1
Había dos restaurantes en Beverly Hills que estuve considerando para mi cena con Leila. Los dos eran apropiadamente pretenciosos y tenían precios adecuadamente excesivos, pero yo ya había cenado demasiadas veces en el Spago’s, de manera que elegí el Nestor’s. Las posibilidades de encontrarme allí con gente del cine no eran tan elevadas como las que había en el Spago’s, otra razón para mi selección. Hice una reserva para dos para las ocho en punto.
Como ella no conducía ni tenía coche, me ofrecí para recogerla, pero el Nestor’s estaba situado en el corazón de Beverly Hills y le pareció una tontería que fuera hasta Venice para recogerla y luego volviera a Beverly Hills.
—Cuanto más conduces —me dijo—, más posibilidades hay de que tengas un accidente, y lo último que yo quiero en mi conciencia es que alguien se mate o se mutile en un accidente de coche por culpa de irme a recoger para llevarme a cenar. O sea que cogeré un taxi.
Para cenar en el Nestor’s había que llevar chaqueta y corbata, de manera que me las puse. De camino, aquella noche, intenté borrar de mi memoria todas las escenas eliminadas de Leila que había visto en la sala de proyecciones el día anterior, pero a veces sucede que el mismo intento de olvidar algo hace que todavía lo tengas más presente.
Llegué al Nestor’s, como era mi costumbre, diez minutos antes de la hora pero, al acercarme a la entrada entoldada del restaurante, me quedé perplejo al ver a Leila plantada en la puerta. Estaba charlando con un joven alto encargado de los aparcacoches.
Jamás en mi vida, ni una sola vez, me había pasado que una mujer con la que tuviera una cita llegara antes que yo.
Paré el coche únicamente para saborear la imagen de Leila allí plantada.
Iba vestida para cenar en un restaurante caro, pero la forma en que estaba allí de pie, charlando con aquel joven alto, la forma en que tenía el bolso cogido por las asas y colgándole hasta los tobillos, la forma en que daba patadas juguetonamente al bolso mientras charlaba, a veces con el pie y a veces con las rodillas, le daba aspecto de colegiala dándole patadas a la cartera del colegio.
2
Nuestra mesa en la sección de fumadores, igual que todas las demás mesas del Nestor’s, tenía una vela encendida en el centro, y aunque estaba allí más como decoración que como fuente de luz, debido a mi humor, aquella noche vi a Leila a la luz de la vela.
Nos pusimos a beber. Como ya me daba igual beber una cosa u otra, bebí whisky porque era lo que ella bebía. Al cabo de varios vasos chatos de whisky, decidimos pasarnos a las más altas y elegantes copas de champán. Su postura, todo su aspecto, cambiaba y se alargaba cuando tenía una copa de champán en la mano. Nos bebimos dos botellas antes de la cena. Ella estaba cada vez más achispada, y yo hice lo que pude para parecer que también lo estaba.
Llevaba el pelo recogido con un estilo que yo asociaba con las bailarinas clásicas. Hacía que su cuello largo y blanco pareciera más largo y muy frágil, como si se pudiera romper con facilidad aterradora. De los lóbulos de las orejas le colgaban dos pendientes de color negro reluciente. No paraba de toqueteárselos, como si se estuviera asegurando de que todavía los llevaba.
Su elegante vestido negro era de corte bajo y dejaba ver dos tercios de sus pechos. Cuando cogía aire y lo soltaba, los pechos le subían y le bajaban como si fueran aves marinas de plumaje blanco dormidas que se hubieran acurrucado para pasar la noche dentro de su vestido.
Pero eran sus largos brazos blancos lo que más me tentaba de todo. Su vestido negro tenía las mangas largas y recogidas en las muñecas, pero las mangas estaban hechas de una gasa transparente que creaba la ilusión (a la luz de las velas) de que cada brazo era el cuerpo de una muchacha deslumbrante enfundado en un negligé. Cada vez que ella movía un brazo, mi centro de gravedad se desplazaba a la boca de mi estómago y la sangre me desembocaba en la entrepierna.
Cuanto más se emborrachaba, más se le entornaban los ojos, hasta que prácticamente la hicieron parecer oriental. No me quitó la vista de encima en toda la noche, escrutándome el alma o bien dejándome que yo le escrutara la suya.
Cuando yo hablaba, se le movían un poquito los labios, como si estuviera recogiendo las palabras de mi boca y metiéndoselas en la suya para ver a qué sabían.
