XI. LAS MUJERES, LOS HOMBRES Y EL PODER
La naturaleza de la política sexual

Todo es la suma del pasado, y nada es comprensible salvo

a través de la historia.

PIERRE TEILHARD DE CHARDIN

Una mañana de 1929, decenas de miles de mujeres, con las caras sucias de cenizas y vestidas con taparrabos y coronas de plumas, surgieron de las aldeas de Nigeria sudoriental y marcharon sobre sus centros locales de «administración nativa». Allí vivían los funcionarios coloniales británicos del distrito. Se congregaron frente a las puertas de dichos administradores y agitando los tradicionales bastones de guerra, bailaron y los ridiculizaron con canciones mordaces, mientras exigían las insignias de los hombres igbo locales que habían colaborado con este enemigo. En algunos centros de administración las mujeres se abrieron paso hasta las cárceles para soltar a los prisioneros; en otras incendiaron o destruyeron parcialmente los edificios de los tribunales. Pero a nadie le hicieron daño.

Los británicos tomaron represalias. Abrieron fuego sobre las manifestantes en dos centros y asesinaron a sesenta mujeres. Eso terminó con la insurrección. Los ingleses habían «ganado».

La historia por regla general registra la palabra de los ganadores, y esta «Guerra de las Mujeres», como la llamaron los igbo, rápidamente pasó a ser conocida como la Rebelión de Aba[457]. Pero los británicos nunca entendieron qué había detrás de la guerra, orquestada enteramente por las mujeres y para las mujeres. El concepto de violación de los derechos de la mujer estaba más allá de su capacidad de comprensión. En realidad, la mayoría de los funcionarios británicos estaban convencidos de que la manifestación la habían organizado los hombres igbo, que luego llevaron a sus esposas a la revuelta. Los funcionarios coloniales pensaron que las mujeres igbo se habían rebelado porque contaban con que los ingleses no abrirían fuego contra el sexo débil[458].

Un colosal abismo cultural separaba a los ingleses de los igbo, un vacío que dio pie a la Guerra de las Mujeres igbo y simbolizó la profunda incomprensión europea acerca de las mujeres, los hombres y el poder en las culturas del mundo entero.

Durante siglos, las mujeres igbo, igual que las mujeres de muchas otras sociedades del África occidental, habían sido autónomas y poderosas, en lo económico y en lo político. Vivían en aldeas patrilineales en las que el poder era informal: cualquiera podía participar en las asambleas de las aldeas igbo. Los hombres participaban en mayor número de debates y normalmente eran los que proponían la solución de los conflictos. Los hombres disponían de más recursos, y por lo tanto estaban en condiciones de pagar por la organización de banquetes que redundaban en más títulos y más prestigio. Además, los hombres controlaban la tierra, pero al casarse estaban obligados a entregarle a sus esposas algo de tierra para cultivo.

Esta tierra era la cuenta bancaria de las mujeres. Cultivaban una gran variedad de productos y llevaban las cosechas a los mercados locales, que eran manejados exclusivamente por mujeres[459]. Y de ese modo las mujeres llegaban a casa con artículos de lujo y dinero en efectivo que eran de su propiedad. O sea que las mujeres igbo disponían de un patrimonio propio, es decir, de independencia financiera y poder económico. Por lo tanto, si un hombre permitía que sus vacas pastaran en tierras de una mujer, maltrataba a su esposa, violaba el código del mercado, o cometía algún otro delito grave, las mujeres le hacían lo mismo que a los administradores británicos: se congregaban frente a la casa del ofensor, lo insultaban con cánticos, y a veces llegaban a destruir su casa. Los hombres igbo respetaban a las mujeres, el trabajo de las mujeres, los derechos de las mujeres y las leyes de las mujeres.

