1
Quién sabe cuánto tiempo podría haberme quedado en Sotogrande de no ser por Billy. Agosto tocaba a su fin. Él empezaba el nuevo curso en pocas semanas y quería volver a Nueva York para poder pasar algo de tiempo con Dianah antes de marcharse a Harvard.
De Sotogrande fuimos en coche a Málaga. En Málaga cogimos un avión a Madrid y en Madrid una conexión a Nueva York.
Billy y Leila iban sentados en la sección de no fumadores de la cabina de primera clase. Yo iba sentado cuatro filas por detrás de ellos, fumándome mi último Fortuna español.
Quedaban aún unas horas de luz. El cielo era azul. Y el Atlántico que quedaba por debajo de nosotros se veía todavía más azul que el cielo.
Cuanto más me alejaba de España, mejor me sentía. Las vacaciones en general tienen algo irreal, como si nada de lo que sucede en ellas tuviera importancia alguna.
El asiento contiguo al mío iba vacío, de manera que me repanchingué ocupando los dos. Cuando la azafata me preguntó si quería beber algo, le pedí un café.
No era más que un café de avión normal y corriente, y encima estaba tibio, pero me sentó mejor que todas aquellas incontables tacitas de café expreso que me había bebido en Sotogrande. Sentí que la cafeína se abría paso a codazos por mi sistema entumecido y que volvía a mí una sensación de estar alerta que llevaba tanto tiempo dormida que casi me había olvidado de ella.
Pedí otra taza, encendí otro cigarrillo, y sorbo a sorbo y calada a calada disfruté de estar del todo despierto por primera vez en un par de meses. Volvía a estar por la labor.
Pero al parecer no hay ventaja sin inconveniente. Cuanto más café bebía (me había pedido otra taza), y cuanto más disfrutaba del hecho de sentirme un ser humano completamente funcional, más cuenta me daba de que durante mi estancia semicomatosa en España no me había ocupado de algo que estaba pendiente.
Me encontré en la extraña situación de sentirme ansioso y preocupado por algo sin saber qué era.
Cenamos al cabo de un par de horas. Leila se puso de pie en su asiento con una copa de champán en la mano y me propuso un brindis.
—Chinchín —dijo con una sonrisa y una vocecilla alegre.
Las cabezas de los pasajeros que iban entre nosotros se volvieron para mirarme.
—Chinchín. —Le devolví el brindis.
Después de la cena, la azafata nos anunció que estaba a punto de empezar la película. Por alguna razón nos pidió que bajáramos las persianas de las ventanillas, a pesar de que afuera ya estaba oscuro, y por alguna razón todos obedecimos y las bajamos. Las luces de la cabina estaban apagadas.
Fue durante aquel breve intervalo que pasé allí sentado a oscuras y esperando a que empezara la película cuando me di cuenta de cuál era la causa de mi ansiedad. Era tan obvia que me quedé pasmado de haberla mantenido tanto tiempo fuera de mi mente consciente.
Y entonces empezó la película.
2
Había tardado más de tres meses, trabajando de sol a sol con cinco asistentes jóvenes y llenos de energía, en volver a montar la película del Viejo hasta quedar contento. Al terminar advertí que había tardado más tiempo en destrozarle la película del que él había tardado en crearla.
Cuando nos marchamos a España, todavía quedaba mucho trabajo. Había que hacer los arreglos de las piezas musicales que había elegido para las distintas escenas. Había que añadir las ópticas. Había que mezclar la película. Había que diseñar una secuencia de títulos, si es que iba a llevarla, y tenía que filmarla un especialista en aquel campo. Pero mi trabajo se había terminado. Todo lo que quedaba era para los expertos técnicos de una u otra clase.
Antes de irnos, Cromwell quiso ver qué tal pintaba la nueva versión, teniendo en cuenta, claro está, todos los elementos técnicos que faltaban.
Vimos la película en la misma sala de proyecciones donde yo había visto por primera vez las escenas descartadas de Leila.
Los dos solos.
Yo estaba muy nervioso.
La película todavía no tenía banda sonora, pero le había pedido al equipo de montaje que subrayara de forma temporal varias escenas por medio de una pista de sonido rudimentaria.
Cuando Cromwell empezó a reírse a carcajada limpia durante la secuencia del «Vals de los obreros», me relajé.
Cromwell siguió riéndose en voz alta durante el resto de la película y yo, aliviado porque le gustara, me dediqué a reírme con él.
