CAPÍTULO 1

1

Billy y Leila están jugando al tenis más abajo, no muy lejos. Yo estoy sentado a mi mesa, bebiéndome otra taza de café expreso, removiendo los azucarillos para disolverlos con la cucharilla. El restaurante al aire libre de nuestro hotel del complejo turístico está desierto. Soy el único cliente. Todavía es muy temprano. Apenas pasan de las nueve de la mañana. El cielo que tengo encima es azul y sin nubes, pero como estoy en España hago lo que puedo para considerarlo azul ibérico.

El café que me estoy bebiendo no podría ser ni mejor ni más fuerte. Hay cuatro opciones: expreso normal, expreso de tamaño normal pero el doble de fuerte, expreso doble y expreso doble-doble, es decir, doble de tamaño y doble de fuerte. Ya me he tomado un par de cada uno de ellos y ahora me estoy bebiendo el tercer doble-doble del día.

Me enciendo un cigarrillo español. Me traje un montón de cartones de tabaco para el viaje, pero ya hace tiempo que me los fumé todos. Ahora fumo una marca española que se llama Fortuna. Para encenderme los cigarrillos uso unas cerillas de madera que se fabrican aquí.

Hay un empleado de mantenimiento regando con la manguera las baldosas de la terraza del restaurante donde yo estoy sentado. El hotel se llama Sotogrande, pero Billy, en un momento de inspiración, lo ha apodado el Rollogrande. Que es como Leila ha llamado al lugar desde entonces.

El empleado de mantenimiento pasa a mi lado arrastrando la manguera, apartando la boca de mi mesa. Nos saludamos con la cabeza y luego procede a rociar la escalera que lleva al siguiente piso. Todo Sotogrande está dividido en niveles. El comedor tiene tres pisos. El restaurante al aire libre donde estoy sentado da a la piscina. La piscina da a las pistas de tenis donde ahora están jugando Leila y Billy.

Siempre juegan a primera hora de la mañana o a media tarde. Leila le tiene alergia al sol. Hasta una exposición moderada a la luz directa del sol puede hacer que le salgan esas pupas a las que tanto teme. Tan preocupada estaba ella porque le salieran pupas en un país extranjero (el nombre técnico de esa dolencia es herpes labial) que antes de salir de viaje para España convenció a su dermatólogo de Venice para que le prescribiera una cantidad excesiva de Zovirax para llevársela con ella. Por si acaso. Es el único tratamiento que hay para esas pupas como de fiebre que le salen. En el neceser del maquillaje que tiene en nuestra habitación lleva una docena de tubitos. Hay suficiente Zovirax para un pabellón hospitalario entero lleno de pacientes con herpes labial.

Antes de que le presentara a Billy, ella no había jugado nunca al tenis, pero gracias a él se ha vuelto una apasionada de ese deporte. La pasión le entró prácticamente en cuanto se conocieron en Los Ángeles. Cuando nos marchamos a España, cogieron sus raquetas de tenis y las metieron en los compartimentos de la cabina del pasaje. Como yo era fumador y ellos no, me senté detrás de ellos en el avión y observé, para mi deleite, lo maravillosamente que se llevaban. Aunque Leila todavía era joven, lo parecía mucho más en presencia de Billy.

Volamos a Madrid desde Boston.

2

Desde Madrid fuimos en coche hacia el este hasta Guadalajara y después hacia el sur hasta Toledo. Luego seguimos rumbo al sur hasta Granada. En cada sitio donde nos alojábamos por el camino, yo me aseguraba por adelantado de que hubiera una pista de tenis donde pudieran jugar.

Sotogrande tiene tres pistas de tenis. Es un complejo turístico enorme, situado, tal como proclama su folleto promocional, «en la magnífica Costa del Sol» del sur de España. El peñón de Gibraltar no está lejos. Al otro lado del estrecho de Gibraltar está Marruecos. Hay un ferry que lleva hasta Tánger.

A pesar de las pistas de tenis, tanto Leila como Billy se han aburrido de Sotogrande y de la zona que lo rodea. Se han aburrido de las playas estrechas y no demasiado limpias de Estepona. Se han aburrido de las boutiques de Marbella. Se han aburrido del comedor del hotel y se han aburrido de cenar en las marisquerías cercanas. Pero, principalmente, creo que se han aburrido de la interrupción del ritmo del viaje: desplazarnos cada dos o tres días a otro lugar.

