CAPÍTULO 7

1

Volvía a ser viernes, igual que el día de mi llegada a Los Ángeles. Cromwell regresaba de Europa al día siguiente y se suponía que yo debía estar en Nueva York para cuando él llegara.

Pero aquello no iba a suceder. Yo ya no tenía esperanza alguna de marcharme. Estaba atrapado por las circunstancias.

La mayor parte del tiempo acepto las cosas después de que sucedan, después de haber cometido mi fechoría de turno. Esta vez era distinto. Esta vez me tocaba aceptar cosas por adelantado para liberarme a mí mismo de cometer las fechorías que tenía planeado cometer.

Elegí la piscina del hotel Beverly Wilshire como lugar apropiado para aceptar mis futuros crímenes.

Todavía no era mediodía pero hacía calor. Acabaría siendo el día más caluroso del año, pero a aquella hora ya hacía bastante. Ni un asomo de brisa. El calor caía en tromba desde el cielo azul neblinoso como si fuera una lluvia torrencial. Un diluvio de calor.

Mientras seguía al joven azafato del hotel (vestido con pantalones cortos blancos) hasta mi tumbona de la zona de la piscina, estaba seguro de que no podría aguantar el calor mucho rato. Unos minutos a lo sumo y luego regresaría a mi suite con aire acondicionado y aceptaría las cosas allí. Sin embargo, en cuanto me acomodé en la tumbona, todo se acabó. Me cayeron encima unas cataratas del Niágara de calor y me dejaron allí clavado, estaba atrapado. Igual que si hubiera estado amarrado a una silla eléctrica junto a la piscina.

Había más gente tendida en tumbonas a mi alrededor. Hombres. Mujeres. Muchachitas. Un niño pelirrojo. Di por sentado que todos estaban igual de atrapados que yo. Lo más seguro es que ellos también hubieran pensado que se quedarían unos minutos nada más y luego se marcharían. Desperdigados por la piscina, yacíamos en nuestras tumbonas como si fuéramos víctimas de gas nervioso.

El ruido que el agua de la fuente de agua reciclada hacía al caer tenía un efecto alucinatorio en medio de todo aquel calor. Como el ruido de algo que chisporroteaba.

2

Tenía a Leila en la cabeza. Su vida. Las muchas pérdidas de su vida.

Su bebé había sido su primera pérdida, la que había allanado el camino a las demás. Aquella pérdida le había llevado a elegir una profesión, que a su vez había resultado no reportarle más que una pérdida tras otra.

En mi defensa diré que a mí no podía culpárseme de nada. Yo no le había quitado a su hijo ni por la fuerza ni tampoco con subterfugios. Si no se lo hubiera quitado yo, se lo habría quitado otro. Yo solamente había sido un hombre al azar que había pagado, con el dinero de su mujer, la puesta en práctica de aquella sustracción, y por consiguiente, en el peor de los casos, no era más que el recipiente de su pérdida, y en ningún caso su causa.

Por lo que respectaba a la pérdida original, ahora estaba más que dispuesto a hacer lo correcto y reunirla con su hijo, de hecho estaba ansioso por hacerlo. Por ser el agente de su reunión.

Pero eso ya no bastaba.

A lo largo de su vida, Leila había sufrido demasiadas pérdidas. Si recuperaba a Billy, pero al mismo tiempo descubría que la habían eliminado de una película, y no de cualquier película sino de una en que por fin interpretaba un papel importante, aquello podía convertir el reencuentro con su hijo en otra pérdida. Y yo estaba decidido a que la reunión fuera un éxito. Un triunfo total. No había que permitir que nada obrara en detrimento de la alegría de la ocasión ni socavara el final feliz que yo tenía en mente para ellos dos.

De haber sabido de entrada lo que ahora sabía de ella, jamás hubiera ido a Los Ángeles.

Pero ya era demasiado tarde. No podemos olvidar lo que sabemos.

Me devané los sesos con mi dilema (allí tumbado junto a la piscina), no por indecisión genuina sobre lo que tenía planeado hacer sino simplemente para que constara en acta que me había devanado los sesos. Formaba parte del procedimiento de aceptar las cosas por adelantado. Era importante dejar un rastro de tormento, a fin de que si mis actos tenían consecuencias inesperadas, pudiera exonerarme a mí mismo por medio del tormento que había sentido antes de infligirlos.

