CAPÍTULO 8

1

El sábado por la mañana empieza igual que terminó la tarde del viernes, junto a una piscina. La diferencia es que ahora se trata de la piscina de la casa que Cromwell tiene en Coldwater Canyon, adonde he llegado un poco antes de la hora de nuestro desayuno de trabajo y en donde, sentado, estoy un poco ansioso por entrar en materia.

Estoy sentado a una mesa de hierro forjado con la superficie de cristal, en una silla de hierro forjado con un cojín grueso y blando. La empleada doméstica de Cromwell, que también se llama María, me trae el desayuno. Panecillos redondos. Jamón cocido. Una jarra bien grande de zumo de naranja recién exprimido. Una cesta de bollos y café dentro de un recipiente grande de cerámica. Estoy sentado, fumando y esperando. A través de la superficie de cristal de la mesa veo los azulejos de estilo español de color azul claro sobre los que está apoyada la mesa de hierro forjado.

Hay un pintor repintando la verja alta de hierro forjado que rodea la propiedad de Cromwell. La pintura que está usando es negra, pero a mí me huele a amarilla, y cuando aparto la vista de la verja y del pintor, lo que me represento mentalmente es una verja del mismo amarillo que los sobres de papel manila.

Hay un asomo de brisa, lo justo para transportar el aroma de los efluvios de la pintura desde la verja hasta la mesa donde estoy sentado, junto a la piscina.

Aparece Cromwell. Va perfectamente afeitado y con la ropa de trabajo, para poder meterse en el coche en cuanto acabe conmigo e ir a su siguiente cita sin tener que volver a entrar en casa.

Todo en él indica que le espera un día ajetreado y que solamente me puede dedicar un tiempo limitado. Pero como sabe que yo entiendo la situación, es libre de crear la impresión de que tiene todo el tiempo del mundo para mí.

Me saluda con gentileza, sin prisa, como si no tuviéramos una cita aquí a esta hora, como si yo fuera un viejo amigo que se ha pasado por allí sin ser invitado y sin que él se lo esperara pero aun así se alegrara de verme.

—Cómo me alegro de que hayas venido —me dice.

»Mírate. Qué bronceado estás. Se te ve de maravilla, Doc. En serio. Nunca te había visto tan buen aspecto.

—Me siento bien —le digo.

Se sienta. Yo me había levantado para saludarlo y ahora me vuelvo a sentar.

Bebemos café y zumo de naranja y comemos panecillos. Hablamos de Europa. Él da por sentado que yo estoy enterado de todo lo que me cuenta, pero me lo cuenta de todas maneras, como si buscara que le corroborara sus impresiones en calidad de experto en la Europa del Este post-Guerra Fría.

Me habla de los rusos, de los checos, de los eslovacos, de los polacos, de los húngaros, de los búlgaros y de los rumanos después de Ceaucescu. (Lo pronuncia a la perfección: Chau-CHES-cu).

Me habla de las ciudades de Europa del Este, de Budapest y de Praga y de Moscú, Leningrado, Sofía, Bucarest y Varsovia. De los museos que hay en esas ciudades. Y me cuenta que, a pesar de todos los tumultos económicos y sociales que están sufriendo esos países, sigue habiendo hoteles maravillosos para alojarse.

—Es alucinante —me cuenta— los cambios que están teniendo lugar por toda Europa del Este. Monumentales. Absolutamente monumentales. Estaba yo al teléfono con un dramaturgo al que había conocido en Praga y le decía…

»Es desgarrador —me dice— cómo no les queda más remedio que vivir este periodo de transición entre lo viejo y lo nuevo sin hacer una pausa ni para recobrar el aliento. La pobreza. La ansiedad. El sufrimiento, tanto físico como mental…

»Y, sin embargo —me cuenta—, ha sido emocionante. La humanidad. La humanidad sin adornos ni disfraces de la gente que he visto ya ha hecho que el viaje haya valido la pena. Ver a gente así te da que pensar. Hace que te preguntes si tal vez, a pesar de todo su sufrimiento…

Siempre resulta chocante volver a ver a Cromwell, por mucho que haga relativamente poco de la última vez. Aunque lo conozco bien, y aunque llevo su aspecto tatuado en el cerebro, encontrarme cara a cara con su frente, con esa estructura parecida a un dique que contiene millones de litros de pensamientos, no es algo para lo que pueda prepararme de antemano.

