CAPÍTULO 1

1

Se llamaba Leila Millar. Millar con «a» pero, tal como se apresuró a informarme el siempre solícito Brad de la oficina de Cromwell, se pronunciaba «Miller».

Yo estaba volando a Los Ángeles para conocerla.

Cuando llamé a Brad, mi intención no era más que obtener su nombre y su número de teléfono. El resto, pensé, vendría en los días siguientes. Pero el resto vino de inmediato.

Brad me dijo que había unas cuantas escenas con «la joven en cuestión» que habían sido eliminadas del montaje que yo había visto. Si quería ver algunas de esas escenas, o alguna de las otras que el señor Houseman había eliminado, lo único que tenía que decirle era cuándo.

—Vive en Venice —me dijo Brad, y luego se rió con aquel balido suyo—. En la de California.

Me dio la dirección de la mujer. La apunté.

Ya estaba a punto de darle las gracias y colgarle cuando me preguntó:

—¿Quiere que me ocupe de la gestión de su viaje?

Por qué no, pensé. Si tarde o temprano voy a hacer lo que voy a hacer.

—¿Por qué no? —le dije a Brad.

Brad se ocupó de todo, del vuelo, de la limusina que me llevaría al aeropuerto Kennedy y de la que me recogería en el de Los Ángeles, del hotel y del coche de alquiler que me estaría esperando en el aparcamiento del hotel.

Durante el aria del alojamiento, su voz meliflua y modesta casi me puso en un trance hipnótico. Oírle hablar era como cortarme el pelo, hacerme la manicura y que me lustraran los zapatos al mismo tiempo. Los detalles de mi viaje, tal como él me los recitó, daban la impresión de revestir una importancia vital. Me dieron ganas de tener yo también un Brad.

2

Estaba medio adormilado cuando nuestro piloto anunció por megafonía que estábamos sobrevolando Chicago.

Tenía voz de persona honrada y le creí, porque cuando abrí los ojos y miré hacia abajo, lo único que vi fueron nubes.

Chicago era un punto de referencia en mis viajes a Los Ángeles, puesto que indicaba que ya había hecho una tercera parte del camino.

Una punzada de dolor por mi madre me salió rebotada del corazón, como el pitido de uno de esos sonares submarinos.

Estaba muy familiarizado, demasiado, con la casa de allí abajo donde ahora ella vivía sola. Tal vez en aquel mismo momento mi madre estuviera deambulando sin rumbo por esa casa, de este a oeste, y quizá, mientras mi avión le pasaba volando por encima, los dos estuviéramos sincronizados una fracción de segundo, deambulando sin rumbo en la misma dirección.

Llevaba sin verla desde el funeral de mi padre.

Entre nosotros no había problemas sin resolver. Los habíamos resuelto hacía mucho tiempo. Nos habíamos aceptado el uno al otro de esa manera que se conoce popularmente como saludable. Entre nosotros no había hostilidad alguna. No había cuentas pendientes. No había necesidad de ajustarlas. La relación que yo tenía con mi madre era en muchos sentidos exactamente igual que la que tenía con Dianah. Estábamos separados, pero todavía no del todo divorciados. No había rencores por parte de ninguno de los dos.

Lo único real que quedaba entre mi madre y yo era el recuerdo de un solo momento. Que yo supiera, ella lo había olvidado.

De camino a Los Ángeles, me había parado para verlos a mi padre y a ella. Por entonces él todavía estaba sano y aquella tarde estaba trabajando en los juzgados. Me senté en la cocina, fumando y bebiendo té, mirando cómo mi madre limpiaba el polvo de la repisa de madera de la ventana de encima del fregadero.

Tomar el té con ella siempre era así. Ella me preguntaba si yo quería una taza de té. Si le decía que sí, preparaba una taza para mí pero no se preparaba una para ella. Si le decía que no, hacía lo contrario. Siempre tenía que haber uno de nosotros que mirara beber té al otro.

Ella observó cómo yo me bebía el mío y luego, movida por alguna adicción a desempeñar tareas inútiles en mi presencia, cogió un paño mojado y se puso a quitar el polvo de la repisa.

La ventana de la cocina daba al oeste, y bajo la luz del sol de la tarde, como si la estuviera iluminando un foco, vi lo vieja que estaba. La idea de que aquella anciana me hubiera dado a luz hizo que mi vida me pareciera tan vetusta como algo escrito en cuneiforme sobre tablas de arcilla.

