1
Seguí al taxi de vuelta al semicírculo que tanto me había costado encontrar la primera vez. Ahora ya era casi rutina, como si viviera allí. El taxi se detuvo y yo, sin pensarlo, como si viviera allí, volví a ocupar mi antigua plaza de aparcamiento.
Hubo algo encantador y elegante, aunque un poco teatral, en la forma en que Leila pasó su brazo por debajo del mío al estilo Lo que el viento se llevó y me condujo hasta su casa, bajo la luz de la luna, por aquella calle que era una simple acera estrecha. No hablamos en absoluto de «su película» hasta que estuvimos cómodamente sentados dentro. Lo que hicimos fue charlar del calor que había hecho aquel día y de lo mucho más fresco que se estaba en ese momento. En Venice la noche siempre traía brisa fresca, me contó. Me di cuenta, mientras ella levantaba el pestillo de la cancela de su alambrada y la abría, de que no nos habíamos presentado formalmente y de que no sabía cómo me llamaba, pero decidí no sacar el tema para no estropear la comodidad y la intimidad que se había creado entre nosotros.
2
Leila pareció cambiar de idea sobre algo, o bien sobre todo, en cuanto entramos en casa. Sobre el hecho de que yo estuviera allí. Sobre «su película». Sobre lo improbable que era que le llegara alguna buena noticia. Vi sus preocupaciones y sus ansiedades y sus esfuerzos por disiparlas con tanta claridad como si su cara fuera una serie de diapositivas con las emociones que ella sentía escritas al pie. Tuve que evitar mirarla, evitar que nuestras miradas se encontraran, y eso únicamente contribuyó a su incomodidad.
Tenía que seguir evitando mirarla. La ventana completamente abierta de su cara me hacía sentir un voyeur de su desnuda vida interior. Nadie debería estar tan abierto, pensé. Nadie.
Fue de un lado a otro encendiendo todas las luces de la sala de estar, sus lamparitas con las pantallas de colores distintos, amarillo claro, azul claro, color calabaza, como si toda aquella iluminación pudiera disipar su ansiedad. Se pasó todo el tiempo hablando, contándome cosas de Venice que yo ya sabía, y mientras me las contaba me di cuenta, cualquiera se habría dado cuenta, de que en realidad ella quería hablar de «su película», pero como ya se había quemado antes ahora no se atrevía a sacar el tema por miedo a quemarse otra vez.
—Le diré qué haremos —me anunció cuando ya no le quedaron lámparas por encender y tampoco le quedó nada que contarme de Venice—. Tengo que quitarme este vestido. Solamente lo llevo para trabajar y cuando lo llevo me da la sensación de que sigo trabajando, así que voy a ponerme otra cosa y vuelvo enseguida. Y entonces… —hizo una pausa y reunió todo el valor que poseía— me lo contará usted todo de mi película, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
La oí ir de un lado a otro por distintas habitaciones, tarareando a medias una canción, manteniéndose en contacto conmigo por medio del ruido que hacía. Oí correr el agua de los grifos. Oí vaciarse la cisterna del retrete. La oí abrir puertas y cajones. Oí el repicar de los cubitos de hielo en el fregadero y el tintineo del cuello de una botella contra un vaso y supe, tanto por el estado en que ella se encontraba como por el ruido, que se estaba tomando una copa en la cocina para serenarse. Lo cual estaba muy bien para ella. Pero ¿qué podía beberme yo, aquejado como estaba de mi enfermedad, para serenarme?
Por la sala de estar circulaban varias corrientes de aire en direcciones distintas y a alturas distintas. Algunas se llevaban el humo de mi cigarrillo y lo expulsaban por las ventanas abiertas, mientras que otras me rozaban los tobillos en sentido contrario.
La sala de estar estaba decorada con trastos. Un desorden de sofás atiborrados de cojines. Un desorden de mesas auxiliares, nada menos que tres, atiborradas de revistas. Moda. Fitness. Interiorismo. El suelo de alrededor del sofá en el que yo estaba sentado estaba atiborrado de libros. Novelas románticas. Con títulos románticos. Escritas por autores con seudónimos románticos.
Allí, en medio del desorden de la mesilla que me quedaba a la derecha, divisé una cajetilla de English Ovals, una marca que yo había fumado en el pasado.
