CAPÍTULO 8

1

El Café Luxembourg estaba lleno hasta los topes y nos bañamos en su bullicio. La mesa donde estábamos sentados Laurie y yo, esperando a que se presentaran Cromwell y su séquito, eran tres mesas puestas juntas y cubiertas con un solo mantel blanco. Estaba preparada para diez personas. En aquel entorno abarrotado, donde tus codos se tocaban con los de los demás, nuestra mesa para diez, de momento ocupada únicamente por nosotros dos, parecía el último solar sin edificar.

Nuestra camarera, flaca y de aspecto anémico, con el maquillaje y el peinado a juego con la decoración art déco, se paró frente a nosotros para preguntarnos si queríamos otra ronda.

Laurie todavía tenía su vaso de Coca-Cola medio lleno y lo tapó con la mano.

—Yo no, gracias —dijo.

Me pedí otro gin-tonic, el tercero. Laurie me miró con el ceño fruncido y una sonrisa, reprendiéndome por beber tanto y tan deprisa y al mismo tiempo contenta de mostrar lo bien que me conocía y el tiempo que llevaba conociéndome.

Encendí un cigarrillo y me regocijé en aquella extraña y recién renovada amistad entre ella y yo.

2

Laurie tenía diecisiete años, estaba en el último curso de la Hunter High School, pero a pesar de su edad la conocía desde hacía más tiempo que a prácticamente nadie más en mi vida, salvo Billy y Dianah. Desde antes incluso de conocer a Guido. Solamente he visto crecer ante mis ojos a dos criaturas. Mi hijo Billy y Laurie Dohrn.

Mucho antes de que ella naciera, mucho antes de que sus padres se casaran siquiera, eran amigos de Dianah, y cuando conocí a Dianah, pasaron a ser también amigos míos. Poco más de nueve meses después de que nosotros adoptáramos a Billy nació Laurie. Sus padres se divorciaron dos años más tarde. Su madre, Jessica, no solamente no se volvió a casar, sino que después de divorciarse no quiso tener nada que ver con ningún hombre. Sin embargo, por el bien de Laurie y a fin de no privar a su hija de algo que ella llamaba «el lado masculino de la vida», Jessica me eligió a mí, con la bendición de Dianah, para ser la figura paterna en la vida de la pequeña Laurie.

Se me pidió que hiciera las cosas que hacen los padres. Ir a cuatro patas por el suelo con Laurie subida a caballito. Lanzarla hacia arriba y cogerla. Jugar a parar una pelota blanda de tela. Y en lo alto de la lista de cosas del «lado masculino de la vida» estaba el que Laurie me viera afeitarme.

—Solamente tenía dos años cuando su padre se marchó, y tenía la neura de que no hubiera nadie con él en el baño, de manera que ella nunca ha visto afeitarse a un hombre —me explicó Jessica—. O sea que si no te importa, Saul, creo que es algo que le sentaría muy bien de vez en cuando.

A mí no me importó. Me encantaba afeitarme. Jamás me lo había planteado como algo que se pudiera hacer con público, pero no me importó probarlo. No tardé mucho en cogerle gusto a la cosa. Nacido, o bien genéticamente predispuesto, para ser mucho mejor figura paterna que padre, me llegó a encantar el papel que se me pedía que desempeñara, y la misma artificialidad que me había importunado en el plano teórico acabó resultándome muy placentera en la práctica.

Casi todos los sábados y domingos, entre las diez y las once de la mañana, hasta que ellos se aburrieron del ritual, yo llevaba a Billy y a Laurie al cuarto de baño para que presenciaran «el afeitado de papá».

Billy no tenía interés alguno en verme afeitar cuando no estaba Laurie, pero con ella al lado, los dos sentados juntos sobre la tapa del inodoro me contemplaban con esa atención absorta de los amantes genuinos del teatro. Verles la cara en el espejo mientras me afeitaba era algo que llegué a esperar con agrado y luego a echar de menos cuando me tocó volver a afeitarme solo.

A pesar de que se llevaban casi un año, que es algo que cuando se tienen tres y cuatro años a veces puede representar una brecha generacional, se llevaban de maravilla. Incluso cuando Billy se hizo un poco mayor y, emulando a otros niños, afirmó que no quería saber nada de niñas, Laurie quedó excluida de aquella condena. Cuanto más crecían, más estrecha era su relación.