Todas aquellas escenas que tanto habían significado para Leila, que tan conmovedoras o desgarradoras le habían resultado, ahora eran hilarantes. Hasta oí que el proyeccionista se reía un par de veces.
¿Qué puedo decir de mi versión de la película del Viejo?
¿Que era una farsa? ¿Una execración? ¿La lobotomía de una obra de arte?
Por ciertas que sean, todas esas acusaciones se quedan cortas.
No era únicamente que hubiera cogido una obra de arte y, por motivos egoístas, la hubiera convertido en una banalidad. Había cogido algo y lo había convertido en nada.
La única descripción justa de mi trabajo era que había creado una nada, pero una nada tan accesible y con una audiencia potencial tan amplia que hasta podía pasar por algo.
Cromwell estaba eufórico. Yo había sobrepasado todas sus expectativas. Era un genio. Un puñetero genio.
—Esta vez te has superado, Doc —me dijo.
Mientras me regodeaba en sus elogios, me dio la impresión de tener más en común con el doctor Mengele, El ángel de la muerte de Auschwitz, que con ningún escritorzuelo de Hollywood que hubiera conocido nunca.
Pero lo acepté. Mi trabajo en la película del Viejo era un raro ejemplo de aceptación por adelantado y también a posteriori.
Mi ansiedad, mientras volábamos hacia Nueva York, no tenía nada que ver con lo que había hecho.
Mi ansiedad era de otro tipo.
¿Y si, mientras estábamos en España, Cromwell había cambiado de opinión sobre mi versión de la película?
¿Y si, durante mi ausencia, le había enseñado la película a alguien, a otro escritorzuelo, por ejemplo, que tenía una idea completamente distinta de cómo debía ser la película?
¿Y si Cromwell —y ésta era la posibilidad más aterradora— había tenido la cortesía de enseñarle la película al Viejo, y el Viejo, haciendo gala de esa autoridad y esa elocuencia de los genios moribundos, había convencido a Cromwell para devolver la película a su estado original?
¿Y si, sin que yo lo supiera, habían vuelto a sacar a Leila de la película, dejando solamente el momento fugaz del restaurante?
Ya no me quedaba remordimiento alguno sobre mi papel en la aniquilación de lo que yo consideraba una obra maestra. Mi único miedo era que durante mi ausencia hubieran deshecho aquella aniquilación.
Era posible. Yo era un hombre arbitrario que vivía en un mundo arbitrario donde todo era posible.
3
Leila no podía creerse lo que vio cuando aterrizamos en el Kennedy y pasamos por la aduana.
Se rió. Lloró. Hizo ambas cosas a la vez. Billy aplaudió, negando con la cabeza y mirándome.
La causa de tanta conmoción era un cartón grande en el cual, escrito con mayúsculas grandes y negras en rotulador permanente, ponía su nombre: LEILA MILLAR.
En España, ella me había contado la ilusión que le haría ser una de esas personas famosas que tienen a un chófer de limusina esperándolas con su nombre escrito en un letrero, allí donde lo ve todo el mundo.
Fue un milagro bastante fácil de obrar.
Llamé a mi servicio de limusinas desde Sotogrande antes de marcharnos y pedí que el chófer que nos esperara al otro lado de la aduana llevara un letrero con el nombre de ella en lugar del mío. Pedí que fuera un letrero muy grande con las letras muy grandes.
El asombro en su cara fue como la mismísima mañana de Navidad.
Y como yo me había olvidado por completo de organizar aquello, también fue una sorpresa para mí.
Me dio un abrazo. Le dio un abrazo a Billy. Le dio un abrazo al chófer de la limusina. Tenía que quedarse el letrero. No podía ser de otra manera. Lo cogió con las dos manos y se lo quedó mirando con los brazos extendidos. Se dedicó a pavonearse mientras cruzábamos el aeropuerto, sosteniendo su nombre en alto para que lo viera todo el mundo, haciendo poses sexis como si fuera una starlet en Cannes y luego riéndose de sus propias tonterías.
No quiso ni oír hablar de dejar que el chófer guardara el letrero en el maletero junto con el resto del equipaje. Lo tuvo sobre el regazo durante todo el trayecto a Manhattan. No paró de mirarlo como si fuera una obra de arte de valor incalculable.
A Billy lo dejamos en casa de Dianah.
Leila se quedó en la limusina. Yo salí.
De pronto me sentí mareado, como si un giroscopio me bamboleara la cabeza.
Aquí estamos todos, pensé.