Me incliné hacia delante y cogí la cajetilla. La abrí. Dentro quedaban dos cigarrillos. Saqué uno, le di un golpecito a la punta sobre la superficie dura de la cajetilla, tal como solía hacer en el pasado, y lo encendí.
Lo mismo que para Marcel Proust era el sabor de las madalenas, para mí eran el aroma y el sabor de las diversas marcas de cigarrillos.
Con la primera calada se me apareció ante los ojos el campus de Columbia. La forma en que yo vestía, la forma en que caminaba, mi forma de hablar y de pensar, porque en aquella época yo había caminado, hablado, pensado y vestido de forma muy distinta.
Se me apareció Dianah tal como era cuando nos conocimos, puesto que yo fumaba English Ovals en la época en que nos conocimos y nos enamoramos. Cuando nos casamos y cuando me fumaba un cigarrillo después de hacer el amor, lo que fumaba también eran English Ovals. Los fumaba cuando empecé a intentar escribir. Los fumaba cuando dejé de intentar escribir. Los fumaba cuando decidimos adoptar a una criatura.
Apareció Leila. Llevaba un vestido negro palabra de honor, zapatos negros de tacón y traía varias botellas de licor en brazos. Anunció su presencia echando la cabeza hacia atrás y diciendo: «¡Tachán!». Además de las botellas que llevaba abrazadas contra el pecho, traía dos vasos de tubo en las manos. Estaba un poco menos tensa y un poco más serena, tal como parece estarlo al principio la gente un poco borracha. Aun así, no consiguió que le saliera bien el «¡Tachán!». Dianah lo hacía a la perfección. Dianah sabía decir «¡Tachán!» como nadie. Pero Leila no.
—Éste iba a ser mi vestido para el estreno de la película en la que yo salía, pero la película siguió sin mí, o sea que se me ha ocurrido estrenarlo esta noche. ¿Qué le parece?
—Me parece una idea maravillosa y un vestido precioso.
—¿En serio?
—Sí.
Dejó las botellas y los vasos encima de las revistas de la mesa auxiliar que había delante de mí.
—Tengo vodka, tengo ginebra y tengo whisky.
Quise sonreír, pero lo que me salió fue una risa. Por cómo había dicho «whisky». Lo había piado como un pajarito. El sonido de su voz hacía cosquillas.
—¿Dónde está la gracia?
—¿Dónde no está la gracia? —repliqué.
Se sirvió un whisky. Como a mí me daba igual, y consciente como era de que beber era una pérdida absoluta de tiempo, decidí ir en orden alfabético y por consiguiente empecé por la ginebra.
3
Fue Leila quien habló.
Me lo contó todo de la película en la que salía, que yo había visto y ella no. Y como yo no podía emborracharme, ella se fue emborrachando más y más a medida que la noche avanzaba.
Fue la noche más larga de mi vida.
Las mentiras que le conté, o mejor dicho las mentiras que ella quiso que yo le confirmara, fueron las más fáciles y también las más catastróficas que había contado en mi vida.
De paso, y solamente empujada un poco por mí, me contó la historia de su vida. Era, para usar la vieja frase, la historia más triste que había oído nunca. Empezaba así:
—¿Sabe cuál es la que más me gusta de mis escenas de la película? —me preguntó. El hecho de que me dijera «escenas» en plural me desesperó.
—Pues no.
—Bueno, no debería decir que es la que más me gusta. Son todas maravillosas. Pero por otro lado, ¿por qué no decirlo? O sea, es la que más me gusta, o sea que por qué no decirlo, ¿verdad?
—Verdad.
—Chinchín. —Vació su vaso, se sirvió otro y continuó—: Es esa escena, ya sabe, en que vuelvo con el coche a casa después del trabajo, de noche, todavía vestida con el uniforme de camarera, y entro donde mi hijita duerme pacíficamente, agarrando ese perro de peluche que yo le he comprado, y me siento al lado de su cama y le cuento cómo me ha ido del día. Lo que he hecho. Lo que ha pasado. La gente que ha entrado en la cafetería. Qué pinta tenían. Quién le ha dicho qué a quién. Me encantó hacer esa escena. ¿Le gustó a usted?
—Sí —le miento.
—¿De verdad?
—Era maravillosa.
Por supuesto, en la película que yo había visto no estaba aquella escena, pero no podía confesárselo. Al fin y al cabo, estábamos de celebración y se la veía tan encantada, tan entregada mientras me lo contaba, que no podía confesarle que aquella escena ya no estaba, que la habían eliminado, igual que tantas otras escenas de la película.