La culpa ha sido mía. No es que Sotogrande me haya encantado y haya querido quedarme aquí, sino que más bien no me apetece volver a hacer las maletas y ponerme en marcha.

Mientras espero a que me vuelva el entusiasmo por viajar, he alquilado otro coche para Billy y Leila. De esa manera, con Billy al volante, ellos dos pueden pasar el día fuera o hasta la noche allí donde les dé la gana sin sentirse culpables por dejarme tirado y sin coche en Rollogrande.

Hoy, después del tenis, se han ido a Ronda. Siempre me ocupo de hacerles las reservas para que puedan pasar la noche fuera. El encargado de Sotogrande conoce los mejores hoteles en todas partes. Me ha asegurado que en Ronda el mejor de todos es el Queen Victoria. Así que les he reservado dos habitaciones allí para que pasen la noche.

3

Me termino mi expreso y pido otro doble-doble. Mi camarero me lo trae, junto con un cenicero limpio.

Disuelvo los azucarillos con mi cucharilla de expreso y veo dar vueltas a la piel de limón como si fuera una embarcación vetusta dentro de un remolino negro.

Me enciendo otro Fortuna.

Doy un sorbo de expreso.

Levanto la vista hacia el cielo. Es una de esas cosas que uno no puede evitar hacer cuando es un turista. Levantar la vista hacia el cielo como si algo trascendental dependiera de la clase de día que va a hacer. Como si yo no fuera ni más ni menos que Agamenón.

El cielo todavía es azul, pero una regata de nubes lo está cruzando hacia el norte. Las nubes están dispersas pero agrupadas en formación imprecisa, como sugiriendo una meta común. Como estoy en España, me hacen pensar en las embarcaciones condenadas de la Armada Invencible navegando una vez más rumbo a Inglaterra.

Doy otro sorbo de café, pero el familiar estímulo de la cafeína ya no se presenta.

Está claro que no es culpa del café. Soy yo. Se me ha estropeado algo de nuevo. No es que sea terrible. No es para alarmarse. Pero está claro que algo se me ha estropeado.

Es como si mi vieja enfermedad con el alcohol hubiera engendrado su propia contraenfermedad, completamente opuesta. Primero el alcohol ya no podía emborracharme. Y ahora la cafeína no puede despertarme. Por lo menos no del todo.

Fui consciente por primera vez de mi enfermedad con la cafeína en Madrid. Nos quedamos allí cinco días, y durante los dos primeros pensé simplemente que se debía al jet lag. Los síntomas eran parecidos a los que había sufrido antes durante mi primer par de días en París o en Londres. Di por sentado que al tercero volvería a sentirme normal.

Pero no fue así. El jet lag se fue, pero en su lugar quedó el residuo de alguna otra cosa.

Yo no era disfuncional. A pesar de mi nueva enfermedad, podía funcionar y funcionaba con normalidad. Cuando nos fuimos de Madrid, conduje más de lo que me tocaba. Mantuve conversaciones animadas y profundas con Billy y Leila. Conté chistes. Hice generalizaciones tremendas sobre España y sus gentes. Comí bien. Dormí bien. Hice el amor con Leila y se lo hice de forma muy animada.

De manera que no es que me sintiera aturdido ni drogado ni narcoléptico, ni que se lo pareciera a los demás. Simplemente no estaba por la labor. Por ninguna labor.

Se me daba tan bien ocultar mis síntomas que ni Leila ni Billy parecieron darse cuenta de que experimentara alguno. Y tampoco consideré útil decírselo. Los dos se lo estaban pasando en grande.

Además, ¿qué les podía decir exactamente?

¿Que la cafeína ya no me estimulaba como antes?

¿Que cuando me levantaba por las mañanas no estaba despierto de verdad?

¿Que no estaba por la labor?

Lo que hacía que me resultara todavía más difícil sacar a colación mi nueva dolencia era el hecho de que ellos habían percibido un cambio en mí. Pero en lugar de percibirlo como el problema que estaba teniendo, llegaron a la feliz conclusión de que por fin estaba empezando a relajarme y soltarme.

