XIII. LA PRIMERA SOCIEDAD OPULENTA
El surgimiento de la conciencia

Dos cosas llenan mi mente con creciente asombro y perplejidad, y con mayor frecuencia e intensidad el pensamiento se concentra en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.

IMMANUEL KANT, Crítica de la razón pura

Al sur de las serenas ciudades del sudoeste francés, en los Pirineos, y al norte de España, los furiosos torrentes antiguos abrieron un laberinto de cavernas. Allí, en las cuevas sin viento de las profundidades de la tierra, cual si fueran centinelas, las estalagmitas y estalactitas vigilan como fantasmales soldados de marfil. En el silencio absoluto, el restallar metálico de las gotas de agua suena como balazos. La danza inquieta de los murciélagos delata la existencia de agujeros y huecos, y el rugido repentino de ríos que subsistieron a los siglos sube por conductos y túneles para desvanecerse a la distancia tras algún recodo.

Lo que la naturaleza construyó, entre veinte y diez mil años atrás, nuestros antepasados lo decoraron, y dejaron miles de pinturas, dibujos y grabados rupestres como prueba de que la humanidad moderna estaba instalada sobre la Tierra.

En las gigantescas rotondas de la caverna de Lascaux, cerca de Les Eyzies, Francia, alguien pintó docenas de animales de rebaño en estampida. En un repliegue de la caverna de Les Trois Frères, en los Pirineos, otro artista grabó una bestia mágica con la cabeza de un hombre, la cornamenta de un venado y el cuerpo y la cola de un caballo. En la caverna de El Juyo, en España, nuestros mayores esculpieron la monstruosa cabeza de piedra de un ser mitad hombre y mitad gato. En más de treinta cavernas aparecen las figuras de gigantescos bisontes, venados, mamuts, cabras monteses, osos y otras bestias pintadas en rojo o negro, el pelaje y los músculos delineados con cuidado y las fisuras y protuberancias de la roca aprovechadas para otorgar relieve a las figuras.

Y donde las figuras reales son reemplazadas por otras, posiblemente mágicas —caballos sin cabeza, personas semejantes a ornitorrincos, osos con cabeza de lobo, manos sin el cuerpo correspondiente y con menos de cinco dedos, brazos y piernas flotantes, formas de serpiente—, puntos y rayas danzan por los muros y el techo. Algunas de estas pinturas se hicieron en grandes galerías; otras se encuentran en callejones sin salida tan remotos que más de un espeleólogo profesional se desmayó de claustrofobia buscando el acceso a estas criptas.

Algo trascendente estaba ocurriendo en estos túneles sin luz solar en los que tanto los sonidos como el frío se agudizan, y la falta de ventilación vicia la atmósfera. Nadie vivía allí. Nuestros antepasados, en cambio, ingresaban en las profundas cavernas para pintar y reunirse a fin de tratar asuntos comunitarios. Tal vez realizaban ceremonias invocativas de una buena temporada de caza, o celebraban el nacimiento de un hijo o una hija. Quizá era en dichos lugares donde se curaba a los enfermos, se cumplían rituales dictados por la mitología, o tantas otras actividades[501]. John Pfeiffer, en su libro The Creative Explosion (La explosión creadora), propone la explicación de que tal vez también se realizaban allí complejas ceremonias de iniciación.

Pfeiffer considera posible que los jóvenes iniciados fueran dejados a solas en tumbas aisladas en las entrañas de la tierra hasta que el miedo, la soledad y la monotonía les hacían perder los sentidos normales y los introducía en un estado de trance especialmente receptivo. Entonces sus mayores, por medio de trucos e ilusiones, conducían a los jóvenes hechizados a través de las galerías, y les informaban mientras tanto de las importantes tradiciones del clan, de su historia, sus leyendas, y de la sabiduría acumulada de la tribu.

Para subrayar la importancia de un hecho en un relato enciclopédico, los hechiceros tal vez levantaban la lámpara hasta una determinada pintura. La temblorosa luz de la antorcha iluminaba una mano o un ave o un pez y entonces, repentinamente, a fin de animar un detalle concreto del relato, mostraba un ante bufando o un venado nadando. Entonces, después de cada sesión formativa, los sacerdotes reunían a sus desorientados estudiantes en grandes teatros subterráneos donde, con los cerebros lavados, los sometían a más rituales y repeticiones que permeaban sus mentes para siempre con estos «libros de texto».

¿Cuál era el mensaje de sus mayores? ¿Por qué este primer florecimiento del arte humano? ¿Qué nos dice esta primera manifestación de la expresión artística respecto a la sexualidad humana de veinte mil años atrás?

Pfeiffer piensa que dicha gente experimentaba una especie de «explosión informativa» derivada de amplias modificaciones en lo tecnológico así como en la trama social. Y puesto que en varias cavernas las huellas de pies de niño son mucho más numerosas que las de adulto, su teoría es que los jóvenes eran conducidos a estos irreales laberintos para participar en rituales de iniciación destinados a impartirles todas esas enseñanzas.

Aún hoy semejante estrategia es moneda corriente. Los seres humanos de todo el mundo acumulan conceptos e información en forma de obras de arte. Una mirada a la cruz esvástica puede evocar un gran conjunto de información incorporada acerca de Hitler y el nazismo, mientras que una cruz contiene tremendo poder simbólico para el cristiano. Los aborígenes australianos emplean sus mitos y artes como mnemotecnias (así como para muchos otros fines), y fue la inventiva de esa gente lo que llevó a Pfeiffer a formular su teoría acerca del arte de las cavernas.

Los aborígenes australianos viven en el desierto más árido del mundo. A fin de encontrar agua con regularidad están obligados a recordar cada elevación, cada bajada, cada árbol, roca y agujero de la región en varios cientos de kilómetros. De modo que las características del paisaje se transmiten en complejas historias de los seres míticos ancestrales. Los puntos, culebras y figuras que pintan en sus herramientas, en los muros y sobre sus propios cuerpos a menudo ilustran simbólicamente los pozos de agua y las formaciones rocosas visitados por estas apariciones. De este modo, los mitos, las canciones y el arte pictórico son en realidad mapas del interior de Australia. Cuando se recuerdan las aventuras de los dioses, con ellas vuelven también a la memoria los más mínimos detalles del desierto.

