1
Desde que regresé a mi apartamento el viernes por la tarde hasta que por fin vi la película de Arthur Houseman el domingo por la noche, la cinta de vídeo, sacada del sobre y puesta encima de él, estuvo sobre la mesa de mi comedor.
Y allí se pasaron todo el tiempo, la una encima del otro. Una cinta de vídeo. Y un sobre de papel manila. Dos objetos ordinarios y producidos en cadena. Tan ordinarios y familiares como los vasos de plástico o las maquinillas desechables. Tenía que haber en circulación cientos de miles, si no millones, de sobres de papel manila y cintas de vídeo absolutamente idénticos a los que yo tenía en la mesa de mi comedor.
Sin embargo, después de convivir dos días con ellos, mirándolos, cogiéndolos y volviéndolos a dejar, su misma ordinariedad producida en cadena empezó a conferirles cierta naturaleza de premonición. Tal vez no de premonición concreta, pero sí de una especie de premonición general y producida en cadena.
A eso había que sumarle la incomodidad personal que me suscitaban las cintas de vídeo. Su aceptación sumisa de todas las imágenes e impresiones a las que eran expuestas era un rasgo que yo también tenía. Se vendían cintas de vídeo de muchas calidades distintas, pero que yo supiera no existía ninguna que tuviera conciencia y se negara por principios a registrar abominación alguna. De lo absolutamente trivial a lo verdaderamente sublime, a ellas les daba completamente igual. El hecho de que se pudieran reutilizar me resultaba particularmente inquietante. El hecho de que se pudieran borrar simplemente grabando otra cosa encima. De pronto lo que había allí ya no estaba. Había sido reemplazado por lo que había ahora. Lo que me inquietaba era lo mucho que yo tenía en común con aquellos objetos inanimados.
2
Domingo por la noche.
Desconecté el teléfono para que no me interrumpiera nadie mientras veía la película. Cogí un cenicero limpio y un paquete de tabaco y los dejé en la punta de la mesa que quedaba junto al sofá. Luego introduje la cinta de vídeo en el reproductor.
No había créditos. Ni música. No había nada que me dijera cómo se titulaba la película. La película empezaba sin más.
Un hombre de treinta y tantos años iba al volante de un coche. Conducía despacio, con las dos manos sobre el volante. Iba por una calle residencial estrecha y flanqueada de casas, césped y árboles. A juzgar por los árboles, parecía un pueblecito del interior. A juzgar por la luz, era primera hora de la mañana.
El tipo se detuvo ante una señal de stop y se quedó esperando un momento demasiado largo. Veíamos un plano muy corto de su cara que sugería que estaba pensando en cosas que no debía.
El tempo con que avanzaba la película era lento y deliberado, pero igual de hipnótico y falto de pretensiones que un río que fluye. Era una historia de amor entre un hombre y una mujer casados con otras personas.
En el minuto quince más o menos, la escena cambiaba por primera vez y veíamos un restaurante local.
Nuestros aspirantes a amantes, que todavía no lo eran, se presentaban allí para tomar un café.
Parecían muy ansiosos por demostrar a los demás, además de a ellos mismos, que si iban juntos a un sitio público era porque no tenían nada que esconder.
Se sentaron en un reservado.
Una camarera, interpretada por una actriz a la que yo no había visto nunca, los miraba de lejos. No tenía nada particularmente atractivo ni peculiar en absoluto, como no fuera la inusual blancura de su cara. Era una cara igual de ordinaria que la decoración del restaurante.
Se los quedó mirando. Le caían bien los dos. Se acercó a su reservado para apuntar el pedido.
—Hola —les dijo—. ¿Cómo les va todo-todito-todo? —Y sin esperar respuesta, les preguntó con tono burlonamente sofisticado—: ¿Quieren oír ustedes cuáles son los platos del día?