—Era maravillosa de verdad, ¿a que sí? —me preguntó.
A Leila nunca le bastaba con una sola confirmación, de manera que en el curso de la noche se lo tuve que confirmar todo, y mentirle sobre todo, por duplicado y a veces por triplicado.
—Sí que lo era. No me extraña que te guste tanto esa escena.
—Es mi favorita —me dijo, agarrando su vaso con las dos manos y pegándoselo al pecho—. Mi favorita sin duda. —Su cara blanca y desnuda resplandeció de orgullo al acordarse de aquella escena. Se la veía muy frágil e indefensa. Casi le podía ver las líneas que le delimitaban los rasgos, como si fueran las grietas minúsculas de un hermoso jarrón antiguo. Una palabra fuera de lugar, un golpecito de nada con una verdad desagradable, y todo se haría añicos.
Se acabó la copa, se bebió otra y me habló de un par de escenas más. Las dos habían desaparecido del montaje, claro, pero las dos me encantaron, puesto que ella quería que me encantaran. Me habló del señor Houseman y me contó que era un caballero, el director más amable con el que había trabajado nunca, «un caballero de la vieja escuela», lo llamó, y que siempre era muy paciente con ella, y siempre le daba ánimos, como un padre, y me dijo que era una lástima que estuviera tan enfermo como ella había oído.
—Hubo una escena, me acuerdo, en que yo estaba de pie en la cafetería, limpiando una mesa con un trapo mojado, y tenía que mirar a través del ventanal cómo los dos amantes se alejaban andando hacia el coche de él. ¿Se acuerda de esa escena? —Yo asentí con la cabeza—. Pues esa escena no sé cuántas veces la rodamos, porque el señor Houseman quería un primer plano muy especial donde se pudiera leer todo lo que yo estaba pensando, cómo me hacía sentirme, ya sabe, la historia de amor de aquellos dos, y qué recuerdos despertaba en mí. Y era un primer plano tan increíblemente largo que no me salía bien, porque no estaba segura de tener suficiente vida dentro para sostener aquel momento de silencio. De manera que la repetimos una y otra vez, toma tras toma. Al final, no sé por qué, tal vez porque ya estaba agotada y harta de preocuparme por mi vida interior, al final me salió. Me olvidé de que me estaban filmando. Me olvidé de todo. Me limité a mirar por el ventanal mientras limpiaba la mesa con el trapo y a pensar en mis cosas. En la gente que he conocido, en los amigos que he tenido, en mi infancia, en mis padres, en mi pequeño… bueno, en todo. Pensé en todo. Y aquella vez pareció que el primer plano duraba eternamente, fue como despertarse de un sueño, o como cuando estás en el hospital, ya sabe usted, y te despiertas de la anestesia y no te acuerdas muy bien de dónde estás o de por qué todo el mundo te está sonriendo de esa forma tan rara. Así fue. Todo el equipo se puso a aplaudir. Me aplaudieron. De verdad. Y el señor Houseman, aquel encanto de hombre, por entonces ya no estaba bien de salud, ya sabe usted, pero a pesar de todo y a pesar de su edad, se emocionó mucho. Se bajó de un salto de su silla como si fuera un chaval y gritó: «¡A positivar!», y se me acercó corriendo para darme uno de los abrazos más grandes que me han dado nunca. ¿Le… le gustó esa escena?
—Oh, sí.
—¿En serio?
—Era inolvidable.
Mi comentario la hizo feliz, pero la expresión de su cara me invitaba a dar más explicaciones.
—Le rompía a uno el corazón —le concedí yo—. Parecía que estuvieras intentando cuidar a los dos amantes como si fueras su ángel de la guarda, pidiéndoles que se aferraran a su amor, como si supieras de forma instintiva que…
Seguí parloteando. Su cara reaccionaba a cada palabra que yo decía. La felicidad le aparecía en oleadas que, igual que las ondas de la superficie de un lago, se expandían en forma de círculos concéntricos hasta que su cara entera se consumió por el placer.