Entran en escena los británicos. En 1900, Inglaterra declaró a Nigeria meridional protectorado de la corona e instaló un sistema de cortes regionales de nativos. Cada distrito era gobernado desde su propia sede, la corte de nativos, por un funcionario colonial británico. Semejante sistema era muy poco aceptado. Pero, además, los ingleses incorporaron a un nativo al personal de cada corte en calidad de representante de su aldea. Casi siempre era un joven igbo que intercambiaba favores con los conquistadores y no un respetable anciano de la aldea. Siempre era un hombre. Formados en el credo Victoriano de que las esposas son meros apéndices de sus maridos, los ingleses no podían concebir que las mujeres ocuparan lugares de poder. De modo que las excluyeron a todas. Las mujeres igbo perdieron la posibilidad de participar.

Luego, en 1929, los británicos decidieron realizar inventarios de los patrimonios femeninos. Temiendo la aplicación de inminentes impuestos, las mujeres igbo se encontraron en las plazas donde funcionaban sus mercados para discutir esta destructiva acción económica. Estaban preparadas para la rebelión. En noviembre, tras una serie de enfrentamientos entre las mujeres y los censistas, éstas se vistieron con los tradicionales atavíos de guerra y marcharon hacia el frente de batalla. La revuelta abarcó un territorio de diez mil kilómetros cuadrados y participaron decenas de miles de mujeres.

Después de que los británicos aplastaran la revolución, las mujeres igbo solicitaron que ellas también pudieran ocupar el papel de representantes de aldea en las cortes de nativos. Fue inútil. Para ellos, el lugar de la mujer estaba en su hogar.

«ES UN MUNDO DE HOMBRES»

La convicción occidental de que los hombres dominan universalmente a las mujeres pasa de generación en generación como un gen pernicioso[460]. ¿Es un hecho real? ¿Ha sido siempre así? Antes de analizar la larga historia de la evolución de las mujeres, los hombres y el poder, intentaré descifrar lo que sabemos de las relaciones entre los dos sexos en las sociedades de todo el mundo en la actualidad.

Antes del movimiento femenino de los años setenta, los antropólogos norteamericanos y europeos simplemente daban por sentado que los hombres eran siempre más poderosos que las mujeres, y sus investigaciones reflejaban sus convicciones. La información disponible acerca de los aborígenes australianos nos proporciona un ejemplo interesantísimo.

Varios académicos —en su mayoría, hombres— escribieron que el sistema matrimonial de estos pueblos por el cual las niñas eran casadas con hombres treinta años mayores que ellas al mismo tiempo que, además, cada hombre tenía varias esposas, era el ejemplo supremo de dominación masculina. Desde su perspectiva, las mujeres aborígenes eran meros peones, patrimonio, caudales en efectivo manipulados en las negociaciones matrimoniales de los hombres[461]. Afirmaban que la separación en las ceremonias religiosas de hombres y mujeres era una prueba más de la subordinación femenina. Y en cuanto al trabajo de las mujeres, en 1937 Ashley Montagu resumió el punto de vista en boga al definirlas como «vacas domesticadas»[462].

Hoy sabemos que semejante interpretación de la vida aborigen es una distorsión. Varias etnógrafas han viajado al interior de Australia para hablar con las mujeres. Gracias a las conversaciones registradas en el curso de expediciones de recolección, durante las competiciones de natación o a través de las hogueras nocturnas, estas estudiosas pudieron descubrir que las mujeres aborígenes politiquean ávidamente en el juego de póquer de los compromisos matrimoniales y que comienzan a elegir a sus propios nuevos maridos cuando alcanzan la madurez. Es común que las mujeres tengan amantes. En algunas tribus existe un jilimi o campamento de mujeres solas, en el cual, libres de los hombres, viven las viudas, las mujeres separadas y las que están de paso. Lejos de ser esposas maltratadas, las mujeres a veces golpean al marido perezoso con el «bastón de pelea». Las mujeres realizan ceremonias de las cuales excluyen a los hombres. Y la contribución femenina a la economía familiar es de suma importancia para la vida cotidiana. En síntesis, si bien las actividades de hombres y mujeres a menudo están segregadas, la mujer aborigen de Australia parece disponer de tantos poderes como el hombre[463].

