CAPÍTULO 2

1

A la mañana siguiente me desperté sintiéndome mejor, curado de algo o bien infectado por alguna otra cosa, costaba saber cuál de las dos opciones, pero ciertamente de mejor humor.

Me di una ducha larga. Me afeité. Llamé al servicio de habitaciones y pedí el desayuno. Le di las gracias al chico oriental que me lo trajo y le di propina de más. Le di las gracias y le di propina de más al chico latino que se llevó los platos sucios. Encendí otro cigarrillo y cogí el teléfono.

Al marcar el número de Leila con el teléfono de teclas, me dio la impresión de estar escribiendo a máquina. No tenía intención de hablar con ella. Lo único que quería era oír su voz y colgar.

Comunicaba.

Y seguía comunicando al cabo de cinco minutos.

Y seguía comunicando cuando volví a llamarla desde la zona de la piscina. Sin embargo, el mero hecho de marcar su número en tres ocasiones distintas hizo que ella me resultara mucho más familiar. Hasta me dio la impresión de que tenía derecho a llamarla.

Brillaba el sol. El cielo era azul. El sonido del agua que caía de la fuente a la pileta resultaba muy relajante. En California había sequía y el letrero de al lado de la fuente me informó de que el agua que usaba era reciclada.

Me senté a mi mesa bajo un parasol enorme, fumando y dando rienda suelta a mis pensamientos, que, igual que el agua de la fuente, eran reciclados.

El aire empezó a calentarse y el sol de mediodía a apretar. Una chica vestida con pantalones cortos blancos y blusa blanca, armada con una acreditación a su nombre y una sonrisa luminosa, se me acercó para preguntarme si quería algo para comer o beber. Le di las gracias por preguntarlo, le di las gracias con tanta sinceridad como si acabara de rescatar a mi familia de un edificio en llamas, pero no, no quería nada. Uno de los efectos secundarios de alojarte en un hotel de lujo es que terminas dando las gracias tantas veces y a tanta gente por tantas fruslerías que al cabo de poco ese mismo mantra de agradecimientos hace que te sientas agradecido del mero hecho de estar allí. Hace que te sientas generoso de una forma perezosa muy típica de Los Ángeles.

El número de teléfono de Leila estaba apuntado en el mismo papel que su dirección: el 1631 de Crescent Place, Venice. Me planteé volver a llamarla pero al final decidí hacer otra cosa.

2

Un joven oriental me trajo mi coche de alquiler del aparcamiento con aparcacoches y me aguantó la portezuela abierta. Le di las gracias y le puse en la mano un billete de cinco dólares.

Llevaba tiempo sin conducir y volver a hacerlo me produjo una sensación maravillosa. Apretar el encendedor de cigarrillos. Manejar el volante con una mano y fumar con la otra. Tener espejos retrovisores en el centro y en los lados, y que el viento me alborotara el pelo. Cuanto más deprisa iba, sentía que tenía más pelo a disposición del viento. Volver a conducir me hizo sentir joven, o por lo menos más joven, como si la juventud fuera una actividad recreativa que uno pudiera alquilar en Los Ángeles.

En cuanto llegué a la autopista de San Diego me puse a toda velocidad. Pasaba volando al lado de coches que también iban a toda velocidad. No es que estuviera violando el límite, es que lo estaba haciendo añicos. Había momentos en que iba tan deprisa que me olvidaba de quién era y de adónde me dirigía. El exceso de velocidad creaba una inercia propia, y la inercia creaba su propia justificación de cualquier destino que yo tuviera en mente.

Seguía sin seguro médico, pero mientras estuviera al volante de mi coche de alquiler, tenía plena cobertura. Seguro a todo riesgo y de responsabilidad civil. La ironía de la situación se añadía a mi placer temerario. Estaba asegurado. Si se daba el caso de que me empotraba contra uno de mis colegas conductores, la masacre resultante estaría completamente cubierta por el seguro.

Y a punto estuvo de darse el caso. Solamente los agudos reflejos de los conductores que me rodeaban evitaron una colisión múltiple cuando viré repentinamente del carril de la izquierda del todo al de la derecha del todo para coger la salida de Venice Boulevard.

3

Me pasé casi una hora dando vueltas por Venice, como atrapado por un remolino que no paraba de escupirme de vuelta una y otra vez a Lincoln Avenue.

En el coche había un mapa muy bueno de Los Ángeles y alrededores, y lo consultaba cada vez que acababa de nuevo en Lincoln Avenue.

