CAPÍTULO 3

1

El sitio se llama The Cove. Es una especie de club donde se puede comer, beber y bailar, y todo el mundo que veo está haciendo una de esas tres cosas.

Soy claramente la persona más vieja y más gorda del local.

Estoy sentado en una esquina de la punta más alejada de la barra, desde donde puedo ver el local entero y seguir a Leila con la mirada sin tener que ir dándome la vuelta en el taburete. Puedo observarla sin llamar la atención de nadie. Se mueve entre la multitud, con el hombro por delante, abriéndose paso entre la gente que vuelve a sus mesas después de bailar. En un abrir y cerrar de ojos la veo primero de perfil, luego de cara y por fin desde detrás mientras gira en redondo y desaparece en el gentío.

2

Mi persecución nocturna por las calles de Venice no fue ni frenética ni a toda velocidad. El taxi en el que ella iba respetó el límite de velocidad y apenas excedió los sesenta kilómetros por hora.

Cuando el taxi se detuvo delante de The Cove, no me cupo duda de que Leila había quedado allí con alguien, con un hombre, tal vez el mismo hombre a quien yo había oído dejar un mensaje en su contestador.

Sin embargo, lo que descubrí cuando entré en el local y me senté a la barra fue que trabajaba allí de camarera. Aquello robó algo, es difícil saber el qué y es difícil saber a quién, si a ella o a mí, pero algo desapareció cuando la vi sirviendo mesas con su cuaderno y el lápiz en la mano. No es que quedara menoscabada a mis ojos por el hecho de ser camarera. Pasaba solamente que la imagen me sustraía una cómoda suposición de quién era ella.

3

Me pido otra copa y me enciendo otro cigarrillo. Ahora tengo un paquete sin abrir en el bolsillo y otro abierto encima de la barra. Como aquí no me conoce nadie, no siento la necesidad de hacerme el borracho. Me limito a seguir bebiendo para pagar mi asiento en la barra. Al barman, que no conoce mi enfermedad con la bebida, le está mosqueando un poco la cantidad de bourbon que consumo sin mostrar señal alguna de embriaguez. Mi sobriedad lo incomoda. Para él soy un viejo lugar común, el lugar común más viejo y gordo del local, y le gustaría que completara la imagen convirtiéndome en un lugar común viejo, gordo y borracho. Me trae otro bourbon, le doy las gracias y me sonríe, pero está cansado de mí. Si no puedo cooperar y emborracharme, entonces debería largarme. Tiene una mirada desagradable, que hace que surja en mi interior un sentimiento desagradable. Mi venganza será dejarle una propina tan grande que haga que su atractiva cabeza le dé vueltas. Una propina monstruosa para que se acuerde de mí, mucho después de que se haya borrado de mi cabeza el recuerdo de él, de sus dientes, sus pómulos y su pelo. Levantaré con dinero un monumento a mí mismo dentro de su cabeza.

Los bailarines bailan, los comensales cenan, las camareras hacen sus rondas, reaparece Leila y la batería sigue retumbando. La selección musical cambia, las parejas bailan y también parece que cambien los bailes que bailan, pese a que sigue sonando la misma batería. Al cabo de un rato, todo se vuelve la versión acústica del parpadeo de una luz estroboscópica, de manera que la imagen y el sonido, las ondas lumínicas, las ondas de sonido y las ondas cerebrales se vuelven o bien intercambiables o bien indistinguibles las unas de las otras.

Los pensamientos que me rondan la cabeza no son necesariamente míos. Podrían ser de cualquiera. Yo podría ser cualquiera. Una unipersona.

4

Todo se ha acabado. Han cerrado el grifo. Han parado la música. La pista de baile está desierta.

Todavía no es medianoche, pero la cosa ya está decayendo en The Cove, ya está decayendo en Venice, ya está decayendo en Los Ángeles y alrededores.

El bar está cerrado. He pagado la cuenta. Lo único que me queda por hacer es dejar mi propina monstruosa y salir de The Cove detrás de Leila.

The Cove está cerrado. Solamente se puede salir. Ya no se puede entrar. Y cuando sales, tal como están haciendo algunos rezagados, el encargado te acompaña hasta la salida, abre la cerradura, te empuja la puerta y luego vuelve a cerrarla con llave con un giro de muñeca.

Siguen dentro unos cuantos rezagados de la cena, pero ya hay más camareras que clientes. Veo que Leila está charlando con una compañera en la otra punta del local. No oigo nada de lo que dicen, pero están apoyadas en la pared y charlan de esa manera en que charlan los trabajadores al final de una jornada de trabajo.