Ni tampoco puedo prepararme de antemano para la forma en que me está mirando ahora. Se alegra de verme. Se alegra por una serie de razones que me puedo imaginar, pero también por otras que no consigo entender. No se limita a mirarme. Me ve. Cuando él me mira, noto que me ve.

Puede que yo tenga dudas acerca de mi identidad, pero él no tiene ninguna. Él sabe quién soy. Es el único que lo sabe.

En la mitología griega había un ser al que llamaban el daimon, un espíritu protector que se ocultaba dentro de nosotros, ese yo verdadero al que nunca podíamos ver. Solamente podían verlo los demás. Pues bien, ese espíritu parece materializarse cada vez que estoy con Cromwell. Él es el único que lo ve.

Lo hace con más gente, no solamente conmigo. Te seduce para que seas lo que él ve en ti. Me imagino perfectamente a Jay Cromwell, durante los días que se ha pasado en cada uno de esos países de Europa del Este, dejando entre sus habitantes la impresión duradera de que solamente él entendía lo que comportaba ser húngaro, polaco, ruso o rumano. Cada vez que circunscribe a un hombre, un país o un continente, lo hace con tanta seguridad que no queda espacio para la duda. En todo su ser no hay ni un asomo de duda. Está hecho, o lo parece, de un material artificial nuevo llamado certidumbre. Cien por cien certidumbre.

De la casa sale una joven con un bañador negro de licra. Lleva su mata de pelo rubio peinada hacia atrás y recogida en una gruesa trenza que le llega a la rabadilla. Tiene una cara (de ojos azul líquido) tan bella que sé al instante que se trata del ser humano más hermoso, hombre o mujer, de la cosa viviente más hermosa que yo he visto en la vida y que probablemente vaya a ver nunca.

La joven se dirige hacia la piscina con una trayectoria diagonal diseñada para pasar junto a la mesa donde estamos sentados. Cromwell la llama.

—Vera. —Le hace una señal para que se nos acerque.

Ella obedece.

Su belleza es tan atroz que no sé adónde mirar, de manera que cojo un cigarrillo y lo enciendo para evitar mirarla. Esta clase de extremos, ya sean de belleza o de fealdad, siempre me producen una vergüenza imprecisa. Pero cuando ella se detiene delante de nosotros no me queda más remedio que levantar la vista para mirarla.

Es muy joven. Totalmente distinta de la chica camboyana a quien ha sustituido en el cargo de concubina.

—Vera, éste es Saul. Saul, Vera —nos presenta Cromwell.

Yo me pongo de pie a medias y ella se inclina a medias.

—¿Cómo está usted? —dice con ese tono ligeramente sobresaltado de los inmigrantes eslavos, haciendo hincapié en las tres palabras de la frase.

—Vera es de Leningrado —me dice Cromwell.

»Vera, por lo que tengo entendido —me aclara—, significa «fe» en ruso.

Miro cómo habla Cromwell, y cuando Vera se marcha, reanudando su trayecto interrumpido hasta la piscina, sigo mirando cómo él la mira alejarse.

—No te imaginas cómo he conseguido sacarla del país en tan poco tiempo —me cuenta.

»Sus padres son intelectuales.

»Tendrías que haber visto la escena del aeropuerto —dice—. Intelectuales o no, los padres rusos son antes que nada padres de verdad, ya me entiendes. Auténticos padres del Viejo Mundo. Muy unidos a sus hijos. Todas las familias que he conocido allí estaban muy unidas. —Cierra el puño para ilustrar cómo de unidas estaban—. Su madre lloraba y su padre también. Vera lloraba. Pero fue al tener que despedirse de su hermanito Sasha cuando se echó a llorar de verdad. Fue muy conmovedor. En serio. Aquel despliegue de emoción. De humanidad. Hizo que valiera la pena el viaje entero.

»Ella misma no es más que una niña —me cuenta.

»Sus padres han entendido que una chica tan hermosa como Vera iba a echarse a perder allí. Sin oportunidades.

»La conocí en el Hermitage —me cuenta.