Para enseñar a sus hijos el saber de las tradiciones, los aborígenes australianos los someten a todo tipo de penosas pruebas. Tradicionalmente, los arunta de Australia central conducían a los varones que iban a ser iniciados al desierto, lejos del hogar y la familia, les negaban ropa y comida y cantaban, danzaban y representaban estas historias de supervivencia para ellos[502]. En la noche final del ritual los jóvenes eran escondidos bajo mantas junto a una gran hoguera. Y después de que las canciones, la oscuridad, el aislamiento y el miedo habían hecho presa de ellos, les practicaban un corte en el pene desde el extremo hasta la base. Una experiencia espantosa. Pero estos muchachos nunca olvidaban el argumento trasmitido, algo que para siempre los conduciría de un pozo de agua a otro.

Pfeiffer piensa que las pinturas rupestres de los antiguos pobladores de Europa cumplían una función semejante, eran claves para antiguas historias épicas, parte de un «curso de supervivencia» en una era de peligrosos cambios sociales.

Nunca sabremos con seguridad qué ocurría en las entrañas de la tierra tanto tiempo atrás. Pero una cosa es evidente: la humanidad había sufrido una metamorfosis. De simples animales cazadores-ladrones de caza ajena-recolectores que conocían el fuego y fabricaban algunas herramientas rudimentarias habían pasado a ser individuos que conscientemente buscaban la profundidad de las cavernas para pintar sus muros, primates ricamente dotados de una cultura simbólica abstracta.

Los antropólogos emplean el concepto de pensamiento simbólico para referirse a la capacidad de asignar arbitrariamente un concepto abstracto al mundo concreto. El ejemplo clásico es el agua bendita. Para un chimpancé, el agua del recipiente de mármol cóncavo de una catedral es sólo eso: agua. Para un católico es algo enteramente diferente, es agua bendita. Del mismo modo, el color negro es negro para cualquier chimpancé, mientras que para uno podría connotar el concepto de muerte. Cuando nuestros antepasados adquirieron la capacidad de crear símbolos para los pensamientos, las ideas y los conceptos, y aprendieron a emplear dichos símbolos para expresarse, el verdadero mundo moderno había surgido.

En nuestro días se discute si el precursor inmediato de los pintores de cavernas, el hombre de Neanderthal, tenía ya un pensamiento simbólico o si en cambio el pensamiento simbólico cobró vida con los modernos artistas de las cavernas[503]. Dicha cuestión es importante para comprender la evolución de la sexualidad humana, ya que gracias al pensamiento simbólico y a la formulación de ideas abstractas como las de bien/mal, correcto/equivocado y deber/prohibición la humanidad estuvo realmente en condiciones de desarrollar reglas morales, la conciencia, y nuestro vasto código de creencias, rituales, tabúes y reglas culturales sobre el sexo y el amor.

Como era de esperar, los registros fósiles aportan un cúmulo confuso de claves al enigma de cuándo surgió el pensamiento simbólico en la historia de la humanidad.

EL FENOMENO NEANDERTHAL

Desde más de un millón de años antes de que nuestros predecesores empezaran a pintar los muros de las cavernas de Francia y España, grandes olas de frío habían cubierto de hielo las regiones septentrionales y castigado con sequías las zonas tropicales. Cada edad de hielo se prolongó varios miles de años, seguida de un clima más benigno. Durante las duras eras glaciales y las épocas interglaciales más cálidas, nuestros antepasados avanzaron hacia el norte en pequeños grupos. Unos 100.000 años atrás, el Homo sapiens neanderthalensis —una arcaica variante racial del hombre moderno— vivió en Europa, así como en el Próximo Oriente y en Asia central[504].

Los hombres de Neanderthal reunían una curiosa combinación de características físicas. Tenían prominentes arcos superciliares, robustos dientes y mandíbulas, y cuerpos musculosos, de huesos pesados. Si hoy nos cruzáramos con uno por la calle, desde luego pensaríamos que es un ser brutal. Sin embargo, esa gente con cejas de escarabajo tenía cráneos de mayor tamaño que los nuestros, así como cerebros organizados igual que los de todos nosotros. Lo sabemos gracias al estudio de la periferia craneana, algo bastante fácil de hacer por medio de endovaciados.

Se trata de invenciones ingeniosas: simplemente se toma un poco de goma, se vuelca dentro de un cráneo Neanderthal, se deja que fragüe y se extrae. Sobre la superficie de este endovaciado aparecen todas las pequeñas impresiones del cráneo hechas por el cerebro cuando dicho protoplasma se hizo un lugar dentro de su casco óseo. De modo que el diseño de costuras, estrías y fisuras de la superficie de goma revela cómo estaban organizados los lóbulos cerebrales. Los endovaciados indican que el cerebro del hombre de Neanderthal estaba construido tal como el nuestro actualmente[505].

Esos seres pensaban.

También hablaban. El notable descubrimiento de un hueso hioides de Neanderthal, es decir, del pequeño hueso en forma de U que está suspendido en la garganta y contribuye al lenguaje, indica que el hombre de Neanderthal tenía la capacidad física de hablar con el lenguaje humano moderno[506]. Pero aquí surge el desacuerdo. Algunos científicos informan que la forma de la base craneal del hombre de Neanderthal, el basicranium, no aparece flexionada por completo (como en el cráneo humano contemporáneo), lo cual indicaría que la laringe (o caja de resonancia de la voz) no había descendido del todo por la garganta[507]. Por lo tanto, el hombre de Neanderthal puede no haber estado en condiciones de pronunciar los sonidos de las vocales i y u. Tal vez hablaban de modo más nasal que la gente actual.

Sin embargo, varios antropólogos no están convencidos de la exactitud de esta conclusión. Afirman que la forma del basicranium puede no ser un indicador adecuado de la forma de las cavidades orales. Además, nosotros no necesitamos todo el despliegue de sonidos lingüísticos para hablar con tonos humanos o para formar construcciones gramaticales humanas. Las lenguas de Hawai, por ejemplo, presentan muchos menos sonidos que el inglés, y la de los indios navajo menos aún. Sin embargo, todos estos pueblos emplean un lenguaje humano moderno.

Sospecho que hace unos 100.000 años, en la época en que el hombre de Neanderthal asaba lenguas de mamut y se acostaba en sus cavernas cubiertas de nieve de la antigua Francia, hablaba de modo muy semejante al nuestro.

Pero ¿«creía» en algo el hombre de Neanderthal? ¿Había creado el concepto de alma o proyectaba una vida en el más allá? ¿Tenía un mundo simbólico?

