1
Di un paseo largo y ocioso por Sotogrande y por fin regresé a mi habitación.
Leila lo había dejado todo hecho un estropicio. Todas sus cosas estaban por el suelo. Aunque nunca había sido precisamente ordenada, cuanto más tiempo pasábamos en España más descuidada se volvía. La proporción entre las cosas que había dejado tiradas por la habitación y las que había metido en su maleta era más o menos de cinco a una.
A mí no me importaba recoger lo que ella dejaba tirado. Era exactamente la clase de actividad mecánica que me gustaba.
Metí su vestido de tenis en la canasta de la ropa sucia.
Había varias faldas y blusas que había planeado llevarse a Ronda pero que en el último momento había decidido dejar en el hotel. Colgué las faldas en unas perchas para faldas que tenía en su armario y doblé las blusas y las guardé en el tocador, que era donde ella las guardaba.
Recogí del suelo las toallas mojadas y arrugadas que había usado después de su ducha, y las colgué en los toalleros para que se secaran. En las toallas blancas había manchas de color rojo sangre.
Sotogrande era un hotel muy caro, y en muchos sentidos de lujo, pero las baldosas rojas de nuestra habitación no estaban vidriadas como es debido y manchaban de rojo cualquier cosa que uno dejara en el suelo.
Pensé en aquellos dos, camino de Ronda. Parecía un juego de palabras. Aquellos dos, camino de Ronda.
Cuando por fin les contara la verdad, ¿cómo iba a explicarles que hubiera tardado tanto en contársela?
La logística de contar la verdad se estaba complicando cada vez más, y el momento oportuno para contarla se estaba volviendo más y más difícil de definir.
La habitación ya tenía mejor aspecto. Todo lo que había que doblar o que guardar ya estaba doblado y guardado. Hasta encontré las gafas de sol de Leila, que ella no había podido encontrar y se había tenido que ir sin ellas. Se las dejé encima del tocador, al lado de una cajita de madera llena de monedas españolas.
2
Nunca he creído ni en las premoniciones ni en los presagios. De manera que cuando me acosté y al cabo de un rato me empezó a preocupar que Leila y Billy pudieran haber tenido un accidente de coche, no se trataba del presentimiento de ningún desastre; era simplemente la preocupación de una mente propensa a preocuparse. Todo aquel que se haya quedado alguna vez en casa mientras sus seres queridos se iban de viaje saben lo que es esperar la confirmación de que han llegado bien, y las preocupaciones que se desatan cuando esa confirmación se hace esperar.
En mi caso, la posibilidad de un desastre en la carretera se veía intensificada por los años que me había pasado reescribiendo guiones ajenos. En aquellas reescrituras, había perfeccionado más o menos el uso de ciertos recursos completamente manidos, el principal de los cuales era la preparación y la recompensa. Si quería devolverle la tensión a una línea argumental mustia, lo que hacía era centrarme en algún objeto o acontecimiento aparentemente inocuo e infundirle trascendencia.
Y ahora me sorprendí cayendo en aquel mismo recurso.
Las gafas de sol de Leila.
Ella odiaba ir en coche sin ellas. El resplandor del sol de la soleada España la agotaba y la ponía irritable si no llevaba sus gafas de sol.
Y hoy se había ido sin ellas. Billy sí que llevaba puestas las suyas.
Me imaginaba perfectamente a Leila estirando el brazo y tratando de quitarle a Billy las gafas de sol de la cara. Jugando, claro está. Y Billy, jugando también, se resistía. Y mientras duraba aquel forcejeo juguetón, el coche cogía la directa.
De nada sirvió recordarme a mí mismo, mientras esperaba aquella llamada telefónica de Ronda, que mi desastre imaginado era demasiado retorcido y demasiado improbable para tener lugar en la vida real.
Pero era esa misma improbabilidad lo que me preocupaba. Porque cualquier cosa era posible.