—Nunca te había visto tan feliz, papá —me dijo Billy.

No fue simplemente el no querer decepcionarlo ni herir sus sentimientos lo que me llevó a seguirle la corriente. Fue también la posibilidad, qué sabía yo, de que Billy tuviera razón. Existía una posibilidad muy real de que lo que yo consideraba síntomas de una enfermedad nueva no se debieran en realidad a dolencia alguna, sino a un mero caso de felicidad.

Tal vez no estuviera enfermo. Tal vez estuviera feliz.

Incluso una lista parcial de las cosas buenas de mi vida ya garantizaba la felicidad.

Mis antiguas fantasías teóricas sobre la clase de relación que quería tener con Billy se habían convertido en un hecho real, casi diario. Teníamos charlas agradables, largas y naturales. Los dos solos. Hablábamos de la vida y de literatura y de Leila. Yo le daba un abrazo casi todas las noches cuando él se iba a dormir a su habitación, que estaba delante de la nuestra.

—Buenas noches, hijo.

—Buenas noches, papá.

Muy a menudo, en aquellas ocasiones, también lo besaba en la mejilla. Y a veces, como estábamos en España, le daba dos besos en las mejillas, como hacía la gente del lugar. Más de una vez él me devolvió el beso. Y para un chico de su edad, hacer eso con su padre no era moco de pavo.

Él sabía que yo lo quería.

Y yo me daba cuenta de que él me quería.

Los dos queríamos a Leila, cada uno a su manera, y ella nos quería a los dos.

Por primera vez en la vida me siento miembro de una familia de gente que se quiere y a veces hasta me siento el cabeza de esa familia.

Todo indicaba que aquella pequeña unidad familiar nuestra iba a prosperar y a durar una vida entera, y que los lazos de amor que nos unían todavía se harían más fuertes con el paso de los años.

Me enciendo otro Fortuna. Doy otro sorbo de expreso. Vuelvo a mirar el cielo.

Me planteo darle una pequeña oportunidad a la felicidad.

El problema es que, a causa de esta exótica enfermedad nueva que he contraído, para hacer cualquier cosa primero tengo que tomarme la molestia de decidir, y después de decidir tengo que tomarme la molestia de mantener la decisión tomada. Y aun cuando el resultado final de tanta decisión (y tanto mantenimiento) sea la felicidad misma, el trabajo que cuesta llegar a ella se ha vuelto un poco excesivo para mí.

Un poco demasiado…

¿Cómo explicarlo?

Estar feliz, tomar la decisión de estar feliz es una cosa, pero permanecer feliz es otra muy distinta.

Me da la impresión de que de pronto todo es una elección consciente, que requiere decisiones conscientes. Ser feliz. No ser feliz. Ser desgraciado. No ser desgraciado. Sentirme culpable porque todavía no les he dicho a Leila y a Billy que son madre e hijo. No sentirme culpable por ello, puesto que todavía no ha llegado el momento apropiado y algo así solamente se puede contar en el momento apropiado.

En cuanto regresemos a Estados Unidos, pienso, todo esto pasará. Esta incapacidad para estar despierto del todo durante el día. Esta sensación de que nada es involuntario. Esta extraña sensación de que incluso cuando estoy dormido, por la noche, soy consciente de qué estoy haciendo.

4

Una alambrada alta rodea la pista de tenis. Al otro lado de la alambrada hay un banquito de madera donde me siento a fumar mis Fortuna y a verlos jugar.

Ya son casi las diez y media, pero como las pistas de tenis están situadas en el más bajo de los muchos niveles de Sotogrande, las sombras que proyectan los demás niveles contribuyen a mantener las pistas a la sombra hasta bien pasadas las once en punto. Ahora hay un poco de sol en el lado de la red donde está Billy, pero nada más.

A ellos no les importa que yo esté ahí sentado viéndolos jugar.

Si les importara, no lo haría.

Pero no les importa.

El atuendo blanco de Leila parece más blanco que el de Billy por la blancura de la piel de ella y porque la camiseta de tenis de talla extragrande de Billy (es enorme) está empapada de sudor. La humedad la hace parecer más oscura.

