresión de estar meando al aire libre, en el parque.
Antes, cuando yo meaba, no tenía más que apuntar y disparar, y allí donde apuntaba era donde iba el chorro. Era una de las actividades que era capaz de hacer, y que más disfrutaba haciendo, con los ojos cerrados.
Pero ya no.
La próstata me estaba empezando a dar guerra. Como una pistola que disparaba con el costado del cañón, el chorro se me iba o bien muy a la izquierda o muy a la derecha, o de pronto se cortaba y no salían más que unas gotitas. Ahora bajé la vista y observé un nuevo cambio. En lugar de un solo chorro, me salían de la minga dos, como una señal de victoria. Y no paraba de sentir un ardor como si estuviera meando concentrado de limón ReaLemon.
Ya. Ya estaba. Me zarandeé la minga y tiré de la cadena. Metí tripa y me subí la bragueta. En los oídos me resonaba la eterna canción: te la puedes zarandear y sacudir, pero la última gota siempre acabará en los calzoncillos.
Encima del lavabo de mármol vi un cenicero del hotel Plaza Athénée de París. Dentro del cenicero había un cigarrillo apagado, del que alguien se había fumado dos terceras partes. Le eché un vistazo y aparté la vista. Me lavé las manos.
Mi último intento de dejar de fumar lo había causado sobre todo mi incapacidad para emborracharme. El cáncer de pulmón parecía una muerte terrible, pero lo que realmente me aterraba era la idea de no poder ni siquiera emborracharme el día en que me dieran la noticia.
Unos años atrás había dejado completamente de fumar y me había pasado casi tres meses sin probar un cigarrillo. Me había curado mediante un procedimiento que me parecía un fraude. La hipnosis. El hipnotizador era un húngaro llamado doctor Manny Horvath.
Hice el tratamiento solamente para demostrarle al amigo que me lo había recomendado que todo era un fraude. Fui al despacho del doctor Manny Horvath convencido de que a mí nadie podía hipnotizarme, ya no digamos curarme de fumar.
Qué equivocado estaba. El doctor Manny Horvath me hipnotizó en un tiempo récord. Cuando salí del trance, la idea misma de un cigarrillo me producía náuseas. Me pasé semanas reprendiendo a otros fumadores y pregonando las virtudes de la hipnosis. Pero aquella cura que tan bien me había ido para mi tabaquismo resultó ser desastrosa para el resto de mi vida.
Descubrí que me encantaba que me hipnotizaran, y que el trance hipnótico en que me había sumido el doctor Manny Horvath ya no abandonaba nunca mi mente. Era como el plutonio o el estroncio 90. Una vez que se te metía dentro, ya lo llevabas ahí para siempre. Descubrí, para gran sorpresa mía, que era capaz de sumirme a mí mismo en un trance hipnótico sin ayuda alguna de Manny Horvath. De tal forma que siempre que me encontraba con alguna crisis en mi vida que me resultaba demasiado difícil o dolorosa de afrontar, me limitaba a sumergirme en mi trance inducido por mí mismo, y me curaba, por así decirlo, de la necesidad misma de hacerle frente. La mera idea de hacer frente a una crisis me producía náuseas.
Aquello causó el caos en mi vida. Personal. Interpersonal. Profesional. De todo tipo.
Al final, para poder curarme de aquella náusea que me producía afrontar mis problemas vitales, tuve que curarme de mi reciente fe en el hipnotismo. Tuve que deshipnotizarme a mí mismo. Y para ello, tuve que demostrarme a mí mismo que Horvath era un charlatán y que en realidad no me había curado de fumar. Y para ello, tuve que ponerme a fumar otra vez. Al principio fue muy desagradable, pero al final volví a fumar dos paquetes al día y a echar pestes de Horvath por toda la ciudad.
Me vi la cara en el espejo del lavabo. En lugar de esperar a la mañana siguiente, tal como había sugerido el doctor Bickerstaff, decidí echarme un buen vistazo ahora mismo.
Todo lo que me había dicho el médico parecía verdad. Tenía la tez amarillenta. El pelo, efectivamente, se me veía muerto.