No tuve problemas para encontrar su calle sobre el mapa, ni tampoco para averiguar cómo se llegaba sobre el mapa. Sin embargo, llegar con el coche estaba resultando ser un aprieto de los que consumen muchos cigarrillos.

No paraba de conducir en círculos, de encontrarme con calles de un solo sentido en dirección contraria, o bien con calles sin salida que se terminaban de golpe en una alambrada alta, al otro lado de la cual había un almacén o un aserradero o un depósito de chatarra vigilado por perrazos que no dejaban de ladrar.

Por fin, más por accidente que gracias a mi sentido de la orientación, me topé con un pequeño semicírculo del que salían varias calles como si fueran radios de una rueda rota.

Uno de los letreros llevaba el nombre de Crescent Place.

4

En mitad del semicírculo había una palmera solitaria y muy alta.

Cerca de la palmera había una casa del árbol, pero una casa del árbol solamente de nombre. No tenía árbol, sino que estaba colocada sobre unos recios postes de madera. Una escalera de mano también de madera, sujeta a los postes, llevaba a lo alto.

Cuando pasé al lado oí las risas de los niños que estaban dentro de la casa. A juzgar por la cantidad de voces distintas que distinguí, la casa debía de estar abarrotada.

Igual que la casa del árbol, Crescent Place no tenía de calle más que el nombre. Si no hubiera habido ningún letrero, la habría confundido con una acera, y una acera bastante estrecha. Estaba flanqueada de casas viejas de una sola planta. De jardincitos rodeados de verjas. Y de pequeños lechos de flores en los jardincitos. El hecho de que no hubiera más de un brazo de distancia entre una casa y la siguiente me recordó a las viviendas flotantes del puerto deportivo de la calle Setenta y nueve.

Todo estaba completamente desierto, los jardines, las casas y la callecita en sí. O eso parecía. El único ruido que se oía era unos martillazos que daba alguien. Y luego el ruido se terminó de golpe.

Estaba empezando a hacer mucho calor y comenzó a soplarme por la espalda una brisa caliente, como si la canalizara la callejuela.

Ya había estado antes en Venice Beach, varias veces, pero nunca me había aventurado por Venice en sí.

Mientras avanzaba pesadamente con la brisa caliente en la espalda, me vino a la cabeza un artículo de la revista del LA Times. Trataba de un hombre que en el cambio de siglo había tenido la visión de construir una Venecia en el oeste, a imitación de la Venecia del Mediterráneo. Tendría todo lo que tenía la ciudad europea. Canales en lugar de calles. Góndolas para el transporte. Puentes elegantes para salvar los canales. Su visión, sin embargo, fue revisada por otra gente, hasta que de su idea original no quedó nada más que los puentes, que ahora no salvaban nada. Y por supuesto, el nombre, Venice.

Seguí los números de las casas hasta llegar a la dirección que me había hecho venir desde Nueva York: el 1631 de Crescent Place.

No era distinta en nada al resto de las casas viejas que había visto. Una alambrada. Un jardincito. Un lecho de flores. Un porche atiborrado de cosas.

Las ventanas estaban abiertas de par en par y una corriente de aire procedente del interior de la casa hizo que las cortinas blancas y finas como gasas se inflaran, se expandieran, y finalmente, al amainar la corriente, se contrajeran. Me quedé allí plantado, mirando cómo la casa de Leila cogía aire y lo soltaba, mirándola respirar como si fuera una criatura viviente dormida y soñando y completamente ignorante de mi presencia y de lo que me había hecho venir.

Pero una vez allí, no tenía ni idea de qué hacer a continuación. Mi habitual repertorio de comentarios banales para romper el hielo parecía poco adecuado para la ocasión. Tampoco sabía muy bien cuál era realmente la ocasión. Ni quién era realmente ella.

De pronto le sonó el teléfono. Lo oí sonar a través de las ventanas abiertas. En medio del silencio de la calle, oí que saltaba el contestador:

—«Ahora mismo no estoy en casa, pero si dejas un mensaje te llamaré lo antes que pueda. Lo prometo».

—Leila, soy yo otra vez. Todo esto se está volviendo ridículo, ¿no? Ya no sé qué está pasando con nosotros. Así que, por favor, por lo menos llámame y cuéntamelo para que lo entienda. No es demasiado pedir, ¿verdad? Adiós.

Aunque estaba de pie delante de su casa, y aunque el mensaje que había oído no resultaba demasiado íntimo, me sentí como un ladrón de casas que estuviera hurgando entre cosas personales. El haber oído aquel mensaje a hurtadillas me colocaba en la misma categoría que la gente que abre el correo ajeno, y me encogí de vergüenza ante la indecencia de lo que acababa de hacer.

