CAPÍTULO 9

1

¿Cómo describir el resto de aquella velada, la rapidez con que todo cambió al llegar Cromwell?

Estaba allí sentado con Laurie, siendo yo mismo, y al cabo de un momento me convertí en una persona distinta, que se puso de pie para abrazarlo y para recibir su abrazo.

Cómo nos abrazamos. Cómo metí barriga cuando noté la presión de su abdomen contra el mío. Y mi descubrimiento, o el suyo, que percibí, de que nuestras alturas relativas habían cambiado por culpa de los cuatro centímetros que yo había perdido.

La posición después del abrazo. Cómo él me apartó de sí para contemplarme con los brazos extendidos. Cómo me miró. Cómo me examinó, como diciéndome, que es lo que hizo:

—Déjame que te vea bien, Saul. Llevaba tiempo sin verte. Demasiado tiempo, ¿no?

—Pues sí —dije.

Cómo lo dije.

Su frente. El tamaño de su frente. Su envergadura descomunal.

La jovencita oriental que tenía al lado, su ligue, su concubina. El resplandor desprovisto de alegría de sus ojos de muñeca.

Yo presenté a Laurie como «una vieja amiga muy joven».

Cromwell le estrechó la mano con la derecha mientras con la izquierda me daba un apretón a mí en el hombro, como si mi carne fuera una sustituta de la de Laurie, y su gesto, aquel estrujón prolongado, fue un signo masculino de elogio por haber elegido a Laurie de compañera.

Me guiñó el ojo y con la mano izquierda me atrajo una vez más hacia él y me susurró al oído:

—Bien, muy bien, Saul. Eres un asaltacunas, pero bien.

El sonido de su voz, la calidez de su aliento mientras me susurraba aquellas palabras al oído. La sensación física de que no solamente estaba diciendo aquellas palabras, sino también asegurándose de que me entraran todas por el orificio auditivo sin derramarse.

Había otros hombres presentes. Tal vez fueran hombres mayores que aparentaban menos edad de la que tenían o tal vez fueran Brads prematuramente envejecidos. Todos tenían dentaduras maravillosamente blancas. Tal vez fueran suyas de verdad o tal vez no. Los tres tenían cascabeles en la mano, igual que las jóvenes que los acompañaban. Cromwell desgranó las presentaciones, pero no conseguí retener los nombres que oí. Los oí todos, pero a continuación, como si algún imán de la memoria se desmagnetizara de repente, los nombres se cayeron del tablero de mi mente y acabaron formando un montón general.

2

Llegaron las copas. Bebimos, encantados de nosotros mismos, felicitándonos por quiénes éramos y por lo maravilloso que resultaba estar pasando una velada como aquélla. Teníamos que gritar para hacernos oír, pero era divertidísimo que nos lo pasáramos bien gritando, siendo quienes éramos.

Los tres hombres, y en muy menor medida las tres jovencitas que los acompañaban, estaban familiarizados con mi obra y todos aseguraron tenerla en muy alta estima.

Un profesional, me llamó Cromwell.

—Un brindis —dijo—. Por uno de los verdaderos profesionales de la industria del espectáculo. —Levantó su copa hacia mí y yo, como un verdadero profesional, levanté la mía hacia él.

Apuró su bebida, echó un vistazo a Laurie por encima del borde de la copa, me volvió a guiñar el ojo («bien, muy bien») y sonrió.

Cómo sonrió. Cómo describir todo lo que insinuaba aquella sonrisa, los labios abiertos, los dientes al descubierto, la mirada que retomaba lo que hacían los labios y los dientes.

Cómo reaccionaron sus asistentes a aquella sonrisa añadiendo las sonrisitas de ellos. La votación que tuvo lugar mientras bromeábamos a grito pelado en medio del barullo del restaurante.

Eran unos comicios secretos celebrados por medio de sonrisitas, pero únicamente eran secretos para Laurie. Notando que sucedía algo relacionado con ella pero sin saber qué, Laurie evitó levantar la vista. De tan confundida como estaba, hasta acercó su silla un centímetro a la mía, como si yo todavía fuera su figura paterna, el guardián que la defendería de todo daño.

Todas las chicas de nuestra mesa eran jóvenes. La oriental, la chica de Cromwell, era más joven que las otras tres, pero Laurie era todavía más joven.

Yo tenía a la más joven de todas.

La juventud de Laurie había sido transformada en un bien de consumo que yo poseía.

Era yo quien tenía su juventud, no ella.

Mi popularidad en aquella mesa estaba ascendiendo.

Con qué facilidad y rapidez mi relación con Laurie, renovada hacía tan poco y atesorada hacía un momento en calidad de fuente potencial de mi salvación, estaba viendo su naturaleza reinterpretada por las copas previas al plebiscito de la cena.

El voto era unánime: yo me estaba follando a la más joven.

Me estaban declarando ganador de la noche por unanimidad.

Y todo se hizo por medio de sonrisas y miradas, todo el plebiscito duró menos de lo que se tarda en dar unos sorbos de vino.