Saluda con la mano a Vera y me hace una señal con la barbilla para indicarme que yo también debería mirarla. Vera nos saluda con la mano desde el trampolín y luego ejecuta un salto de cabeza poco espectacular pero eficaz. No nada muy bien. Levanta demasiado la cabeza por encima del agua y le da mucho a los brazos pero apenas usa los pies.

2

Cromwell y yo comemos jamón cocido y charlamos mientras Vera nada un número obligatorio de largos que ella misma se ha impuesto. Mientras nosotros hablamos, ella se dedica a nadar de un lado al otro. Hablamos del tiempo. Del calor que hacía ayer.

—Fue el día más caluroso en lo que llevamos de año —dice uno de nosotros.

—Hoy no hace tanto calor —dice el otro.

Hablamos de la sequía, del calentamiento global, del crimen, de la gente sin hogar y de la anarquía que cada vez reina más en la vida cotidiana en todas partes.

Me irrita que un hombre tan corrupto y maligno como Cromwell no se permita ese mal gusto ostentoso de tantos otros productores corruptos de Hollywood a los que conozco. Ni en su oficina ni tampoco aquí en su casa. Yo quiero que su piscina (donde Vera está nadando sus largos) tenga la forma de una letra ce enorme, o bien de corazón, o de ameba. Sin embargo, su piscina es sencilla y tiene unas proporciones relajantes y agradables a la vista. Su teléfono exterior no es ni inalámbrico ni de color rosa, tal como a mí me gustaría. Es negro y con cable. Tampoco tiene pista de tenis. Ni siquiera juega al tenis. Ni siquiera luce uno de esos bronceados. Soy yo quien luce uno de esos bronceados.

Al cabo de unos minutos, Cromwell deja de relacionarse para abordar el tema que me ha traído aquí, pero lo hace de forma tan despreocupada, tan natural, que el asunto de la película de la que he venido a hablar ya no parece más que un producto derivado de mi visita a la casa de un viejo amigo.

Aprovechando que estás aquí, parece estar diciéndome, y dado que tengo tu opinión en tan alta estima, Doc, hay una cosita que me gustaría comentar contigo, pero solamente si tienes tiempo.

De manera que nos ponemos a ello.

Mientras hablamos de la película del Viejo, se revela algo inquietante. Me doy cuenta de que Cromwell opina realmente que la película es un desastre y que le hace una falta espantosa que la volvamos a montar entera. No es consciente de que la película es una obra maestra. Por consiguiente, no es él quien está sentado junto a la piscina defendiendo la destrucción de una obra de arte. Soy yo quien lo está haciendo, porque soy yo, y no Cromwell, el único que es consciente de la belleza y la brillantez de esa obra.

Así que (mientras seguimos conversando) no puedo evitar hacerme una pregunta: si Cromwell es malvado, y yo sé que lo es, si es el hombre más malvado que conozco, y yo sé que lo es, entonces, ¿yo qué soy?

Por mucho que acabe de volver de viaje, su recuerdo de la película, y también de todas las escenas descartadas, es tan fresco y preciso como si la hubiera visto esa misma mañana, antes de que yo llegara. Se acuerda de todos y cada uno de los planos. Pero, simplemente, no sabe qué pensar de ello.

—No lo entiendo —me dice—. Tal vez sea culpa mía. Tal vez yo sea tonto y la película es maravillosa. La verdad es que no lo sé. ¿A ti qué te parece, Doc?

Se reclina hacia atrás en su silla de hierro forjado y hace un gesto con la mano para indicar que el escenario es mío.

Enciendo un cigarrillo antes de empezar. Mi estrategia es simple. Consiste en destrozar la película que me encanta y devolverle cuantas más escenas eliminadas de Leila me sea posible, si no todas. Encontrar una nueva estructura coherente que permita la execración.

Si quiero venderle a Cromwell las ventajas de mi propuesta necesito un montón de entusiasmo y energía. No basta con ser una puta. Necesito ser una Salomé. De manera que me pongo a cantar y bailar.

—Yo veo la película —le digo— como una comedia amable. Un divertimento.

»Yo veo la película como la historia de una camarera encantadora. Una especie de Cupido de cafetería, que nunca se guarda nada para ella y cree en papá, en mamá, en Estados Unidos y en la tarta de manzana, pero que por encima de todo cree en el amor.

»Es un regreso —le digo— a las películas de antaño. Es una película como las de antes pero adaptada a los nuevos tiempos.