Ningún sexo domina al otro, un concepto que aparentemente resultaba inconcebible para los eruditos occidentales. La obsesión de las jerarquías, en coincidencia con valores profundamente asimilados acerca de los sexos, restó objetividad a los análisis de otros pueblos.

Las cosas cambiaron con el movimiento de liberación de la mujer, cuando las antropólogas feministas empezaron a poner en tela de juicio el dogma universal de la subordinación femenina. Arguyeron que, como casi todos los trabajos de campo habían estado a cargo de hombres, éstos habían buscado información entre los hombres y habían observado principalmente las actividades masculinas, por lo tanto, muchos informes antropológicos estaban desvirtuados. No habían escuchado las voces de las mujeres.

Algunas afirmaron, además, que los antropólogos hombres habían deformado lo que observaban, denigrando el trabajo femenino como «tareas domésticas», la conversación femenina como «chismorreo superficial», la creatividad femenina como «artesanía», y la participación femenina en las ceremonias como «no sagrada». En cambio, habían magnificado la caza, las artes masculinas, los rituales religiosos masculinos, la oratoria masculina y muchas otras actividades de los hombres[464]. Por culpa de la ceguera selectiva, del androcentrismo, o de la parcialidad sexista —llámesela como se quiera—, habían pasado por alto el trabajo y la vida de las mujeres, por lo que los informes antropológicos falseaban la realidad.

Estas acusaciones no son del todo ciertas. El sociólogo Martin Whyte comparó recientemente las funciones de los sexos en 93 sociedades tradicionales y detectó que en algunos de estos estudios las funciones femeninas habían sido descuidadas o minimizadas; en otros existían aspectos del poder masculino que no habían sido registrados. Sin embargo, las omisiones eran fortuitas, no respondían sistemáticamente a prejuicios contra las mujeres. Más aún, estas omisiones no estaban especialmente ligadas a autores de sexo masculino o femenino. Tal vez el androcentrismo no está tan generalizado como informan las feministas[465].

De todos modos, hasta un lector desprevenido de dicha literatura señalaría algunas etnografías clásicas en las cuales la mujer aparece como un ser sin rostro ni presencia. Y los omnipresentes artículos sobre «el hombre cazador» sólo recientemente se equilibran con la literatura acerca de «la mujer recolectora». De modo que la era feminista modificó las corrientes al agregar una lente necesaria a las investigaciones que los eruditos llevan a cabo con otros pueblos, compuestos tanto por mujeres como por hombres.

Este nuevo enfoque de la vida de las mujeres ha dejado al descubierto una realidad de gran importancia: igual que las mujeres igbo de Nigeria, las mujeres de muchas otras culturas tradicionales eran relativamente poderosas, hasta la llegada de los europeos[466]. Algunas sobrevivieron a la influencia occidental con su poder intacto. Pero muchas otras, como las igbo, fueron víctimas de las tradiciones europeas.

La antropóloga Eleanor Leacock llegó a esta conclusión mientras estudiaba a los indios montagnais-naskapi, del Canadá oriental. En su investigación le resultó de especial utilidad el diario del sacerdote jesuita Paul Le Jeune. Le Jeune ocupó su cargo como superior de la misión francesa en Quebec en 1632. Allí pasó el invierno con los montagnais-naskapi. Para su espanto se encontró con el espectáculo de una sociedad de padres indulgentes, mujeres independientes, hombres y mujeres divorciados, hombres con dos esposas, ningún líder formal, una cultura peripatética, relajada e igualitaria, en la que las mujeres tenían un nivel social y económico alto.

Le Jeune decidió de inmediato que él cambiaría semejante situación. Estaba sinceramente convencido de que el rigor con los niños, la fidelidad dentro del matrimonio, la monogamia de por vida y, sobre todo, la autoridad masculina y la obediencia femenina eran esenciales para la salvación. Como les decía a los indios: «En Francia las mujeres no mandan a sus maridos»[467]. A los pocos meses Le Jeune había convertido a un puñado de estos «herejes». Diez años más tarde algunos habían comenzado a golpear a las mujeres.