En varias cavernas de Europa los arqueólogos han encontrado lo que parecerían ser tumbas superficiales, en las cuales el hombre de Neanderthal quizá enterraba a sus muertos en posición de reposo. Los parientes tal vez también dejaban ofrendas a los muertos, ya que algunos esqueletos aparecían rodeados de herramientas de piedra, rocas cuidadosamente distribuidas o huesos y cornamentas de animales. En el yacimiento más controvertido, una caverna ubicada en un punto alto de las colinas de Irak, amigos y amantes tal vez colocaron ramos de flores sobre el cuerpo de sus muertos hace unos sesenta mil años. En torno a los huesos se descubrieron restos fosilizados del polen de malva real, jacintos, aciano, hierba caballar y otras flores silvestres de la región[508].

Si el hombre de Neanderthal creía en la vida más allá de la muerte, si pensaba que los seres humanos tenían alma, entonces podía simbolizar. Y si podía simbolizar y pensar en términos abstractos, sin duda también había desarrollado creencias y reglas acerca de cosas tan fundamentales como la sexualidad y el matrimonio.

Los escépticos no aceptan esta posibilidad. Opinan que los enfermos pudieron arrastrarse hasta estas cavernas para morir, que otros fueron enterrados sólo para desembarazarse de los cuerpos y que algunos otros cuerpos fueron arrastrados hasta las cavernas por animales carnívoros. Los objetos se materializaron posteriormente en torno a los esqueletos por casualidad. O sea que, según ellos, los enterramientos no fueron intencionales. Y en cuanto a las flores, el polen podría haber entrado en las cavernas por obra del viento, o también los roedores podrían haberlo llevado pegado a las patas o quizá los insectos lo llevaron adherido a las alas. Llegan a la conclusión de que no existieron ceremonias fúnebres ni ofrendas sobre las tumbas ni ramo de flores alguno. El hombre de Neanderthal no había desarrollado la capacidad de pensar simbólicamente[509].

Los escépticos probablemente argüirían que el almagre (u ocre rojo) descubierto en varios yacimientos Neanderthal tampoco demuestra su capacidad para pensar simbólicamente. Numerosos pueblos de todo el mundo utilizan el almagre para colorear sus rostros, manos, cuerpos y atavíos especiales antes de una ceremonia. Pero esta roca roja que se desmenuza con facilidad se emplea también para teñir cueros y para repeler las sabandijas. Tal vez el hombre de Neanderthal lo utilizaba solamente para estos fines prácticos; tal vez no tenía el sentido simbólico estético necesario para decorarse a sí mismo.

¿PARA QUE SIRVE EL ARTE?

Nadie sabe si el hombre de Neanderthal había comenzado a ornamentar los entierros de los seres amados con ofrendas fúnebres o si se adornaba a sí mismo y sus pertenencias. Pero la etóloga Ellen Dissanayake formula una interesante, propuesta acerca de la evolución del impulso humano a crear y a apreciar el arte.

En su libro What Is Art For? (¿Para qué sirve el arte?) atribuye el origen de todas las artes a la aparente necesidad humana de modelar y embellecer los objetos y las actividades a fin de convertirlos en algo «especial». Los que volvían especial un acontecimiento o una herramienta con adornos o rituales luego recordaban la ocasión. Y dado que la creación de herramientas y la práctica de ceremonias eran actos de importancia para la supervivencia, los que creaban arte y lo apreciaban vivían más tiempo. Por lo tanto, nuestros antepasados desarrollaron la tendencia biológica a producir y disfrutar de las pinturas, las esculturas y las demás artes.

Dissanayake destaca que hace unos 250.000 años dos individuos que habitaban en la Inglaterra actual tallaron en trozos de pedernal dos mangos de hacha. Ambas herramientas presentaban una conchilla fósil bien visible en el centro del mango. Estas personas habían hallado los fósiles y dieron forma a las herramientas a su alrededor. Habían comenzado a reconocer lo especial de los objetos y a fabricar herramientas especiales. Más o menos en la misma época de la prehistoria alguien abandonó terrones de ocre rojo, amarillo, marrón y violeta en una cueva de un risco sobre el mar de Francia. Tal vez estas personas también habían comenzado a buscar un aspecto especial para sí mismos y para sus pertenencias personales.

Sin embargo, el hombre de Neanderthal no nos legó mucho arte, si suponemos que lo haya tenido. Uno de ellos marcó unos dientes de oso con finas ranuras; otro agujereó un diente de zorro; otro perforó un hueso de reno. Sólo nos quedan unos pocos signos cuestionables del esfuerzo artístico de este período de la prehistoria humana, un inventario no muy impresionante de creatividad estética. Pero eran los comienzos. De modo que Dissanayake está convencida de que el hombre de Neanderthal realmente buscaba embellecer sus tumbas y de que empleaba ocre para fines decorativos; es decir, que a estas alturas se manifestaba por primera vez en la naturaleza humana una predisposición artística codificada en nuestro ADN.

El hombre de Neanderthal sigue siendo un misterio. No podemos tener la certeza de que disfrutara del pensamiento simbólico abstracto o de que hubiese reglamentado la sexualidad y el amor. Lo único que sabemos con seguridad es que vivió en reducidos grupos nómadas cazadores, que fabricaba grandes herramientas de piedra, que algunos grupos recorrieron grandes distancias a través de Europa, que cazaba grandes animales y que comía mucha carne. Varios miles de huesos de mamuts, de rinocerontes lanudos, de renos y de bisontes fueron descubiertos bajo muros de roca pura a los cuales estos hombres los conducían desde mesetas más elevadas. La caza mediante la técnica del «despeñamiento» marcó una innovación, y era planeada de modo organizado y sistemático[510].

Cómo amaba esta gente, a quiénes amaban, dónde se amaban, son aspectos de su vida sobre los que sólo podemos formular preguntas. La pasión y el dolor, los celos y las intrigas, los conflictos y las conversaciones se han desvanecido. Sólo esos antiguos vestigios de polen sobre viejas tumbas nos indican que tantos años atrás un ser puede haber entrado en duelo por la muerte de otro.

Luego, hace unos 36.000 años, el hombre de Neanderthal desapareció misteriosamente, reemplazado en Europa por el moderno Homo sapiens, hombres y mujeres cuya apariencia era exactamente igual a la nuestra, personas totalmente modernas que comenzaron a pintar los muros de las cavernas de Francia y España y a llevar a cabo ceremonias bajo tierra, en un mundo húmedo y silencioso.