De pronto, mientras pasaba la mano por la repisa de madera, soltó un grito de dolor y la retiró.

Me puse de pie y dije:

—Mamá, ¿estás bien?

Ella arrastró los pies hacia mí, con el dedo índice en alto.

Allí, en aquel viejo dedo índice que me mostró para que lo inspeccionara, vi una fina astilla de madera y una gotita de sangre.

Pero lo que vi no parecía un dedo humano para nada, sino un trozo muerto de madera en el que la astilla, también de madera, se había incrustado. La idea de que aquel viejo pedazo de madera pudiera sentir dolor y sangrar me horrorizó.

Me aparté de ella. De aquella yema y aquella gota temblorosa de sangre. No tuve valor para tocarla.

Mi madre, dándose cuenta de la equivocación que había cometido al traerme su pequeña dolencia, recobró el juicio y a punto estuvo de disculparse por la metedura de pata. Contrita y avergonzada, se dio la vuelta y arrastró los pies hasta el fregadero, donde dejó correr un poco de agua del grifo sobre la yema del dedo.

Al día siguiente me marché a Los Ángeles, tal como tenía planeado.

Sabía que la diminuta astilla ya había abandonado su carne hacía mucho tiempo. Las células rotas de la epidermis, incluso a su edad, ya se habrían replicado mucho tiempo atrás y habrían cubierto la fractura de su piel, de forma que no quedaría señal visible alguna del incidente.

Sin embargo, igual que un avaro, yo me aferraba al recuerdo de aquella tarde, como si fuera una piedra preciosa.

Tuve que hacer un esfuerzo deliberado para impedirle a mi mente que borrara el recuerdo de aquel momento en la cocina. Me costó trabajo mantener aquella astilla en mi cabeza. Lo que obtuve a cambio era que, cada vez que sobrevolaba Chicago, tenía la satisfacción de sentir un poco de incomodidad por la manera en que me había comportado aquel día. Aquella incomodidad no era ni intensa ni prolongada, pero sí bastaba para convencerme de que seguía siendo un miembro en activo de la especie humana.

3

Eran casi las ocho de la tarde cuando llegamos a Los Ángeles. Un chófer alto me recibió en la zona de equipajes, sosteniendo un letrero que llevaba mi nombre.

La cinta transportadora empezó a dar vueltas. Por primera vez en mi vida en un aeropuerto, nacional o extranjero, mi maleta fue la primera en aparecer. Lo interpreté como un buen presagio de algo.

La limusina que Brad había concertado para que me recogiera era de las extralargas; por mucho que lo intenté, no conseguí estirarme lo bastante como para aprovechar del todo la comodidad y el espacio que me ofrecía.

Fuera estaba oscuro, y los cristales tintados de la limusina hacían que todavía pareciera más oscuro. Abrí la ventanilla un poco y encendí un cigarrillo.

Venice quedaba cerca del aeropuerto, y mientras dejábamos atrás varias salidas de la autopista que nos habrían llevado allí, no pude evitar pensar en Leila. Pero como no la conocía, tampoco sabía muy bien qué pensar de ella. A falta de detalles, o bien liberado de la carga de los detalles, me permití pensar de ella lo que me apeteciera, lo cual significaba, supongo, que lo que estaba haciendo era pensar en mí mismo.

4

Mi suite de color rosa langosta en el sexto piso del hotel era gigantesca, pero no esperaba menos. Me habían llevado a Los Ángeles las suficientes veces como para ser capaz de deducir la suntuosidad de mis aposentos a partir del tamaño de la limusina que me recogía en el aeropuerto. Si no había limusina, me tocaba habitación individual. Limusina pequeña significaba suite júnior. Limusina extralarga equivalía a suite extragrande.

Me esperaban dos botellas de champán y dos cestas de fruta. La más pequeña de las cestas de fruta y la más pequeña y barata de las botellas de champán venían de la dirección del hotel, como muestra de su agradecimiento por ser un cliente fiel. La cesta grande y la botella mucho más grande y mucho más cara de champán eran de parte de Cromwell. Con ellas, una nota por fax, escrita a mano y enviada desde Leningrado.