Fue Laurie quien nos introdujo al ajedrez a Billy y a mí. Enseguida se hizo evidente que ella tenía un verdadero don para aquel juego. Billy y yo mejoramos con el tiempo, pero nunca llegamos a ser más que puramente competentes. Jugábamos despacio y con dificultad, movimiento a movimiento, como si nosotros tocáramos notas sueltas al piano mientras que Laurie tocaba acordes. Usando dos tableros, se enfrentaba a los dos simultáneamente, y Billy estaba tan prendado de ella que se enorgullecía enormemente de la velocidad con que nos despachaba a los dos. Fue Laurie quien me enseñó que la expresión «fin de partida» formaba parte de la terminología del ajedrez, y a diferencia de lo que yo creía, no la había inventado Samuel Beckett. Siempre que se me presentaba la oportunidad, usaba aquella información para corregir a los demás.

No es que ella y Billy se enamoraran, más bien se cansaron de intentar resistirse a ello. Se hicieron amantes cuando él iba al último año de la Dalton y ella a tercero en la Hunter, pero rompieron de golpe por alguna razón.

Cuando yo dejé a Dianah, también se interrumpió mi contacto con Laurie. La eché de menos durante una temporada. De vez en cuando pensaba en llamarla. Pero luego me distrajeron otros asuntos y otros males y me olvidé por completo de ella.

Es posible que jamás me hubiera vuelto a acordar de no haber sacado Dianah a colación a su madre. Oír «Jessica Dohrn» me recordó a Laurie.

Dado que el motivo de mi llamada me agobiaba, me resistí todo lo que pude a hacerla.

No fue hasta el miércoles por la noche, la noche antes de mi cena con Cromwell, cuando por fin cogí el teléfono.

Fingí que la llamaba solamente para ver cómo estaba. Solamente para charlar. Para ponernos al día.

Fingí sorpresa cuando me informó de que su madre se había ido a un balneario con Dianah.

Cuando le pregunté, como si se me acabara de ocurrir la idea, si quería cenar la noche siguiente conmigo y con una gente de Los Ángeles, me dijo:

—Me encantaría.

3

En lugar de coger un taxi para recoger a Laurie, alquilé una limusina. Podía fumar si me apetecía, y también me parecía más ventajoso tener una limusina esperándonos delante del Café Luxembourg, a fin de que después de soltarle mi arenga a la cara a Cromwell, hubiera un coche que nos pudiera sacar volando de allí. Parecía una estrategia limpia y eficaz.

Le había dicho a Laurie que la recogería a las siete y media, pero me presenté quince minutos temprano. Resultó que tenía tantas ganas de verme que, aunque yo llegaba antes de hora, ya estaba lista para salir.

Se había dejado crecer el pelo. Ahora le caía sobre los hombros como si fueran unas cortinas de terciopelo negro. Tenía la voz más grave. Su cuello era más largo. Siempre había sido guapa, pero ahora era una joven dolorosamente hermosa. Cuando sonreía, su sonrisa parecía desplegar las alas como un ave en pleno vuelo.

Y cómo sonrió al verme. Cómo vaciló durante una fracción de segundo, como si se estuviera planteando cuál era la forma apropiada de saludarnos. Cómo dejó de lado entonces el decoro para rodearme el cuello con los brazos y plantarme un beso en la mejilla. Y sus palabras, cómo dijo aquellas palabras simples y maravillosas.

—Me encanta volver a verte, Saul.

—A mí también me encanta verte a ti, Laurie —le contesté.

Laurie vivía en la calle Treinta y dos con la Tercera Avenida, que era donde había vivido toda su vida, de manera que tuvimos un trayecto relajado a bordo de la limusina, yendo hacia el norte y el oeste en dirección al Café Luxembourg.