Leila está completamente seca. Es un problema que tiene. Se recalienta más y más, y, dependiendo de su nivel de esfuerzo físico, se va poniendo cada vez más roja, pero no puede sudar.

Tiene la cara cubierta de manchas de rubor, como si alguien la hubiera abofeteado. Las mismas manchas rojas le aparecen en la cara después de hacer el amor durante un rato largo. Ahora me acuerdo de eso mientras la veo jugar. Hace los mismos ruiditos, pequeños gruñidos y chillidos, cuando persigue la pelota que cuando se acerca al orgasmo. También pienso en eso al verla jugar. En las semejanzas.

—¡Aaah! —grita Leila mientras persigue un globo de Billy.

Su forma de jugar me mata. Es todo corazón y cero pericia. Su pasión por el juego se ha intensificado sin que su estilo mejore para nada.

Ahora va corriendo detrás de la pelota, que se ha elevado muy por encima de su cabeza, y ahora lleva la raqueta por encima de la cabeza, persiguiendo la pelota, como un lepidóptero gritón cazando una mariposa.

5

El partido de tenis, por llamarlo de alguna manera, se prolonga.

Que yo sepa, nadie apunta los tantos. Se limitan a jugar sin más, fingiendo que siguen las reglas cuando les va bien y abandonándolas cuando no.

Esta ausencia de estructura me incomoda un poco en mi papel de observador, pero el problema es mío, no de ellos. En los deportes soy un purista de la ley y el orden. De las normas. De la tradición. De la estructura. Eso que están jugando es una pura anarquía. Ahora mismo Leila acaba de hacer una devolución que se ha ido a medio metro de la línea, pero Billy no reclama nada. Jugado así, el tenis no parece mejor que la vida misma.

No es nada importante. Simplemente me pone un poco nervioso ver jugar así al tenis.

6

Leila, con la cara todavía un poco ruborizada, se está desvistiendo en nuestra habitación. Quitándose la ropa de tenis.

Ahora está completamente desnuda. Tiene uno de esos cuerpos de antes del aeróbic. Sin definición, sin tono muscular discernible por ninguna parte. Todo es blando y redondo, como sus pechos. Su vientre no es plano y duro, sino igual de suavemente redondeado que el resto. Lo que hace que su cuerpo resulte tan erótico es la sensación de que está completamente conectado con el resto de ella, de tal manera que cuando sonríe, por ejemplo, es su cuerpo entero el que sonríe.

En teoría la cercanía de su desnudez resulta provocativa, pero no estoy por la labor, claro.

Agarra una toalla seca y se dirige a la ducha. Sus pies descalzos resuenan como palmadas en el suelo de baldosas rojas. Desaparece. Se oye la ducha. La acústica de nuestra habitación de Sotogrande amplifica el sonido y lo convierte en el estruendo de una fuente enorme.

La idea de contarle a Leila la verdad sobre Billy siempre me viene a la cabeza cuando se avecina otra cosa. Su viaje a Ronda.

El viaje a España fue idea mía y tenía la intención de decirle lo de Billy justo antes de marcharnos. Mi motivo para organizar el viaje, de hecho, era tener algo esperando entre bastidores que absorbiera la revelación de la verdad y nos permitiera, una vez revelada, seguir con nuestra vida.

Tengo un problema terrible con la verdad. Soy incapaz de imaginarme qué viene después de contarla. Lo único que veo es que todo se detiene y que la verdad, como si fuera un alud, bloquea todos los caminos hacia delante y hacia atrás.

No tendría que haber esperado para contárselo. Se lo tendría que haber dicho al presentarlos, aunque la palabra «presentar» no es la más exacta dadas las circunstancias.

Quería hacerlo, pero se interpuso en mi camino la logística de la revelación.

No pude decidir cómo hacerlo. ¿Se lo tenía que decir primero a uno y luego al otro? Y en ese caso, ¿se lo tenía que decir primero a Leila y luego a Billy, o al revés? ¿O bien tenía que coger al toro por los cuernos y contárselo a los dos al mismo tiempo?