¿Por qué no pude, cuando vi con claridad lo que estaba sucediendo, rechazar los resultados de la votación?

El convencimiento de Cromwell, y por extensión el convencimiento unánime entre sus asistentes y las acompañantes de éstos, acerca de quién era yo y quién era Laurie y cuál era nuestra relación, la unanimidad de todos aquellos convencimientos era mucho más fuerte que nada que yo poseyera, de manera que no lo pude contrarrestar.

No tenía forma de aferrarme a mis convicciones porque no tenía forma de aferrarme a nada mío durante demasiado tiempo.

Me limité a seguir la nueva corriente de los acontecimientos. Que piensen lo que quieran. Ya recuperaré mi ánimo de salvación más tarde.

Y qué cara ponía Laurie, incapaz de entender los detalles de lo que estaba pasando pero notando que sobre ella descendía cierto plebiscito meloso.

Cómo me miraba todo el tiempo para que la sacara de su perplejidad.

Y cómo la miraba Cromwell a ella. Con qué entusiasmo, tal como se había dicho, «no solamente por su vida sino también por las ajenas». El tamaño de su frente. La forma y la envergadura kissingerianas de su frente y el aterrador poder de los pensamientos que había contenidos tras ella.

3

Borracho era como yo quería estar, borracho perdido, o bien simplemente perdido, pero como no tenía a mi disposición ninguna de esas posibilidades, me limité a interpretar el papel de borracho, un papel familiar tanto para Laurie como para Cromwell, de la época en que no me hacía falta fingir. Y lo interpreté lo mejor que pude.

Bien mi reputación de legendario reescritor alcohólico me había precedido, o bien Cromwell se había asegurado de prevenir de ella a sus asistentes masculinos, porque cuanto más bebía yo y más borracho aparentaba estar, más parecía confirmar sus expectativas.

Cómo pensaba que estaba engañando y manipulando a Cromwell con aquella parodia de mí mismo. Al fin y al cabo, yo conocía la verdad, que era que estaba completamente sobrio, y él no. Cómo pensaba yo que el hecho de poseer la verdad me daba ventaja sobre él.

La chica oriental, que estaba sentada a la mesa delante de mí, al lado de Cromwell, era la única que seguía mi ritmo. Por cada copa que yo pedía, ella se pedía otra. Cada vez que veía que tenía el vaso vacío, levantaba el brazo y hacía sonar su cascabel en dirección a nuestra camarera. Cuanto más se emborrachaba, más se reía. Y cuando se reía, sus ojos desaparecían por completo y parecía reírse del puro placer que le daba quedarse temporalmente ciega. Yo jamás había visto usar la risa como venda para ojos.

4

Pedimos todos cena salvo Laurie. Me dijo que no podía comer. Pero ¿nada de nada? No, ella negó con la cabeza. Pedí de primero una ensalada campestre y de segundo unas chuletas de cordero no muy hechas.

A continuación Cromwell explicó lo de los cascabeles.

Me lo contó a mí pero a quien miraba era a Laurie.

Antes de venir habían pasado por la catedral de San Juan Divino para asistir al homenaje a Václav Havel y a la celebración de la democracia en Checoslovaquia. (La chica oriental se partió de la risa). Como parte del programa, continuó Cromwell, se habían repartido entre los asistentes cientos de cascabeles, para que cuando Havel entrara en la catedral lo saludara el sonido de todos aquellos cascabeles sonando en su honor. Aquella parte del programa se llamaba el Tañir de los Cascabeles de la Libertad.

Llegó la comida que habíamos pedido.

Durante toda la cena nunca faltó alguien tocando uno de aquellos cascabeles.

Cuando Laurie se excusó para ir al lavabo, alguien tocó un cascabel. Cuando volvió, alguien tocó un cascabel. Cuando a una camarera, que no era la nuestra, se le cayeron unos platos al suelo y se le rompieron, casi todo el mundo de nuestra mesa se puso a tocar los cascabeles. Se convirtió en una compulsión, y la compulsión acabó dando paso a una especie de crescendo.

La chica oriental tuvo un momento de inspiración. Reunió todos los cascabeles de nuestra mesa. Tenían unos ganchitos como de llavero, y los juntó formando dos racimos de cuatro cascabeles cada uno. A continuación se enganchó los racimos a los pendientes. Un racimo de cascabeles en el pendiente izquierdo y el otro en el derecho. Por fin agitó la cabeza para hacer sonar los cascabeles. Todos los presentes salvo Laurie rompieron en aplausos y risotadas.

Laurie se excusó para ir al lavabo. No sé cuántas veces fue. Perdí la cuenta.

En su ausencia, jugamos a un juego de salón sobre ella y nuestra relación.

Cromwell me preguntó dónde la había encontrado. Le parecía deliciosa. Absolutamente deliciosa.

En ausencia de Laurie me dediqué a negar teatralmente todas aquellas insinuaciones e indirectas. Les conté que Laurie era como una hija para mí.