Por el camino, nos hicimos un breve resumen, a modo de encabezamiento de capítulo, de a qué nos dedicábamos, qué planes de futuro teníamos y qué habíamos hecho con nuestras vidas desde la última vez que nos habíamos visto. Ella iba a ir a Stanford en otoño a estudiar informática. Estaba en el ranking nacional de ajedrez juvenil. Sus heroínas eran las hermanas Polgar de Hungría, que nunca se cansaban de hacer jaques mates a los hombres. Se alegraba de que su madre estuviera fuera de la ciudad, era un alivio pasar una semana sola, completamente sola. Le preocupaba que su madre se estuviera convirtiendo en una «amiga pobre» profesional de mujeres ricas. Le preocupaba lo que le pudiera pasar a Jessica cuando ella se fuera a Stanford.

Yo me dediqué a fumar y a evocar episodios y recuerdos de hacía mucho tiempo. Por supuesto que se acordaba de cuando venía a ver cómo me afeitaba, ¿qué me había creído? Se acordaba de los ballets a los que la llevaba junto con Billy. De cuando los llevaba al cine. A oír sinfonías. Y una vez, a la ópera.

Mientras hablábamos, el chófer de la limusina conducía despacio, escuchando a ratos lo que decíamos y respondiendo él también con una sonrisa, y yo sentí que me estaba pasando algo. Mis sentimientos de figura paterna estaban reviviendo, aglutinándose alrededor de ella. No solamente me sentía de maravilla, sino que de pronto me di cuenta de por qué.

De toda la gente a la que había conocido en mi vida, Laurie era la última que quedaba a la que no había mentido, a la que no había hecho daño sin necesidad y nunca había traicionado ni con mis actos ni en pensamientos. Era la última persona viva que quedaba en el planeta que podía testificar en mi favor sin tener que incurrir en perjurio. Había sido cariñoso y decente con ella desde siempre, y por puro milagro no lo había estropeado todo igual que había hecho con los demás hombres, mujeres y criaturas a los que había conocido. Mi expediente con ella seguía siendo perfecto y limpio y me recordaba que, por enfermo que estuviera, todavía me quedaba dentro un trozo de bondad impoluta.

Que era algo que no era consciente de tener.

Oh, qué gran placer me produjo aquel descubrimiento.

Y lo que me prometía.

La posibilidad de renovación. De renacimiento. De vivir el resto de mi vida de otra forma.

4

La camarera me trajo mi copa. Di un par de sorbos y sentí que Laurie me miraba fijamente.

—Te hace falta mucho alcohol, ¿verdad? —me preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—Para ponerte en órbita. Es tu tercera copa y todavía pareces completamente sobrio.

—No sabía que las estabas contando.

—Es una vieja costumbre. —Sonrió—. Billy y yo las solíamos contar.

—Salíamos mucho los tres.

—Sí. —Asintió con la cabeza—. Es verdad. A eventos públicos, como los llamaba Billy. Y después de cada evento íbamos a cenar, y él y yo te mirábamos beber y nos poníamos a darnos codazos en cuanto uno de nosotros divisaba la primera señal de que te alejabas navegando al país de la curda.

Me encogí de hombros y encendí un cigarrillo.

—Si no recuerdo mal, dos copas rápidas te bastaban para encender los cohetes. A la tercera empezabas la cuenta atrás. Y a la cuarta, estabas en órbita.

Decidí confesarme. Parecía adecuado que Laurie fuera la primera persona a quien le contara lo de mi enfermedad con la bebida.

—No sé exactamente qué me pasa, pero me pasa algo malo. Ya no puedo emborracharme, por mucho que lo intente.

—No hace falta que lo digas con voz tan triste.

—¿Lo he dicho con voz triste?

—Muy triste. Si es verdad, no es ninguna tragedia.

—Sí que es verdad. Mira. —Cogí mi gin-tonic y lo vacié de un trago—. ¿Ves? Nada.

Levanté el vaso vacío en dirección a la camarera para señalarle que quería otra copa.

—Tengo miedo —seguí contándole—. Una cosa es ser abstemio por decisión propia, pero no poder elegir y estar condenado a la sobriedad a mi pesar es otra muy distinta. No sé. He oído hablar de cuerpos que rechazan los órganos trasplantados, pero nunca he oído de ningún cuerpo que rechace el alcohol.