Ella conocía a la pareja. Y ellos la conocían a ella. Estaban en uno de esos pueblos donde casi todo el mundo conocía a todo el mundo, y no había nadie que no supiera que aquel restaurante no tenía platos del día.
Después de decir su frase, como si se hubiera hecho gracia a sí misma, la camarera se echó a reír.
Todo se detuvo. La cinta de vídeo siguió reproduciéndose, la escena del restaurante continuó, pero yo ya era ciego y sordo a todo, estaba trastornado y desorientado por aquella risa que acababa de oír.
Conocía a aquella mujer. No la había visto en la vida pero la conocía. Yo no sabía su nombre y ella no sabía el mío, pero la conocía.
3
Dianah y yo nos conocimos y nos casamos bastante jóvenes. Yo iba a Columbia. Ella estudiaba al otro lado de la calle, en el Barnard College. Nos conocimos en una fiesta y nos enamoramos a primera vista, tal como después le dijimos a la gente. Yo estaba haciendo un doctorado. Ella una licenciatura. El mío en Literatura Comparada. La de ella en Ciencias Políticas. Ella era rubia y menuda. Yo era más bien moreno y fornido. Ella tenía un aspecto inmaculado. Yo en aquella época iba vestido, no sin cierta afectación, como si fuera una sobrecubierta ajada de libro. Sus padres vivían en Santa Bárbara, California, y los míos en Chicago, Illinois. Juntos, como un binomio presidencial políticamente correcto, Dianah y yo dábamos la impresión de tenerlo todo.
Ella se licenció en el Barnard al mismo tiempo que yo me doctoré en Columbia. Nos casamos poco después. Sus padres eran muy ricos. Y estaban emocionados de que su hija se casara con un miembro certificado de lo que ellos llamaban «la intelectualidad». Nos compraron un apartamento enorme en Central Park West y nos dotaron del dinero suficiente como para que ninguno de los dos tuviera que trabajar para vivir. Eran bastante viejos y, cuando se murieron, la fortuna que Dianah heredó fue sustancial.
Y ahí estábamos. Éramos jóvenes, ella era hermosa, yo era un intelectual, éramos ricos, lo teníamos todo salvo un bebé.
Dianah quería tener un bebé inmediatamente. No era solamente que quisiera ser madre. Quería ser una madre joven. Sus padres la habían tenido de muy mayores y ella se sentía estafada por no haber llegado a conocerlos nunca de jóvenes. No quería que su criatura tuviera que pasar por aquella misma experiencia.
Iba a ser una madre joven. Le encantaba aquella imagen de sí misma.
—Nos llevaremos al bebé a todas partes —no paraba de decirme.
Liberado por la fortuna de Dianah de la necesidad de hacer carrera académica, me puse a intentar escribir algo propio. Pronto descubrí que aunque se me consideraba un conversador ingenioso y divertido, talento muy admirado en los círculos sociales en los que me movía, en realidad no tenía nada que decir. Hasta mi talento como conversador era el de alguien capaz de responder a las ideas ajenas pero no de iniciar ideas propias. Parecía que me faltaban tanto el talento como el impulso creativo necesarios para ser escritor.
Por entonces ser padre, crear a un bebé, me pareció una empresa artística de la que era capaz. Me entregué por completo a ello. Dianah sería una madre joven. Yo sería un padre más o menos joven. Y nos llevaríamos al bebé a todas partes. Nos tomamos aquello con pasión.
La pasión produjo un embarazo tras otro pero ningún bebé. Los abortos espontáneos se sucedían y eran siempre seguidos primero por una profunda depresión y luego por un deseo renovado y casi fanático de tener una criatura.
Después de su quinto aborto espontáneo, a Dianah le entró el pánico. Consultamos a varios especialistas, que le aseguraron que no tenía ningún problema biológico, que se estaba presionando demasiado para tener un bebé y que si simplemente se relajaba y se esperaba un par de años antes de intentarlo otra vez, lo más seguro era que todo saliera bien.