Mi problema es el siguiente. Sé que en cuanto Leila se vaya hacia la puerta yo la seguiré a la calle, pero por culpa de esa batería que me ha hecho picadillo el cerebro, la única frase que se me ocurre para romper el hielo es: «Por favor, perdona, pero ¿no te he visto en una película hace poco?».

Esa frase presenta un gran problema, aparte de lo espantosamente manida que suena. La película en que la he visto todavía tardará en estrenarse, si es que se estrena alguna vez, y usar la frase me obligaría a explicar cómo es que ya la he visto. Preferiría no tener que explicar nada, ni de mi profesión ni de mi relación con la película. Pero estoy amarrado a esa frase y no se me ocurre ninguna otra.

La única alternativa sería decirle la verdad. Por favor, perdona, pero ¿eres aquella chica de catorce años que habló conmigo por teléfono desde su habitación del hospital de Charleston, Carolina del Sur? ¿Eres la misma que me dio a su bebé? ¿Eres la madre de mi Billy?

El encargado del local está echando a todo el mundo salvo a un grupillo de incombustibles. Una a una, las camareras se están marchando. Gestos de despedida. Comentarios de despedida. De camino a la salida, Leila se para en la otra punta de la barra y usa el teléfono que le da el barman. Hace una llamada rápida a alguien y cuelga. Se despide con la mano, sonríe al barman y se dirige a la puerta. El encargado está esperando para dejarla salir.

Me levanto despacio, dejo mi propina monstruosa en la barra y la sigo afuera.

5

Cuando salgo me la encuentro de pie en la acera, como si estuviera esperando a alguien. Dándome la espalda. Mira en dirección al tráfico que viene hacia nosotros. Su postura es tensa, como si supiera que hay alguien detrás de ella y estuviera evitando de forma agresiva hacerle caso.

—Perdone, por favor.

Mis palabras le ponen la espalda todavía más rígida. Espero, pero no muestra intención alguna de prestarme atención. Camino hacia ella.

—Odio molestarla, de verdad —le digo.

—Bien —contesta ella, todavía sin mirarme—. Entonces tenemos algo en común. Porque yo odiaría que usted me molestara. ¿Así que por qué no se larga a toda pastilla?

—Me temo que ya no tengo edad de hacer nada a toda pastilla.

Desarmada en parte por mi réplica, pero solamente en parte, gira la cabeza y de pronto me encuentro con su cara, en primer plano, delante de mí.

Tiene la tez blanca. No pálida, sino blanca. Su piel tiene una suavidad que se nota sin necesidad de tocarla. Una cara igual de suave y blanca que esas plumas de gaviota que uno encuentra en la arena de la playa y recoge y se pasa un rato acariciando con el dedo antes de volver a tirarlas a la arena.

—Se ha pasado usted toda la noche sentado a la barra, bebiendo y mirándome, ¿verdad? Y cuando he salido, me ha seguido, ¿verdad?

Asiento con la cabeza a ambas acusaciones.

—¿Está usted intentando ligar conmigo, amigo? —Me lo pregunta con toda la severidad que puede, pero de alguna forma no se trata de una severidad adulta, sino de la de una niña que juega a ser adulta.

—No —le miento—. No estoy intentando ligar con usted.

—Entonces ¿qué quiere de mí?

—Tengo la sensación de que la conozco.

—Cielos. —Ella suspira y niega con la cabeza—. Sí que está intentando ligar conmigo. No lo haga. Mi taxi está a punto de llegar, y en cuanto me meta en el taxi y me largue, se va a sentir usted idiota.

—Me siento idiota la mayor parte del tiempo —le digo, pero a ella no le interesa mi sentido del humor—. Dime solamente una cosa —continúo—. Una nada más. Dime una sola cosa y me marcho.

—¿Qué cosa?

—¿No te he visto en una película?

De pronto parece completamente harta. Se le caen los hombros, la cara le llega hasta los pies y da la impresión de envejecer diez años. Solamente sus ojos siguen siendo jóvenes, y son como los ojos de una niña que ha sido engañada por un adulto. Me clava una mirada de asco sin disimular. Luego su asco se convierte en furia.

Le leo en la cara lo que está pensando. Es como mirar una cara con subtítulos.

Pedazo de asqueroso, está pensando.

—Si es incapaz de respetarse a sí mismo, joder —me dice, furiosa—, por lo menos podría respetar a alguien que lleva trabajando toda la noche.

