1
Le fui cogiendo el gusto a la cara de la mujer. Bien porque sabía quién era o porque había verdaderamente rasgos en común, llegué a ver muchos parecidos entre la imagen en movimiento de su cara y la fotografía enmarcada de Billy que tenía encima del televisor.
En la fotografía Billy tenía dieciséis años.
Cuando ella tenía dieciséis años, Billy tenía dos.
No sabía cómo se llamaba. No sabía dónde vivía. No sabía si estaba casada ni si tenía hijos. Ni siquiera sabía si estaba viva. La gente se muere. Y a veces se mueren de formas absurdas y arbitrarias. Las páginas del New York Times estaban llenas de historias de balas perdidas y muertes absurdas, y no había garantía alguna de que aquella epidemia de arbitrariedad no se hubiera cobrado también su vida.
Apenas podía contener el impulso de llamar al Brad de Cromwell a Los Ángeles para pedirle toda la información que me hacía falta sobre ella, o por lo menos la suficiente para descubrir yo mismo el resto.
A medida que se intensificaba la crisis sobre lo que debía hacer, mi respuesta a ella fue dejarme crecer la barba. Aunque no era exactamente hacer frente a la crisis, la imagen de mi cara barbuda en el espejo todas las mañanas constituía un útil recordatorio visual de que tenía una crisis entre manos.
Cuando Dianah me llamó, mi barba desaliñada se estaba acercando a su primera semana completa de existencia.
Acababa de volver del balneario. Había sido maravilloso. Maravilloso de veras. Se lo habían pasado en grande, sobre todo la pobre Jessica, que casi nunca tenía ocasión de ir a aquella clase de sitios.
Decidimos cenar juntos el sábado. Aunque a mí no me apetecía verla, me pareció buena idea discutir con ella en persona los detalles de mi dilema. Lo menos que yo podía hacer, antes de dar ningún paso con la madre de Billy, era informar a Dianah de su existencia. Dejando de lado mis sentimientos hacia Dianah, había sido una buena madre para Billy y se merecía que le consultara.
2
El restaurante francés donde Dianah y yo vamos a discutir nuestro divorcio no está lejos de mi oficina, en la calle Cincuenta y ocho.
Cuando llego, está abarrotado. El barullo resulta agradablemente ensordecedor. Nuestra cita es a las ocho, pero llego temprano como de costumbre. Y sé que Dianah llegará tarde, como siempre.
El maître es un hombre llamado Claude, que me saluda con calidez porque soy un cliente de hace tiempo, y a continuación se disculpa porque todavía no tiene lista nuestra mesa. Me pregunta, como siempre, por Dianah, y yo le digo, como siempre, que está bien y que llegará enseguida. Claude es consciente de mi barba desaliñada, pero como buen maître que es, se las apaña para transmitir la impresión, sin decir palabra, de que una barba desaliñada era justamente lo que yo necesitaba.
Se marcha para saludar a otros clientes. Voy a la barra y me pido una copa para pasar el rato mientras espero a que se presente Dianah. Me tomo tres bourbons seguidos. Los dos primeros de un trago. Y el tercero a sorbos. Pero las copas no tienen absolutamente ningún efecto en mí. Son como echarme encima líquido inflamable y ponerme a encender cerilla tras cerilla para descubrir que soy completamente ignífugo.
3
Por fin llega Dianah. Lleva un vestido azul magnífico, salpicado de imágenes muy realistas de pequeños elefantes en peligro de extinción. No me siento cualificado para decir si son africanos o asiáticos, pero hay docenas de ellos, por todo su vestido azul, hermosamente reproducidos, con colmillos y todo.
Aunque hemos hablado por teléfono, llevamos sin vernos en persona desde la fiesta del día después de San Esteban que hicieron los McNab en el Dakota. Ahora me mira, me vuelve a mirar y se echa a reír.
—¡Barba! —exclama, y da una palmada—. Pobrecito —me dice—, pero si parece que se te haya posado en la cara un enjambre de moscas.
Nos besamos. Ella se aparta. Hace una pose. Está convencida, tal como me ha dicho por teléfono, de que su estancia en el spa ha hecho maravillas en ella, y que en consecuencia ahora se la ve completamente distinta, más joven, más hermosa y radiante. Yo la veo exactamente igual que antes, pero la tremenda potencia de su convencimiento de haber rejuvenecido abruma mis percepciones. ¿Quién soy yo para decir que no está radiante?
—Se te ve maravillosa —le digo—. Nunca te había visto tan bien.
—Me siento bien —me dice.
Aparece Claude. Nos lleva a nuestra mesa. Dianah lo sigue. Yo la sigo a ella. Si hay algo que se le da de maravilla, es caminar por una sala atestada de gente. Yo admiro de verdad cómo lo hace. Parece que desfile por una pasarela.
La espalda de su vestido azul está llena de pequeños paquidermos condenados. Su pelo rubio platino resplandeciente reluce por encima de ellos como si fuera el sol despiadado sobre las llanuras defoliadas y diezmadas por la sequía del Serengueti.