Los nuevos individuos dejaron tras de sí todo tipo de objetos, claros signos de que los seres humanos habían desarrollado la capacidad de pensar de modo simbólico y abstracto, además de una conciencia, un complejo sistema de creencias acerca del bien y el mal y estrictas reglas acerca del sexo y el amor.

Cómo y por qué la humanidad moderna reemplazó al hombre de Neanderthal son interrogantes que han cautivado la imaginación de arqueólogos, novelistas y legos desde hace más de un siglo. Tradicionalmente, los científicos pensaban que el Homo sapiens era el resultado de la evolución a partir del hombre de Neanderthal que habitaba Europa. Actualmente, en cambio, muchos piensan que este hombre moderno se originó en África no menos de 90.000 años atrás y que avanzó sobre Europa desde el Próximo Oriente, exterminando al hombre de Neanderthal[511]. Cualesquiera que fueran sus relaciones, lo cierto es que el desventurado hombre de Neanderthal dejó de existir y el nuevo hombre de Cro-Magnon, así llamado por referencia al lugar de Francia donde sus huesos fueron descubiertos inicialmente, apareció en Europa hace unos 35.000 años.

A estas alturas, el arte y la vida cultural humanas estallaron.

Hay quienes piensan que esta notable explosión creativa comenzó con la presión demográfica[512]. En esa época, la inclemencia climática de la más reciente era glacial hacía estragos en el norte. La tierra en la que hoy se encuentra Londres estaba cubierta por una capa de hielo de un kilómetro y medio de espesor. Pero a lo largo de lo que hoy es el mar Mediterráneo existían vastas praderas muy semejantes al actual Serengeti. Aquí pastaban manadas de mamuts y rinocerontes lanudos, renos, cabras monteses, bisontes y antiguos caballos, y cientos de otros animales con cascos. Empujados por los glaciares del norte y los desiertos del sur, nuestros antepasados también se congregaron en estas sabanas que hoy conforman Francia y España.

Y a medida que los individuos vivían rodeados por más individuos, se vieron forzados a forjar nuevas redes sociales y a crear todo tipo de tradiciones a fin de sobrevivir.

El arte rupestre fue sólo una de sus innovaciones. Un equipo de aproximadamente doce personas debió de trabajar durante una semana apilando una sobre otra las mandíbulas de noventa y cinco mamuts hasta formar un diseño de espina de pescado. La construcción, que tiene unos 20.000 años de antigüedad, se descubrió en Ucrania y constituye los lados de una choza oval[513]. Otras personas de esta antigua aldea se tomaron el trabajo de ordenar los grandes huesos de mamut en forma de chozas ovales. Luego, esos primitivos arquitectos tendieron cueros sobre los huesos o calafatearon cada estructura con barro y pasto para que no penetraran los vientos del invierno. Y cerca de sus casas cavaron pozos para el almacenamiento de alimentos, lo cual significa que nuestros antepasados habían comenzado a echar raíces.

El hombre de Cro-Magnon también construyó casas de cuero y madera en las márgenes de los ríos, donde iban a beber grandes rebaños, sobre las laderas de las montañas con vista al paisaje y en soleadas praderas anegadizas, en medio de las rutas migratorias. En general, estas casas miraban al sur para aprovechar el calor del sol. Es indiscutible que para la época en que el arte rupestre alcanzó su apogeo, unos 15.000 años atrás, algunos de nuestros antepasados vivían en grandes comunidades según la estación del año.

Los hombres y mujeres ya no podían recoger sus pertenencias y marcharse cuando surgían conflictos. En cambio, los grupos debían cooperar unos con otros, y establecer así las condiciones para el surgimiento de jerarquías sociales y políticas reglamentadas.

Con el surgimiento de más poblaciones y la disminución de los recursos, el hombre de Cro-Magnon se vio forzado a inventar nuevas herramientas y también armas. Mientras el hombre de Neanderthal sólo había fabricado grandes herramientas de piedra, estos modernos seres humanos manufacturaron utensilios de marfil, hueso y cuerno. Surgió un vasto despliegue de nuevas armas mortales, compuesto de ligeros arpones dentados, anzuelos, cerbatanas y minúsculos proyectiles puntiagudos, tal vez utilizados con los primeros arcos y flechas[514]. Ello permitió que se intensificara la caza de grandes piezas, como venados y ganado salvaje.

Impresiones de cordeles trenzados descubiertas en un trozo de barro en la caverna de Lascaux indican que sabían cómo fabricar cuerdas, probablemente sogas, hilo, redes y sedal para pescar. Además, el descubrimiento de ámbar procedente del Báltico en sus hogares de la llanura rusa, y de conchas del Atlántico en Les Eyzies, Francia, a más de ciento cincuenta kilómetros de la costa de origen, indica que esos seres humanos debieron de establecer redes de intercambio y que en forma regular comerciaban a larga distancia con piedras preciosas y materia prima lítica[515].

La vida se volvió alegre. El hombre de Cro-Magnon inventó la flauta, el silbato y el tambor. Usaban collares de dientes de oso y de león, brazaletes de hueso y pendientes, y cientos y cientos de cuentas de marfil, de concha y de piedra[516]. Agujas de hueso tan pequeñas y afiladas como cualquiera de las que hoy adquirimos con un juego de elementos de costura se empleaban para coser abrigos con capucha y camisas con cuello y puños, túnicas, sobrecalzas, botas y otras prendas de vestir. Estatuillas portátiles del tamaño de la mano con la imagen de mujeres de senos y nalgas enormes (conocidas como estatuillas de Venus), así como animales esculpidos en marfil, hueso y cerámica, se han hallado en diversos lugares dispersos entre los Pirineos y los Urales. Tal vez se trataba de símbolos de la fertilidad, accesorios de la adivinación o amuletos de la buena suerte[517].

Es posible que también hayan surgido clases sociales. En los funerales de dos niños enterrados cerca de Moscú, nuestros antepasados Cro-Magnon decoraron los cuerpos con anillos, brazaletes para los tobillos, saetas, dardos, dagas y unas diez mil cuentas. No es posible que estos muchachos adquirieran fama como poderosos cazadores ni líderes de ninguna clase. ¿Pertenecerían a una clase superior?