Pero ¿acaso estaba gordo? ¿O bien era un tipo alto y fornido, que era lo que yo solía considerarme?
La cara reflejada en el espejo del Hombre Sin Asegurar no parecía saber nada a ciencia cierta, ni tampoco hacía gala ya de aquella bravuconería de no tener seguro médico.
Di un par de pasos hacia atrás para verme mejor. Me saqué la camisa de los pantalones y la levanté para mirarme la tripa en el espejo. No fue una imagen agradable. Seguía siendo un tipo alto, pero fornido era una descripción demasiado amable para el metro ochenta y tres de carne que estaba viendo.
Estaba claro. Yo tenía la edad en que todo se estropea. La probabilidad de que alguien de mi edad desarrollara cáncer de próstata era elevada. Y también otros cánceres. De bazo. De páncreas. De pulmón, claro. De pulmón, por supuesto. Después de tantos años de fumar. Pero el cáncer no era la única amenaza. El asesino número uno de los hombres blancos de mi franja de edad era la patología del sistema cardiovascular. Después de tantos años de fumar, de beber y de zampar raciones suicidas de chuletas de cordero y patatas fritas de sartén. Arterias obturadas. Como líneas telefónicas obturadas. Y todo el tiempo, por muy bien que lo hiciera todo, se me iban muriendo docenas de millares de neuronas, de manera que, incluso en el caso de que consiguiera evitar los ataques al corazón y los distintos tipos de cánceres, me esperaba la recompensa de la senilidad.
Sin embargo, al menos de momento, la perspectiva de aquellas enfermedades catastróficas, la perspectiva de sucumbir a ellas en mi estado de carencia de seguro médico, parecía mucho menos importante que otra cosa. Tenía otro problema que hacía que la amenaza de aquellas enfermedades perfectamente conocidas y documentadas no resultara más trascendente que un resfriado común. Yo tenía algún problema dramático, y fuera lo que fuera, era realmente grave. No sabía lo que era. No sabía si era algo que estaba cogiendo o algo que estaba perdiendo, pero sí sabía, de la misma manera que los animales saben que se avecina un terremoto, que algo enorme estaba llegando a mi vida o bien marchándose de ella. Si estaba en camino, entonces todavía no había llegado del todo. Y si se estaba yendo, todavía no se había ido del todo.
Así que, en lugar de causarme preocupación, aquel cuerpo mío fláccido y desatendido, con sus numerosos órganos propensos a las enfermedades, era algo que me daba gusto ver, por decirlo de alguna manera. El endurecimiento de mis arterias mientras todo lo demás se reblandecía, el deterioro y la devaluación de mi cuerpo, la falta de aliento, los latidos en mis sienes después de cualquier ejercicio físico, la sensación dolorosa de ardor cuando meaba… todas aquellas cosas eran casi bendiciones, recordatorios agradables de que yo no era completamente anormal, sino que mi estado era algo que tenía en común con el resto de la gente de la fiesta y con el resto de mis congéneres. Estar enfermo de aquella forma casi me hacía sentir sano.
Metí barriga y me recogí los faldones de la camisa, soplando por el esfuerzo como si estuviera montando una carpa de circo.
Me acerqué más al espejo para echar un último vistazo a mi cara, y la cara que me devolvió la mirada podría haber pertenecido a cualquiera. ¿Quién era yo para afirmar que había dejado de fumar cuando toda aquella buena gente de allí fuera estaba segura de que no era así? Ellos me conocían mejor, todos ellos, de lo que yo me conocía a mí mismo, y así pues, deleitándome en su conocimiento y en su convicción, y muerto de ganas de pertenecer a alguna clase de comunidad, cogí el cigarrillo del cenicero y me lo metí en la boca. Luego regresé a la fiesta, buscando a alguien que me diera fuego.