Me devanaba los sesos pensando en el acto inconcebible que estaba dispuesto a cometer a fin de conseguir un final feliz para Leila y Billy.

Y cuanto más me los devanaba, más familiar me resultaba lo inconcebible, hasta que dejó de ser impensable.

Sin embargo, no era fácil, ni siquiera para alguien dotado del talento que yo poseía para aceptar cualquier cosa, plantearse la execración de una obra de arte.

Debido a que era un escritorzuelo de la peor calaña que jamás se había acercado ni tan sólo a concebir una obra de arte verdadera, yo veneraba el arte de una forma que los artistas de verdad no podrían entender nunca. Para un artista de verdad, era algo normal. Para mí, el arte era un milagro, el único milagro que podían hacer los hombres en la Tierra.

Pero entonces, me devanaba yo los sesos junto a la piscina, ¿cómo era capaz de estar allí tumbado conspirando para destruirlo?

Cuanto más me castigaba a mí mismo y más me devanaba los sesos sobre algo que sabía perfectamente que haría, más lo aceptaba. Mi tendencia a la autocrítica salvaje me autorizaba a seguir adelante.

La mayoría de los horrores cometidos en mi época (me estaba poniendo filosófico) no los habían cometido hombres malvados con la intención de hacer cosas malvadas. Se trataba más bien de actos cometidos por hombres como yo. Hombres que cuando les venía en gana tenían unas normas morales y estéticas elevadas. Hombres que distinguían perfectamente el bien del mal y que cuando les venía en gana obraban bien. Sin embargo, también eran hombres desprovistos de amarras que sujetaran con firmeza esas convicciones y normas. Hombres sometidos a cambios de humor y de temperamento, condenados a contradecirse totalmente cuando les sobrevenía un estado de ánimo opuesto. Y esos hombres volátiles siempre encontrarían la forma de justificar sus actos y de aceptar sus consecuencias. La terminología que usaban para aceptar sus crímenes constituía, en gran medida, eso que llamamos Historia.

Escucharme a mí mismo, allí tumbado junto a la piscina, resultó de lo más instructivo. El filósofo que llevaba dentro filosofó, el psicólogo que llevaba dentro psicoanalizó y el hombre moral moralizó, pero todo fue en balde. Sus voces tenían el mismo timbre fatalista y lastimero, como si todos se hubieran congregado dentro de mí para hacer el panegírico de la víctima de mi crimen en ciernes, en lugar de para impedirme que lo cometiera.

Durante toda aquella tarde larga y calurosa, mientras yacía sudando en mi tumbona de la piscina, una voz de mujer se dedicó a avisar cada tanto por el sistema de megafonía de que había una llamada telefónica para alguno de los que estábamos allí tumbados.

—Llamada telefónica para el señor Stump.

—Llamada telefónica para el señor Florio.

—Llamada telefónica para el señor Messer.

Como si los estuvieran devolviendo a la vida a timbrazos, los que recibían las llamadas salían de su estupor parecido a la muerte y se levantaban para ir a contestar. Ni uno de ellos regresó de sus llamadas telefónicas para yacer de nuevo entre nosotros. Estaban salvados. El resto, los condenados, los que no recibíamos llamada alguna, nos quedamos cociéndonos en medio de aquel calor terrible.

Tal vez, pensé yo, el Día del Juicio sería algo parecido a aquello. No habría tañidos de trompetas para levantar a los muertos, lo que habría sería llamadas telefónicas. Bien alguien te llamaría o bien no.

La Tierra giró en torno al Sol (conmigo allí tumbado), giró sobre su eje y creó la ilusión de que el Sol que yo tenía encima navegaba por el cielo, de este a oeste.

Las sombras se alargaron, extendiéndose por el pavimento como si fueran escapes de agua.

El calor del día empezó a remitir.

Encendí un cigarrillo. Había concluido alguna clase de proceso. Algo dentro de mí había sido metabolizado, digerido y eliminado.

A lo largo de los años (narró el narrador en tercera persona que yo llevaba dentro), se habían sacrificado tantas vidas en nombre del arte que ya era hora de que el arte se sacrificara por la vida de alguien.

Tras concluir con éxito el asunto que había ido a resolver allí, me levanté y me fui de la piscina.

Y así fue cómo transcurrió el viernes.