Había que hacerlo bien. En el momento perfecto y de la forma perfecta.

Leila se pone a cantar en la ducha, no tanto a cantar como a vocalizar una melodía andaluza que oímos el otro día por la radio.

7

La habitación de Billy está delante de la nuestra y, a todos los efectos, tiene la misma forma que la nuestra. Los mismos componentes, distinta configuración.

Ya se ha duchado y está empezando a llenar su bolsa de viaje cuando yo entro en la habitación sin llamar.

Tiene el pelo mojado. Largo, negro y reluciente. Va a pecho descubierto, todavía no se ha puesto la camisa. Sólo lleva unos pantalones cortos anchos.

Su torso es plano como una plancha de surf y al mismo tiempo está lleno de cavidades, de esos pequeños lugares sin llenar donde reside la juventud. Me imagino perfectamente a los pájaros bebiendo agua de las dos cuencas que tiene debajo de las clavículas.

Sus hombros son de risa. Jamás he visto unos hombros tan flacos y al mismo tiempo tan anchos. Sus brazos son igual de largos que las mangas de una camisa de fuerza. Para llenar la bolsa no le hace falta mover los pies del suelo. Se limita a coger las cosas que hay por la habitación con esos brazos largos que tiene y plaf, con un único movimiento, la cosa pasa a su mano y luego a la bolsa de viaje.

Parece todavía más alto de lo que es porque está por encima de mí. Yo estoy repanchingado en el sofá de la sala de estar inferior y él está solo allí arriba, en el nivel del dormitorio.

Leila nos acompaña en espíritu. Somos tres los que estamos aquí, igual que siempre que estoy con uno de ellos. El otro siempre está presente en espíritu. Esa ausencia física pero presencia espiritual del que falta me permite relajarme y disfrutar de la ilusión de que estamos los dos solos, da igual con cuál de los dos esté yo.

—No te irás a quedar dormido ahí, ¿verdad? —me dice Billy desde arriba.

Yo bostezo, interpretando el papel que a él le parece adecuado para mí.

—Pues tal vez sí —le contesto—. Si no puedo despertarme, pues me dormiré.

—Pues adelante, hazlo. —Sonríe y sigue llenando su bolsa.

Se hace el silencio entre nosotros, pero es un silencio cómodo. Como de compañeros de habitación de una residencia universitaria. Él tiene una cita con una chica y yo me quedo en la habitación.

—Nunca te había visto así, papá.

—¿Así cómo?

—Así. Pareces Buda debajo del árbol ese, no me acuerdo de cómo se llamaba el árbol, cuando se echó a dormir debajo.

—Envidio a los budistas —le digo—. Debe de ser agradable que tu religión la haya fundado un hombre con sobrepeso, para variar. El problema de Buda…

Sigo bromeando. Billy finge que me escucha, soltando de vez en cuando una risilla inquieta para informarme de que me presta atención.

A mi broma sobre Buda se le acaba el fuelle. Me enciendo un cigarrillo.

Él se pone un polo holgado y al instante se lo quita y se pone otro. Se lo he visto hacer por lo menos media docena de veces con el mismo polo. Se lo compró en Madrid y se siente en la obligación de llevarlo, pero en cuanto se lo pone se lo vuelve a quitar a toda prisa.

—¿Qué hay en Ronda? —le pregunto.

—La cuestión no es qué hay en Ronda sino qué no hay en Ronda. Y lo que no hay allí es este lugar. Este Rollogrande.

Hace una pausa. Me mira. La voz le cambia cuando vuelve a hablar y me pregunta:

—¿Quieres venirte con nosotros, papá?

8

De vuelta en mi habitación, Leila se ha refrescado y ya está casi lista para marcharse. Se le han ido las manchas de rubor de las mejillas. Lleva un vestido de verano largo y blanco, con los hombros y los brazos al descubierto.

Todavía va descalza y se pone las sandalias mientras la miro.

Las tiras de las sandalias son finas (se las compró en Marbella) y los agujeros de las tiras son diminutos. Le cuesta un poco pasar la púa por el agujero.

Cruza las piernas y mueve el pie de un lado al otro, como si estuviera disfrutando de cómo le quedan esas sandalias tan delicadas.