Pero Dianah no podía esperar. Tenía la sensación de que se le estaba acabando el tiempo. Se vio a sí misma repitiendo el patrón de sus padres y quedándose embarazada cuando su juventud ya quedara muy lejos.
Quería ser una madre joven.
Decidimos adoptar a un bebé.
Enseguida descubrimos, sin embargo, que si queríamos adoptar a un bebé por los canales normales, tardaríamos mucho. Tal vez unos años. Todas las agencias de adopción donde presentamos solicitudes tenían largas listas de espera, y Dianah no podía esperar.
Descubrimos que había otras formas de conseguir un bebé y de conseguirlo deprisa. Había abogados especializados en aquel campo, y venían avalados por el Colegio de Abogados del estado de Nueva York, y como tenían diplomas de reputadas facultades de Derecho de la Ivy League colgados en las paredes de sus bufetes, resultaba mucho más fácil pasar por alto la naturaleza no del todo legal de su trabajo.
Contratamos a uno de aquellos abogados. Sus honorarios eran exorbitantes pero no presentaban problema alguno con nuestros recursos.
En menos de un mes nos llamó para darnos la feliz noticia.
Contesté el teléfono en la sala de estar, y en cuanto Dianah descubrió la naturaleza de la llamada, corrió al teléfono de nuestro dormitorio y lo descolgó.
Nuestro bebé. Ya era nuestro. El abogado no paraba de llamarlo «su bebé». Nuestro bebé todavía no había nacido. Seguía en el útero de su madre. La chica que iba a dar a luz al cabo de unos días solamente tenía catorce años. Era de Charleston, Carolina del Sur. Su novio, el padre de la criatura, tenía diecisiete. Hacía dos meses que había muerto en un accidente de tráfico. Conducción bajo los efectos del alcohol. Los padres de la chica eran muy pobres pero muy religiosos, y no querían ni oír hablar del aborto.
Nuestro abogado siguió hablando.
Nos contó que en aquellos asuntos la confidencialidad era crucial. Que nunca sabríamos cómo se llamaba la madre biológica y ella tampoco llegaría a conocernos. Cuando se revelaban los nombres, se producían ramificaciones legales desagradables y costes emocionales desgarradores. Por consiguiente, él, nuestro abogado, sería nuestro representante. Sería él quien viajara a Charleston. Esperaría allí hasta que naciera el bebé. Lo recogería y nos lo traería junto con toda la documentación necesaria.
También tendríamos que pagar los gastos de hospitalización de la chica, el viaje de ida y de vuelta de nuestro abogado a Charleston y cualquier otro gasto en que él incurriera mientras esperaba allí a que naciera el bebé, además del resto de los honorarios mutuamente acordados que cobraba por sus servicios a la entrega del bebé.
—Felicidades —nos dijo.
Oí que Dianah gritaba de alegría por el teléfono supletorio. Corrí hacia ella desde la sala de estar y ella corrió hacia mí desde el dormitorio. Nos encontramos en el pasillo y volamos el uno en brazos del otro.
Al día siguiente, Dianah se entregó a un frenesí de compras. Parecía que cada dos o tres horas se abría la puerta y aparecía sepultada bajo paquetes de cosas de bebés. Juguetes. Mantas. Pañales. Biberones. Animales de peluche demasiado grandes para envolverlos. A continuación salía otra vez a por más compras. Unos repartidores trajeron una preciosa cuna. Dianah le colgó unos móviles encima. Jamás la había visto tan feliz.
Al cabo de tres días nos volvió a llamar el abogado. Dianah estaba fuera comprando más cosas para el bebé.
Nuestro abogado me explicó que llamaba desde la sala del hospital donde la chica se estaba recuperando. Hablaba en voz muy baja. Casi susurrando. No, no, dijo, no había ningún problema. Para nada. Todo iba bien. La chica había dado a luz hacía muy poco. El bebé estaba bien. Se lo habían llevado deprisa para que la chica no tuviera oportunidad de cogerlo ni de verlo, lo cual reducía el riesgo de que le cogiera apego. Ni siquiera sabía si había dado a luz a un niño o a una niña.