Nos sentamos a nuestra mesa y miramos a la gente de las mesas que nos rodean. Nos devuelven la mirada. Pedimos unas copas. Dianah está radiante gracias a su convicción de que lo está. Me enciendo un cigarrillo.
Llegan las copas. Brindamos. Le doy un trago a la mía y enciendo otro cigarrillo. Ella le da un sorbo a la suya y me habla de la conferencia sobre fauna y flora a la que ha asistido en el balneario.
Me cuenta que se está destruyendo de forma sistemática el hábitat natural de incontables especies.
—Por lo menos es sistemática —le digo.
Frunce el ceño.
—Un experto en fauna y flora de Seattle nos contó que en cuanto se destruye el hábitat natural de una especie determinada…
Me bebo mi copa, me fumo mi cigarrillo y me pregunto, mientras ella continúa, si yo he tenido alguna vez algo así, un hábitat natural.
Los esquimales tienen el Ártico. Los pigmeos tienen su selva. Los indios del Amazonas tienen o bien tenían su selva amazónica.
Mi apartamento en régimen de cooperativa de Riverside Drive es muy agradable, muy espacioso, no es caro de mantener y las vistas son bastante bonitas, pero no, no lo llamaría un hogar, y ciertamente no lo llamaría mi hábitat natural.
Tal vez la gente blanca ya no tenga hábitats naturales.
—Hay más de ochocientas cincuenta especies amenazadas y en peligro de extinción —me cuenta Dianah—, sin incluir plantas. Si la lista incluyera plantas, habría más de mil setenta. Solamente en los últimos veinte años, se han declarado extintas trescientas especies mientras esperaban la aprobación del gobierno para entrar en la lista de especies amenazadas. A este ritmo…
Llega el camarero a tomarnos el pedido. Dianah guarda silencio y escucha los platos del día. Hay platos del menú que también dan la impresión de estar en peligro de extinción. Solamente queda una lubina. Por desgracia, esta noche hay un par de opciones más que están extintas. Se ha acabado el lenguado. La trucha de río, igual.
Pedimos. No tiene absolutamente ningún sentido que siga bebiendo, pero me pido otro bourbon y una botella de vino.
El camarero nos recoge las cartas y se retira.
Dianah, profundamente preocupada, me reprende por beber demasiado. Estira el brazo por encima de la mesa y pone su mano llena de anillos sobre la mía.
—Tienes que cuidarte más, cielo. En serio te lo digo.
—¿Por qué?
—Oh, Saul —suspira ella.
Llega mi bourbon.
No es la bebida lo que me hace falta. Lo que necesito es emborracharme, pero como ya no puedo, lo más fácil sería que dejara de beber. Pero aunque ya no quiero a Dianah, tampoco tengo valor para hacerle daño. Y si yo dejara de beber, le haría daño. Ha dedicado tanto tiempo y energía a popularizar el mito de que fue mi alcoholismo lo que hundió nuestro matrimonio que dejar de beber ahora sería un gesto casi vengativo. El que yo mostrara cualquier mejora personal después del fracaso de nuestro matrimonio sería casi un acto de malicia. Y aunque estoy plagado de enfermedades y rasgos censurables, la malicia no es uno de ellos. De manera que sé que lo mejor que puedo hacer por ella es mantener vivo el mito de que soy un borracho acabado. Siento que se lo debo.
Así que me bebo mi copa. Ella se muestra al mismo tiempo preocupada y tranquilizada.
Llega el vino.
Empiezo con el vino.
Llegan las ensaladas.
4
Mientras comemos la ensalada y yo me pregunto cuándo sacar el tema de la madre de Billy, Dianah emprende su lamentación. Su lamentación se propaga desde la ensalada hasta el segundo plato, que en mi caso son chuletas de cerdo y en el de ella lubina con guarnición de espinacas con crema.
Interrumpe su lamentación para preguntarme qué tal están mis chuletas. Yo por mi parte le pregunto por su lubina. Los dos estamos encantados con lo que hemos elegido, y de esa manera continúa su lamentación.
En realidad, «lamentación» no es el término adecuado. Se trata de un género nuevo. ¿Un canto fúnebre de divorcio? ¿Un oratorio por un matrimonio perdido tiempo atrás? No sé cómo llamarlo.
Dianah se maravilla de haber sobrevivido intacta a nuestro matrimonio. Está segura de que otras mujeres habrían sucumbido al hecho de estar casadas con un hombre como yo.
—Cuando pienso en las cosas por las que he pasado… —dice. Niega con la cabeza y continúa.
Me bebo el vino, me como las chuletas y escucho su crónica de aquel matrimonio que tuvimos. Hoy tiene una voz brillante, absolutamente brillante. La historia de nuestro matrimonio es retransmitida a los comensales no sólo de las mesas inmediatamente vecinas. Todos se quedan tan embelesados por su narración como yo. Y es que aunque me pasé todos esos años casado con ella, no recuerdo para nada el matrimonio que está narrando a pleno pulmón.