Las palabras no bastan para transmitir su rabia. Solamente he visto una rabia parecida en mujeres que me han conocido, de manera que, por extraño que parezca, su asco y su furia me resultan familiares, como si ya tuviéramos una relación de pareja.

Llega su taxi. Sale disparada hacia él. La sigo, intentando añadir algo más.

—Siento de verdad si mis motivos te parecen sospechosos. De veras pensaba que te había visto en una película de Arthur Houseman, que es un director al que venero.

Ella ya tiene abierta la portezuela del taxi y está a punto de entrar en él cuando oye el final de mi comentario, y, como si acabara de morder el anzuelo al final del sedal, se para en seco. Se da la vuelta para mirarme.

—Interpretabas a una camarera —le digo—. En la película llevabas el pelo distinto y mucho más maquillaje, pero eras tú, ¿verdad?

—¿Me vio usted? —me dice, como si su vida entera dependiera de esa pregunta—. ¿Me vio de verdad?

—Sí.

Después de haberme considerado un granuja asqueroso, ahora se ve obligada a dar marcha atrás del todo y me concede una mirada de bendición tan transparente (tiene lágrimas en los ojos) que hace que me sienta, sin saber exactamente por qué, no ya como alguien que le trae buenas noticias, sino como alguien que ha venido a liberarla.

—Cielos —gime ella.

Se aparta del taxi y viene hacia mí. De pronto se para, da media vuelta hacia el taxi, mete la cabeza dentro y le dice al taxista que ponga en marcha el taxímetro pero que se espere; por fin se me vuelve a acercar a la carrera. No me da un abrazo, pero la forma en que me mira me hace sentir al mismo tiempo abrazado y besado. Empieza a disculparse de forma rápida pero incoherente. Llegado este punto yo ya no entiendo nada, salvo que hay algo que significa demasiado para ella. Sus emociones son de una profundidad tal que uno se podría ahogar en ellas. Tiene lágrimas en los ojos, y tanto las lágrimas como los ojos sugieren que va a haber llanto para rato.

—Tenemos que hablar —me dice—. No sabe usted lo que esto significa para mí. Quiero saber más. Quiero saberlo todo.

Me siento atrapado en su éxtasis, envuelto en su agradecimiento, transformado por ella en un caballero benefactor que con una sola frasecita tonta le ha devuelto el sentido a su vida. Parece que le estoy haciendo un gran bien, pero ese bien que le estoy haciendo, su naturaleza y su sustancia, me resultan incomprensibles.

—Vale —le digo.

—Pero no, no.

No, ella no puede esperar a mañana para oír el resto. No sé a qué resto se refiere, pero está convencida de que hay mucho más que oír y de que no puede esperar a mañana para oírlo. No podría dormir. No podría irse a dormir esta noche. ¿Acaso trabajo en la industria del cine?

—Sí, por eso he visto tu película.

No, no, no, no quiere oír ni una palabra más del tema, ni una palabra, no hasta que estemos en alguna parte donde pueda sentarse a escuchar, sentarse a escuchar mientras yo hablo. ¿Estoy cansado? ¿Tengo sueño? ¿Tengo algún sitio adonde ir? ¿No? ¡Maravilloso! Entonces tengo que ir a su casa. Tengo que ir y ya está. Vale, le digo yo. Iré.

Ella se plantea la logística.

¿Tengo coche?

Sí. Señalo el otro lado de la calle, que es donde tengo aparcado el coche.

Me ofrezco para llevarla a casa, pero no, no, no, ella no puede venir conmigo de ninguna manera. El barman, Larry, le ha contado que he consumido más alcohol que ningún otro hombre al que él haya visto nunca. A ella le da miedo la gente que conduce borracha y también tiene miedo por ellos. Voy demasiado borracho para conducir. Tengo que ir con ella en el taxi. Yo le insisto en que no voy borracho, pero ella tiene otro argumento en contra de venir conmigo. Que ya ha llamado a un taxi y el pobre taxista está allí sentado, esperándola, y aunque le ha dicho que deje correr el taxímetro, sigue pensando que tiene que irse a casa en taxi. No ganan mucho, los pobres taxistas, y mira que trabajan duro.

—Ya sé qué haremos. —Leila anuncia una solución.

Yo cogeré mi coche y la seguiré. Eso es lo que haremos. Ella irá en el taxi y yo la seguiré.

6

Y así pues, una vez más, después de girar en redondo por la calle, me veo al volante de mi coche de alquiler y siguiéndola por Venice, con la diferencia de que esta vez estoy siguiendo instrucciones de ella.

Me siento como un acosador que se ha visto subvertido e incorporado a la vida del objeto de su acoso.