Me excitaba que fuera, o que lo pareciera a la luz de las velas, tan preciosa.
Y por supuesto, me excitaba que aquella mujer tan preciosa con aquellos brazos deslumbrantes (como si tuviera dos hijas y las llevara a los costados) pudiera sentirse atraída por mí. La atracción que sentía por mí, en la que no pude evitar reparar y que fue creciendo a medida que avanzaba la noche, no se basaba en ningún atractivo físico que poseyera. Llegué a la conclusión de que lo que la atraía era otra cosa. Algo espiritual que tenía dentro. Mi yo verdadero. Como yo no tenía ni idea de quién era aquella persona, puesto que sentía y siempre había sentido que podría ser cualquiera, la posibilidad de que en mi interior pudiera existir alguien real, mi yo real, y que tal vez Leila lo viera, me infundió la esperanza de que con el tiempo tal vez también yo pudiera llegar a conocerlo.
Con el tiempo, me dije a mí mismo. Con el tiempo no solamente se lo contaré todo sino que compartiré con ella las cosas que jamás he compartido con nadie.
Renacimiento. Renovación. Parecía no solamente posible sino también inminente.
3
Mientras cenábamos, le hablé de mi apartamento en Manhattan. De lo grande que era. Era demasiado grande para una persona sola. Le describí las vistas que tenía de Riverside Drive, de Riverside Park y del río Hudson.
Yo era un torrente de información. Como no podía hablarle de las cosas esenciales que nos unían (su hijo, su película), me dediqué a describirle las no esenciales con todo lujo de detalles.
Le conté que tenía seis ventanales que daban al Hudson, y que si abría uno de ellos y miraba a la derecha, podía ver el puente de George Washington al norte, y si miraba a la izquierda, veía el embarcadero de la calle Setenta y nueve al sur, y todavía más al sur los muelles donde atracaban los transatlánticos. Los ferris de la Circle Line, le conté, pasaban por delante de mis ventanas, cargados de turistas. Barcazas. Petroleros. Remolcadores. Barcos extranjeros con banderas extranjeras. Le conté que había visto bandadas de patos de Long Island volando hacia el sur para pasar el invierno y que, si abría las ventanas, oía el sonido de sus gritos fantasmagóricos. Le describí la intensa pero breve ola de frío que había sufrido Nueva York justo después de Navidad y le conté que, al terminarse, había visto témpanos de hielo bajando por el Hudson procedentes del norte del estado, como si las montañas Adirondack fueran un continente ártico que se estuviera rompiendo y bajando en pedazos hacia el Atlántico.
—Nunca he estado en Nueva York.
—Pues te gustaría —le dije.
—¿En serio?
—Sí, estoy seguro.
De aquella forma, a mi manera, la estaba invitando, y ella también a su manera se estaba planteando aceptar la invitación.
Le hablé de mi matrimonio y de mi separación de Dianah.
Me preguntó cuánto tiempo había estado casado.
—Más de veinte años.
—¿Y sólo una vez?
—Sí, sólo una.
—¿Y con niños?
—Ya no es un niño, pero sí. Un hijo.
(Se me ocurrió que solamente teníamos un hijo entre los tres).
Le conté todo sobre Billy, o por lo menos todo lo que podía contarle. Lo apuesto que era. Lo alto que era. Cómo le cohibía su altura. Lo vergonzoso y elocuente que podía ser. Lo mucho que lo quería.
Ella me escuchó con una pequeña sonrisa, y con aquellos ojos parecidos a cuartos de luna resplandeciendo a la luz de la vela. Me dio la impresión de que se podría pasar horas y horas escuchándome hablar de Billy y del amor que yo le profesaba.
Un hombre que ama a su hijo.
Vi la impresión que le estaba causando.
Cuantos más detalles divulgaba de mi amor por mi hijo, más parecía ella estar entregándose a mí, enamorándose de mí, de aquel padre que yo llevaba dentro y que tanto amaba a su hijo.
Llegó la cuenta.
Cuando nos levantamos para marcharnos, Leila tuvo que agarrarse al respaldo de su silla para no perder el equilibrio. A continuación, pese a estar borracha, soltó la silla y, haciendo una media reverencia, inclinó el torso con rigidez hacia delante hasta formar un ángulo exacto que solamente conocía ella y apagó de un soplido la vela de nuestra mesa. Lo hizo con tanta dignidad y elegancia, obedeciendo, por así decirlo, a las leyes de una elevada etiqueta que solamente conocía una élite de borrachos, que incluso los altivos camareros se quedaron impresionados por lo que acababa de hacer. Parecía lo correcto. En cuanto ella lo hizo, pareció simplemente que lo correcto era apagar de un soplido la vela antes de marcharse.