Ella medio frunció el ceño y medio sonrió, sin saber muy bien si se tenía que tomar mis comentarios como bromas ingeniosas o como algo genuino. A mí me parecían bien ambas posibilidades.

—Si es verdad —dijo—, entonces tal vez deberías escuchar a tu cuerpo.

—Si tú tuvieras un cuerpo como el mío, ¿lo escucharías?

Se echó a reír.

A mí me encantaba su risa.

Me encantaba sentirme capaz de provocar tanta alegría en su cara.

A medida que su risa empezó a remitir, le deparé la continuación de mi frase graciosa.

—La verdad es que mi cuerpo y yo llevamos años sin dirigirnos la palabra.

Se volvió a reír, esta vez más para complacerme, por respeto. Pero al mismo tiempo que se reía me hacía saber también que confiaba en que aquella velada no degenerara en un simple entretenimiento. En su mirada divertida había una petición cortés de que pasáramos a otros asuntos, si no me importaba.

Nos quedamos callados. Encendí un cigarrillo. Llegó mi copa. A nuestro alrededor continuaba el barullo, y por encima del barullo oí la voz de cisne negro agonizante de Billie Holliday en plena sobredosis de blues. Laurie, con la cabeza gacha y enfrascada en sus pensamientos, estaba moviendo el salero y el pimentero como si fueran piezas de ajedrez. Luego levantó la vista para mirarme.

—Yo estaba muy enamorada de Billy —me dijo.

¿Cómo describir su cara cuando pronunció aquellas palabras? Lo cierto es que hasta el último rasgo de su cara, hasta su último centímetro cuadrado, estuvo perfectamente alineado con las palabras que salieron de su boca.

Me vino a la cabeza una frase, no mía sino ajena, para describir la expresión de su cara: «La dulce seriedad de la vida», tal como había dicho alguien.

—Sí. —Asentí con la cabeza—. Lo sé. Y él también estaba enamorado de ti.

—Me molesta que terminara así. Que se terminara sin más. Puede que esto sea forzar nuestra amistad, Saul. Al fin y al cabo es tu hijo y no querría que traicionaras su confianza, pero si lo sabes, y si eres libre de contarme por qué todo acabó de aquella manera, me gustaría que me lo contaras. Él me abrió su corazón y me invitó a entrar en él y de pronto… —Se encogió de hombros.

—Habrá otros chicos —le dije.

Ella hizo una mueca de dolor y negó con la cabeza.

—No estoy buscando que me animes. Claro que habrá otros chicos. Ya los hay. No se trata de eso. Se trata de un chico en concreto. ¿Por qué me hizo aquello, Saul? ¿Me lo puedes decir?

Recuperé una frase de la carta de Billy y la coloqué en el monitor de mi mente: «Van y vienen chicas encantadoras, van y vienen amistades, el amor va y viene y yo nunca le pido que se quede porque te estoy esperando a ti».

Laurie estaba allí sentada, esperando mi respuesta.

La firmeza de su mirada y la expresión de su cara no me dejaban margen de maniobra.

Yo hacía frente a una pregunta formulada por una chica de diecisiete años, pero la naturaleza de su pregunta y los rasgos de su cara me hicieron darme cuenta de que, a pesar de mi edad y de la edad de la gente con la que me relacionaba, había perdido todo contacto con el mundo de los adultos. Había estado retozando con niños de mediana edad, con niños de treinta o de cuarenta años, y para contestar ahora a su pregunta como era debido me hacía falta crecer.

Ella, por otro lado, ostentando con total naturalidad la dulzura y la seriedad de la vida, ni avergonzada de su madurez ni orgullosa de ella, esperó a que yo contestara.

No sé qué le habría dicho si en aquel momento no hubiera aparecido Cromwell con su séquito.

Llegó en cabeza de su cortejo, que se desplegaba a ambos lados de él, de manera que toda la procesión formaba una letra uve. Aunque consciente del escrutinio al que era sometido, Cromwell no miró ni a un lado ni al otro, desdeñoso, indiferente a las miradas, hendiendo toda aquella atención con la proa de su frente igual que un clíper se abre paso entre los detritos flotantes. Todos los miembros de su séquito llevaban cascabeles en las manos, que ahora agitaron con alegría mientras caminaban hacia nosotros.