A continuación, sin embargo, me acordé de la indecencia mucho mayor del motivo que me había llevado allí. El hombre que la había llamado, como mínimo, daba la impresión de estar en su derecho. Yo ya no sentía que tuviera ninguno.

Déjala en paz, me dije a mí mismo. Déjala tranquila. Ningún ser humano se ha beneficiado del hecho de conocerte. Así pues, ¿para qué añadir más gente a la lista? Ocupa tu tiempo en Los Ángeles de otra manera. Déjala en paz.

Seguir mi propio consejo me hizo sentir tan bien y tan en lo correcto que mientras me alejaba de su casa me puse a pensar en mí mismo y en mis actos en tercera persona.

Él, consciente de su naturaleza impredecible y traicionera, y sabiendo perfectamente que ella estaría mejor si no tuviera contacto alguno con él, decidió, movido por una simple cuestión de decencia humana, dejarla en paz.

5

El aire estaba cargado de gritos, risas y chillidos escalofriantes. Lo que vi cuando salí de su calle era una verdadera batalla campal. Había un grupo de niños y niñas, armados con espadas de goma y pistolas de agua, trepando por la escalera de madera, blandiendo sus armas como si fueran piratas y tomando al asalto la casa del árbol. Los defensores del interior, excitados por el ataque, gritaban, reían y trataban de repeler a los atacantes con más espadas de goma y pistolas de agua.

La energía de aquellas criaturas contrastaba dolorosamente con la mía. Tal vez fuera el calor, o el bajón de energía normal que experimentaba a aquella hora del día, o el hundimiento de los planes que me habían hecho venir a Los Ángeles pero, fuera lo que fuera, a duras penas conseguí llegar de vuelta a mi coche.

Mi impulso automático, al sentarme al volante, fue meterme la mano en el bolsillo derecho de los pantalones, sacar las llaves del coche, arrancar el motor y largarme. Pero ni aquello pude hacer. Me quedé allí sentado, y cuanto más rato pasaba así, más calor tenía, y cuanto más calor tenía, más me costaba hacer cualquier cosa.

Si hubiera tenido algún control remoto futurista capaz de adelantar el tiempo a toda velocidad para llevarme a mi hotel, habría pulsado el botón derecho y me habría transportado hasta allí. Sin embargo, la mera idea de sacar las llaves del bolsillo, arrancar el coche y encontrar el camino de vuelta hasta Lincoln Avenue para volver a coger la autopista de San Diego, de un humor tan distinto al que tenía antes de llegar, y de que luego me quedaran por llenar el resto de la tarde y la noche con alguna clase de actividad, la idea de todo aquel tiempo que ahora me tocaba llenar o matar, me resultaba demasiado desoladora en mi actual estado de ánimo.

Miré cuántos cigarrillos me quedaban. Me encendí uno y contemplé la batalla de la casa del árbol.

Costaba saber cuáles eran las reglas del juego bélico de aquellos chavales. Los atacantes subieron la escalera de mano y, a pesar de la fuerte resistencia, tomaron al asalto la casa y desaparecieron en el interior. Aunque los alaridos, gritos y risas no se detuvieron para nada, debió de alcanzarse algún acuerdo y debió de producirse un cambio de bando, porque una serie de chavales que yo no había visto hasta ahora, antiguos defensores de la casa, supuse, salieron en tromba como canicas de una bolsa y bajaron sin orden ni concierto por la escalera. Una vez en el suelo, sin detenerse ni para respirar, chillando y aullando como lobos en una cacería, cargaron de vuelta escalera arriba para asaltar la misma casa que habían defendido hacía un momento. Los antiguos invasores, que ahora eran los defensores, intentaron mantenerlos a raya con sus espadas de goma y sus pistolas de agua disparadas a bocajarro, pero no les sirvió de nada. Los antiguos defensores y actuales invasores asaltaron la casa del árbol y desaparecieron en el interior. Los antiguos defensores, expulsados por los nuevos defensores, bajaron en tropel por la escalera solamente para reagruparse y convertirse en bárbaros, en invasores una vez más, en cuanto tocaron suelo.

La guerra continuó. Aunque la miraba con interés, al final perdí la cuenta de quiénes habían sido los invasores originales de la casa y quiénes los defensores originales. Sospecho que ni los mismos combatientes lo sabían.

Y luego apareció un taxi amarillo en la esquina derecha de mi parabrisas. Entró en el semicírculo por el otro lado de la palmera, lo rodeó y se detuvo a un lado de la calle, con el morro orientado hacia la entrada de Crescent Place.