¿A cuántas mujeres maniataron el colonialismo y la cristiandad? Es imposible saberlo. Pero la Guerra de las Mujeres igbo no fue un hecho esporádico en la historia del colonialismo. Como lo sintetizó un científico: «La penetración del colonialismo occidental, y con él las prácticas y actitudes occidentales respecto a las mujeres, incidió sobre los papeles femeninos en las sociedades aborígenes hasta el punto de rebajar la condición femenina prácticamente en todo el mundo»[468].

EL PODER ENTRA EN ESCENA

Ya que sabemos, pues, que las mujeres han sido realmente poderosas en muchas sociedades tradicionales del planeta, ¿qué podemos deducir acerca de la vida en África durante nuestro largo pasado prehistórico nómada, millones de años antes de que los cañones y los evangelios europeos distorsionaran las relaciones de poder entre hombres y mujeres? Tenemos dos caminos para deducirlo: examinar la vida cotidiana en las sociedades tradicionales modernas, o hacer una vivisección de las relaciones de poder de nuestros parientes cercanos, los simios. Empecemos con el poder entre las personas[469].

En términos generales, los antropólogos está de acuerdo en que el poder (la capacidad para influir o persuadir, concepto contrapuesto al de autoridad, o sea, el mando formal institucionalizado) recae por regla general en manos de los que controlan bienes o servicios socialmente valorizados, y que tienen derecho a distribuir esta riqueza fuera de los límites del uso personal.

El regalo. Si alguien es dueño de la tierra, o si la arrienda, regala o distribuye recursos en ella, como pozos de agua o permisos de pesca, esa persona tiene poder. Si alguien está en condiciones de prestar un servicio, relacionado por ejemplo con la salud, o tiene conexiones con el mundo espiritual que las demás personas necesitan, esa persona tiene poder. Si alguien mata una jirafa y regala la carne, o si fabrica canastos, cuentas, mantas, u otros productos comercializables, esa persona puede hacer muchas amistades, alianzas que generan lazos comerciales, prestigio y poder. De modo que la cuestión de quién es dueño de qué, y quién regala, alquila, vende o comercializa qué con quién son cosas que importan en la danza del poder entre los sexos[470].

La sociedad tradicional de los inuit (los esquimales), en Alaska, representa un buen ejemplo de esta relación directa entre los recursos económicos y el control social. En los áridos territorios al norte del continente americano, donde la única vegetación que aparece sobre el permagel durante la mayor parte del año son el musgo y algunos pastos, no existían plantas que se pudieran recolectar. Como resultado de esto, tradicionalmente las mujeres no salían de sus casas para trabajar como recolectoras o para juntar bienes valiosos que pudieran ser permutados. Los hombres eran los únicos que se ocupaban de cazar. Eran ellos los que dejaban el hogar para perseguir focas o ballenas durante los largos meses de invierno, y los que cazaban o pescaban caribúes durante los largos días del verano ártico. Eran los hombres los que traían la grasa de ballena para las lámparas de aceite; las pieles con que confeccionar abrigos, pantalones, camisas y calzado; los tendones que se convertirían en cuerdas; los huesos para fabricar adornos y herramientas; y hasta el último bocado de comida. Las mujeres dependían de estas provisiones. Los hombres esquimales dependían de sus esposas para teñir los cueros, ahumar la carne, y confeccionar toda la ropa de abrigo. De modo que ambos sexos se necesitaban mutuamente para sobrevivir.

Pero los hombres tenían acceso a los recursos fundamentales. Y las niñas esquimales descubrían de muy jóvenes que el secreto del éxito residía en «casarse bien»[471]. Las mujeres jóvenes no tenían ninguna otra forma de acceso al poder.

