1
Mi cita para almorzar con Cromwell es a las dos, pero llego al hotel todavía más temprano que de costumbre, temprano hasta para mí. El reloj de anticuario del vestíbulo marca la una y media. Me queda media hora antes de coger el telefonillo del hotel y decirle que ya he llegado.
El vestíbulo es todo madera y sillones de orejas. Al lado de cada sillón hay un cenicero de pie enorme. Me siento en uno de los sillones de orejas de cuero, tachonados de botones relucientes de latón, y me enciendo un cigarrillo. Por una vez, no soy el único que está fumando. A los europeos acomodados les encanta este hotel, y los europeos acomodados aún fuman. El vestíbulo está abarrotado de ellos. Oigo italiano, alemán y español. El inglés tiene un fuerte acento británico. Fumo y dejo que mi mano libre planee sobre los botones de latón relucientes de mi sillón, que tienen las puntas tan grandes como si fueran tachuelas de botas de clavos. Refreno el impulso de contarlos.
El ascensor me queda justo delante, y veo abrirse y cerrarse sus puertas, trayendo aquí abajo a gente nueva y llevándose arriba a los que ya he visto. Los perfumes de las mujeres que se marchan permanecen un rato en el aire hasta que los reemplazan los perfumes de otras nuevas.
2
No solamente llego antes de tiempo, sino que le llevo mucha delantera a Cromwell en todos los sentidos.
Sé, por ejemplo, que vendrá con un sobre de papel manila en las manos. Y en el sobre habrá o bien un guión que necesita reescritura o bien una cinta de vídeo con una película que necesita un montaje nuevo. El sobre de papel manila esperará ahí mientras nosotros hablamos de otras cosas.
No necesito nada de él. No necesito el dinero de un encargo nuevo. No tengo ambiciones. No puedo sucumbir a los halagos porque conozco los estrechos límites de mi supuesto talento y, en todo caso, me molesta la gente, como me molestaba Guido, que intenta convencerme de que soy mejor de lo que creo. No lo soy. Soy todo lo bueno que puedo ser y todo lo bueno que seré. Y todo esto lo sé.
Si alguien está engañando a alguien, soy yo quien está engañando a Cromwell al estar aquí cuando no tengo absolutamente ninguna intención de volver a trabajar para él.
Mi mascota, ese hombre moral que tengo dentro, está ocupado dándole los últimos retoques a su arenga, al monólogo moralista que tiene planeado soltarle a la cara a Cromwell.
«Escúchame, Cromwell, y escúchame bien…».
3
A las dos en punto cojo el telefonillo del hotel y lo llamo. Él se deshace en disculpas, me informa de que lleva un poco de retraso y me sugiere, sin saber que ya llevo media hora esperándolo, que vaya al restaurante anexo al vestíbulo. La reserva está a su nombre. No tardará mucho.
—Tómate una copa y relájate, bajaré lo antes posible. Y siento el retraso. Lo siento de verdad.
Y da la impresión de decirlo en serio.
4
El restaurante del hotel es la elegancia del viejo mundo personificada. Apenas está lleno hasta la tercera parte de su capacidad, y la proporción entre camareros y clientes está considerablemente desequilibrada en beneficio de los clientes. Cromwell no fuma pero ha reservado una mesa para nosotros en la zona de fumadores por deferencia a mi hábito. Puede ser muy considerado cuando quiere.
Esa atmósfera de elegancia y dignidad del viejo mundo me hace sentir, mientras enciendo mi cigarrillo, que no estoy aquí a título personal sino más bien en calidad de representante de un país o de una causa, y que dentro de poco voy a firmar un importante tratado en La Haya, que queda justo en la acera de enfrente.
Mi camarero llega y, como un diplomático de primera fila que se dirige a otro, me pregunta si quiero una copa. Es una pregunta importante, de manera que me concede tiempo para pensar. Le contesto en tono pensativo que sí, que la quiero. Un Bloody Mary. A su modo decoroso, parece complacido por la decisión y se traslada hacia el barman para comunicarle la feliz noticia.
Las paredes del restaurante están decoradas con litografías de viejas embarcaciones a vela. Goletas, fragatas, buques de guerra. Algunas parecen ser obra de artistas primitivos y autodidactas con nociones grotescas de la perspectiva. El casco de un clíper se muestra en su totalidad por encima de la superficie, como si el peso de la embarcación no consiguiera ni hacer una abolladura en el agua.