—Es niño —me susurró.
Me llamaba por un asunto de nada, me dijo, pero si me incomodaba me podía negar. La chica le había suplicado que le dejaran oír las voces de la pareja que iba a adoptar a su bebé. Oírlas nada más. Oír cómo sonaban sus voces.
Si Dianah hubiera estado conmigo, me habría limitado a pasarle el teléfono y dejar que hablara ella con la chica, de madre a madre. Pero como no estaba, acepté hacerlo yo.
—No hace falta que lo haga si no quiere —me aconsejó nuestro abogado.
—Ya lo sé.
—Acuérdese —me susurró—. Nada de nombres.
—Sí. Ya lo sé.
Hubo una larga pausa y luego una voz muy joven y adormilada se puso al teléfono y me habló arrastrando suavemente las sílabas al estilo sureño:
—Hola.
—Hola —contesté yo.
Siguió otra larga pausa y después, como no sabía qué más decir, le pregunté cómo se encontraba.
—Cansada —me dijo—. Yo creía que tener un bebé dolía más. Pero no ha dolido. Ni la mitad de lo que yo creía. Solamente me ha cansado mucho. No me aguanto de sueño. Me han puesto en una habitación muy bonita.
—Mi mujer no está en casa —me sentí obligado a decirle, para que no se quedara con la duda de por qué no estaba hablando con la futura madre de su criatura—. Está comprando cosas de bebé. Lleva comprando cosas desde que nos avisaron.
—Dígame, señor, si no le importa que se lo pregunte: ¿son ustedes ricos?
—Pues sí.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Muy ricos?
—Unos ricachones de mierda —le dije.
Tal vez fue la forma en que lo dije. Le salió un borboteo de risa a modo de respuesta. Su risa tenía un timbre ronco, como de carraspera, que no solamente parecía poco habitual para alguien de su edad y sorprendente dadas las circunstancias, sino que también provocó que la risa se le quebrara, como si se le estuviera apagando, para volver a estallar un momento más tarde, una octava más alta. Al final se fue apagando, suavizándose más y más, aunque todavía rasposa, como el ruido de alguien bailando con zapatillas blandas.
Hablamos un poco más. Ella me llamaba todo el tiempo «señor». Yo no sabía cómo llamarla. Me pidió que le prometiera que querría mucho a su bebé y que éste tendría de todo. Se lo prometí. Le di las gracias por darnos a su bebé.
—No se merecen, señor —me dijo ella.
Y luego, cansada y adormilada, me dijo:
—Adiós.
Cuando Dianah regresó, le conté la llamada telefónica. Me salté la descripción de la risa de la madre.
4
Odio y he odiado siempre el término «pequeña obra maestra». Se trata de una categoría que a los críticos de cine les encanta usar para describir ciertas películas extranjeras. El término «pequeña obra maestra» parece sugerir la existencia de todo un espectro de tamaños de obras maestras, como si fueran productos en las estanterías de un supermercado: pequeñas, medianas, grandes y extragrandes. Y, sin embargo, a pesar de lo mucho que detesto y aborrezco ese término, no se me ocurre nada más adecuado para describir la película del Viejo. Lo pone a uno en su sitio, o incluso lo humilla, darse cuenta de que hay ocasiones en que somos igual de fatuos que los críticos de cine.
La película era una obra maestra porque era perfecta. Y era «pequeña» porque trataba del amor.
Un hombre y una mujer. Los dos estaban, tal como decían ellos mismos, felizmente casados. Luego, por casualidad, se conocían. Entre ellos se materializaba la visión de una clase distinta de vida y una clase distinta de amor. Era como si en algún momento de sus vidas se les hubieran roto las almas por la mitad. Y cuando ya se habían adaptado y habían encontrado la forma de ser felices viviendo con media alma, entonces conocían a la persona que tenía en su poder la otra mitad. Los bordes rotos y serrados, igual que las dos mitades de un mapa del tesoro, encajaban a la perfección.