Allí estaba yo. Allí estaba Billy con sus dos madres, una en la limusina y la otra esperándolo arriba. Y sin saberlo, estaba volviendo a dejar a la primera para irse con la segunda.
Había sido allí, en aquel mismo edificio, en el apartamento de arriba, donde había oído la voz de Leila por primera vez por teléfono. Su risa.
Antes de despedirnos le di un abrazo a Billy, pero lo que estaba haciendo realmente era agarrarme a él para no caerme.
—Ya solamente quedamos los vejestorios —me dijo Leila cuando entré en la limusina.
Aprovechó el mohín de sus labios al decir «vejestorios» para darme un dulce beso en la mejilla. Luego apoyó su cabeza en mi hombro y la dejó allí hasta que nos detuvimos delante del edificio de mi apartamento de Riverside Drive.
4
Durante nuestra ausencia había hecho uno de los veranos más calurosos de los últimos años, y la ola de calor seguía sin dar señal alguna de remitir. Era de una implacabilidad casi bíblica. Además, era un calor extraño, porque no parecía tener mucho que ver con el sol.
El sol en sí casi nunca se veía con claridad, como si fuera un huevo revuelto. Estaba en algún lugar sobre nuestras cabezas, amorfo y difuso, perdido en la neblina de un cielo constantemente brumoso, de manera que lo que sentías no era el calor del sol, o por lo menos no asociabas el calor con el sol. No sabías con qué asociarlo. Era simplemente calor. Calor procedente de alguna parte.
Cuando se ponía el sol y llegaba la noche, el calor del día daba paso al calor de la noche y al ruido de los radiocasetes, las sirenas de la policía, las sirenas de las ambulancias y las sirenas de los camiones de bomberos, que solían desplazarse de dos en dos.
Los periódicos traían numerosas noticias relacionadas con el calor. Muertes relacionadas con el calor. Crímenes relacionados con el calor. Cosas que salían mal. Cosas pequeñas. Cosas grandes. Los asesinatos se relacionaban con el calor y eran cometidos por hombres que no tenían más motivo para asesinar que el calor, como si los hombres no fueran más que moléculas de gas que vivían sus vidas a merced de las leyes de la termodinámica.
Después de pasarse todo aquel tiempo desocupada, mi oficina era como un horno de pizzas. Dejé el aire acondicionado encendido durante más de una hora antes de coger el teléfono.
Hacía tanto calor que no podía ni fumar, algo que no me había pasado jamás.
No tenía más razón para estar en la oficina que hacer aquella llamada telefónica. Podría haber llamado desde mi apartamento, pero tenía tanta ansiedad que no había sido capaz. No en presencia de Leila.
—Señor Karoo. —Contestó el teléfono Brad—. Qué amable de su parte… —Y continuó, su saludo mínimo de costumbre convertido ahora en un párrafo breve.
Luego se puso Cromwell.
La fibra óptica de la comunicación volvió a las andadas, destruyendo mi percepción no solamente de larga distancia, sino hasta de la separación que había entre Cromwell y yo.
Me preguntó por España. Por los diversos museos y los cuadros que había en aquellos museos, y aunque no había visto ninguno, le mentí y le dije que sí y que me habían encantado todos. Él parecía conocer España mejor que yo Nueva York. Su descripción del campo español me hizo sentir que no había estado nunca en España.
Hablamos de todo menos de la razón de mi llamada.
Yo era incapaz de sacar el tema de la película, por miedo a la revelación catastrófica que me esperaba si lo hacía.
—Vera —me contó Cromwell— está teniendo muchos problemas para adaptarse a Estados Unidos.
Al principio no podía acordarme de quién era Vera, y cuando por fin me acordé me dio igual que tuviera problemas.
Mi estómago estaba contrayéndose lentamente hasta convertirse en una pelota pequeña y dura.
Si Cromwell no hubiera sacado el tema de la película, no sé si yo habría sido capaz de hacerlo.
—Por cierto, Doc —me dijo—. En caso de que no lo sepas ya, tu reputación ha dado un paso de gigante. Les he enseñado tu montaje a algunos amigos íntimos y su reacción ha sido inmejorable.
—¿Ah, sí?
—Inmejorable —repitió él—. Todo el mundo habla de ti.
—¿Algún cambio desde la última vez que la vi?
—¿Qué voy a cambiar? Eres un puto genio. Me duele decir esto, pero si quiero que vuelvas a trabajar para mí, me va a costar mucho más dinero. Cuando esta película se estrene, tu caché se va a poner por las nubes, hijo de puta.
Y se rió.