Verla completamente vestida me resulta todavía más provocativo y erótico que ver su piel desnuda. Parece envuelta para regalo.

9

En el aparcamiento de Sotogrande, los tres hacemos lo mismo que cada vez que ellos se van de viajecito solos. Yo los acompaño a su coche de alquiler y les doy consejos que no quieren oír, como si fuera Polonio. Aunque Billy tiene tres tarjetas de crédito que se aceptan en todo el mundo, y cuya dirección de facturación es la de mi contable nuevo, Jerry, aun así me aseguro de meterle un fajo de pesetas en el bolsillo de los pantalones cortos holgados.

—Oh, papá —se queja él.

—Por si acaso. Nunca se sabe.

Leila lleva puesto su sombrero ancho y azul, el mismo que llevaba cuando la vi por primera vez saliendo de aquel taxi en Venice.

No hay protocolo para estas ocasiones, pero cuando ocupo mi posición para despedirme de ellos, siempre beso primero a Leila. Esta vez también lo hago. A la sombra de su sombrero ancho y azul se está bastante fresco. Encuentro sus labios y la beso. Es como beber agua de un arroyo.

—Saul —me pregunta ella—. ¿Estás seguro de que no quieres venirte con nosotros?

Niego con la cabeza.

—Venga, papá. —Billy contribuye también—. Ve a coger una maleta. Te esperamos.

Rechazo la oferta.

Ellos insisten.

Vuelvo a rechazar la oferta.

Por fin gano yo.

Siempre hacemos lo mismo, y aunque sé perfectamente que no voy a acompañarlos, me gusta que intenten persuadirme.

Ahora le toca el beso a Billy. Dobla las piernas para bajar la mejilla hasta mis labios. Tiene los brazos tan largos que cuando me abraza me siento esbelto. Le beso la mejilla y él me la besa a mí. Se me llena la mente de recuerdos de su infancia.

Ya tienen las bolsas en el maletero. Leila está sentada en el coche. Y ahora Billy, como un trípode alto plegándose, se encaja en el asiento del conductor, donde, como por arte de magia, sus largos brazos y piernas se vuelven a extender.

Tiene la ventanilla abierta y yo apoyo la mano sobre el marco de la portezuela. Me inclino hacia delante y meto la cabeza en el coche para hablar.

—¿Tienes un mapa de carreteras? —le pregunto.

Sí que lo tiene.

—Llamadme cuando lleguéis a Ronda, para avisarme de que habéis llegado bien.

Me dice que sí.

—¿Me lo prometes?

Me lo promete.

—Conduce con cuidado —le digo—. Nada de pasarse de la velocidad permitida.

—Oh, papá —se queja—. ¿Bromeas? ¿Con Leila al lado? Si paso de sesenta por hora, abre la puerta del coche y arrastra el pie por la carretera.

Billy se pone las gafas de sol. Arranca el motor. No pueden marcharse hasta que yo quite la mano de la portezuela. La dejo allí un segundo más de la cuenta y por fin dejo que se vayan.

Me despido con la mano.

Ellos se despiden con la mano.

Veo que Leila le da un puñetazo a Billy en el hombro a modo de represalia juguetona por algo. Ya se lo están pasando bien.

Todos mis seres queridos, todo lo que significa algo para mí ahora mismo, están dentro de ese coche de alquiler que sale del aparcamiento. Y, sin embargo, la única reacción verdadera que experimento cuando los veo marcharse es el alivio.

Una especie de alivio.

Es como si el hecho de que hubiera gente tan importante para mí fuera una carga. Como una presión, como un tumor cerebral, que ahora noto que se aleja a medida que crece la distancia que nos separa.

¿Cómo explicarlo?

Cuando están conmigo, cualquiera de los dos, o los dos a la vez, soy tremendamente consciente de ellos, tremendamente consciente de la necesidad de apreciar, y con razón, el sentido que le acabo de encontrar a mi vida. Sin embargo, cuesta mucho apreciar las cosas, dar gracias por lo que uno tiene. Hay que sostener una mueca constante de concentración psíquica para no dejar de hacerlo. Y llega un momento en que uno quiere tomarse un año sabático del sentido.