4
Cuando el joven aparcacoches de librea nos trajo mi coche, ella le plantó un par de sonoros besos, uno en cada mejilla.
—Cuídate —le dijo.
Ya dentro del coche, mientras yo conducía, empezó a hablarme del joven.
—He llegado antes de tiempo. Iba a entrar para esperarte pero me he puesto a hablar con él. Es un cielo. En serio. Es de Iowa. Quiere ser actor. Cómo no. No ha parado de llamarme señora. Sí, señora. No, señora. Esa clase de chicos… —Suspiró—. No sé. Te dan ganas de…, de algo, cuando ves a esa clase de chicos. Es más tierno que una mazorca dulce de maíz. Y le he estado dando consejos sobre la industria del cine. —Se rió—. ¡Yo! ¡Cuidado! —chilló de pronto, y me agarró el hombro.
Pisé el freno justo cuando estaba a punto de adelantar a un coche lento. Al parecer ella no se había dado cuenta de que yo tenía dos carriles para mí solo y que los coches que venían en sentido contrario no suponían ninguna amenaza.
Continuamos nuestro trayecto, pero cada vez que me acercaba al límite de velocidad marcado por la ley Leila se ponía nerviosa.
—No tan deprisa.
—Pero si no vamos deprisa.
—A mí me lo parece. Por eso siempre voy en taxi a todos lados. Yendo en taxi no se mata nadie.
Su nerviosismo me molestó.
—No te preocupes, soy un conductor excelente —le dije para intentar tranquilizarla.
—¿Cómo vas a ser excelente, si estás borracho?
—No estoy borracho.
—Pues has bebido tanto como yo.
—No me hace nada —le dije.
Cogí la autopista y puse rumbo a Venice.
—¿Tú crees que voy a ser una estrella de cine? —me preguntó.
—Puede ser.
—¿Una gran estrella?
—Puede ser.
—Entonces todo habrá valido la pena.
Se deslizó hacia abajo por el asiento hasta quedar con las rodillas pegadas al salpicadero.
Yo la estaba llevando a su casa pero no me apetecía llevarla a su casa. Me apetecía conducir sin parar. Me apetecía perderme, perdernos los dos y de esa manera tener un punto de partida común, un nuevo comienzo para ambos.
Tardé un rato en darme cuenta de que Leila estaba llorando.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Esto no es lo que yo tenía en mente —dijo, sollozando.
—¿El qué?
—Esta vida que tengo. Cuando era niña, yo tenía en mente una vida completamente distinta.
Al cabo de un momento, sonriendo y con la cara llorosa, me dijo:
—Tu cara parece un jersey viejo y gastado. Pero un jersey viejo y gastado agradable.
Y rompió a llorar otra vez.
Reduje la velocidad hasta pararme en el arcén de la autopista.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—Me parte el corazón que te quedes en casa llorando sola. Se me ha ocurrido que podemos parar aquí un rato para que puedas desahogarte.
Con una exuberancia que no concordaba ni con su edad ni con su borrachera, ella se reanimó y me rodeó el cuello con los brazos. Sollozando y riendo, se puso a darme besos por toda la cara. A mí nunca me habían besado de aquella manera. Con besos diminutos y rápidos, demasiado rápidos para contarlos. Una cascada de besos por toda mi cara y mis ojos, como si no se acabaran nunca.
—Tú sí que sabes consolar a una mujer para que se recupere, ¿verdad? —me dijo, sin parar de besarme—. La mayoría de los hombres, cuando me echo a llorar, se ponen tensos y se vuelven fríos. Se sienten ofendidos. Pero tú no. Tú eres un hombre extraño, amigo. Ya lo creo. Tal vez estemos hechos el uno para el otro.
¿Cómo era posible, me preguntaba yo, que hubiera vivido tanto tiempo y nunca nadie me hubiera besado de aquella manera?
Ella seguía llorando y besándome.
Cuando al cabo de un momento nos besamos en los labios, un extraño pensamiento acompañó al beso.
Le estoy metiendo en la boca mi lengua mentirosa, pensé.
—Somos demasiado mayorcitos para hacer esto en el arcén de la carretera —le dije.
Ella no se quería ir a casa. Yo la invité a pasar la noche en mi hotel.
