CAPÍTULO 5

1

Tenía todo lo que se le puede pedir a un Brad: era afable, agradable, educado y deferente. Tenía una sonrisa enorme y uno de esos peinados afro de persona blanca. Era obsequioso de forma tan entregada que parecía su vocación. Daba la impresión de poder mirarme a los ojos y hacerme la pelota al mismo tiempo sin dificultades indebidas ni inconvenientes para su persona.

Era Brad. El joven Brad. El Brad de Cromwell.

—Es un honor. Un verdadero honor conocerlo en persona por fin —me dijo mientras me estrechaba la mano.

Estábamos en el despacho de Cromwell en los estudios Burbank, pero como Cromwell estaba en Europa, Brad interpretaba el papel de aprendiz de hechicero.

Yo había estado antes en la oficina de Cromwell, en la época en que allí trabajaba otro joven Brad, y en la ocasión anterior ya me había incordiado, igual que me incordiaba ahora, el hecho de que la oficina fuera tan modesta para los estándares de Hollywood. Con Cromwell siempre había el mismo problema. Si querías odiarlo, no podías odiarlo por exhibir esa pompa de los poderosos, puesto que en ese sentido, para Hollywood, era casi un monje budista. Si de verdad querías odiar a Cromwell, tenías que encontrar y definir algo en el centro de su personalidad. El riesgo que corrías era que el objeto de odio que encontraras en el centro de Cromwell fuera idéntico a lo que tenías tú en el centro de tu propio ser. Cromwell estaba en algún lugar de Europa, pero su presencia en ausencia era más sustancial que Brad y yo juntos.

Brad, combinación perfecta de chapero y azafato, asumió la tarea de hablar por los dos. Me contó cosas de mí y me contó cosas de él. Como buen subordinado, al hablar transmitía la sensación de que yo no tenía obligación alguna de escucharlo. De vez en cuando se reía en voz alta de algo. El gorgoteo de su voz al reírse, como de alguien ahogándose en su propia sangre, resultaba jovial y enérgico.

—¿Vamos? —me preguntó por fin Brad, y salió de un salto de detrás de la esquina de la mesa de Cromwell, donde había estado sentado.

—Vamos —le respondí.

Yo había estado allí muchas veces, tanto al servicio de Cromwell como de otros, y sabía dónde estaba situada la sala de proyecciones que me habían reservado, pero Brad insistió en llevarme en persona.

Tuvimos que salir del edificio y cruzar los gigantescos platós de Burbank. Eran casi las tres de la tarde. Casi el momento más caluroso del día. Vistos a través de las volutas de calor, los edificios de color arena de los platós reverberaban igual que los espejismos que se fabricaban en su interior. Brad seguía hablando.

Pasamos entre unas chicas espectacularmente hermosas, jóvenes starlets o bien aspirantes a ello, tan hermosas como apariciones. Estaban, o parecían estar, esperando para hacer audiciones o entrevistas con agentes de casting en los platós. Esperando para que les dieran trabajo. Esperando para toda clase de cosas. Parecían haber sido creadas por ingenieros genéticos para obtener distintas partes corporales de las que existía demanda.

Y jóvenes. Qué jóvenes. Todas.

Incluso en mi estado actual, me repasaban con la mirada a mí y no al joven y más bien atractivo Brad que iba a mi lado. Yo encajaba con la clase de hombre que ellas asociaban con influencia y poder. Lo único que tenía Brad era juventud y atractivo físico. No era mejor que ellas, y ellas lo sabían. En cambio, yo era gordo, sudoroso y de mediana edad. La viva imagen de un industrial adinerado convertido en jefe de estudios de cine, y por tanto, a los ojos jóvenes y astutos de las chicas, era el hombre al que tenían que conocer.

La sala de proyecciones era fresca, muy suntuosa e íntima, y tenía asientos amplios y cómodos. Tanto la configuración como el tipo de asientos me recordaron a la sección de primera clase de un Boeing 747.

Brad, después de invitarme a que disfrutara, se marchó. Saqué mis cigarrillos. Venía preparado. Dos paquetes.