Y cómo se lo dije. Cómo sonreí al decirlo. Las connotaciones incestuosas de mi defensa de nuestra relación. Los comentarios con que fue recibida. Cómo la chica oriental agitó la cabeza, haciendo sonar todos los cascabeles que le colgaban de las orejas, cómo agitó la cabeza una y otra vez, riéndose con aquella cara sin ojos.

—En serio os lo digo —insistí—. Pero si de niña venía a ver cómo me afeitaba.

—Seguro que todavía lo hace —dijo alguien.

Cómo aplaudimos todos aquel comentario y nos reímos. Cómo me reí yo. Cómo se rió Cromwell. Cómo echaba la cabeza hacia atrás para reírse, enseñando todos los dientes.

El regreso de Laurie.

Su aspecto cuando caminaba de vuelta hacia nosotros, con un cuello que ya no parecía tan largo. Cómo nuestras risas remitieron a toda prisa cuando ella se volvió a sentar a mi lado. Qué cara puso al absorber, sin poder evitarlo, las sobras melosas de la conversación que había reinado en su ausencia.

Su mirada. El hecho de que no supiera qué hacer con ella. De que no supiera adónde mirar.

5

Después de cenar, mientras nos tomábamos las copas de la sobremesa, empezó otro juego de salón.

Cromwell nos pidió que intentáramos adivinar el país de origen de su novia oriental.

Todos nos turnamos para jugar, todos salvo Laurie.

Cromwell nos dio una pista. Era del Sudeste asiático.

¿Tailandia?

No.

¿Laos?

No.

¿Vietnam?

No.

Camboya, adivinó alguien por fin. Sí, era de Camboya. Todos prorrumpimos en un aplauso.

Con qué facilidad los chascarrillos pasaron de su país de origen al cine. Alguien le preguntó a la chica, tal vez fui yo, si había visto Los gritos del silencio.

6

Más tarde, y solamente cuando se lo preguntamos, Cromwell nos deleitó con los detalles de las diversas películas que tenía planeadas y con las distintas fases de desarrollo de cada uno de los proyectos.

Qué hambre tan desesperada de un encargo generó en mí, de que me pusiera a reescribirle una película. Un hambre de algo que no me hacía falta, que no me servía de nada y que no deseaba, pero un hambre a fin de cuentas.

A modo de número final de la cena, Cromwell contó la historia de nuestra última colaboración y de la última vez que nos habíamos visto. Su recreación del ataque del que habíamos sido objeto en el vestíbulo del cine de Pittsburgh por parte del joven guionista. Cómo el guionista lloró y maldijo y se puso a insultarnos. La interpretación que hizo Cromwell de aquel episodio como pura comedia. Todo el mundo se rió y aplaudió su interpretación. Yo me reí y aplaudí como uno más.

7

La despedida delante del Café Luxembourg. Las limusinas esperando. Yo dando tumbos como si estuviera borracho. Cromwell llevándome aparte y pidiéndome que fuera a almorzar a su hotel al día siguiente a las dos. Diciéndole a Laurie cuánto había disfrutado de su compañía. La chica camboyana con los cascabeles todavía colgándole de los pendientes. Riéndose y riéndose cuando se dio cuenta de que había estado dando tumbos hacia la limusina equivocada.

La noche casi templada de febrero.

8

El trayecto aparentemente interminable con Laurie en la limusina, de vuelta a su apartamento del East Side.

Cómo ella se negó a mirarme o bien no pudo.

El silencio entre nosotros.

Mi recuerdo de nuestro trayecto en limusina para ir al Café Luxembourg. De nuestra conversación en la limusina. La última persona sobre la faz de la Tierra que podía hablar bien de mí. Lo lejano que ahora parecía aquello. La misma noche, pero lejísimos.

El recuerdo de aquella dulce seriedad de la vida que le había visto en la cara.

Mi deseo cada vez más desesperado, cuanto más nos acercábamos a su apartamento, de despedirme de ella en unos términos que me permitieran volver a llamarla.

Cuando por fin la limusina se detuvo delante de su edificio, intenté darle un beso de buenas noches en la mejilla y ella se apartó horrorizada.

Cómo salió corriendo de la limusina, huyendo de mí, como si le fuera la vida en ello.

Cómo el chófer se dio cuenta de todo pero, como el profesional que era, hizo ver que no se daba cuenta de nada.

Cómo intenté darle conversación.

El regusto que notaba en la boca. El hecho de que mi saliva me sabía a la de otra persona.

Estados de ánimo, pensé, yo no tenía más que estados de ánimo. Estados de ánimo que subían y estados de ánimo que bajaban.

Era incapaz de aferrarme a nada.

Me di cuenta de que ya no era un ser humano, y de que probablemente ya hiciera tiempo que no lo era. Era un isótopo nuevo de la humanidad que todavía estaba por aislar e identificar. Era un electrón libre, cuyo espín, carga y dirección podían invertirse en cualquier momento, a manos de fuerzas arbitrarias que estaban fuera de mí. Yo era una de esas balas perdidas de nuestra época.