Mi camarero me trae mi Bloody Mary, hace una reverencia y se retira. Enciendo un cigarrillo.
5
Aparece Cromwell. Lo veo de espaldas a mí, despidiéndose con la mano de alguien que está en el vestíbulo. Luego se da la vuelta y escruta el restaurante. Me ve. Sonríe. Lleva un sobre de papel manila.
Me pongo de pie. Nos damos un apretón de manos. Nos damos palmaditas en la espalda. Nos ponemos a paliquear.
—Lo siento muchísimo… —Se vuelve a disculpar por llegar tarde. ¿Qué puede hacer?, me dice. Solamente está en la ciudad unos días y tiene muchísimos cabos por atar antes de marcharse a Europa. Ah, ¿no me lo ha contado? El lunes vuela para Europa. Quiere ver por sí mismo lo que está pasando allí. Rumanía, Hungría, Bulgaria, Polonia, Checoslovaquia. Todo, vamos. Luego irá a Moscú. El mundo está cambiando y quiere ver los cambios en persona. Es un momento emocionante para vivirlo, ¿no estoy de acuerdo?
Pues sí.
Se pasa un rato aguantando el sobre de papel manila, a continuación lo pone distraídamente a un lado y lo deja allí. Lo que sea que hay en ese sobre es para mí, pero él todavía no quiere hablar de ello. Lo que sea que hay en ese sobre le infligirá un daño enorme a alguien, porque todo lo que hace Cromwell le inflige un daño enorme a alguien. Como tengo mucha experiencia con los sobres de papel manila, puedo ver por su forma que el objeto de dentro no es un guión sino una cinta de vídeo.
Una vez más le llevo delantera. Gracias al viaje que hizo Guido a Los Ángeles y a los cotilleos que se trajo, estoy bastante convencido, casi del todo, de que la cinta que hay dentro del sobre es una copia en vídeo de la película que Cromwell le ha quitado a su director, a Arthur Houseman, el Viejo. El tesoro nacional del cine americano.
Entretanto, hacemos coña sobre la noche anterior y la cena en el Café Luxembourg. Qué bien estuvo. Qué bueno fue volver a vernos después de tanto tiempo. Qué encantado está Cromwell de volver a estar en Nueva York. El Café Luxembourg es su restaurante favorito. En Los Ángeles simplemente no tienen restaurantes así, se lamenta. Le encantaría vivir en Nueva York, pero su trabajo se lo impide. Yo me muestro comprensivo. Él me elogia por vivir aquí y por mantenerme lejos de la competición feroz que es Los Ángeles, a diferencia de tantos otros guionistas. Le parece muy sabio por mi parte.
Nuestra charla es como un vals sentados. El ritmo es familiar. Los pasos del baile están completamente interiorizados. Paliqueamos con compás de tres por cuatro y me da la sensación de ser yo quien lleva la conversación.
Seguimos charlando. Nuestros comentarios se vuelven intercambiables. Él me dice, o le digo yo, que se me ve muy bien. Que yo nunca lo he visto, o él nunca me ha visto, tan bien. Y yo le respondo, o él me responde, que me siento bien. Que el secreto de tener buen aspecto es sentirse bien.
Siento una gran afinidad por esta clase de cháchara descerebrada. Solamente interviene mi boca, y eso me deja la mente libre para pensar en otras cosas.
Mientras bailamos nuestro vals me pregunto por la naturaleza del mal. Por la naturaleza de esa maldad monolítica de Cromwell. ¿Qué la hace tan atractiva?
No, no es únicamente el hecho de que si me comparo con él me siento medio decente, casi virtuoso, aunque ésa es una de las ventajas adicionales de asociarse con el mal.
No, hay algo más.
Me concentro en el problema que tengo entre manos (mientras sigo con mi cháchara) como si fuera Einstein llevando a cabo uno de sus experimentos mentales. Busco un marco teórico más amplio para el hecho de que Cromwell sea irresistible.
La respuesta que encuentro es la siguiente: la maldad monolítica resulta irresistible porque plantea la posibilidad de la bondad monolítica entendida como fuerza que la compensa. Solamente soy consciente de esto cuando estoy en compañía de Cromwell. Es su maldad la que hace que me venga la bondad a la cabeza.