»El corazón de la película son todas esas escenas de la camarera que el Viejo descartó. No sé por qué lo hizo, pero sé que sin ellas no hay película. Esas escenas no solamente deberían volver a la película sino que habría que hacer hincapié en ellas. Sin la camarera, la película no sólo se desdibuja, sino algo peor: le falta humanidad, no sé si me entiendes».

Cromwell, recién llegado de su viaje a Europa del Este, asiente con la cabeza como si supiera exactamente a qué me refiero con la palabra «humanidad». Los dos somos expertos en la materia.

«La película tal como está ahora es demasiado implacable. Demasiado redonda. Apuesta sin piedad alguna por la disección de la vida, en vez de celebrarla…

»La película —le digo— tiene que ser una celebración.

»Tiene que divagar un poco —le digo.

»Tiene que ser como Capra —le digo.

Mi entusiasmo, o de quien sea el entusiasmo que estoy afectando, se está volviendo contagioso. Cromwell asiente con la cabeza y sonríe. Se divierte como un rey mirando a su bufón de la corte favorito.

—La música —le digo—, la banda sonora entera, tiene que ser música clásica. La obertura Leonora n.º 3 iría de perlas para los créditos del principio.

Tarareo un trozo de la obertura, solamente para crear la atmósfera.

—El vals de El Danubio azul —le digo— nos iría de narices para esa escena en que todos los obreros se están metiendo en sus coches en el aparcamiento para irse a casa al final de la jornada de trabajo.

»El Vals de los Obreros lo llamo yo.

»El Vals de los Maridos que regresan con sus Esposas e Hijos —le digo.

Tarareo un trozo del vals y me mezo en mi silla. Cromwell no se mece en la suya pero parece que le gusta la forma en que yo me mezo en la mía.

Asiente con la cabeza. Sonríe. Enarca las cejas. Echa la cabeza hacia atrás y se ríe, dejando ver todos los dientes.

La suite de El pájaro de fuego de Stravinski. Un tema de La primavera en los Apalaches de Copland. Wagner. Mozart. Bach. Sigo cotorreando, tarareando trozos de temas musicales y describiendo las escenas que podrían reforzarse con ellos.

Suministro un marco teórico para mi apuesta por una banda sonora solamente de música clásica.

Si usamos piezas de música clásica familiares y reconocibles para subrayar los momentos mundanos y cotidianos de nuestra película (le digo), le transmitiremos claramente al público el mensaje de que nos estamos burlando amablemente de nuestros personajes, al mismo tiempo que les rendimos homenaje. Es una parodia, una especie de burla, pero una burla encantadora.

—El uso de la música clásica —le digo— también ayudaría a convencer a los críticos y les daría una excusa para que les gustara la película, y una película pequeña como ésta, en mi opinión, solamente puede recibir unas críticas de calidad. Lo que tenemos que hacer es sacar el arte y ensayo de la película pero hacer que la reseñen como si fuera arte y ensayo, aunque accesible para todo el mundo.

»Y la cuestión —le digo— es que mi apuesta por la música clásica encaja porque en realidad nuestra película trata de una camarera de un pueblecito que anhela una historia de amor clásica. Sus ansias románticas son igual de grandiosas que la música que estamos usando.

»La historia de amor que hay ahora —le digo— se tendría que recortar mucho y volver a montar, a fin de que parezca algo que ella inventa para la pareja involucrada. La camarera se emociona con su historia de amor. En realidad ella es una versión femenina de Walter Mitty, pero con un corazón mucho más generoso, porque la generosidad le alcanza para imaginarse esos maravillosos momentos románticos para los demás. No para ella misma, o no solamente para ella, sino también para los demás.

»La lúgubre historia de amor que hay ahora —le digo—, en cuanto la hayamos recortado, y mucho, en cuanto la hayamos subrayado con música que parodie toda la historia de amor, y en cuanto entendamos que la estamos viendo con los ojos de nuestra camarera, funcionará como comedia pura. Pero siempre será graciosa desde el buen gusto, ahí está la cosa. Será una historia americana tradicional. Completamente tradicional. Hará que el amor parezca el gran pasatiempo americano.

Cromwell me señala de golpe con el índice.