—Oh, entiéndeme —dice—, hubo momentos de felicidad. Felicidad conyugal. Tuvimos toda la felicidad que nos correspondía y más, pero en su mayor parte, y corrígeme si me equivoco, en su mayor parte nuestro matrimonio fue un largo baño de sangre en el que íbamos siempre a degüello. Nos dedicamos a degollarnos una y otra vez, y solamente entonces…
No recuerdo ni la felicidad ni el baño de sangre, pero aunque ella me invita a corregirla, no lo hago. Sería innecesariamente cruel por mi parte insistir ahora, mientras comemos chuletas y lubina, en que la verdad es que nuestro matrimonio no fue ni feliz ni sanguinario, sino únicamente tedioso.
Tengo un sentido innato del juego limpio. Después de haberme pasado tantos años mintiéndole, lo menos que puedo hacer ahora es no llevarle la contraria y permitirle que sea ella quien me mienta. Y también hay algo más. Su necesidad de mentir me conmueve.
—Supongo —continúa— que siempre hemos estado más cerca de ser una pareja de animales salvajes que un hombre y una mujer. Siempre afilando garras, enseñando dientes…
Cuando una mujer me miente, como está haciendo ahora Dianah, es lo más cerca que estoy de sentirme querido. Siempre que alguna de las mujeres de mis muchas aventuras amorosas fingía un orgasmo, me conmovía aquel acto tan desprendido de generosidad, me conmovía de verdad y me hacía pensar que a ella le importaban lo bastante mis sentimientos como para molestarse en fingir. Los orgasmos reales que tenían de vez en cuando no resultaban tan conmovedores.
La descripción que hace Dianah de nuestro matrimonio no es solamente un orgasmo falso, sino un orgasmo falso en público y, como tal, se agradece todavía más. Oír que alguien me describe como un animal salvaje que afila garras y enseña dientes, sabiendo que la gente de las mesas vecinas está oyendo esa descripción, me ayuda a sentirme otra vez como un tipo fornido de metro ochenta y tres y barba viril, y no como alguien a quien se le está contrayendo la columna y se le está expandiendo la corpulencia y que está sentado comiéndose unas chuletas de cordero.
A nuestro lado pasa un pastel con velas, llevado por un camarero, y al cabo de un momento oímos el «cumpleaños feliz».
5
Nuestro camarero nos trae la carta de postres. Mientras estudio qué pedir y mientras Dianah estudia qué pedir ella, mientras leemos una y otra vez las selecciones que constan en el menú tanto en francés como en inglés, escucho la conversación de las cuatro personas, dos parejas, que hay en la mesa de al lado.
Están hablando de un acontecimiento reciente que a mí me parece que pasó hace años. El desmantelamiento del Muro de Berlín. Una mujer les está contando a sus tres compañeros que ella estuvo presente junto al Muro y pudo presenciar el acontecimiento en persona. Gente abrazándose. Llorando de alegría. Historia en directo. Un público multinacional escuchando a Leonard Bernstein dirigir una interpretación multiorquestal de la Novena de Beethoven. El hombre que está sentado delante de ella le comenta lo raro que le resulta que una ciudad entera que antes se llamaba Berlín Este ya no esté en el este. En su opinión, apenas queda este en el mundo. Un poco de sur, está claro, y un poco de norte, pero en general «ya solamente queda occidente. Occidente y el resto», dice.
Mientras tomamos el café y los postres, tarta de melocotón para Dianah y un heroico pedazo de gâteau au chocolat para mí, me propongo sacar el tema de la madre de Billy, pero en el último momento cambio de opinión y me pongo a hablar del abrigo de pelo de camello de mi padre.
Le cuento a Dianah que hace varios sábados vi en Broadway a un viejo sin techo que llevaba el abrigo de mi padre.
—Te lo dije —me dice—, te avisé varias veces de que si no venías a buscar las cosas de tu padre, las donaría. No soy un almacén, cariño, ni para los vivos ni para los muertos. Yo también tengo mi vida.
No sé por qué le estoy contando esta historia, a menos que sea para evitar contarle otra, más apremiante. Continúo. Le cuento que seguí al viejo hacia el norte. Al ritmo de tortuga con que él andaba. Con su aspecto general de tortuga. Le cuento que me pasé aproximadamente una hora sentado en un banco a su lado, con la bolsa de la tintorería sobre el regazo.
—Estás enfermo, cariño —me dice Dianah—. Eres un hombre muy enfermo. Un neurótico perdido.
—Puede que esté enfermo, pero no me veo neurótico para nada.
—Claro que tú no te ves neurótico. Es porque eres neurótico. Los neuróticos nunca creen que son neuróticos. Es uno de los efectos secundarios que sufren. ¿Es que no ves que un hombre que recorre la ciudad siguiendo la ropa de su padre está completamente ido?