Con bastante razón Pfeiffer piensa que esa gente llevaba a sus niños a las entrañas de la tierra y casi los mataban del susto a fin de prepararlos para la vida adulta. La vida se había vuelto infinitamente más compleja. Estos seres vivían en estrecha intimidad en las primeras aldeas estacionales del mundo. Tenían mitos, magia, rituales y dioses. Disfrutaban de la música, la danza y el canto. Enterraban a sus muertos con bienes fúnebres. Usaban abrigos de piel de zorro, se trenzaban el cabello, usaban joyas y fabricaban sus vestimentas. Empleaban lámparas de piedra en las que quemaban aceite a fin de pintar las cavernas y alumbrarse de noche. Se sentaban en torno a hogares bien construidos, asaban grandes trozos de carne y hablaban un lenguaje humano. Su aspecto era igual al nuestro; su pensamiento también. Y tenían todo un corpus de tradiciones que reflejaban en su arte. La suya fue la sociedad opulenta original.

Esos hombres y mujeres debían de tener costumbres acerca de la sexualidad, el matrimonio, el adulterio y el divorcio. ¿Cuáles eran sus códigos para el amor?

EL FRUTO PROHIBIDO

Todas las sociedades humanas tienen algún tipo de tabú sobre el incesto[518]. En algunos momentos de la historia tanto los egipcios como los iraníes, los romanos y otros pueblos dieron el visto bueno al incesto entre hermanos en el caso de grupos especiales como los de la realeza. Pero, salvo estas curiosas excepciones, los apareamientos madre-hijo, padre-hija y hermano-hermana no estaban permitidos. El tabú del incesto es universal en la humanidad. Más aún, esta estricta regla es la primera restricción sexual que aprenden los niños. La infracción algunas veces es castigada severamente, hasta con la muerte, la mutilación o el ostracismo. Y el tabú no se levanta jamás, al margen de la edad o la aptitud procreadora de los interesados.

Por varias razones se justifica suponer que el tabú humano del incesto existía ya entre el hombre de Cro-Magnon, y tal vez mucho antes. Por otra parte, el incesto habría sido muy poco práctico. Si una niña de Cro-Magnon se apareaba con su hermano o su padre y daba a luz a un bebé, el grupo familiar tenía un nuevo miembro indefenso y ningún nuevo adulto que colaborara en la crianza y el mantenimiento. ¡Qué carga económica más peligrosa! Era mucho más lógico desde el punto de vista económico reproducirse con un extraño e incorporarlo como mano de obra para que participara en la crianza del hijo.

Las parejas incestuosas también habrían originado interminables conflictos sociales. Los seres humanos somos criaturas celosas y posesivas; no estamos creados para compartir a nuestras parejas sexuales. De modo que el sexo incestuoso habría sido la causa de graves rivalidades domésticas y esto, a su vez, habría puesto en peligro la frágil relación entre marido y mujer, y habría debilitado además los vínculos de amistad entre parientes, perturbando así el orden social[519]. Por otra parte, el incesto podría haber afectado también al desarrollo social del niño. Los niños sienten afecto por sus padres. Pero si un progenitor llega a la relación sexual con su hijo, ello puede debilitar la autoridad del adulto, inhibir la confianza y obstaculizar el proceso psicológico de separación de la familia.

El hombre de Cro-Magnon no podía permitirse todos estos conflictos.

Además, el incesto implicaba responsabilidades políticas. Como dice el viejo axioma: «Más vale casarse con un extraño que morir a sus manos»[520]. Si una hija abandonaba el grupo para formar pareja con un hombre del valle vecino, las relaciones con esa gente mejoraban; se convertían en parientes. Si se quedaba en casa para formar pareja dentro de la familia, no se obtenían mejores intercambios comerciales ni se establecían nuevas alianzas sociales o para la guerra.

No es nada sorprendente que la enorme mayoría de las culturas humanas recomiendan que los jóvenes se casen con pretendientes externos a la familia, al clan, algunas veces hasta a la comunidad[521]. Ello no impide necesariamente el incesto, pero garantiza el flujo de adultos, de bienes y de información entre las diferentes unidades sociales y reduce las posibilidades de incesto además de estimular la política del «buen vecino». Reproducirse con extraños también era importante para evitar los defectos físicos peligrosos[522].

De modo que, probablemente, por razones económicas, sociales, políticas y genéticas, el hombre de Cro-Magnon tenía reglas que establecían que con padres y hermanos carnales el apareamiento no estaba permitido. En realidad, tan importantes eran los que colaboraban en la crianza de los jóvenes y en la defensa de la armonía grupal, en la cohesión de la banda, en los vínculos políticos y en la salud genética, que nuestros antepasados de Cro-Magnon pudieron incluso heredar un desagrado biológico por las relaciones incestuosas, una predisposición a aparearse y reproducirse fuera del núcleo familiar.

INCESTO

¿Una tendencia genética a evitar el sexo con la madre, el padre y los hermanos? Semejante idea no es nueva. En 1891 Edward Westermarck la propuso por primera vez. Dijo que los niños desarrollan una repulsión física natural a todos aquellos con los que se crían[523]. Posteriormente dicha aversión fue confirmada por los estudios sobre sexualidad llevados a cabo en Israel.

Las investigaciones comenzaron a raíz de la observación, por parte de Melford Spiro, de los niños que crecían juntos en un kevutza, un espacio común que funcionaba como sala de estar, baño y dormitorio, y en el que un grupo de la misma edad compartía la vida hasta la juventud[524]. Aquí, varones y niñas realizaban juegos sexuales, se acostaban juntos bajo las mantas y se examinaban unos a otros en un juego que llamaban la clínica, que consistía en besarse, abrazarse y en tocarse mutuamente los genitales. Sin embargo, cuando rondaban los doce años estos mismos niños se volvían tímidos y tensos cuando estaban juntos; a los quince años habían desarrollado fuertes lazos fraternales.

Si bien dichos jóvenes, que no estaban relacionados por vínculos de sangre, tenían total libertad para copular y casarse entre sí, hasta donde Spiro pudo verificarlo ni uno solo de ellos contrajo matrimonio ni tuvo relaciones sexuales con un compañero del mismo kevutza.

Prosiguiendo con esta investigación a comienzos de la década de los setenta, el sociólogo Joseph Shepher logró acceder a los registros de matrimonio completos de todos los miembros de kevutzas. De 2.769 matrimonios, sólo 13 fueron entre individuos que habían crecido en el mismo grupo de iguales. Y en ninguno de los 13 casos los cónyuges habían ingresado al kevutza para compartir la rutina cotidiana de la niñez antes de cumplir los seis años de edad. Shepher piensa que existe un período crítico de la niñez, entre los tres y los seis años de edad, en el que los niños desarrollan una aversión sexual natural respecto a las personas que ven regularmente[525].