—Me encantó el final de la película, ¿a usted no? Me encantó. Es muy melancólico, lo sé, pero es que me encantó. Allí de pie en el parque, mientras los fuegos artificiales estallaban por encima de nosotros, mirando a mi alrededor y vislumbrando a mis amigos y vecinos a la luz de los fuegos artificiales y sintiendo que la vida del pueblo fluía a través de mí y de alguna forma me inundaba. Casi lloré cuando rodamos aquella escena. En parte, claro, porque era el final de la película, y al día siguiente todos nos separaríamos, pero en parte por la escena en sí. Los dos amantes ya no eran amantes. Había triunfado algo que no era el amor, pero la vida continuaba, y a pesar de todo el caos y los problemas y el dolor y las cosas desagradables, la vida seguía teniendo algo glorioso. Aquella noche hicimos la fiesta de fin de rodaje. Todo el mundo bailó. Tendría que haber visto usted al señor Houseman…
Me lo contó todo. Que Houseman había bailado como un chaval. Que ella había bailado con él. Que él se había quitado el sombrero que llevaba puesto, porque siempre llevaba sombrero, y se lo había puesto a ella, y le había dicho que nunca había visto a una mujer a quien le quedaran tan bien los sombreros.
No pude decirle que la habían eliminado de aquel final que tanto le gustaba. Lo que quedaba de ella en la película, la única frase que decía en la cafetería, su risa y un par de apariciones fugaces de fondo en un par de escenas que pertenecían a otros, todo aquello me parecía tan intrascendente que ni siquiera lo mencioné. Y, sin embargo, era lo único que quedaba de ella. El resto había desaparecido.
Se sirvió otra copa, la mayor parte de la cual llegó al vaso pero otra parte se derramó en el suelo donde ahora estaba sentada.
—Chinchín. —Levantó su vaso.
—Chinchín. —Levanté el mío.
—De verdad que no sabe usted cuánto significa esto para mí. Mire, he salido en muchas películas. —Intentó contarlas con los dedos, pero se rindió y deshizo la cuenta con un golpe de muñeca—. Muchas, muchas. Todas éstas. Muchas películas. Y por alguna razón, siempre me eliminan del montaje. De todas. O por lo menos, hasta ésta. ¡Chinchín!
Volvimos a brindar.
—En todas las películas en que he salido, en todas, me han eliminado. Fuera. De todas. Me he quedado fuera como si nunca hubiera estado en ellas. Montones de películas. Montones de papeles. Papeles pequeños, sí. La mayoría eran papeles pequeños, pero aun así yo salía en ellas. Decía cosas. Sentía cosas. Llevaba vestuario. Mis personajes tenían nombre. Y puf, fuera. Y fíjese, nunca se molestaron en decirme que ya no estaba. Nunca se molestan si eres una desconocida como yo. Así que iba y me compraba la entrada para ver la película en la que yo salía y me quedaba allí en el cine esperando a verme solamente para encontrarme que la película se acababa sin mí. En todas. Todas se acababan sin mí.
»Y no solamente me ha pasado en las películas. O sea, eso en sí ya sería malo, ¿verdad? Ya sería malo si solamente me pasara en las películas, pero es que hay más. Hay, o más bien había, y toco madera… —Golpeó el suelo con los nudillos—. Había algo en mí, no sé qué otra explicación puede haber, salvo el hecho de que hay algo en mí que me ha seguido desde que era niña. Se lo juro por Dios, señor, me lleva pasando lo mismo desde que tenía, no sé, catorce años. Me han eliminado partes enteras de mi vida. Me las han quitado. Se las han llevado a alguna parte. Trozos enteros. Pedazos grandes. ¿Y qué puede una hacer cuando le pasa eso? Pues volver a conectar lo que queda. Simplemente volver a conectar lo que queda y seguir como si no hubiera pasado nada. Y lo he intentado, mire. Pero cuando no paran de quitarte trozos de tu vida y tú no paras de volver a conectar lo que queda, al cabo de un tiempo te empiezas a sentir extraña. Como si tú fueras cada vez más vieja pero la vida que has vivido fuera cada vez más corta. ¿Me entiende usted?
—Sí —le dije.
Frunció el ceño.
—Lo siento muchísimo, señor, pero no me acuerdo de cómo se llama.
—Saul. Saul Karoo.
—Yo me llamo Leila Millar.
—Lo sé.
—Y trabaja usted en el cine, ¿verdad? Eso me ha dicho, ¿verdad?
—Sí.
—Eso me parecía. ¿Y a qué se dedica?