—Yo no estaba ido para nada. Sabía perfectamente lo que hacía.
—Siempre crees saber lo que estás haciendo. Te ves a ti mismo como alguien que siempre controla la situación. Pero no la controlas. No eres más que una marioneta, cielo, nada más, que responde a los tirones y las sacudidas de tu mente subconsciente. ¿Cuántas veces te he pedido, te he suplicado que vayas a ver…?
Y vuelve a sus trece. La gente de la mesa del Muro de Berlín es todo oídos, y además lo es de forma inusualmente descarada. La clase de público que me gusta.
—La mente subconsciente… —continúa Dianah.
Ella cree en el subconsciente igual que los católicos de la línea dura creen en la Trinidad y en la doctrina de la transubstanciación. Para Dianah, el subconsciente lo explica todo, y por consiguiente le permite emitir recriminaciones y dispensas basadas en argumentos subconscientes. Uno puede ser al mismo tiempo condenado y redimido por la misma instancia, dependiendo del humor de quien la emita.
—Todos tus problemas, cariño, hasta el último…
De acuerdo con ella, todos mis problemas, hasta el último, los causa el tumulto de mi mente subconsciente. Mi alcoholismo. Mi falta de fe en el matrimonio. Mi historial lamentable como padre. Las mentiras constantes que me cuento a mí mismo y a los demás. Mi barba desaliñada y patética. Mi desprecio por los sentimientos ajenos. La falta de respeto por mi apariencia.
—Pero mírate —exclama ella, y siento que las miradas del cuarteto de la mesa del Muro de Berlín se vuelven hacia mí—. Estás engordando, cariño. Sabes que es verdad. Lo sabes. Ya no es solamente que tengas sobrepeso. Estás gordo, cielo. No puedo ver ni la silla en la que estás sentado. Podría no haber ni silla. Podrías estar ahí en cuclillas con los codos encima de la mesa. Y esa barba de aspecto lamentable que te estás dejando no engaña a nadie. Todos los hombres que se avergüenzan de su aspecto se dejan barba. A este ritmo, Dios no lo quiera, pronto empezarás también a llevar jerséis negros de cuello de cisne. ¿Y por qué? ¿Sabes por qué? ¿Quieres saberlo?
Ella sí lo sabe. Y me lo cuenta. Es porque en el fondo de mi mente subconsciente se aloja una necesidad desesperada de expresarme a mí mismo que se ve constantemente frustrada y agravada por el hecho de trabajar de reescritor de guiones ajenos. Y esa frustración constante genera furia y odio. Según ella, estoy lleno de ambas cosas.
—Lo estás, cariño. De verdad que rebosas furia y odio. Eres un loco armado con un rifle de asalto en potencia, de los que entran en un supermercado de horario nocturno y se cargan a tiros a una docena de personas en pleno arranque de furia. Lo que necesitas es a un profesional que te ayude a aceptarte a ti mismo. Porque si no…
El análisis que hace de mis problemas es tan dulce, tan ignorante de la verdadera y terrible naturaleza de mis muchas enfermedades, que la verdad es que me encantaría que tuviera razón. Si lo único que me hiciera falta fuera aceptarme a mí mismo, podría curarme en cuestión de días.
Si soy un loco, y es muy posible que lo sea, entonces soy un tipo nuevo y mejorado de loco, provisto de una locura nueva y mejorada que me permite aceptarme continuamente a mí mismo. Las ruedas de molino de mi mente nunca paran de aplastar y pulverizar cualquier asunto inquietante que se adentre en su territorio.
Lo de Laurie Dohrn es un buen ejemplo. Pocos días después de aquella cena con Cromwell acepté lo que yo le había hecho y lo que había permitido que le hicieran los demás.
Al final había sido lo mejor. Lo que yo había hecho era bueno. El apego que ella me tenía, de haber continuado, podría haberla atrofiado emocionalmente y haberle provocado una dependencia excesiva de mí para el resto de su vida. En calidad de figura paterna, yo había llevado a cabo un último acto de amor generoso al liberarla de mi influencia. Un día, cuando ella tuviera edad suficiente, se daría cuenta de que… etc., etc., etc.
Lo último que necesitaba era a un profesional que me ayudara a aceptarme a mí mismo. Es más, sentía una nostalgia tremenda de aquella época de mi vida en que no había nada en mí que pudiera aceptar.
6
—Escucha —empiezo a decir por fin, mientras la cena se acaba—, te tengo que contar una cosa. Necesito tu opinión sobre esto. Es algo…
Y así es como empiezo.
—Tiene que ver con la madre de Billy. —Cometo la equivocación de desvelar ya de entrada la sorpresa final, y enseguida me pongo a agitar las manos como un tonto, como si así pudiera borrarla. Vuelvo a empezar.