La química parece desempeñar un papel en la tendencia a evitar el incesto. Y esta respuesta fisiológica debió de manifestarse ya en la época en que nuestros antepasados usaban abrigos de piel de zorro, tocaban la flauta y decoraban los muros de las cavernas de Francia y España, ya que el hecho de evitar el incesto presenta un amplio correlato en el resto de la comunidad animal.

Entre las aves, los insectos y otros mamíferos, los animales de sexo opuesto que se criaron juntos también prefieren aparearse con extraños. En realidad, las otras especies han desarrollado tantas formas de evitar el apareamiento dentro de la familia que los biólogos piensan que el tabú humano del incesto deriva de nuestra naturaleza animal[526].

Los grandes primates, por ejemplo, reconocen a los parientes y raras veces se aparean con los muy cercanos, en especial con la madre. Una de las razones para esto es bellamente ilustrada por los jóvenes machos de mono rhesus de la isla de Cayo Santiago, al este de Puerto Rico, si bien el principio también se aplica a nosotros. En dicho lugar los machos crecen bajo la tutela de la madre y de las hembras más íntimamente emparentadas. Sin embargo, a medida que los jóvenes maduran, raras veces se relacionan sexualmente con la madre. La imagen de esta hembra, en cambio, es investida de autoridad y opera además como muro de los lamentos. En lugar de intentar seducirla se vuelven infantiles frente a ella, se acurrucan en su regazo y la arrullan; algunos hasta intentan mamar[527]. Hombres y mujeres a veces también hacemos regresiones y nos volvemos bastante infantiles en presencia de nuestros progenitores.

El incesto entre hermanos y el apareamiento entre padre e hija son raros en la naturaleza por otro motivo. En muchas especies, los púberes, ya sea el macho o la hembra, abandonan el grupo social. Sin embargo, los chimpancés hermanos algunas veces terminan quedándose en la misma comunidad, y en la Reserva Gombe Stream, de Tanzania, Goodall presenció varios apareamientos incestuosos. Durante dichas cópulas, ya fuera el hermano o la hermana parecían estar profundamente aburridos o de lo contrario surgía entre ellos una tremenda pelea. Fifí, por ejemplo, se colgó de la rama de un árbol y se puso a gritar mientras su hermano, Figan, la obligaba a copular con él.

Las mismas antipatías naturales al incesto deben de haberse manifestado durante nuestro lejano pasado humano. Es probable que ya cuatro millones de años atrás los individuos sintieran rechazo por aquellos con quienes se habían criado, que buscaran a sus padres cuando necesitaban auxilio y no para copular, y que niñas y varones cambiaran de grupo de pertenencia en la pubertad. En condiciones «naturales» el incesto era raro. Luego, cuando la humanidad desarrolló un cerebro capaz de establecer, recordar y cumplir reglas sexuales, la gente intuyó rápidamente las desventajas económicas, sociales y políticas del incesto. De modo que lo que había sido una tendencia natural se convirtió además en un dictado cultural[528].

Cuándo ocurrió esto en la historia humana es algo que nunca sabremos, pero con toda seguridad ya en la época en que las mujeres y los hombres de Cro-Magnon aprendían las leyendas de sus antepasados en las espectrales cavernas al pie de los Pirineos, sabían a quién podían seducir y con quién podían casarse, y quién era «fruto prohibido». El incesto se había convertido en tabú.

Indudablemente, esa gente tenía otras prohibiciones sexuales. Los tabúes posparto figuran entre las costumbres más universales, ya que existen en el 94% de las culturas registradas[529]. En general, se espera que las parejas se abstengan de copular durante unos seis meses después de que un niño es dado a luz. Es probable que dichas reglas surgieran evolutivamente para que la madre y el padre pudieran ocuparse de la criatura indefensa.

En todas la sociedades conocidas la actividad sexual ha dado pie al surgimiento de miles de creencias, por ello está justificado suponer que nuestros antepasados Cro-Magnon también tenían las suyas. Pero ¿cuáles eran? Por ejemplo, los bellacoola de la Columbia Británica central, en el Canadá, creen, como muchos cristianos, que la castidad acerca al hombre a lo sobrenatural. Muchos pueblos consideran que la continencia es esencial antes de la caza y algunos entrenadores norteamericanos de fútbol están convencidos de que los jugadores tendrán una mejor actuación deportiva si evitan el sexo antes del partido.

Las parejas de Cro-Magnon probablemente evitaban hacer el amor durante un tiempo después del parto y nunca lo hacían antes de salir a perseguir animales o de participar en un ritual en las cavernas. Y deben de haberse apareado en la oscuridad o donde nadie pudiera verlos. En ninguna parte del mundo las personas copulan normalmente a la vista de los demás.

En la enorme mayoría de las sociedades hombres y mujeres asignan poder a la sangre menstrual. Nuestros antepasados europeos estaban inmersos en supersticiones acerca de esto. Sir James Frazer, el gran investigador de las diversas características de la tradición en todos los rincones del mundo, escribió: «En varios puntos de Europa todavía se cree que si una mujer que tiene la regla entra en una destilería de cerveza, la bebida se pondrá agria; que si toca la cerveza, el vino, el vinagre o la leche, éstos se arruinarán; que si prepara mermelada, no se conservará; que si monta una yegua preñada, el animal abortará; que si toca pimpollos de alguna flor, se marchitarán; que si trepa a un cerezo, el árbol se secará»[530]. Hasta la década de 1950 las mujeres norteamericanas todavía se referían a la menstruación como «la maldición» y evitaban las relaciones sexuales cuando la tenían.

Es probable que nuestros antepasados de Cro-Magnon también evitaran hacer el amor durante el período menstrual femenino.

Indudablemente, también cumplían con códigos de pudor sexual. Hasta en las selvas húmedas y vaporosas de la Amazonia hombres y mujeres usan ropa, aunque podríamos no reconocerla como tal. Las mujeres yanomano sólo usan una cuerda alrededor de la cintura. Pero si se le pide a una de ellas que se quite el cordel, se angustiará tanto como una mujer norteamericana a la que se le pida que se quite la blusa. El hombre yanomamo lleva una cuerda atada en torno al abdomen, bajo la cual coloca cuidadosamente a resguardo la piel del pene, de modo que sus genitales quedan apoyados y cómodos contra el vientre. Cuando el pene se desliza fuera de su refugio, el hombre yanomamo reacciona con tanta turbación como la que mostraría un jugador de tenis al que el pene se le asomara por la pernera del pantalón corto.