Me puse a conducir otra vez lo más despacio y con el mayor cuidado que me permitió mi aguante. Íbamos en silencio, como si ya se hubiera dicho todo lo que podía decirse hasta después de acostarnos juntos.
Los faros de los coches del carril contrario iban y venían, y aunque no se parecían en nada a las luces de un proyector a mí me trajeron recuerdos de las escenas eliminadas que había visto el día anterior en la sala de proyecciones.
Ella se tropezó y a punto estuvo de caerse mientras cruzábamos el vestíbulo casi desierto del hotel Beverly Wilshire. La cogí justo a tiempo.
—¿Cómo de borracha voy? —me preguntó.
—Muy borracha —le dije—. Pero no te preocupes. Yo te cuidaré bien.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Te harás cargo de mí? —me preguntó mientras entrábamos en el ascensor.
—Sí.
—Cuando oí por primera vez esa expresión era una niña y desde entonces he ansiado que se hiciera realidad. Encontrar a alguien que se haga cargo de mí. Oh, Dios, Dios mío, sigue sonando de maravilla. —Se echó a llorar de nuevo, de esa forma en que solamente lloran los borrachos.
5
Yo había llegado a pensar que estar sin ropa era lo mismo que estar desnudo, pero aquella noche Leila me recordó que no era lo mismo para nada.
Cuando salí del cuarto de baño, donde acababa de darme una ducha rápida para refrescarme y limpiarme antes de meterme en la cama con ella, las luces del dormitorio estaban encendidas y ella, acostada en mi cama enorme.
La imagen me dejó petrificado.
Hasta entonces lo más parecido a la desnudez humana que yo había visto había sido en una película. Un documental. Mostraba a cientos y cientos de judíos desnudos, hombres, mujeres y niños, escoltados a la muerte por guardias nazis armados y pastores alemanes ladrando. Todos aquellos judíos estaban desnudos. No desvestidos. Desnudos. Y a mí me pareció entonces, mientras veía el documental, que los nazis querían aniquilar no sólo a los judíos, sino también el concepto mismo de desnudez. Lo que me inquietó fue descubrir que yo aprobaba la aniquilación de aquel concepto. No soy historiador pero, por lo que sé, yo no era el único que se sentía así. Que yo sepa, aquellas imágenes de gente desnuda dando tumbos hacia la muerte fueron las últimas imágenes de la desnudez humana filmadas en el siglo XX.
Por supuesto, hacía mucho tiempo que yo había aceptado todo aquello. La Historia. Y también la Historia de la Historia que había venido más tarde. Y también mis sentimientos al respecto.
De manera que no me resultó agradable hacer frente a algo que había dado por sentado que ya no existía.
Leila estaba tumbada desnuda sobre mi cama.
Su desnudez no sólo cubría la cama enorme, sino que también llenaba la suite entera. No era solamente que sus ojos, que me miraban directamente, estuvieran desnudos. No era solamente que estuvieran desnudos sus largos brazos y sus pechos. Ni que sus piernas estuvieran desnudas y abiertas. Era como si se hubiera traído consigo todo su pasado, también desnudo. La chica de catorce años con la que había hablado por teléfono también estaba allí tumbada, y también estaba desnuda. La joven madre. La joven madre a quien habían despojado de su criatura. La mujer. La actriz. Todos los papeles que había interpretado, tanto en la vida como en el cine, se encontraban allí juntos en la cama, esperando a que yo me hiciera cargo de ellos, y todos estaban igual de desnudos que aquellos judíos que caminaban por aquel paisaje yermo rumbo a la muerte.
Apagué la luz a toda prisa a fin de cubrirme de oscuridad y evitar la multiplicidad asfixiante de significados de aquel cuerpo desnudo que había sobre mi cama.
Y luego, al cabo de unos momentos de titubeo, bien porque me faltaba la capacidad o el valor para hacerme cargo de todas aquellas Leilas, me tocó decidir a qué Leila iba yo a abrazar en la oscuridad y a qué Leila iba a hacerle el amor.
Elegí, para que conste en acta, a la chica de catorce años. Cuando digo que la elegí quiero decir que me imaginé de forma consciente a mí mismo haciendo el amor con aquella muchacha, y mientras le hacía el amor, el reescritor que llevaba dentro se puso a reescribirle el guión de su vida. Los dos estábamos concibiendo una vez más a Billy. Y yo estaba reescribiendo los acontecimientos que vendrían después, para que todo terminara con un final feliz para los tres. Lo estaba arreglando todo.