—Me han pedido, un hombre que conozco me ha pedido que eche un vistazo al primer montaje de una película que ha producido, a ver si puedo hacer algo…
Vuelvo a equivocarme y me desvío del tema hablándole de la película en sí. De lo maravillosa que es. Y no solamente me pongo a hablar de algo que no tiene nada que ver con lo que nos ocupa, sino que también describo muy mal la película. Hago que parezca una película del montón. De manera que enciendo otro cigarrillo y vuelvo a empezar otra vez.
Le hablo del vídeo.
De la camarera.
De su risa.
—En cuanto se rió, lo supe, o sea, supe de verdad que era la misma…
Me paro a media frase porque de pronto me doy cuenta de que, aunque en su momento le conté a Dianah la conversación telefónica que había tenido con la chica de catorce años, no le mencioné el hecho de que se hubiera reído. De manera que desando mis pasos a toda prisa e introduzco la información en el relato. También intento, puesto que es crucial de cara a la historia que estoy contando, describir aquella cualidad de su risa que la hacía inolvidable. Sin embargo, por mucho que lo intente, la descripción de su risa no logra mi objetivo. La describo muy mal. Desesperado, pongo ejemplos de actrices cuyas risas tienen una naturaleza parecida a la de la chica.
Para cuando regreso al tema de la madre de Billy, descubro que ya no tengo nada más que decir. Que ya lo he dicho todo y, sin embargo, de alguna forma me las he apañado para no decir nada.
Llevaba toda la noche preocupado por el impacto que tendría en Dianah mi historia de la madre de Billy, pero ahora que la historia se ha acabado, me doy cuenta de que no parece haber tenido impacto alguno en ninguno de nosotros. Ni en mí, que era quien la contaba, ni en ella, que ha sido quien la ha escuchado. La relevancia de la historia no es ni mayor ni menor que la del resto de las cosas que nos hemos dicho durante la cena.
Me quedo allí sentado, perplejo, incapaz de averiguar si la falta de impacto de mi historia es resultado de haberla contado mal, o bien si su falta de impacto y relevancia refleja con precisión mi estado mental actual. Tal vez haya esperado demasiado para contarla. Tal vez al visionar la escena en el restaurante una y otra vez, haya gastado toda la relevancia que pudiera tener. Me siento exactamente igual que me sentí después de contarle mi historia de Ulises en el Espacio al ejecutivo de un estudio; mientras se la contaba, no solamente conseguí desinteresarlo a él sino también desinteresarme a mí mismo.
Me enciendo otro cigarrillo. Dianah está sentada delante de mí, mirándome fumar. Se limita a escrutarme en silencio, como si esperara alguna explicación más. Pero no tengo ninguna que darle.
—Estás peor de lo que creía —me dice por fin—. En serio. ¿Te acuerdas de su risa? ¿Tú? ¿Después de veinte años te has acordado de cómo se reía? ¿Es eso lo que has dicho?
Asiento con la cabeza, pero ya sin convicción.
—Ni siquiera puedes acordarte de llamar a tu hijo de vez en cuando y esperas que me crea… —Deja la frase sin acabar y suspira.
»Oh, Saul —dice negando con la cabeza—. Eres un hombre enfermo. Mucho más enfermo de lo que yo creía. En realidad da igual si te crees esa fantasía que me acabas de contar o si solamente te la has inventado para hacerme daño. Lo que demuestra, lo único que demuestra, es lo avanzada que está esa enfermedad mental que yo no estoy preparada para tratar. Me atormenta verte así. En serio.
Suspira. Su encantadora mano, con sus encantadores dedos largos, revolotea en el aire y se posa suavemente sobre su pecho.
—Ya sabes cómo soy. Tú deberías saber mejor que nadie que si algo tengo, es tendencia a cuidar a los demás. A cuidar demasiado, de hecho. Me atormenta ver sufrimiento de cualquier clase, pero sobre todo el sufrimiento que no puedo aliviar ni siquiera yo. ¿Te acuerdas de cómo me quedé, de lo destrozada que me quedé, cuando aquella gaviota chocó contra el parabrisas de nuestro coche de camino a Sag Harbor? Después nos paramos en aquel restaurante de pescado y tú, tú estabas bien…
La gente de la mesa del Muro de Berlín, que se había distraído durante mi relato, vuelve a estar con nosotros. No se pierden ni una palabra de lo que dice Dianah. Parece que conocen el restaurante de Sag Harbor. Tal vez también hayan comido allí.
