1
Tardamos bastante, después de aquel «desayuno de trabajo» con Cromwell, en ponernos a trabajar en la película. Hubo que alquilar salas de edición y equipo. Hubo que contratar un equipo de montadores y ayudantes. Surgieron dificultades a la hora de encontrar personal porque la mayoría de los montadores con reputación se negaron a tener nada que ver con el remontaje de la última película del señor Houseman. Un par de ellos se presentaron a la entrevista solamente para darse el gusto de decirme que yo era un tremendo hijo de puta por cooperar con Cromwell en el destrozo de la película de un gran hombre. A mí no me hacía falta que me lo dijeran. Lo sabía mejor que ellos.
Tardamos casi un mes, pero por fin encontramos a una plantilla de jóvenes montadores ansiosos por trabajar en un largometraje. Tres hombres jóvenes y dos mujeres. Todos chavales majos. Muy trabajadores. Ante su primera gran oportunidad.
De manera que empezamos.
En teoría, mi remontaje de la película era una cosa pero se convirtió en otra muy distinta el primer día de la puesta en práctica del plan.
El miedo nos acompañó a mí y a todo lo que hice ese día. Un terror, no de naturaleza intelectual sino física, me hizo temblar como un viejo borracho cuando llegó el momento de cortar la primera escena y deshacer la perfección de su forma.
Estaba seguro de que no sería capaz de continuar. Estaba convencido de que algo en mi interior retrocedería y se negaría a continuar. Pero me equivocaba.
El trabajo era el trabajo. Trabajar en la execración de algo requería la misma dedicación, era igual de laborioso, que estar trabajando en una obra maestra.
De manera que me perdí en los detalles.
Deshacer era otra forma de hacer.
Al principio me resultaba agotador ir y volver en coche de los estudios Burbank, donde teníamos las instalaciones de montaje, pero pronto el trayecto pasó a ser relajante y alentador. Conducir en hora punta en ambas direcciones me daba la sensación de formar parte de la gigantesca marea que sacaba a millones de personas de sus casas por la mañana y las volvía a depositar en sus casas por las noches. Era como formar parte de un enorme ciclo diario. El ciclo del hombre trabajador.
Y encontrar a Leila en casa cuando volvía al final de la jornada me producía la sensación de tener un hogar. Una familia, de hecho. Era un hombre trabajador y con familia. Todo lo estaba haciendo por mi familia.
Nos alternábamos. Ella pasaba unas noches en mi suite del hotel. Y yo pasaba otras noches en su casa de Venice. Lo único que faltaba era Billy.
Siempre me llamaban al llegar a su destino. Miré el reloj. Sabía dónde estaba Ronda y a qué distancia. Deberían llegar pronto. Me tumbé en la cama y me puse a esperar mi llamada telefónica desde Ronda.
2
Así que un día cogí el teléfono de mi sala de montaje y lo llamé.
Eran las cuatro en punto en Burbank y las siete en Cambridge cuando cogí el teléfono. Los miembros de mi joven plantilla iban de un lado a otro con tiras de película colgando del cuello. Estaban uniendo unas escenas y dividiendo otras. Me rodeaban por todas partes.
Llevaba sin hablar con Billy desde la noche de la fiesta de los McNab y, al marcar su número, no tenía ni idea de lo que iba a decirle.
Contestó el teléfono al tercer timbrazo.
—Billy —le dije—. Por favor, no me cuelgues. Soy yo.
Era un buen comienzo por mi parte. Al ponerme a su merced, lo acababa de dejar sin palabras. Antes de que pudiera recuperarse, seguí hablando.
Los miembros de mi equipo de montaje, que no querían dar la impresión de estar escuchando una conversación muy dolorosa y privada, siguieron trabajando a mi alrededor, pero yo sabía que no se estaban perdiendo palabra.
—Escucha, hijo, me imagino lo que debes de estar pensando al recibir esta llamada después de tanto tiempo, pero te suplico que…
Y seguí.
En la máquina de edición Steembach que había a mi derecha (teníamos dos) vi un primer plano de la cara de Leila de una de las escenas descartadas que se estaban devolviendo a la película.
—Créeme, lo sé, sé el desastre de padre que he sido. No sé ni cómo digo padre. Por lo que a mí respecta, ya ni siquiera tengo derecho a usar esa palabra, teniendo en cuenta todas las cosas que no he hecho, pero…
Y seguí.
Le dije que tenía todo el derecho del mundo a odiarme durante el resto de su vida. Que esto que yo estaba haciendo llegaba demasiado tarde. Que no merecía otra oportunidad ni la esperaba.
Hasta la última palabra que yo decía era completamente sincera, pero al mismo tiempo mi confesión era una farsa total. Lo mismo que estaba haciendo con la película en la sala de montaje, con la ayuda de cinco asistentes, se lo estaba haciendo ahora a mi relación con mi hijo. Le estaba sacando toda la complejidad y la integridad y la estaba reduciendo a algo igual de banal que un plato de sopa. Y, sin embargo, hasta la última de mis palabras era sincera.