El mismo principio rige mis mentiras crónicas. No miento porque me dé miedo la verdad, sino más bien a modo de intento desesperado de preservar su existencia. Cuando miento, siento que me estoy escondiendo de la verdad. Lo que me da miedo es que si alguna vez dejo de esconderme de ella, tal vez descubra que la verdad no existe.
Y el mismo principio, de nuevo, rige mi gusto por la cháchara descerebrada. Da la impresión de que el hecho de no decir nada una y otra vez, de formas distintas, me ayuda a conservar la esperanza en que llegado el momento tendré algo esencial que expresar. Una cosa llama la atención sobre la otra.
De manera que mientras bailo el vals con Cromwell y hago casar sus banalidades con las mías, estoy convencido de que la próxima vez que vea a mi hijo, tendré algo muy sentido y genuino que decirle. Este hombre, Cromwell, a quien me muero de ganas por odiar, me hace pensar en el hijo a quien me muero de ganas por querer.
6
Pedimos un almuerzo ligero. La sopa del día es crema de almejas, estilo Manhattan. Pedimos sopa para los dos. Sopa y ensalada.
Cromwell sigue con agua mineral.
Yo me pido otro Bloody Mary.
—Cómo sois los escritores. —Cromwell, impresionado por lo mucho que bebo, suspira y niega con la cabeza—. No sé cómo lo haces, Saul. De verdad que no. Si yo me hubiera bebido todo lo que tú te bebiste anoche, todavía estaría en la cama. En serio. Y en cambio tú estás aquí, siguiendo la juerga de anoche, mientras que yo todavía no he podido superar la resaca. Cómo sois los artistas. —Suspira y levanta los brazos en gesto de admiración—. Estáis hechos de una madera distinta a la nuestra, en serio.
Yo le dejo que me llame artista para que crea que me está tomando el pelo. Nada de lo que él haga o diga me puede coger con la guardia baja. Voy muy por delante de él.
La conversación se desvía, o más bien la desvía él, hacia el arte. Hacia la literatura.
Me da las gracias por recomendarle Los asiáticos. Se trata de una novela que le recomendé hace más de dos años y que por fin ha encontrado tiempo para leer.
—Brillante —me dice—. Absolutamente brillante. No he leído en mi vida nada parecido.
¿Creo yo que Los asiáticos podría ser una película? Su forma de formular la pregunta transmite la impresión de que todo depende de mi respuesta. Si le digo que sí se hará una película y si le digo que no, no.
Discutimos sobre las ventajas y los inconvenientes de la novela de Prokosch, la novela de carretera por antonomasia, y sobre los problemas que plantearía intentar convertirla en la película de carretera por antonomasia.
Cromwell es un hombre leído, igual de leído que yo o tal vez más, a pesar de todos los años que me pasé en la escuela de posgrado y haciendo el doctorado en Literatura Comparada. Ha leído a los grandes autores griegos y latinos de la Antigüedad. Ha leído a los rusos, y no solamente a esa Santísima Trinidad rusa que son Tolstói, Chéjov y Dostoievski, sino también a Andréi Biely, a Sologub, Kuprin y la poesía de Blok y Ajmátova.
Conoce la música clásica. Su oído es capaz de distinguir entre una buena grabación de un concierto de piano de Beethoven y otra definitiva. Puede pasarse horas hablando de la influencia de Wagner sobre Thomas Mann. Le encanta la poesía de Elizabeth Bishop y se le ha oído citar pasajes largos de su obra. Yo sé, porque lo conozco muy bien, que cuando él visite esos países de Europa del Este, dedicará una buena parte del tiempo a ir a museos, teatros, conciertos, ballets, etc.
Es un hombre ilustrado. Culto y de buena cuna. Leído. Civilizado. Pero malvado. No es que sea malvado por falta de erudición ni tampoco por culpa de ella. Es malvado además de erudito.
7
—Esto —dice, refiriéndose al sobre de color manila que yo tengo a mi izquierda y él a su derecha— es una auténtica tragedia. No pasa a menudo, pero de vez en cuando me llega un proyecto al que le cojo mucho cariño, y cuando no funciona, me duele igual que si una mujer me hubiera roto el corazón.