Sea un cinturón de cuerda en la Amazonia o un vestido largo en la Inglaterra victoriana, hombres y mujeres otorgan poder a las vestimentas. Sin estos ropajes quedarían desnudos, vulnerables, avergonzados. Dado que nuestros antepasados de Cro-Magnon usaban túnicas de cuero y collares de dientes de león, no cabe duda de que tenían códigos acerca de la ropa que se ponían con el fin de cubrir sus genitales. Y eran exigentes respecto al pudor sexual.

Por último, nuestros mayores deben de haber tenido preceptos sobre el adulterio y el divorcio. Como recordará el lector, los pueblos cazadores-recolectores y los horticultores en general son menos estrictos con la infidelidad que muchas sociedades industriales de Occidente. Quizá el castigo a la infidelidad en una comunidad de Cro-Magnon no pasaba de una tarde de ridiculización pública, unos leves azotes o alguna discusión acalorada. Pero seguramente 35.000 años atrás nuestros antepasados ya habían desarrollado normas con respecto a la fidelidad, y tanto hombres como mujeres conocían las reglas.

Hasta los más rebeldes también deben de haber cumplido con las costumbres fundamentales del divorcio. En pequeños grupos, en los que las habladurías son el eterno pasatiempo y el ostracismo es equivalente a la muerte, nadie está dispuesto a arriesgarse demasiado al aislamiento. De modo que mucho antes de que el hombre y la mujer de Cro-Magnon reunieran algunas pertenencias y huyeran en dirección al próximo valle para integrarse a otro grupo, él o ella debieron de pasar muchas tardes contemplando el horizonte, dudando, deliberando acerca de cómo dar la noticia, decidiendo cuál sería el momento más apropiado para partir y cómo hacerlo de acuerdo con las reglas de la etiqueta.

LOS ORÍGENES DEL «DEBER SER»

Reglas, reglas y más reglas. ¿Cómo lograba el hombre de Cro-Magnon dominar sus deseos sexuales y cumplir con todas las restricciones? ¿Tenía una conciencia, un sentido de la moral, conceptualizaba el bien y el mal?

Probablemente. Darwin escribió: «De todas las diferencias entre el hombre y los animales inferiores, el sentido moral o conciencia es sin lugar a dudas el más importante». Definió la conciencia con las siguientes palabras: «Se resume en ese breve pero imperativo concepto: “deber ser”»[531]. Sospecho que el deber ser era un término bastante usado en la época en que la gente de Cro-Magnon aterrorizaba y educaba a sus hijos en cavernas mágicas ocultas en las entrañas de la tierra.

¿Cómo surgió esta cosa extraordinaria, nuestra conciencia humana?

En 1962 Michael Chance propuso una teoría para explicar la evolución de la autodisciplina que nos da una clave sobre cómo podría haber aparecido la conciencia en la humanidad[532]. Chance pensó que para manipular a los machos adultos y poderosos y lograr trepar en la espiral de la dominación, los primates más jóvenes tenían que «equilibrar», sopesar los pros y los contras de las diferentes opciones y controlar sus impulsos sexuales y agresivos. Aquéllos que conseguían actuar desde la cabeza y no desde el corazón eran los que sobrevivían, dando origen entre los grandes primates a la selección de un cerebro más expandido y de una mayor capacidad para postergar la gratificación y controlar los impulsos sexuales.

El antropólogo Robin Fox empleó luego este núcleo de pensamiento para proponer una teoría sobre la evolución de la conciencia en las personas. Pensó que en la medida en que la vida social se fue desarrollando, los hombres jóvenes tuvieron que cumplir con estrictas reglas nuevas en lo concerniente a quién cortejar y a quién evitar, intensificando así la necesidad de reprimir los impulsos sexuales y agresivos. Fox escribe: «El resultado de este proceso selectivo fue la aparición de una criatura que era capaz de sentirse profundamente culpable acerca de su sexualidad»[533].

Y Fox está convencido de que nuestra conciencia está profundamente «encarnada» en el cerebro. Define dicha predisposición como «un síndrome de conductas genéticamente determinadas por las cuales en particular el púber humano es susceptible a la culpa y a otras formas de condicionamiento respecto a los impulsos sexuales y agresivos»[534]. Fox piensa que el lugar donde reside la conciencia es la amígdala, una pequeña glándula conectada con el primitivo centro emocional (el sistema límbico), así como con el vecino hipocampo que controla la memoria, y con las complejas áreas de pensamiento neocorticales del cerebro.

Bienvenida, amígdala. ¿Será posible que este trocito de protoplasma extra sea uno de los responsables de nuestras noches en blanco cuando necesitamos resolver un problema ético? Algunos científicos piensan que las endorfinas, las sustancias químicas cerebrales que nos permiten «sentirnos bien», también estarían relacionadas. Cuando uno actúa de acuerdo con las reglas, secreta estas morfinas naturales y se siente gratificado y seguro[535].

Tal vez Fox haya dado con el quid de la cuestión. Quizá la proclividad a la ética está alojada en nuestro ADN. Los estudios con niños ciertamente confirman este punto de vista. Los científicos suponen en la actualidad que el potencial de las reacciones éticas ya está presente cuando el neonato sale del útero[536]. Un niño, por ejemplo, se pondrá a llorar si oye sollozar a otro. Conocida como empatia global, esta preocupación generalizada, esta solidaridad, esta «piedra fundamental», como la llamaba Darwin, es el primer guiño de lo que en el niño florecerá como código moral.

Posteriormente, la moral se desarrolla por etapas[537]. Entre el primer y el segundo año de vida, el niño adquiere el sentido del «yo» y de «el otro» y comienza a poner de manifiesto atenciones especiales para con los que lo rodean. Un niño que está empezando a caminar intentará consolar a su amigo lastimado, por ejemplo. Los niños sienten vergüenza y, algo más adelante, culpa. Comprenden las reglas que establecen lo que está bien y lo que está mal. Hacen todo lo posible por cumplir con las convenciones, saben guardar un secreto, pueden actuar furtivamente y cumplir con los cánones sociales.

A partir de estas bases, niñas y varones continúan absorbiendo las reglas morales impuestas por la cultura y edifican sus propios estilos de adhesión y subversión. Aun esos estilos generalizados tienen un componente adaptativo. Los niños pequeños son extraordinariamente egocéntricos. En realidad, mirados desde una perspectiva darwiniana deben ser egocéntricos; el altruismo no es lógico en los muy jóvenes, cuyo objetivo primordial es la supervivencia. Por otra parte, conviene a la adaptación de un adolescente que establezca alianzas con sus iguales. Y todos sabemos que los adolescentes son muy sensibles a la aprobación de los compañeros de la misma edad. Sus códigos éticos reflejan la necesidad obsesiva de que aprueben sus actos. Luego, a medida que maduran, las personas hacen propios los sistemas morales de sus padres, evidentemente a fin de prepararse para criar a sus propios hijos.