«Saul, puñetero genio, bienvenido a bordo. Si necesitas algo, llama a Brad. Ya tengo ganas de verte en persona el sábado que viene. Un abrazo, Jay».

Era tarde. Estaba cansado pero no tenía sueño, y no había adonde ir, de manera que deshice las maletas despacio, metódicamente, intentando prolongar al máximo la actividad.

Me gustó enterarme de que habían informado a Cromwell de mi viaje a Los Ángeles.

Después de ocuparse de mi alojamiento, Brad había retomado el tema de las secuencias eliminadas de la película. ¿Cuándo me interesaba verlas? A mí no me interesaba verlas para nada, pero tenía que justificar de alguna forma mi estancia en Los Ángeles, así que acepté verlas el lunes. Brad me dijo que me reservaría una sala de proyecciones.

No me cabía duda de que Cromwell estaba al corriente de todo y de que lo más seguro era que interpretara mi llegada y mis gestiones para ver las escenas eliminadas como una señal de que me estaba planteando seriamente aceptar el encargo. No pasaba a menudo que me viera en aquella maravillosa posición inexpugnable de poder estimular las expectativas de Cromwell y luego echarlas por tierra de forma tan placentera. Me encantaba imaginármelo en Leningrado contando conmigo.

Era viernes. De acuerdo con su nota, volvería a Los Ángeles el sábado próximo. Para entonces yo ya estaría en Nueva York. Me encantaba imaginármelo llamando a mi hotel y encontrándose con que me había marchado la noche antes.

Si había una cosa de la que yo estaba seguro, era de que era incapaz de dañar de ninguna manera la brillante película que había visto. Su integridad estaba a salvo de mí, no por ninguna integridad personal que yo poseyera, sino por lo perfecta que era. Por muchas ganas que hubiera tenido de alterarla, no habría encontrado nada que alterar.

Era cierto que en el pasado había estado involucrado en la ruina de bastantes películas, pero eran de otra clase. Todas ellas, de una forma u otra, habían estado en situación comprometida desde su misma concepción, antes de que yo llegara a ellas. Las mejores, como la de aquel joven de Pittsburgh, por ejemplo, tenían como meta cierto nivel de competencia comercial, y aunque mi participación hacía bajar un par de puntos aquel nivel, no privaba al mundo de ninguna gran obra de arte.

La película de Arthur Houseman era distinta. Era una obra maestra. Apelaba a lo mejor de mí para que la apreciara como era debido, y aun así sentía que no acababa de estar a la altura. Yo era un escritorzuelo, sí, pero no un vándalo. Ser responsable del más pequeño cambio en la película que había visto habría sido como ir al Art Institute de Chicago y atacar el Van Gogh que más me gustara de su colección con un cuchillo de carnicero. Por una vez, la integridad artística de la obra en sí me protegía de mi naturaleza caprichosa y traicionera.

Lo único que estaba haciendo Cromwell era pagar mi pequeña escapada de Nueva York. Aunque yo sabía que se lo podía permitir, que los costes en que incurriera serían insignificantes para alguien con sus recursos, aun así me hacía feliz estar sacándole algo a cambio de nada.

5

Después de deshacer el equipaje, descorché su botella de champán.

En mi mente acechaba la vaga esperanza de que tal vez mi incapacidad para emborracharme fuera una mera enfermedad regional, restringida a la Costa Este. Quizá en Los Ángeles, adonde no había ido desde antes de que empezara mi enfermedad con la bebida, las cosas serían distintas.

Bebí hasta vaciar las dos botellas de champán, solamente para confirmar una vez más que mi mente era una fortaleza inexpugnable para el alcohol.

Siendo positivo, sin embargo, el hecho de beber consumía tiempo. Entre una cosa y otra ya habían pasado casi dos horas. Era casi medianoche. Hasta para los criterios de Los Ángeles ya era hora de irme a la cama.

Me acosté en una cama tan grande que parecía una isla pequeña. Me quedé allí esperando a que me viniera el sueño. Se había terminado el viernes, pero el resto del fin de semana en esa ciudad me acechaba como un mar que me tocaba atravesar.

El motivo de mi visita a Los Ángeles se me apareció en toda su absurdidad.

¿Qué demonios estaba haciendo allí?

La soledad, igual que un escape de gas, empezó a infiltrarse en la oscuridad de mi suite.