Me pasé el resto de la noche fumando, pidiéndoles cigarrillo tras cigarrillo a los pocos fumadores que había en la fiesta. Todo el mundo parecía contento y aliviado de verme fumar otra vez. A la gente le gusta tener razón sobre los demás y a mí me estaba gustando confirmar la visión que tenían de mí. Hasta Dianah y el doctor Bickerstaff, a pesar de su despliegue casi operístico de desaprobación, parecieron satisfechos al ver que me volvía a salir humo de la boca.
7
Empezó a sonar la Novena de Beethoven. Era la forma educada y musical que tenían los McNab de decirnos que la fiesta estaba tocando a su fin. Algunos invitados, como Dianah y el doctor Bickerstaff, ya se habían marchado. Otros se estaban marchando ahora. Los enormes salones se estaban despoblando antes incluso de que se terminara el primer movimiento. Las monjas del catering limpiaban y ya no se les veían las sonrisas amigables de antes. De la impresionante multitud de antes ya no quedaban más que algunos grupitos, a modo de últimos reductos dispersos.
Mi hijo Billy me estaba esperando con paciencia, charlando con unas mujeres mayores a las que había conocido durante la velada. Las mujeres ya se iban pero lo habían buscado para intercambiar unas últimas cortesías. Él las complació a todas.
Se había convertido en un rasgo personal suyo, aquella facilidad que tenía con las mujeres lo bastante mayores como para ser su madre. Se sentía mucho más cómodo con ellas que con las chicas de su edad. Las mujeres, a su vez, estaban encantadas con él, como lo estaba la mujer con la que hablaba ahora. La presencia de Billy, su mera proximidad, la hacía comportarse como una boba. No paraba de tocarlo y de reírse echando mucho la cabeza hacia atrás.
Escuchando la última sinfonía escrita por Beethoven, me acordé de la infancia de Billy. Había nacido con un pequeño problema auditivo que se le había corregido gracias a una operación, pero le había quedado la costumbre de inclinarse hacia el que hablaba con expresión de atención fascinada, con la cabeza un poquito ladeada para poner su oído bueno. Ahora aquello le daba aspecto de estar ansioso por oír lo que la gente le tenía que decir, lo cual convertía a un joven ya atractivo de por sí en alguien completamente irresistible.
Yo también tenía mis hábitos, y uno de ellos era ponerme abiertamente sensiblero respeto a Billy antes de hacerle daño. La fiesta se estaba acabando y yo tenía que abandonarlo, que deshacerme de él de alguna manera. La cuestión no era si hacerlo, sino cómo hacerlo.
La mejor forma de evitar llevármelo conmigo a casa aquella noche era llevarme a otra persona. A una mujer. La que fuera. Copa en mano, y cigarrillo gorroneado en la otra, me alejé dando tumbos a la caza de una hembra no acompañada. Oteé el horizonte en busca de señales de humo, igual que un turista perdido en la espesura que busca la civilización. En las diversas salas adyacentes todavía quedaban pequeños grupúsculos de gente, pero solamente una voluta de humo que no fuera la mía.
Había tres hombres y cinco mujeres, una de las cuales estaba fumando. Pero no era la indicada para mí. Tenía un aspecto demasiado vital. La clase de mujer que llevaba espray antiviolación en el bolso y espray antiviolación en la mirada. En tanto que cazador de mujeres yo ya estaba bastante de capa caída, era un depredador anciano. Una cacería exitosa no era tanto el resultado de mi masculinidad como del encuentro casual con una presa coja o enferma que el resto de la manada sana ya no quería tener en sus filas. Me acerqué con sigilo al grupo y escuché su conversación. Estaban charlando sobre Gorbachov.
Me dediqué a fumar, a escuchar, a asentir solemnemente con la cabeza y a examinar a las hembras en busca de señales de debilidad, autoestima baja y falta general de dominio social. Todo el mundo tenía algo que decir sobre Gorbachov, pero enseguida me di cuenta de que había una joven a quien nadie parecía escuchar cuando hablaba. La única beta presente. Ninguno de los hombres ni de las demás mujeres, que eran todos alfas, parecía quererla para nada.