Sentí que me libraba de una carga, y la euforia provocada por el alivio me llevó a reírme con él. Me reí como si no tuviera intención alguna de parar.
Él me dijo que había decidido llamar a la película La goleta de la pradera.
La goleta de la pradera era el nombre del restaurante donde trabajaba el personaje de Leila.
—Es maravilloso —dije, elogiando su elección.
El título, me dijo, había pasado muy bien las pruebas de mercado. Tenía planeado estrenar justo antes de Navidad, pero solamente en algunos cines selectos. Y luego, cuando las grandes películas de Navidad empezaran a caer como moscas de la cartelera, tal como él creía que iba a pasar este año, la mandaría a más y más cines de todo el país. Era una estrategia de estreno basada en el supuesto de que disfrutaríamos de un enorme boca oreja y de críticas excelentes.
Cromwell pensaba que tendríamos ambas cosas.
Tenía una corazonada.
Teníamos un éxito sorpresa en las manos.
Como siempre, él planeaba hacer unos pocos pases privados en varias ciudades antes del estreno, solamente para ver cómo funcionaba la película delante de un público de verdad. Nuestro primer pase de preestreno («llámalo estreno mundial», me dijo) sería en Pittsburgh. En el mismísimo cine del preestreno de nuestra última película juntos.
—Tal vez soy supersticioso —dijo—, pero nos fue de maravilla empezar allí la última vez que trabajamos juntos, y no veo razón para cambiar.
Cromwell todavía estaba decidiendo la fecha exacta, pero sería más o menos a mediados de noviembre. Ya me informaría.
—Si no te veo antes —me dijo—, te veré en Pittsburgh.
Sin haber colgado aún el teléfono, y tal vez inspirado por el alivio eufórico que sentía, empecé a sentir también otra cosa.
Algo que cuajaba.
Un remolino de asuntos de mi vida entera que discurría por mi interior como si se encaminara a una resolución, tan postergada como deseada.
Y era Pittsburgh.
Allí les revelaría a Leila y a Billy que eran madre e hijo.
En un único destello de claridad total, vi la perfección de Pittsburgh como lugar y también como momento para revelar la verdad.
Lo vi todo.
Nos vi a los tres en el estreno mundial de la película de Leila. A Billy y a mí de esmoquin. A Leila estrenando vestido para la ocasión.
Vi a Leila viéndose por primera vez en una pantalla.
El aplauso fuerte, tal vez estruendoso, al acabarse la película.
Leila llorando, tapándose la cara con las manos y poniéndose de pie para recibir todavía más aplausos del público. Billy y yo sentados, levantando la vista hacia ella.
Y más tarde, ya en el hotel, cuando Leila estuviera embriagada de alegría y convencida de que nada podría superar nunca aquella noche maravillosa y mágica, yo la superaría.
Les contaría la verdad.
Al principio, ellos no estarían seguros de si yo bromeaba o no, pero a medida que se lo explicara todo, la expresión de sus caras cambiaría lentamente.
Leila, decidí, sería la primera en derrumbarse. Había regresado la criatura que había perdido tanto tiempo atrás. Y luego Billy, llorando también, abrazaría a su madre con aquellos brazos largos y flacos. En aquel instante, Leila lo tendría todo. Todo lo que le había pasado en la vida por fin valdría la pena, puesto que habría hecho posible aquel momento.
¿Y yo?
Me imaginé a mí mismo, el artífice de su reunión, apartándome unos pasos de ellos. Allí de pie. Sin decir nada. Sin pedir nada. No me entrometería hasta que ellos, por propia iniciativa, se volvieran hacia mí llenos de amor y de agradecimiento por todo lo que les había dado.
Tal vez entonces yo también lloraría un poco.
—Oh, papá —diría Billy.
—Oh, Saul. —Leila, bizqueando un poco, abriría los brazos.
Los tres nos abrazaríamos (me lo imaginaba perfectamente) y nos convertiríamos, en aquel momento del abrazo, en una familia de verdad, en adelante indivisible.
En los años venideros, Leila y yo, ya felizmente casados, haríamos peregrinaciones anuales a Pittsburgh, en conmemoración de esa noche inolvidable.
Tal vez, solamente tal vez, escribiría mi película sobre Ulises.
Tampoco se me escapaba, allí sentado en mi oficina, fumando felizmente como un carretero, el valor simbólico de Pittsburgh como escenario de nuestra reunión. Los tres convergiendo en la ciudad de los tres ríos. El Allegheny, el Monongahela y el Ohio. Leila, Billy y yo.