Me está mintiendo, por supuesto. Pero lo está haciendo a su manera. Quiere que sepa que está mintiendo. Quiere que sepa que hasta la última palabra que me está diciendo es una mentira descarada. Estoy sentado delante de él, sintiéndome perdidamente anticuado, desconectado de las tendencias actuales. Cuando yo miento, es porque intento engañar a los demás y hacerles creer que estoy diciendo la verdad. Cuando miente Cromwell, lo que está afirmando es que no existe la verdad.
El camarero se ha llevado los restos del almuerzo y nos ha traído el café que le habíamos pedido. Me bebo el mío y enciendo otro cigarrillo mientras Cromwell sigue hablando.
—Esta película no solamente la he producido —dice, refiriéndose otra vez al sobre de color manila—. También la he financiado con dinero de mi bolsillo. Casi nunca lo hago, pero éste era un caso especial y una película especial. A fin de cuentas, no era una película de cualquier director, sino de Arthur Houseman.
Hace una pausa, como mostrando reverencia por el nombre que acaba de pronunciar. Mirándome fijamente. Leyéndome. Calibrando mi respuesta. Yo me felicito por haber adivinado el contenido del sobre y enarco una ceja con expresión de sorpresa burlona ante la revelación de Cromwell.
—¿El mismísimo Arthur Houseman? —le digo.
—El único —dice Cromwell con un suspiro—. El Viejo en persona. El último gigante vivo de nuestra profesión. Si no puedo invertir dinero de mi bolsillo en una de sus películas, entonces ¿qué sentido tiene decir que soy productor? No solamente es un genio, es un genio que ha influido en todo el mundo. No soy un hombre religioso, Saul. No creo en Dios, pero sí que creía en Arthur Houseman.
(Tal vez sea la luz del restaurante, o bien la ausencia de otros colores vivos que compitan con él, pero el amarillo del sobre de papel manila parece más amarillo que el de ningún sobre de papel manila que yo haya visto. Es tan amarillo como los letreros de la autopista cuando los iluminas con los faros en plena noche).
—Sin embargo —continúa Cromwell—, tenía que protegerme. Piensa en la edad del Viejo. En su salud. Ya estaba un poco delicado antes de empezar a rodar. El acuerdo al que llegamos tenía que ser una simple formalidad. Algo que contentara a la gente de la aseguradora. Como bien sabes, todas las películas necesitan estar aseguradas contra contingencias imprevistas. De manera que firmamos un documento que decía que si ocurría algún imprevisto y él se mostraba o bien física o mentalmente incapaz de entregar un primer montaje satisfactorio de la película, su propiedad me revertiría a mí, y a partir de entonces yo, en calidad de productor, haría con ella lo que juzgara mejor para la película.
Hace una pausa. Niega con la cabeza.
—¿Acaso soñé que podía pasar algo así? No. ¿Acaso me gusta verme ahora en esta situación tan dolorosa de tener que quitarle una película a un hombre al que venero? Ya conoces la respuesta, Doc. Me rompe el corazón. Me lo rompe de forma literal.
Da un sorbo de su café. Yo doy un sorbo del mío.
—Pero ¿qué puedo hacer? —continúa—. Esto… —Hace un gesto con la mano hacia el sobre de papel manila—. Este caos que él llama su primer montaje, y que no es el primero, cuidado, es su montaje final, no cumple ni con un mínimo de coherencia. Es como confeti, Doc. Te lo juro. Eso es lo que parece. Confeti de celuloide empalmado de cualquier manera. He intentado hablar con él, pero con el Viejo ya no se puede hablar. Debe de ser la combinación de edad avanzada y enfermedad, no sé. Lo único que sé es que ha perdido el rumbo, por mal que me sepa, pero por favor, no le digas ni una palabra de esto a nadie.
Yo asiento con la cabeza para refrendar mi voto de silencio. A continuación, como si fuera un panegírico por el Viejo, que ha perdido el rumbo, se hace un momento intenso y respetuoso de silencio. Y luego Cromwell sigue hablando.