Encendí uno mientras el proyeccionista bajaba la luz lentamente hasta dejarnos a oscuras. Se me puso la piel de gallina en todo el cuerpo, tal como me pasaba siempre en aquella tesitura. Aunque en realidad no estaba allí para arreglar nada, y solamente iba a ver las escenas eliminadas por puro formalismo, la costumbre era la costumbre, y debido a los muchos años de costumbre, el reparador que llevaba dentro salió a la superficie y clavó la mirada en la pantalla. Estar sentado en una sala de proyecciones a oscuras mientras se sucedían los rollos de película era como estar en una oscuridad sin parangón. En cuanto el proyector empezaba a girar podía suceder cualquier cosa. Era como estar sentado a oscuras y esperando a nacer, o esperando para morir, o bien esperando alguna cosa menos concreta pero más aterradora y emocionante que esas dos.

2

Las ruedas del proyector no paraban de girar. Los rollos de película se sucedían.

Estaba sentado a solas en la sala de proyecciones, mirando escena tras escena y toma tras toma de las escenas eliminadas de la película.

Normalmente, en aquellas situaciones había un montador o un ayudante de montador en la sala de proyecciones para asegurarse de que las secuencias que yo estaba viendo estuvieran organizadas en el orden cronológico correcto. Esta vez, sin embargo, en la sala no había nadie más que el proyeccionista del sindicato. Más tarde descubrí que el montador de la película y sus ayudantes se habían despedido todos por respeto al señor Houseman. En consecuencia, el proyeccionista, que no tenía ni idea de la cronología de las escenas, se limitó a meter rollos de película sin ningún orden en particular. Empezamos más o menos por el medio y de allí fuimos dando saltos hacia delante y hacia atrás.

Por suerte había visto la película terminada tantas veces en mi apartamento de Nueva York que me la sabía casi de memoria, plano a plano y frase a frase, de manera que podía adivinar en qué parte de la película habían estado las distintas escenas antes de que el señor Houseman las eliminara de la obra acabada.

Las escenas de Leila no eran las únicas que habían sido eliminadas. Todos los actores de la película habían perdido algo en la sala de montaje, aunque nadie tanto como ella.

Dentro del plan original, tal como desvelaban las escenas desaparecidas, su papel había sido uno de los más importantes de la película. Según la idea inicial, Leila era la observadora del pueblo y comentarista del despliegue del sueño de los dos amantes y de su historia. Originalmente, toda la película iba a ser un flashback del personaje de Leila, lo cual permitiría introducir comentarios esporádicos sobre la acción que presenciábamos.

Parecía que, en aquel plan inicial, el señor Houseman, que no solamente era el director sino también el único guionista, no había tenido la bastante confianza en la historia de amor central, o bien no había previsto hasta empezar a montar la película el poder que asumiría aquella pequeña historia de amor. El recurso de la camarera narradora, metomentodo pero simpática, le permitiría en determinados momentos cruciales de la película dejar de lado la gravedad y el dolor y darle al público un pequeño respiro y un par de risas antes de regresar a la tragedia de la historia de amor.

Sin embargo, a medida que trabajaba sobre la película en la sala de montaje y observaba —tal como tenía que haber observado inevitablemente— el poder que empezaba a asumir la pequeña historia de amor, se dedicó a eliminar despiadadamente todo lo que le estorbaba. Ya no quería respiro alguno, ni cómico ni de ninguna otra clase, que distrajera de la historia de amor en sí. Tampoco necesitaba, ni toleraba, a una observadora o comentarista. Por tanto, ya no quería para nada a la camarera ni tampoco a la actriz que la interpretaba.

El único momento que le quedaba a Leila, la escena del restaurante, seguía allí porque el señor Houseman había rodado la escena de los dos amantes de tal manera que no podía sacarla y de esa forma eliminarla por completo de la película. Si hubiera filmado una toma alternativa desde un ángulo distinto, Leila habría desaparecido por completo. Y no hace falta decirlo, jamás habría aparecido en mi vida.