—Ésa sería una maravillosa frase promocional para la película. El amor, ese gran pasatiempo americano. O tal vez al revés. Ese gran pasatiempo americano, el amor. ¿Qué te parece, Doc?

—Creo que la primera suena mejor —le digo.

—Sí, yo también —me dice él.

Somos la generosidad personificada. Nos peleamos por concederle al otro el mérito de haber encontrado la frase promocional de nuestra película. Él insiste en acreditármela a mí. Puede que hayan sido mis palabras, discrepo yo, pero el mérito es suyo por haber visto de inmediato lo apropiadas que eran.

De manera que paso al final de la película. Repruebo al señor Houseman, aunque mostrando reverencia por sus hazañas pasadas, por eliminar el personaje de Leila de la última escena.

—Ésta es nuestra gran oportunidad, no solamente de armar un final feliz a la vieja usanza, sino un final verdaderamente satisfactorio a varios niveles. Es el 4 de Julio. Tenemos a todos los personajes de la película en el parque, esperando a que empiecen los fuegos artificiales. Lo vemos todo con los ojos de nuestra camarera, igual que hemos visto la película entera a través de sus ojos. Y también con sus ojos vemos que todo el mundo ha vuelto con su familia, donde debe estar. La unidad familiar, el bloque de construcción básico de la humanidad —llego a usar esa expresión, en serio—, ha sido puesto a prueba pero ha resistido. La unidad colectiva, el pueblo, la comunidad, también resiste. Y todos se han reunido para celebrar la continuidad de una unidad todavía más grande, Estados Unidos, y lo que eso significa. Y entonces llegan los fuegos artificiales, que iluminan el cielo por encima de nuestro pueblecito. En mi opinión, el Viejo se quedó corto con los fuegos artificiales del final. Lo que creo que deberíamos hacer, puesto que nos hemos ganado el derecho a hacerlo, es conseguir todas las imágenes de archivo que haya disponibles de las mejores exhibiciones de fuegos artificiales e introducirlas al final, desde el punto de vista de nuestra camarera. Seguro que encontramos cosas tremendas. Lo que dieron por la tele en el Bicentenario estaba muy bien. Solamente usaremos lo mejor de lo mejor. Al final nuestro pueblecito sube al cielo. La pantalla explota literalmente en forma de fuegos artificiales. Tal vez lo subrayemos con música de Sousa, o tal vez no, pero lo que sí sé es que queremos terminar a lo grande, con una explosión, con un millar de explosiones.

Y con eso finalizo. Ya he acabado con la película, pero aún me quedan ganas de más. Todavía se me ocurren más trucos para diversas partes de la película, y siento un deseo compulsivo de contárselos a Cromwell. Tengo la cabeza infestada de trucos, como si fueran lombrices.

Por suerte, Cromwell echa un vistazo a su reloj. Está compungido. Qué rápido ha pasado este rato. Tiene que marcharse a una reunión en los estudios, y me lo cuenta de una manera diseñada para transmitirme la idea de que daría lo que fuera por librarse de la reunión y quedarse conmigo. Pero no puede. Alguien tiene que ocuparse de la aburrida parte empresarial.

Me acompaña a mi coche, que está aparcado en la entrada de su casa.

Vera se ha esfumado. Ya no está en la piscina.

Cromwell me cuenta lo emocionado que está con todo lo que le he contado. Concertamos una cita en mitad de la semana para plantearnos con más detalle cómo poner en práctica mis ideas. Me habla de contratar a un equipo de montadores y ponerlo a mi disposición y bajo mi supervisión. De esa forma, haciendo horas extras si es necesario, tal vez podamos acabar la película a tiempo para su fecha de estreno original.

Sé que estoy insistiendo demasiado, y sé que se me está viendo el plumero, pero aun así insisto con lo de Leila hasta el final. Le digo a Cromwell que una de las ventajas ocultas de nuestra película es su potencial para convertir en gran estrella a la actriz que interpreta a la camarera. Le recuerdo lo valioso que es para una película, desde el punto de vista de la recaudación, tener una cara nueva, una estrella en ciernes en el papel principal.

Nos despedimos.

Bajo a toda velocidad por Coldwater Canyon, dando golpecitos suaves al freno.

Las lombrices, los trucos sin usar, siguen infestándome el cerebro, reproduciéndose sin parar.