—Es muy distinto —estaba diciendo la joven sobre Gorbachov—. No hay ni un solo político en este país que se atreviera a presentarse al cargo más alto con ese pedazo de mancha en la frente, y, sin embargo, es justamente la mancha lo que le hace parecer tan… tan…
—Tan humano —salté yo.
—Sí. —Ella giró sus ojos ligeramente bizcos hacia mí—. Eso mismo. Tan humano. Le da un aspecto muy, muy humano.
Los demás no tardaron en percibir el propósito de mi interés por la mujer de ojos bizcos. Intercambiaron miraditas y sonrisitas, que ella no vio, y luego, divertidos por la situación, por el juego, por así llamarlo, se retiraron, haciéndome saber de forma vagamente burlona que la presa era para mí si yo la quería. Le pedí prestados un par de cigarrillos muy largos a la mujer con mirada de espray antiviolación antes de que se fuera, y a continuación dirigí toda mi atención a la joven abandonada que tenía delante.
Nos dijimos nuestros nombres. Ella se llamaba Margaret. Margaret Mandel. Yo empecé a llamarla Peggy.
—El único que todavía me llama Peggy es mi padre —me dijo ella, meciéndose como si el suelo se estuviera bamboleando.
—Bueno, pues como yo tengo edad de ser tu padre, también te llamaré así —le dije.
Se le humedecieron un poco los ojos. Iba como una cuba pero intentaba aparentar que estaba sobria. Yo me encontraba en la situación opuesta. Con unas cuantas maniobras estándar por mi parte, sabía que me la podía llevar a casa conmigo aquella noche.
No es que careciera por completo de atractivo. A mí me gustan las mujeres que bizquean un poco, y ella era casi guapa a su manera ligeramente bizqueante. La verdad era que yo no tenía ningún deseo real ni virtual de llevármela a casa y acostarme con ella. Haría lo que pudiera para seducirla, como la estaba seduciendo ahora, pero se trataba de una seducción guiada por una motivación oculta. Mantener a raya a mi hijo. Ella tenía un padre distinto, y si yo tenía que quedarme a solas con alguien aquella noche, me resultaría más fácil con una completa desconocida, hija de otra persona y no mía.
Hablamos de política, de perestroika, de glásnost y de la caída de la familia chau-CHES-cu. La calidad de las banalidades que intercambiamos jamás cayó por debajo del nivel aceptable. Al cabo de un rato volví a conducir la conversación al tema de los padres. Cuando intento seducir a mujeres de menos de treinta años, siempre me concentro en sus padres. Cuando tienen más de treinta, he aprendido que resulta mucho más productivo preguntarles por sus exmaridos o amantes, o en algunos casos por sus hermanos y hermanas.
—¿Tienes buena relación con tu padre?
—Antes sí. Antes teníamos muy buena relación.
—¿Y ahora?
Los ojos se le llenaron de lágrimas de borracha.
—Ahora… —Se encogió de hombros y negó con la cabeza—. Ahora, no sé. Algo ha cambiado, pero no sé qué es. Parece que él…
Ella continuó. Yo encendí otro cigarrillo y me puse a escucharla. Se me daba bien conseguir que los desconocidos se sinceraran conmigo. No era tanto un talento como cierta maña, la misma maña que yo tenía en la profesión que había elegido. Me dedicaba a hacerles preguntas a mis colegas sobre sus vidas y luego escuchaba. Y ellos confundían, igual que ahora estaba haciendo Peggy, el afecto que les producía el sonido de su propia voz, la cercanía que sentían hacia sus propias historias y recuerdos, con la cercanía conmigo.
Se trataba de una técnica que no siempre resultaba tan fría como aquella noche. La había ido desarrollando durante mis años de borracho, en los que simplemente estaba demasiado ido para ser el que hablaba, y en los que de hecho no tenía ni idea de lo que estaba haciendo y por tanto era inocente de usar técnica alguna. La desafortunada consecuencia de mi enfermedad era que la técnica había perdurado aunque yo ya no pudiera emborracharme. No resultaba nada agradable estar completamente sobrio y ser del todo consciente de estar usando la técnica. Pero tampoco era lo bastante desagradable como para detenerme.