Después de conocerse, ya no podían desconocerse. Después de experimentar la sensación de estar enteros, ya no podían fingir que no había pasado.
De manera que siguieron viéndose y empezó la aventura amorosa.
El mero hecho de estar juntos, en un coche, en una cafetería o en una habitación de motel, hacía subir el voltaje de sus vidas, hacía que en ambos brillara una luz distinta. A ella le cambiaba la cara, se le volvía más hermosa, cuando estaba con él. Y también él cambiaba cuando estaba con ella. Cuando estaban juntos cobraba vida una tercera entidad. Un espíritu. El espíritu santo del amor mismo.
Pero mantener viva aquella clase de amor requería una cantidad exorbitante de energía, tanto emocional como espiritual, puesto que el amor que sentían el uno por el otro también era exorbitante. Cada vez que se juntaban, prácticamente protagonizaban un acto mutuo de autoinmolación. Los dos eran personas normales y corrientes, un hombre y una mujer normales y corrientes, atrapados en una aventura amorosa extraordinaria que requería cantidades enormes de recursos internos para alimentar el fuego del amor que sentían.
No era la infidelidad lo que los preocupaba, ni tampoco lo que decía de ellos la gente del pueblo. Era la tremenda cantidad de energía que necesitaban si querían seguir amándose.
En el curso de la película descubrían que las exigencias de aquella clase de amor eran demasiado para ellos. Intentaban apañarse con menos. Se daban cuenta de que, como resultado de aquel racionamiento, algo divino se estaba apagando y muriendo entre ellos. Pero no podían sacudirse de encima la entropía. Al final ya solamente los veíamos a ellos dos, sentados en aquel mismo restaurante donde los habíamos visto al principio de la película. Los dos solos. El espíritu, el espíritu santo del amor, los había abandonado.
Incapaces de entender lo sucedido, de aceptar la responsabilidad de lo que habían permitido que sucediera, usaban sus matrimonios como excusa para poner fin a su historia de amor. Los dos alegaban que la causa de su separación era la culpa que sentían, ella hacia su marido y él hacia su mujer. Lo decían para evitar hacer frente a la culpa mucho mayor y a la infidelidad mucho mayor que estaban cometiendo hacia sus almas, nuevamente rotas por la mitad.
Los veíamos unos años más tarde, en la fiesta del 4 de Julio que se celebraba en el parque del centro de su pueblo. Estaban presentes el marido de ella y la mujer de él. Estaban presentes sus hijos. En una escena llena de normalidad desgarradora, veíamos fuegos artificiales.
Ambos habían regresado al redil de sus familias y de sus vidas anteriores, pero estaba claro que ya nunca dejaría de atormentarlos la visión del amor al que habían permitido morir. Y debido a que conservaban el recuerdo de esa visión, y del papel que ellos habían jugado en su desaparición, en aquella escena final del parque, a pesar de los fuegos de artificio y de las festividades y de los amigos y las familias que los rodeaban, parecían encontrarse igual de solos que un preso en el corredor de la muerte.
La película era una historia de amor, pero sería más adecuado considerarla una historia sobre el amor, una historia que exploraba la expiración del amor en todos nosotros. La tragedia de los recursos limitados del hombre.
La camarera del restaurante, aquella mujer que yo sabía que era la madre de Billy, aparecía varias veces más en la película, pero siempre como parte del telón de fondo de una escena que pertenecía a otros. No volvía a tener más líneas de diálogo.
La película terminaba igual que había empezado. Sin créditos de salida. Sin música. Ni siquiera ponía FIN al final. Nada. Se terminaba sin más.