—Tú estabas perfecto. La pobre gaviota muerta te dio exactamente igual. Allí estabas, comiéndote tus buñuelos de cangrejo y tu crema de almejas, y en cambio yo, si te acuerdas, estaba tan destrozada, tan hecha polvo por su muerte, que no pude ni probar bocado. Ni un bocado. Y luego, esa misma noche, cuando fuimos a la fiesta de los McNab, que estaban celebrando sus bodas de plata, cuando fuimos en coche hasta Southampton… ¿Te acuerdas de que George y Pat pensaron que estaba enferma? Los dos comentaron lo pálida que me veían. Lo angustiada que parecía. Y todo por una gaviota. Ni siquiera me gustan las gaviotas, y sin embargo el accidente me dejó destrozada, completamente destrozada. Deja de fumar. No lo enciendas. Hazlo por mí. Por favor. Lo que te estoy diciendo, por tanto, es lo siguiente: llega un momento en que hasta yo tengo que admitir la derrota. No es que te esté dejando por imposible, Saul, es simplemente que no tengo elección. Ojalá pudiera cuidarte para que te curaras. Lo he intentado. Dios sabe que lo he intentado. Me pasé los dos últimos años de nuestro matrimonio, mientras todavía vivíamos juntos, sin hacer otra cosa que no fuera…
Estoy embelesado con la ficción que está tejiendo, conmovido por lo que sea que la está llevando a contarme las mentiras que me está contando. En cierta manera me siento indigno de ellas. ¿De verdad me merezco unas mentiras tan buenas?
—Y seguramente lo habría seguido intentando si no te hubieras marchado. Fuiste tú quien me dejó, Saul. Fuiste tú quien se marchó, y mírate ahora. Estás peor que nunca. En lugar de dar un paso positivo adelante e intentar aceptarte a ti mismo, te dedicas a ir por ahí con esa barba tan fea, a seguir el abrigo de tu padre por Nueva York, y ahora esto. O bien inventarte una fantasía sobre una chica que se rió por teléfono o bien creyéndote esa fantasía. No sé qué es peor. Lo único que sé es que si yo, con esta tendencia natural a cuidar de los demás, no soy capaz de cuidarte para devolverte la salud, entonces los cuidados no son la solución. Estamos ante un caso para profesionales. Lo que tienes que hacer es ingresarte. En esta ciudad hay muchas instituciones psiquiátricas con calidad y prestigio, y tu sitio está en una de ellas. Y no te creas que no iría a visitarte. Sí que iría. Todos los días. Pero ya no soporto más verte así, mirar impotente desde la línea de banda cómo te vas descomponiendo. ¿Es que no entiendes el efecto que me causa el verte así? No puedo… Es que no puedo… perdona.
Se le llenan los ojos de lágrimas, se levanta de la silla y se marcha muy digna hacia el lavabo de señoras.
Me doy la vuelta en mi silla para contemplarla y admirar una vez más el estilo como de danza con que atraviesa las salas atestadas. El balanceo majestuoso de sus hombros, que hace de contrapeso del bamboleo de sus caderas.
7
El cigarrillo que había tenido intención de encenderme antes, pero que ella me había suplicado que no me encendiera, lo enciendo ahora.
Me ha abandonado el convencimiento de que la actriz de la escena del restaurante es la madre de Billy. Tal vez Dianah tenga razón, pienso. Tal vez sea una fantasía mía. La probabilidad de que yo recuerde la risa de aquella chica de catorce años es ínfima. De la misma manera en que la gente se engañan los unos a los otros, también la memoria nos juega malas pasadas. Ahora parece tremendamente improbable que la camarera de la película sea otra cosa que una pobre actriz con un papelito minúsculo. Hay muchísimas en ese margen de edad. De los treinta y cinco a los cuarenta y cinco. La sabiduría popular afirma que si no han triunfado a los treinta y cinco ya no triunfarán nunca. Para entonces, o bien ya eres protagonista absoluta o bien, durante el resto de tu vida o tu carrera, la que se termine primero, no tendrás más que papeles minúsculos en escenas que pertenecen a los demás.
Es cierto, he dedicado mucha esperanza y mucho tiempo a pensar en ella, y a través de ella, en calidad de madre de Billy, a pensar en la perspectiva de mi propia redención. Ahora que la premisa central ha sido puesta en duda, no tengo ni idea de qué pensar. Me mantendré temporalmente indeciso entre varios pensamientos hasta que me llegue un cambio de humor que dé luz a uno de ellos.
Devuelvo mi atención a mis colegas de la mesa del Muro de Berlín. Han tenido la amabilidad de escuchar el melodrama de mi mesa, salvo por unos cuantos lapsos comprensibles de distracción, así que mi sentido de la responsabilidad social me dicta que ahora les devuelva el favor.
Ahora mismo están hablando de crímenes ideológicos.
Una mujer de la mesa dice que los crímenes ideológicos están creciendo. Ofrece estadísticas. Los crímenes raciales han subido un sesenta por ciento. Los religiosos en conjunto un cuarenta por ciento, aunque los crímenes contra judíos han subido un vertiginoso noventa y dos por ciento. Los crímenes contra niños han subido más del doscientos por ciento. Se dispone a continuar, pero el hombre que está sentado delante de ella la interrumpe. A él no le parece que los crímenes contra niños se puedan clasificar como crímenes ideológicos. ¿Y por qué no?, pregunta ella. Pues porque los crímenes contra niños, contesta el hombre, pertenecen a una categoría distinta. No quiere decir que no lamente esos crímenes, simplemente que en tanto que categoría… Esta vez es la mujer quien lo interrumpe a él. ¿Acaso no hay una ideología detrás del odio a los niños? ¿Acaso no es consciente de que los niños han pasado a ser las víctimas predilectas de la mayoría de los crímenes en Estados Unidos? Sí, él es consciente de ello, igual que es consciente de que los niños también han pasado a ser las víctimas predilectas de otros niños, pero eso sigue sin querer decir que esos crímenes haya que incluirlos en la categoría de crímenes ideológicos. Los crímenes ideológicos, en su opinión, que no es solamente la suya, son crímenes que…
Llega mi camarero. Me trae la cuenta, me hace una reverencia y se marcha.