Le expliqué a qué me dedicaba, que era reescritor, que reescribía películas y que, en el caso que nos ocupaba, el productor me había pedido que lo ayudara a hacer unos retoques en la película que el señor Houseman, por sus problemas de salud, ya no podía hacer en persona. Ella me escuchó con esa benevolencia borracha y sonriente de quien no oye ni una palabra de lo que dices porque está concentrado en escuchar lo que está diciendo en su propia mente.
Y luego, sin venir a cuento de nada, pero de forma perfectamente coherente con sus pensamientos borrachos, exclamó:
—Mire a mi padre, por ejemplo. Está muerto. Se murió ya no sé cuánto hace, pero se murió. ¿Y sabe usted qué me dijo antes de morirse? Me dijo que sentía mucho no quererme. Me pidió que le perdonara en su lecho de muerte por no quererme. ¿Ve a qué me refiero? —Hizo un gesto amplio con los brazos en ambas direcciones, uno de esos gestos borrachos destinados a abarcar la vida entera.
»La cuestión era que yo no lo sabía. Hasta aquel momento no tenía ni idea de que él no me quería. Había crecido pensando que sí. Estaba convencida. Dios sabe que yo lo quise a él y jamás se me ocurrió que él no me quisiera a mí. ¿Por qué coño no podía morirse callado en lugar de soltarme aquello? ¿Por qué me lo tenía que decir? ¿Para morirse en paz? ¿Y yo qué?
»Cogí un avión para Charleston en cuanto mi madre me llamó para contarme que él se estaba muriendo. Era de madrugada y tenía que coger un vuelo nocturno a Chicago y luego quedarme en el O’Hare a esperar mi segundo vuelo, preocupada como una tonta por no llegar a tiempo. Pero no fue así. Llegué justo a tiempo, corriendo por el pasillo del hospital como una tonta, justo a tiempo para que él pudiera decirme, antes de morirse, que no me quería.
»Y todos aquellos años, señor… ¿qué iba a hacer ahora con todos aquellos años que había vivido convencida de que me quería?
»Y cuando salí aquel día del hospital, agotada por el viaje y la falta de sueño y aturdida por lo que me acababa de decir mi padre, me sentí como un paciente al que le han amputado algo. Era una mujer adulta, pero parecía que me hubieran quitado mi madurez y volviera a ser una chica de catorce años. Fue exactamente así. Me sentí igual que me había sentido a los catorce años cuando salí del hospital y me fui a casa.
No me hizo falta empujarla mucho, solamente me hizo falta hacerle unas cuantas preguntas despreocupadas para que me contara qué le había pasado a los catorce años. Lo más seguro era que no me hubiera hecho falta preguntarle. Leila, sin ayuda de nadie, me lo habría contado todo por sí misma.
4
—A los catorce años tuve un bebé. Fue un hijo natural, nunca mejor dicho. Todo eso que se dice de que a esa edad las chicas, ya sabe… de que con catorce años una no sabe qué es el amor, de que no te gusta el sexo pero tienes relaciones sexuales por otras razones, de que a esas edades no se puede tener orgasmos de verdad, todo falso, falso y falso. Cómo quería yo a aquel chico. Cómo me gustó el sexo. Cómo me gustó quedarme embarazada y que aquel secreto me creciera dentro.
Me habló un poco de su novio, de su primer amor, del padre de Billy. Se llamaba Jaimie Ballou. Tenía diecisiete años. Era muy alto, con una mata de pelo desordenado que le botaba cuando corría. Una estrella del baloncesto. Se lo disputaban todas las universidades del país.
—Durante los primeros dos meses nadie supo que estaba embarazada. Nadie. Ni Jaimie. Ni mis padres. Nadie más que yo. Era mi secreto, y fueron los dos meses más felices de mi vida. Era primavera y la vida crecía fuera de mí y también dentro de mí. Todo era vida y todo crecía.
»Mis padres eran gente muy religiosa. Cuando se enteraron, se quedaron horrorizados. Su hija era una furcia, una pecadora. Pero intentaron querer a la furcia que vivía con ellos, para ser fieles a su religión. Se lo tomaron como una prueba. Mi padre se esforzó tanto por quererme que yo pensaba que me quería de verdad. Lo pensaba. Pensaba que me quería con locura.