Se estaba haciendo tarde. El último grupito de personas se dirigía a la puerta.
—¿Vamos? —le pregunté a Peggy. La pregunta tenía la entonación perfecta para abarcar las siguientes diez o doce horas de su vida. Y aunque borracha, ella entendió sus implicaciones. Respiró hondo, apuró su copa y dijo:
—Sí, vamos.
Billy me estaba esperando en el vestíbulo, al lado del perchero. Ya llevaba puesto su chaquetón con relleno de plumón. Estaba listo para irse y no parecía tener duda alguna acerca del sitio al que iba. Su inocencia resultaba exasperante. Me enfurecía y al mismo tiempo me hacía quererlo más. Reforzaba mi determinación de compensarle algún día de alguna manera. Por el dolor que le había infligido a lo largo de los años y por el que le iba a infligir aquella noche. De una sola vez. Así me imaginaba yo que le compensaba. De una sola vez magnífica.
—Peggy, te presento a mi hijo Billy. Billy, Peggy.
Él la saludó con la cabeza tranquilamente, sonriente, mirándonos desde arriba como si fuera una farola.
Peggy pareció aturdida bien por la belleza de Billy, o bien por aquella aparición repentina y desconcertante de mi hijo. ¿Acaso nos íbamos todos juntos a mi casa? Y cuando llegáramos, ¿qué íbamos a hacer? Al fin y al cabo, el chico estaba mucho más cerca de su edad que yo. Algo la preocupaba. Le apareció en los ojos un matiz de reticencia, pero estaba demasiado borracha y demasiado entregada para hacer nada al respecto. Su cara adoptó esa ausencia de expresión de quien está esperando a que le den instrucciones.
A continuación salimos todos al pasillo, con el acompañamiento coral del Himno a la alegría de Beethoven.
El vetusto ascensor hidráulico del Dakota descendió a la velocidad de la descomposición radioactiva. A mí me pareció que la caída del Imperio romano probablemente había tenido lugar más deprisa. No tenía ni idea de cómo funcionaban aquellos ascensores hidráulicos, pero si era verdad que aquél usaba agua, entonces, a juzgar por su velocidad, lo más seguro es que necesitara que el agua se evaporara para poder bajar y que se condensara para subir.
Éramos siete personas embutidas en el cajón diminuto, que tenía paneles de madera oscura manchada en las paredes. Nosotros estábamos en la parte de atrás. Peggy a mi derecha y Billy a mi izquierda. Las otras dos parejas estaban de pie delante de nosotros. Iban diciéndose los unos a los otros, en ese tono despreocupado que se usa para darse tranquilidad, que el ascensor sí que se estaba moviendo.
—¿Cómo lo notas? Porque yo no noto nada.
—Se mueve.
Todos levantamos la vista hacia el panel numérico y vimos que se iluminaba el número seis. Los McNab vivían en la séptima planta. Allí estaba, pues, la prueba concluyente de que habíamos dejado atrás una planta entera.
—Ya solamente faltan cinco —dijo un hombre que estaba delante de mí, y todos soltamos una risita. Notando que tenía un público receptivo, añadió—: Quién sabe, tal vez para cuando lleguemos al suelo, los demócratas ya estén otra vez en el poder.
—Yo creo que este ascensor lo construyeron los demócratas —dijo una mujer que estaba a su lado.
Todos soltamos otra risita. Y luego, como pasa a menudo con los chistes, da igual que sean buenos o malos, se hizo el silencio.
Yo estaba desesperado por fumarme un cigarrillo. Había recaído completamente en mi adicción al tabaco. Además de aquella ansia, sentía una hostilidad creciente hacia Billy por ser tan puñeteramente ciego a la situación. La cosa se debería haber resuelto arriba, pero no. Me aterraba la idea de tener que explicarle cuando saliéramos a la calle que él se iba en una dirección y yo en otra. Me sentía la víctima de su inocencia. Y además estaba Peggy. Yo veía por el rabillo del ojo que ella no dejaba de mirar a Billy. Transfigurada. Si yo hubiera podido encontrar una forma sencilla y elegante de conseguir que los dos se fueran juntos al apartamento de ella y me dejaran irme solo a mi casa, lo habría hecho.