No es que me esperara que Leila fuera a aparecer allí de repente, pero la verdad es que no me sorprendió para nada. En cuanto la vi, fue como la continuación de algo que ya había empezado.

Salió del coche y se detuvo. Cuando la portezuela del coche se le empezó a cerrar, Leila le dio un porrazo con la cadera que hizo que se abriera otra vez de golpe. Luego dobló la cintura y metió los brazos abiertos en el taxi para coger algo que había en el asiento de atrás.

El gesto en sí no resultó necesariamente maternal, pero a mí sí que me lo pareció, y mucho. Un bebé, pensé. Un bebé en un moisés. Está metiendo los brazos para sacar a su bebé.

En cambio, lo que sus brazos sacaron fueron dos bolsas grandes de la compra. Estaban llenas y, a juzgar por la forma en que las cogía, le pesaban demasiado. Una de las bolsas tenía un sombrero azul encima.

La miré desde mi coche, haciéndole lo que en términos cinematográficos se llamaría un plano largo. La concentración fácil pero completa con que la observaba me hizo pensar que si hubiera sido capaz de invertir semejantes poderes de concentración en mi trabajo, habría conseguido ser más que un simple reescritor.

Subió a la acera y se encaminó a su puerta. A pesar del peso de las bolsas de la compra que llevaba en brazos, hizo una pausa para contemplar el decurso de la guerra que se estaba librando en la casa del árbol.

Leila miró a los chavales que bajaban en tropel por la escalera de mano mientras yo la miraba a ella. Ella dio rienda suelta a sus pensamientos y yo, observándola, intenté imaginar qué pensamientos serían.

6

Los chavales continuaron con su juego de asedio y reasedio pero, poco después de que Leila se marchara, me di cuenta de que la cosa estaba empezando a perder fuelle. La fatiga de la batalla comenzaba a propagarse entre sus filas. Los chillidos escalofriantes de los invasores y los gritos desafiantes de los defensores estaban perdiendo una parte de su convicción anterior. Y por fin la cosa se acabó. Todos lo supieron. Se alejaron deambulando en grupitos, cada uno por su lado, tal como habría hecho un ejército adulto en desbandada: un poco fatigados, un poco aburridos, pero con pocas ganas de hacer frente a los rigores de la paz que les esperaban en casa.

7

Las sombras de la palmera y de la casa del árbol se alargaron hasta entrecruzarse. El viento amainó. El sol, en tanto que presencia, descendió y desapareció de mi vista, pero no sería justo decir que lo vi ponerse. Las sombras dieron paso al crepúsculo, que las absorbió, y el crepúsculo a la noche. La luna ascendió ligeramente a la izquierda de aquella palmera solitaria que ocupaba el centro del semicírculo.

Solamente me quedaban cinco cigarrillos, y encendí uno.

Estar allí, sentado al volante de un coche aparcado, empezaba a resultarme mucho más confortable que estar en mi suite del Beverly Wilshire.

Un taxi asomó por la calle, se adentró en el semicírculo y barrió fugazmente mi parabrisas con los faros. Se detuvo cerca de donde se había detenido el otro taxi. Dejó el motor en marcha y los faros encendidos. Al cabo de un minuto más o menos, apareció Leila. Iba corriendo, como si llegara tarde a algo. Se protegió los ojos del resplandor de los faros con la mano y se metió en el taxi. El taxi se alejó.

8

Me había sentido de maravilla conmigo mismo antes, al decidir que iba a dejar en paz a Leila. El recuerdo de aquella superioridad moral me acompañaba, mientras seguía al taxi, salvo por el hecho de que ahora el recuerdo estaba siendo remodelado para acomodar el rechazo absoluto de sí mismo.

Razoné que resultaba muy poco habitual que yo me sintiera bien conmigo mismo y en posición de superioridad moral, y sin embargo a la mujer que había inspirado tan virtuosa conducta en mí y en cuyo nombre yo había mostrado bondad y moralidad hacía sólo un rato no la conocía personalmente. Si ella me podía inspirar una conducta tan elevada cuando ni siquiera la conocía, entonces si me hacía amigo de ella tal vez se abriera ante mí todo un panorama de conductas morales. Dejarla en paz, por consiguiente, equivaldría a darle la espalda a aquella posibilidad.

No tenía ni idea de adónde la estaba llevando el taxi, y en consecuencia tampoco tenía idea alguna de hacia dónde los estaba siguiendo por las calles de Venice, pero la seguí de todas maneras, como si fuera una línea argumental en pleno proceso de escritura mientras conducía.