«No sólo no sé si la virtud es algo que aprendemos o heredamos: ni siquiera sé qué es», dijo Sócrates una vez. La verdad es que las definiciones de la ética varían con la edad, con la condición social, y también de un sujeto a otro y de una cultura a la siguiente. Lo que en Nueva Guinea es considerado como un comportamiento virtuoso no lo es necesariamente en los Estados Unidos. Pero parecería que el animal humano nace para elaborar principios sobre el bien y el mal, después absorbemos las costumbres de nuestra cultura y posteriormente luchamos con nuestra predisposición interna a cumplir o romper dichas reglas. Por lo tanto, no es preciso que nadie nos enseñe a sentirnos culpables; los demás nos enseñan simplemente ante qué debemos tener remordimientos.

EL DESDOBLAMIENTO DE LA CONCIENCIA

Cuándo evolucionó la predisposición humana a las conductas morales es harina de otro costal. Darwin observó que muchos animales presentaban «instintos sociales», lo que se comprueba, por ejemplo, en cómo defienden a sus crías, en la manera de consolarse unos a otros y en la tendencia a compartir la comida, conductas que los seres humanos definimos sin dudarlo como comportamientos morales cuando los observamos entre nosotros. La moralidad tenía analogías en las criaturas no humanas. De modo que Darwin propuso que las formas ancestrales del hombre también tenían esos instintos sociales, que esos impulsos servían en una etapa muy arcaica como un grosero código de bien y mal. Pero en la medida en que el hombre desarrolló gradualmente su poder intelectual… también subió más y más de nivel su moralidad[538].

No es difícil imaginar que cuatro millones de años atrás la evolución de la monogamia en serie y el adulterio clandestino originaran la elección que derivó en el surgimiento de estas conexiones morales. ¡Qué conflicto debió de producir esta doble estrategia reproductora! Formar una pareja y además cometer adulterio requería la capacidad de engañar y juzgar, y además el criterio suficiente para sopesar los pros y los contras, para equilibrar, como dice Chance. Por lo tanto, si lo que afirma Fox es correcto, en la medida en que la vida social humana se fue volviendo más compleja y nuestros antepasados continuaban luchando por obtener más satisfacción sexual y más poder, también desarrollaron la conciencia.

La antropóloga Mary Maxwell avanza todavía un paso más en la disección de cómo evolucionó la conciencia[539]. Maxwell propone que a medida que hombres y mujeres participaban en redes cada vez mayores de obligaciones sociales, los individuos se sintieron más y más tironeados por valores opuestos: por un lado, el interés personal en reproducirse, y por otro la necesidad de cooperar dentro de una comunidad mayor. Y aquí aparece el conflicto. El buen samaritano corría peligro de desaparecer por no aprovechar las oportunidades sexuales y obedecer las reglas. De modo que, a partir de que los individuos aprendieron a disimular mientras buscaban el rédito reproductivo, los preceptos morales —junto con la predilección humana por evaluar la corrección o incorrección de las acciones, comúnmente conocida como conciencia— evolucionaron para contrarrestar este egoísmo.

El biólogo Richard Alexander agrega un último estímulo a la evolución de las reglas morales y de la conciencia: la guerra. Sostiene que nuestros antepasados cazadores y recolectores vivían en entornos superpoblados y ricos en los cuales surgían bastantes problemas entre vecinos. Las bandas necesitaban presentar un frente unido contra sus enemigos. A causa de que cada individuo era, en última instancia, un egoísta, fue necesario que surgieran las reglas morales. Estas opiniones ampliamente difundidas y aceptadas —acerca de las restricciones morales— sentaron precedentes. Y el acuerdo entre los integrantes del grupo les dio cohesión, paz y un frente unido contra los vecinos hostiles.

Sin embargo, los tramposos también fueron seleccionados; mientras no fueran descubiertos podían obtener beneficios personales secundarios de sus indiscreciones. O sea que cuando los individuos comenzaron a sopesar las desventajas e inconvenientes de adherir a dichas costumbres en lugar de hacer trampa aquí y allá, hombres y mujeres desarrollaron la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. También desarrollaron una conciencia, «la pequeña vocecita que nos dice hasta dónde podemos llegar en la búsqueda de nuestros propios intereses sin correr riesgos intolerables», como dice Alexander[540].

«Una sociedad funciona bien cuando la gente desea hacer lo que debe hacer», afirmó el psicoanalista norteamericano Erich Fromm. Conocía el poder de la conciencia como aglutinante social.

¿Qué ocurrió, pues, con los hombres y mujeres de Cro-Magnon? Estos antepasados nuestros por cierto ya no eran salvajes sin preocupaciones, libres de vagabundear cuanto quisieran, de copular y de abandonar a sus parejas. Sin lugar a dudas el núcleo de su espíritu moral surgía directamente de su naturaleza y ya estaba presente en forma embrionaria hace cuatro millones de años, cuando nuestros primeros antepasados homínidos desarrollaron evolutivamente la estrategia humana de la monogamia, la infidelidad y el divorcio. El hombre de Neanderthal, con cerebro moderno pero con una cultura en general desprovista de arte, probablemente tenía nociones del bien y del mal, unas cuantas reglas morales y un sentido del deber que lo llevaba a seguir las costumbres de la comunidad. Luego, para la época en que el hombre de Cro-Magnon pintaba símbolos en los muros de las cavernas al sur de la antigua Francia, nuestros antepasados ya estaban abrumados de códigos sexuales, presionados por sus iguales, por las supersticiones y por sus conciencias.

«El corazón del hombre está preparado para conciliar las contradicciones», afirmó en una ocasión David Hume, el filósofo escocés del siglo XVIII. Puedo imaginar a más de una mujer de Cro-Magnon desvelada dentro de su tibia choza de cuero, revolviéndose en su jergón y escuchando el crepitar de las ascuas y la respiración de su marido dormido mientras intentaba decidir si encontrarse o no con otro hombre en un claro del bosque a la mañana siguiente.

Esas mujeres no fueron las últimas en bregar con las pasiones volubles de la humanidad.