La interpretación de Leila (a medida que las ruedas del proyector giraban y se sucedían los rollos de escenas descartadas) no era lo que yo me había esperado. No era una actriz magnífica en potencia y sin descubrir. De hecho, se había equivocado de profesión, porque básicamente no era actriz en absoluto.

Sin embargo, no me costaba nada entender cómo un director, cualquiera de todos los que ella había tenido, se podía encaprichar por la Leila de carne y hueso. Su vida interior era tan rica y tenía tantas texturas y era tan abrumadoramente fiel al momento en el que estaba sumida que cualquier director daría por sentado que una verdad tan desnuda quedaría de maravilla en la pantalla.

Pero no.

Lo que tan bien quedaba y tan potente y a veces desgarrador resultaba en el reino tridimensional de la vida quedaba mal y exagerado en pantalla. La tragedia de Leila como actriz era que solamente era real y quedaba bien en la vida real.

Actuar no es, pese a lo mucho que se dice en sentido contrario, ser fiel a uno mismo. Actuar es el arte de asumir la carga de verdad y las limitaciones de ser otra persona, y Leila no tenía capacidad para ser fiel a nadie más que a ella misma.

Todas las escenas en las que aparecía significaban demasiado para ella. Para el personaje que interpretaba, por ejemplo, no habría sido tan trascendental irse a casa, coger a su hijita en brazos y contarle las cosas que había oído durante la jornada. Pero Leila no estaba interpretando a aquel personaje. No estaba interpretando a ningún personaje. Tener a aquella criatura en brazos significaba demasiado para ella, una exageración, y en pantalla se veía todo vergonzosamente exagerado. En la vida real, la misma escena habría resultado muy conmovedora y emocionante. Pero en pantalla no funcionaba. Lo mismo se podía decir de todas las demás escenas en que aparecía. Observar el deterioro gradual de la historia de amor de la pareja de amantes parecía dolerle más a ella que a ellos mismos. Parecía que se le rompía el corazón por una gente a quien no se le estaba rompiendo el corazón.

Al señor Houseman debió de dejarle atónito ver lo mucho que Leila perdía al pasar a la pantalla.

Algunos de sus momentos resultaban cómicos, pero no cómicos de manera deliberada ni graciosos en el buen sentido. Si ella tenía algún futuro en el cine, era en papeles en los que se la pudiera malversar adecuadamente. En películas que fueran distorsiones entretenidas y degradantes de la experiencia humana (es decir, la clase de películas que yo reescribía); la profundidad de sus sentimientos, si se explotaba de forma adecuada, se podía convertir en carcajadas. Hay pocas cosas más graciosas, si el contexto acompaña, que alguien en una pantalla para quien todo en la vida resulta trascendental.

Los rollos de película se sucedían. Vi varias escenas con actores muy buenos que habían sido eliminadas del todo. Una con un policía. Una con un cura. Y una escena maravillosa donde un actor maravilloso interpretaba a un entrenador de la liga juvenil de béisbol. Descartadas. Las tres. Vi muchas variaciones de escenas que habían sido eliminadas y muchas variaciones de las que habían quedado en el montaje.

El Viejo tenía fama por filmar mucho material, de hacer muchas tomas, y aquel metraje eliminado reflejaba la verdad de esa fama. Por mucho que me hubiera encantado la película la primera vez que la había visto en mi sala de estar de Nueva York, descubrí que me encantaba todavía más ahora que sabía (mientras las ruedas del proyector seguían girando) cuánto había trabajado para crear su obra maestra. Teniendo en cuenta su edad y su enfermedad, me asombró su capacidad para volver a concebir la película de nuevo en la sala de montaje y encontrar la manera de crear una gran obra de arte, a pesar de haber escrito y filmado una película relativamente pedestre. Me resultaba incomprensible una búsqueda tan incansable de la perfección.

Por fin se encendieron las luces. Ya no quedaba película por ver.

Fuera estaba oscuro, casi tan oscuro como dentro de la sala de proyecciones. El aparcamiento de los estudios estaba desierto. Vi mi coche de alquiler a lo lejos.