Afuera hacía un frío de muerte y no se veía ni un taxi. Un par de limusinas que esperaban delante se llevaron a las dos parejas. El portero de librea del Dakota salió de su caseta diminuta y se plantó en medio de la calle, mirando a un lado y al otro en busca de taxis.
Yo fumé. Los tres temblamos.
El frente frío, que había matado a una docena de personas sin techo en Chicago, había congelado las cosechas de cítricos en el Sur y había detenido el tráfico de barcazas por el hielo del Misisipi, estaba ahora soplando por la calle Setenta y dos de Manhattan.
Billy, como era Billy, no tenía duda alguna de que él y yo estábamos siendo unos caballeros y consiguiéndole un taxi a aquella tal Peggy del abrigo de pieles, después de lo cual conseguiríamos otro para nosotros, o bien, si hacía falta, caminaríamos juntos hasta mi apartamento. Hasta parecía que estaba temblando de forma puramente recreativa, solidarizándose con el frío de muerte que sentíamos Peggy y yo en lugar de sentirlo él también.
¿Qué demonios iba a hacer con Billy?
Me dediqué a fumar y farfullar. Le pregunté por su vida en la universidad. Di por hecho, de esa forma tan viril que a veces adoptaba cuando estaba con él, que tenía muchas novias en Harvard. Le pregunté si desde que estaba en la ciudad había visto a su antigua novia del instituto, Laurie. No la había visto, no. Pero sí que habían hablado por teléfono. ¿Se acordaba, le pregunté, de que la madre de Laurie la solía traer a nuestro apartamento para que me viera afeitarme?
—Laurie es una chica maravillosa. Maravillosa. Nunca me olvidaré de aquella vez que… —seguí balbuceando.
Un taxi de color amarillo brillante, casi como una aparición, salió disparado de Central Park, y el portero del Dakota levantó sus manos enfundadas en mitones y se puso a hacerle señales. El taxi se detuvo. El portero nos abrió la portezuela. Le puse un billete de cinco dólares dentro del mitón. Peggy entró. Mientras yo la seguía al interior del coche, le hice un gesto a Billy para que entrara también.
En la blancura de nieve de su cara vi que sus ojos oscuros y hundidos evaluaban aquella situación momentáneamente desconcertante y con velocidad de ordenador llegaban a la solución incorrecta. Los taxis escaseaban tanto que primero íbamos a dejar a Peggy la del abrigo de pieles y a continuación íbamos a seguir los dos hasta mi apartamento de la Ochenta y seis con Riverside Drive.
Como si fuera un trípode, metió primero sus piernas largas y después se sentó a mi lado en el taxi. Cerró la portezuela con una floritura, como si, haciendo gala de una combinación de magnanimidad e inocencia, estuviera cerrando de golpe y de una vez por todas el libro en el que se registraba la historia de mis fechorías pasadas.
Su altura era todo piernas. La mía era todo torso. Sentados el uno al lado del otro, éramos del mismo tamaño. Yo esperé hasta que el taxi hubo arrancado y le dije, rodeándole el hombro con el brazo:
—Te dejaremos a ti primero.
No lo podía haber dicho en tono más cariñoso, pero el problema que tiene el lenguaje es que a veces, además de tono, tiene contenido, y ahora el contenido de mis palabras cogió a mi hijo completamente por sorpresa. El viento y el frío a los que había parecido ser juvenilmente inmune mientras estábamos fuera, le cayeron encima de golpe. El cuerpo se le puso rígido bajo mi brazo y noté que empezaba a temblar.
Le di al taxista la dirección de Dianah. Podría haber girado en redondo pero no lo hizo. Cruzamos la Setenta y dos y luego giramos a la izquierda por la Avenida Columbus. La calefacción del taxi estaba al máximo. En todo caso, allí dentro hacía demasiado calor, pero Billy no podía parar de temblar.
Y yo no podía parar de farfullar. Fue un trayecto corto, pero hice que resultara más largo a base de farfullar todo el tiempo.