—Como te digo, para hacer esta película he puesto dinero de mi bolsillo, pero ya me conoces, Doc. Y como me conoces seguramente mejor que nadie, tienes que saber que el dinero me importa un pimiento. He perdido dinero antes y lo volveré a perder. No es una cuestión de dinero. Este hombre —señala con el índice el sobre de papel manila— era uno de mis ídolos. Fue por él que elegí esta profesión. Crecí, como tanta otra gente, con sus películas, y ahora siento que soy el guardián de su nombre, de su reputación y de su lugar en la historia. Ésta será su última película. No le queda mucha vida. Como mucho, entre seis meses y un año. Y yo no puedo dejarle que se despida así. Él se merece algo mejor. Se da la situación de que tenemos que salvarlo de él mismo.
»No te quiero engañar, Doc. Esto no va a ser fácil de arreglar. Por lo que he visto, y Dios sabe que yo no soy artista como tú, pero por lo que he visto, es posible que la película no tenga arreglo. Sin embargo, si hay alguien que pueda salvar la última obra de ese gran hombre y ayudarlo a entrar en paz en el Panteón, eres tú. Tienes una facilidad prodigiosa con el celuloide y eres un genio del esqueleto, de la línea argumental. Sí, es verdad. Tú sabes que es verdad, o sea que no te hagas el humilde. Si en este montón de confeti hay alguna historia, tú eres el único que puede encontrarla y darle vida. No es que haya mucha trama precisamente…
Me cuenta un poco de la trama de la película, pero yo solamente finjo que lo escucho. Voy tan por delante de él que sé perfectamente que en cualquier proyecto en el que se implique Cromwell siempre hay dos tramas. Está la trama de la película en sí y luego está la trama de las motivaciones y maniobras de Cromwell en calidad de productor de esa película. Si acepto el encargo, manipularé una de las tramas. Y la otra me manipulará a mí.
Voy muy por delante de él, pero el hecho de ir por delante de él constituye un problema en sí. Me alucina mi propia previsión. Todo lo que está pasando se ajusta a mis predicciones y a mi capacidad visionaria de preverlo todo.
—Te he hecho una copia en vídeo de la película —me dice, y traslada el sobre de papel manila al centro de la mesa—. Además de lo que hay en la cinta, existen horas y horas de metraje que el Viejo rodó pero luego no se molestó en montar. Cuando se enteró de lo que yo estaba haciendo, intentó destruirlo todo, pero por suerte conseguimos rescatarlo a tiempo. Si te apetece ver algo de ese metraje, solamente tienes que hacerle una llamada a Brad y él se ocupará de todo. Entretanto, llévate a casa la cinta y échale un vistazo. Puede que no tenga arreglo. Puede que ni tú seas capaz de arreglarla. Piénsatelo. No hay prisa. Yo me voy a pasar cinco o seis semanas en Europa. Podemos hablarlo a mi vuelta o bien, si me necesitas antes, solamente tienes que darle un toque a Brad. Él sabrá dónde encontrarme.
Le hace una señal al camarero para que traiga la cuenta.
Me guiña el ojo mientras firma.
—Vaya pedazo de niña llevabas anoche, viejo bribón —me elogia.
Yo me encojo de hombros.
Él sonríe.
Yo sonrío.
Él se mira el reloj y me indica con un gesto que todavía tenemos unos minutos. Que no hace falta que me beba el café a toda prisa.
Me enciendo otro cigarrillo. Me quedo ahí sentado esperando a que pase algo. A que algún acto humano o divino me impida formar una nueva alianza con Cromwell. A que algo o alguien interceda por mí.
Si el conocimiento fuera poder, ahora todo el poder estaría de mi lado. Conozco tan bien a Cromwell que solamente una parte de la información de que dispongo sobre él bastaría para hacer que me apartara horrorizado de la oferta que hay sobre la mesa.
Y, sin embargo, no pasa nada.
El problema es que estar plenamente informado resulta en cierta forma tan satisfactorio que se convierte en un fin en sí mismo. En lugar de generar una respuesta, estar informado te impide responder.
Salimos andando juntos. Yo llevo en la mano el sobre de papel manila.
Nos despedimos en el vestíbulo.
Pasan unos minutos de las cuatro en punto cuando salimos del hotel. Park Avenue está embotellada de taxis en ambas direcciones. El amarillo del sobre de papel manila que llevo en la mano es más amarillo que todos los taxis juntos.