Tengo cuenta abierta en el restaurante, o sea que lo único que necesito es firmar. Dejo propinas gigantescas para todo aquel del restaurante que se me haya acercado.
Dianah regresa, perfectamente compuesta, ya sin lágrimas y con el pelo cepillado. Es la encarnación de la señora Sísifo; dispuesta a reanudar su pugna infinita para hacerme subir rodando la cuesta empinada que lleva a la cima de la salud y la felicidad. Sabe que se ha impuesto a sí misma una tarea desesperada e ingrata, pero es completamente incapaz de darme la espalda, igual que es incapaz de dársela a esos elefantes condenados que adornan su hermoso vestido azul. Ella es así y no hay nada que hacer. Ha nacido para cuidar a los demás.
Nos marchamos juntos. Yo me tambaleo un poco, para mantener las apariencias. Me apoyo en ella para no perder el equilibrio, llevando a cabo una de mis mejores imitaciones de un borracho perdido.
Entre nosotros no hay ningún rencor. Ninguno.
Fuera no hace ni frío ni calor. Es marzo pero parece que sea mayo. Lleva desde enero siendo mayo.
Igual que si estuviéramos en un acuario gigante iluminado, la Sexta Avenida está llena de taxis que nos pasan al lado como bancos de pececillos dorados.
Paro uno.
Abro la portezuela y se la aguanto abierta a Dianah. Ella se desliza por el asiento y me hace sitio para que entre también.
—Me apetece andar —le digo.
Me enciendo un cigarrillo y pongo rumbo al norte. Tengo la sensación de que la barba es un perro al que he sacado a pasear. Va por delante de mí, como si supiera el camino de vuelta a mi apartamento.
8
Cuando paso por delante del Lincoln Center está saliendo la gente. Centenares de personas con la revista Playbill en la mano. Salen corriendo, bajan a trompicones de la acera y se ponen a hacer señales desesperadas a los taxis. Es como una escena de una de esas películas de desastres en alta mar. Solamente hay botes salvavidas para unos cuantos. Los hombres sanos corren en cabeza para asegurar un taxi mientras que mujeres, niños y enfermos se quedan atrás, apiñados en grupitos. Solamente les queda rezar y confiar en el destino.
Dentro de mi cabeza está empezando a gestarse lentamente un nuevo estado de ánimo.
Ya no me decepciona el alegato que ha hecho Dianah de que creer que esa mujer es la madre Billy obedece a una simple fantasía o a una invención. La duda que ahora tengo sobre la identidad de la mujer resulta liberadora. Cuando estaba seguro de que era la madre de Billy, la idea de buscarla me provocaba graves dilemas morales, pero ya no tengo ninguno. Ahora soy libre de poner las cosas en marcha si me da la gana. De hacer mis llamadas telefónicas. De averiguar su nombre. Su dirección. De hacerme su amigo. De introducirme sutilmente en su vida. De averiguar quién es.
Empieza a caer una llovizna finísima, tan fina que es casi una neblina.
9
Calle Setenta y dos con Broadway. Los dominicales del Times de mañana están amontonados delante del quiosco de la esquina. Hay un flujo constante de gente comprándolos y marchándose con el periódico debajo del brazo.
Las aceras están atestadas de gente. Yéndose a sus casas. Viniendo de sus casas. Gente sin casa. De todas clases.
No veo por ninguna parte al viejo que tiene el abrigo de mi padre. Paso por la esquina donde lo vi por primera vez y por el banco donde estuvimos sentados. No es que lo esté buscando exactamente, pero sí que esperaba volver a verlo, como si nos hubiéramos citado. Ahora reconozco esa idea como lo que es: el escritorzuelo de Hollywood que llevo dentro. Un reescritor que plantea personajes secundarios desde el principio para que puedan reaparecer durante el desenlace. En los guiones que he reescrito no hay nadie que aparezca una sola vez. La única razón de su existencia es poder reaparecer durante el desenlace. Toda su razón de ser es un desenlace ajeno.
Por supuesto, sé que hay una gran diferencia entre la vida real y los guiones que reescribo. Las vidas de la mayoría de la gente no avanzan mediante la evolución del personaje ni mediante la trama, sino por medio de corrientes al azar, caprichos y estados de ánimo. Se mueven más por cambios de humor que por un argumento. Soy muy consciente de esto, pero el reescritor que llevo dentro desearía que a veces la vida también se pudiera reescribir.