Le dije que, aunque no merecía ni esperaba otra oportunidad, deseaba con toda mi alma que me concediera una, solamente una. Le dije que no pasaba un día en que no pensara en él. Le dije que a un hombre como yo le era muy difícil mostrar amor hacia los demás, porque en los recovecos más profundos de mi ser, no sentía amor por mí mismo. Repasé brevemente, pero sin adjudicarle a ella ni una pizca de culpa, mi relación con Dianah, y le conté que el limbo de aquella relación, al no ser ni un matrimonio ni un divorcio, ni siquiera una verdadera separación, me había creado un limbo en el alma.
Y luego le hablé de la mujer que había conocido. Y le dije que, gracias a aquella mujer maravillosa, me había atrevido a pensar que tal vez al fin y al cabo hubiera algo valioso en mí. Que tal vez pudiera hacer algo valioso con lo que me quedaba de vida. Y que lo que ocupaba el primer puesto en mi mente era que se me permitiera otra vez quererlo a él.
—Es lo único que pido —le dije—. No te estoy pidiendo que me quieras, hijo. No me he ganado el derecho a pedírtelo. Lo único que te pido es que me permitas quererte otra vez. Tal vez haya perdido el derecho a ese privilegio. Tal vez…
Me conmovieron tanto mis palabras, o las palabras de quien fuera, que me eché a llorar. Apenas pude continuar.
—Tal vez ya no tenga una segunda oportunidad. Es cosa tuya. Decidas lo que decidas, lo entenderé. Buenas noches, hijo.
—Buenas noches, papá —tartamudeó él.
Cuando colgué el teléfono, los miembros de mi equipo de montaje vinieron a abrazarme en plan grupo de apoyo. Luego nos fuimos todos a cenar pizza.
3
A partir de aquel día, Billy y yo hablamos por teléfono prácticamente día sí, día no. Yo lo llamaba desde la sala de montaje, donde ahora mi joven equipo nos escuchaba con total libertad.
Lo llamaba desde la suite del hotel, con Leila escuchándonos desde la habitación.
Mientras Leila nos escuchaba desde la habitación, yo le contaba lo mucho que lo quería a él, lo mucho que la quería a ella, lo mucho que los dos significaban para mí y las ganas que tenía de que se conocieran y se cayeran bien.
Hubo al menos dos ocasiones en que, después de hablar con Billy por teléfono y colgar el auricular, vi a Leila salir con lágrimas en los ojos del dormitorio, desde donde nos había estado escuchando.
—Oh, Saul. —Caminaba hacia mí, con la cara contorsionada de dolor y alegría—. Oh, Saul —decía mi nombre con un sollozo.
Y hubo veces en que, borracha como una cuba, me dijo entre lloros que su padre no había sido un hombre como lo era yo.
Una y otra vez me repetía —sin saber, por supuesto, que estaba hablando de su propio hijo— la suerte que tenía Billy de tener un padre como yo.
Lo único que quedaba por hacer era juntarlos. Hacer las presentaciones.
4
A Billy todavía le quedaba un mes de universidad, pero los viernes no tenía clase, de manera que cuando le propuse pasar un fin de semana largo en Los Ángeles no lo pensó dos veces.
Faltaban días para que llegara y Leila ya estaba hecha un flan. Fue la única vez en que me recordó a Dianah. El mismo nerviosismo. La misma excitación. La misma expectación febril. Fue igual que cuando, muchos años atrás, Dianah y yo esperábamos la llegada a nuestro apartamento de aquel bebé diminuto y todavía sin nombre.
A Leila le aterraba la posibilidad de no causar una buena impresión. De no tener el aspecto adecuado. De equivocarse de peinado. De no tener el vestido correcto, como si hubiera un vestido correcto para una ocasión como aquélla. Y uno de sus mayores terrores era la perspectiva de conocer a un chico de Harvard, porque Leila estaba convencida de que los chicos que iban a Harvard «sabían todo, absolutamente todo, lo que se podía saber».
Al final, a mí también me entraron la excitación y el terror.
Volvíamos a ser dos personas esperando a que un hijo entrara en nuestras vidas, con la diferencia de que ahora el hijo en cuestión era un joven. El mismo momento pero con una mujer distinta.
Nos alojamos en mi suite del Beverly Wilshire, en cuya sala de estar había una cama de invitados para Billy.
Durante todo el tiempo que pasó allí con nosotros, durante su primera visita, Leila evitó religiosamente encender la tele, porque estaba convencida de que los chicos de Harvard no veían la tele. No tuve valor para decirle que algunos de los mejores y más brillantes licenciados en Harvard estaban en Los Ángeles escribiendo episodios piloto para series de televisión.
Cuando Billy volvió para pasar otro fin de semana largo con nosotros un par de semanas más tarde, él y Leila se limitaron a retomar la relación donde la habían dejado y seguir a partir de ahí.
Empezaron a jugar al tenis.
El viaje a España fue idea mía.