No solamente no quería llevarme a mi hijo a casa conmigo, tampoco quería llevarme conmigo el recuerdo de su decepción y su dolor; quería deshacerme tanto del hijo como del recuerdo, si era posible. Tenía que desarmarlo de alguna forma y diluir el dolor que estaba sintiendo, a fin de no tener que pensar en ello al día siguiente. Si estuviera borracho, no tendría ese problema.
El Muro de Berlín estaba cayendo, pero yo lo volví a levantar. Resucité a los fantasmas de chau-CHES-cu e interpuse al tirano ejecutado y a su mujer entre Billy y yo.
Le pregunté qué pensaba de la ejecución de chau-CHES-cu. ¿Acaso le parecía que era lo correcto a la vista de las circunstancias o sentaba un precedente ominoso para el futuro de Rumanía? Yo defendí ambas posturas y luego di por sentado que a él le preocupaban profundamente los acontecimientos recientes de Europa del Este. Esa suposición acerca de sus inquietudes resultaba casi imposible de rechazar para un chico como Billy; le resultaba imposible ser lo bastante egoísta como para decir en voz alta que sus preocupaciones personales eran tan elevadas que estaban por encima de las de un país entero. No tenía más remedio que identificarse con la gente que se preocupaba, tal como yo fingía preocuparme, por los acontecimientos mundiales importantes. Yo lo sabía. Conocía a mi hijo. De manera que seguí farfullando. Sobre aquellos huérfanos pobres y sucios a los que encontraban viviendo en jaulas como si fueran animales. Sobre la fe endémica que tenía la gente de Europa del Este en que los tiranos paternalistas les dieran un orden político. Y tal y cual.
Cuando por fin el taxi se detuvo delante del edificio de apartamentos de Central Park West donde vivía Dianah, mi antigua casa, me deshice de Europa como si fuera un sobre de publicidad por correo.
—Me ha alegrado verte, grandullón —le dije.
Salí del taxi con él y, bajo las miradas de Peggy y del taxista, porque nos estaban mirando, porque yo tenía un público, le di un beso en cada mejilla.
—Buenas noches, Billy. Buenas noches.
—Adiós, papá.
—¡Te llamaré! —le grité, y me despedí con la mano desde el taxi.
El taxi dio una vuelta entera y al cabo de unos minutos ya estábamos pasando otra vez por delante del Dakota, como si el rodeo que habíamos dado con Billy no hubiera tenido lugar. Al taxista no le importó que yo fumara, así que fumé. Le hice pararse en Broadway para comprar un cartón de cigarrillos y seguimos nuestro camino.
Al irse Billy, una parte de Peggy, por pequeña que fuera, se marchó con él. Era como si nos acabáramos de caer de una fantasía de ella y ahora se viera sentada en el asiento de atrás del taxi en compañía de la realidad misma.
Yo me pasé el resto del trayecto fumando y hablando de Billy. Le dije a Peggy, y se lo dije en voz lo bastante alta como para que el taxista me pudiera oír también, que era un muchacho maravilloso. Que yo lo quería mucho. Que estaba muy orgulloso de él. Que ser padre era un privilegio que no tenía precio. Cuanto más nos alejábamos del Billy de verdad, más cerca me sentía de él.
Ciertamente no había necesidad de contarles a Peggy y al taxista que Billy era adoptado, pero uno de los síntomas de mi relación patológica con la verdad era soltarles verdades que no venían a cuento a completos desconocidos.
—Adoptado. ¿De verdad? —Peggy me miró bizqueando con la cara entera.
—Sí. Lo conseguimos cuando era un bebé.
—Es tan guapo —dijo Peggy—. Tan increíblemente guapo. —Y luego se echó a llorar, sollozando como una borracha sentimentaloide de mucha más edad de la que tenía—. Pero ¿quién —dijo, llorando—, quién demonios abandonaría a un muchacho tan guapo?
Nos paramos en un semáforo en rojo y el taxista volvió la cabeza, como si estuviera esperando a que yo contestara.