Empieza a llover de verdad.
A pesar de la lluvia, en la esquina de la calle Ochenta y seis hay cola para comprar el dominical del Times. La gente se marcha con sus periódicos pegados al pecho para protegerlos de la lluvia. Es una imagen casi maternal, o paternal, dependiendo del sexo de la persona. Evoca, o por lo menos evoca en mi mente, escenas de películas antiguas. Los lugareños de La invasión de los ultracuerpos cuando salen del centro de reparto donde han recogido sus vainas y se alejan a toda prisa, todos llevando en brazos la vaina de su réplica.
Pago mi ejemplar del Times y, abrazándolo contra el pecho como todo el mundo, echo a trotar en dirección oeste hacia Riverside Drive.
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Llego a mi apartamento pasada la medianoche.
Meto la cinta de vídeo dentro del reproductor y con la función de búsqueda adelanto hasta la escena del restaurante. Enciendo un cigarrillo y vuelvo a ver la escena. Mi mirada va de la cara de ella a la fotografía de Billy que hay sobre el televisor. Cualquier parecido que antes viera entre los dos ya no lo veo, o bien sí lo veo pero ya no me importa de la misma manera. Oigo la risa de ella. Puede que sea exactamente la misma risa que la de la chica de catorce años que oí por teléfono o puede que no. Ha desaparecido la crisis por no saber qué hacer con la mujer de la pantalla. Ya no soy consciente de estar viviendo ninguna crisis.
Me quito la ropa, voy hacia la ducha y mientras entro en ella tomo la decisión repentina de afeitarme la barba.
El agua caliente que me cae sobre los hombros me resulta maravillosamente relajante tanto en el sentido táctil como en el acústico. El vapor se eleva dentro del cubículo de la ducha. Empaña la puerta de cristal. Lo que antes era transparente se vuelve opaco.
Tengo un despacho en la calle Cincuenta y siete Oeste, pero en muchos sentidos mi despacho es esto. Es en la ducha donde resuelvo conflictos, se me ocurren ideas y acepto todo lo que haya que aceptar en mi vida. Fue en esta misma ducha donde se me ocurrió mi película de Ulises en el Espacio, y es en esta ducha donde de vez en cuando recupero el tema para retocar la idea.
Y es lo que hago ahora.
Me imagino la goleta solar con su vela solar de una milla de altura navegando por el espacio y el tiempo. Me imagino la escena de las sirenas como algo sacado de la MTV. Ulises, atado al mástil, ve vídeos de lo que se ha perdido al haber pasado tantos años lejos de casa. Ve las escenas que podría haber vivido con su hijo Telémaco pero que ya no podrá vivir nunca. ¿O sí? Las seductoras imágenes materializadas por el canto de las sirenas lo atormentan mostrándole lo que podría haber sido. Se arranca las cuerdas que lo atan al mástil.
Me afeito.
Después de afeitarme, paso a ponerme champú en el pelo. El champú que utilizo se fabrica especialmente para los usuarios frecuentes como yo.
Me siento tan relajado que hasta el puño de hierro de mi próstata se afloja un poco y puedo mear libremente por primera vez en mucho tiempo. Pienso en Dianah.
Se equivocó al decir que soy un asesino en potencia lleno de furia y odio. No estoy furioso con nadie. No odio a nadie, ni siquiera a Cromwell, por mucho que quiera odiarlo. Nunca le he causado daño a nadie de forma premeditada.
Por otro lado, no tengo fuerza de voluntad para impedirme a mí mismo hacer daño a los demás de pasada, durante el decurso cotidiano de mi vida, en el simple proceso de ser quien soy.
De momento mi capacidad para causar daño se ha visto limitada solamente por mi escasez de oportunidades de hacerlo. Sé muy bien, porque me conozco, que soy capaz de causar mucho más daño del que he causado, tal vez incluso de matar a alguien, si se presentara el caso. No es que quiera la sangre de nadie en mis manos, es sólo que sería incapaz de refrenarme de derramarla.
Este rasgo de mi personalidad es motivo de preocupación, y me preocupa. Va dando tumbos en mi cabeza igual que un trozo de zanahoria dentro de un robot de cocina. Sin embargo, al mismo tiempo que da tumbos, se va volviendo más y más pequeña y por fin pierde todo su significado. Se une a la lista de preocupaciones, ideas y ocurrencias que integran la sopa psíquica de mi mente.
Mis antiguas crisis y preocupaciones ya no se distinguen entre ellas. Saber que no puedo obrar ni bien ni mal me provoca una gran sensación de libertad y de paz, puesto que en el caldo indistinto de mi mente ya no hay diferencia alguna entre lo que está bien y lo que está mal.
Sigue cayendo agua caliente de la alcachofa de la ducha. El vapor se eleva y se vuelve denso. En la democracia igualitaria de mi mente, reinan la paz y la igualdad absolutas. Todo es sopa.