»Por mucho que yo hubiera estado dispuesta, que no lo estaba, ellos no quisieron ni oír hablar de abortar. Ni tampoco se plantearon permitirme que me quedara con el bebé. Se turnaron para hablar conmigo, igual que hacen los detectives de las películas policiacas. Trajeron al párroco, que también habló conmigo. Sería muy malo quedármelo, no paraban de decirme todos. Tenía toda la vida por delante. Si me quedaba al bebé, mi vida se habría acabado. Al final acabé pensando como ellos. Me aterraba la idea de que se me acabara la vida. Me sentía muy llena de vida, y la idea de que se me pudiera acabar…
»De manera que dispusieron que en cuanto naciera mi bebé, se lo llevaría un abogado. Representaba a una pareja que quería adoptar. Ellos lo pagarían todo, ya sabe, las facturas del hospital y todo eso.
»Aunque acepté darlo en adopción, mi cuerpo no quería entregarlo. Llegó el momento del parto y mi cuerpo se aferró al bebé todo lo que pudo. Me lo tuvieron que sacar. Con cesárea. Me sacaron al bebé como si fuera un apéndice. Ni siquiera lo vi. Ni siquiera sé si era niño o niña, aunque tengo el presentimiento de que era niña. No es más que un presentimiento, pero yo confío en mis instintos.
—¿Y sabes quién lo adoptó? —le pregunté.
—No. Una gente rica. Ellos no supieron cómo me llamaba yo y yo no supe cómo se llamaban ellos.
—¿Y cómo sabes que eran muy ricos?
—Le supliqué al abogado que me dejara hablar con ellos, para oír por lo menos qué voces tenían.
—¿Y qué voces tenían?
—La mujer no estaba en casa. Estaba comprando cosas para el bebé. Solamente pude hablar con el hombre.
—¿Y cómo era?
—No lo sé. Ya no me acuerdo. Lo único que recuerdo es que me dijo que eran unos ricachones de mierda. Yo todavía estaba un poco grogui. Fue todo como un sueño. Antes de ir al hospital, Jaimie se había emborrachado. Jamás bebía, pero esa vez sí que bebió y se mató en un accidente de tráfico. Ya no estaba. El bebé tampoco estaba. Ya no me quedaba nada, pero se suponía que seguía teniendo toda la vida por delante.
»Nadie me avisó de cómo sería la vida a partir de entonces. De cómo sería seguir con mi vida después de perder tantas cosas. Al chico que yo quería. Al bebé que yo quería. Nada me había preparado para aquello. El resto de mi vida, fuera lo que fuera, volvía a ser mío, pero a mí ya no me parecía que pudiera vivirlo. Ya no me quedaba más remedio que hacer algo especial. Hacer algo especial con mi vida. Volverme especial. Para que algún día pudiera mirar atrás y decir: «Por fin, todo valió la pena». Solamente veía dos opciones. Podía hacerme santa o estrella de cine.
»Chinchín —dijo con voz cantarina, levantando el brazo, y de pronto rompió a llorar.
»No, no, no. —Me hizo un gesto con la mano—. No pasa nada. Estoy bien. En serio. No es lo que usted cree. Si lloro es porque por fin he superado todo esto. Llevan toda la vida robándome cosas. Hasta esta noche. Y esta noche aparece usted y me cuenta que ha visto mi película y que yo salgo en ella. Por una vez he sobrevivido. Así que no me estoy derrumbando. Estoy celebrando, ¿entiende? Eso es lo que estoy haciendo.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Lo ve? —Se señaló su nueva cara—. ¿Ve lo bien que me siento? Esta noche voy a dormir de maravilla.
No me lo dijo para invitarme a que me fuera, pero decidí entenderlo así. Me puse de pie.
—Yo también tendría que irme a la cama.
Me acompañó a la puerta.
—¿Nos volveremos a ver? —me preguntó, aguantándome la puerta mosquitera abierta con la mano—. No es una petición, ya me entiende. Es una simple pregunta.
—Creo que deberíamos —le dije.
—Qué coincidencia. —Dio una palmada—. Precisamente estoy rompiendo con un hombre, de manera que estoy emocionalmente disponible, pedazo de afortunado.
Se rió, como burlándose de sí misma.
—Gracias. Muchísimas gracias por todo.
—No se merecen. —Me encogí de hombros.
—Sí que se merecen.
—Buenas noches, Leila.
—Buenas noches.
Se quedó en el umbral, mirando cómo yo abría la verja y la cerraba.
—¡Estoy en el listín! —me gritó—. Me apellido Millar, escrito con «a». Conduzca con cuidado.