5
Han pasado cuatro días. Son poco más de las tres de la madrugada. Estoy sentado en el sofá de la sala de estar, fumando, con un cenicero en el regazo. En la mano tengo uno de esos chismes de control remoto. Encima del televisor he colocado una fotografía enmarcada de Billy. Su foto de graduación del instituto. Estoy viendo otra vez en pantalla la escena del restaurante. Aparece la camarera. Va al reservado. Dice sus líneas. Se ríe.
La risa le sale a borbotones. La misma risa ronca como una carraspera de aquella chica de catorce años que oí por teléfono hace veinte.
A continuación rebobino y vuelvo a poner la misma escena una y otra vez.
Llevo horas haciéndolo.
Doy rienda suelta a mis pensamientos o bien ellos se dan rienda suelta a sí mismos, cuesta distinguir una cosa de la otra. Tengo la clase de pensamientos que solamente debería tener Dios, pero es que el chisme de control remoto que tengo en la mano me hace sentir como un dios.
Los tres, Billy, su madre debajo de él en la pantalla y yo sentado en el sofá delante de ellos, somos como ríos paralelos, líneas paralelas, que en la vieja geometría euclidiana no podían encontrarse ni cruzarse, pero que en este universo moderno donde el tiempo y el espacio se deforman sí pueden. Haciendo un par de llamadas telefónicas (otro chisme de control remoto) puedo alterar el paisaje de nuestras tres vidas. Puedo provocar una confluencia. Puedo, igual que Dios, reunir a una madre con su hijo. Hay algo aterrador en un acto así, en esa forma de manipular, pero yo sé que puedo llevarlo a cabo.
¿Qué pasaría, me pregunto, si organizara una reunión entre madre e hijo sin que ninguno de los dos supiera que son madre e hijo?
¿Acaso algo en ellos reaccionaría al otro?
¿Acaso sabrían de alguna manera que son de la misma sangre?
Mis pensamientos siguen su rumbo mientras yo vuelvo a poner la escena en el televisor.
Pese a mis muchos defectos como padre, ahora tengo en mi poder (¿verdad que sí?) algo enorme y esencial que le puedo dar a Billy y que compensaría (¿verdad que sí?) de un solo golpe todas mis negligencias pasadas. Si yo le devuelvo a su madre, eso arreglaría con creces (¿verdad que sí?) todo lo demás.
¿Qué mayor regalo le puedo hacer?
Y al hacérselo, ¿acaso no se formaría un lazo entre nosotros, un lazo nuevo, que a su manera sería de amor? ¿Acaso en adelante no me consideraría ya un padre verdadero, porque quién si no un padre le devuelve un hijo a su madre?
Y su madre, ¿acaso no vería en mí a un bienhechor que le devuelve algo a lo que renunció como una tonta cuando era una niña?
Es posible (¿verdad que sí?) que llegue a convertirme en parte preciada e indispensable de sus vidas. Fue Saul, dirán (¿verdad que sí?) quien nos reunió. Se lo debemos a él y siempre le amaremos por ello. Y como resultado por fin tendré (¿verdad que sí?) un hogar propio en sus corazones.
Doy rienda suelta a mis pensamientos, o bien ellos me dan rienda suelta a mí, cuesta distinguir una cosa de la otra, y gracias a que mi humor me lo permite, me prevengo a mí mismo de que no es buena idea poner en marcha esos pensamientos.
Me digo a mí mismo que mi noción divina de intervenir en sus vidas es una terrible equivocación.
Un hombre como yo, que es incapaz hasta de desempeñar como es debido el papel de hombre, no debería intentar jugar a ser Dios con las vidas ajenas.
Mis emociones dominantes son el juicioso comedimiento y la preocupación por el bienestar de Billy y su madre.
Pero me conozco. Sé que la mente me da vueltas. Sé que mis estados de ánimo son como las fases de la Luna. Lo sé todo excepto cómo dejar de ser como soy.