En cambio, las mujeres bosquimanas !kung del desierto de Kalahari eran mucho más poderosas económicamente. Y el matrimonio no era para ellas una carrera profesional. Como ya hemos dicho, cuando en 1960 los antropólogos realizaron los primeros registros de sus hábitos de vida, las mujeres viajaban al trabajo y volvían a sus casas con una gran parte del alimento diario. Las mujeres !kung tenían poder económico; también tenían voz y voto. Pero las esposas !kung, a diferencia de sus maridos, no compartían su comida con el resto del grupo social.

Esta distinción es importante. Al regresar de una expedición de caza exitosa, los hombres dividían la preciosa carne obtenida de acuerdo con las reglas, y todos juntos lo celebraban con entusiasmo. El dueño de la flecha que había matado al animal tenía la prestigiosa tarea de distribuir la presa. El hombre que primero lo había avizorado recibía algunas partes especialmente sabrosas, los que habían seguido el rastro recibían otras, etcétera. Luego, a su vez, cada participante en la obtención de la pieza distribuía porciones de carne y órganos entre sus familiares y otros allegados. Sin embargo, se trataba de «inversiones», no regalos. Los cazadores !kung esperan ser reembolsados. Porque en el acto de entregar estos trozos de carne a sus vecinos, el cazador acumulaba honra y obligaciones: poder. Y si bien las mujeres «disponían de un formidable grado de autonomía», tanto los hombres como las mujeres !kung pensaban que los hombres eran un poco más influyentes que sus esposas[472].

«Es mejor dar que recibir», afirma el refrán. Los !kung y muchos otros pueblos estarían de acuerdo. Los que manejan el dinero tienen un sustancial poder social: una fórmula económica según la cual las mujeres ancestrales habrían contado con un grado importante de ascendencia social.

Pero el poder, por supuesto, no es siempre una cuestión económica. ¿Puede alguien asegurar, por ejemplo, que las mujeres u hombres económicamente poderosos también son persuasivos en el dormitorio? Ese no es necesariamente el caso.

Las mujeres inuit buscarán casarse bien para progresar en la vida, pero ello no significa que se sientan subordinadas a sus esposos. ¿Quién puede estar seguro de que el granjero que preside la mesa durante la cena también domina las conversaciones cuando está a solas con su esposa? En realidad, en las sociedades campesinas contemporáneas en las que los hombres monopolizan todas las posiciones de prestigio y autoridad y las mujeres suelen actuar con deferencia frente a ellos cuando están en público, las mujeres poseen una gran influencia informal. La antropóloga Susan Rogers informa que, a pesar de los alardes y actitudes masculinas de poder, ninguno de los dos sexos considera realmente que los hombres dominan a las mujeres. Rogers llega a la conclusión de que el poder entre los sexos está más o menos equilibrado, y que el predominio masculino es un mito[473].

De modo que la economía indudablemente desempeñó un papel importante en las relaciones de poder de los hombres y mujeres de milenios atrás. Pero en realidad los sexos estaban enzarzados en un duelo mucho más complejo.

En un esfuerzo por desentrañar esta sutil dinámica del poder entre hombres y mujeres, Martin Whyte exploró el Archivo del Área de Relaciones Humanas, un avanzado banco de datos que contiene información sobre más de ochocientas sociedades[474]. Basándose en el material de este archivo y de otras fuentes etnográficas, Whyte preparó un estudio acerca de noventa y tres culturas preindustriales. De ellas, un tercio eran cazadores-recolectores nómadas; otro tercio, granjeros labriegos, y el último tercio estaba compuesto por gente que se ganaba la vida cuidando rebaños y/o cultivando la tierra. El espectro de los pueblos estudiados iba desde los babilónicos que vivieron aproximadamente en el 1750 antes de la era cristiana hasta las culturas tradicionales modernas. La mayoría de dichas culturas venía siendo estudiada por antropólogos desde el 1800 de la era cristiana.

Whyte extrajo de esta información las respuestas a una cantidad de interrogantes sobre cada cultura: ¿De qué sexo eran los dioses? ¿Qué sexo era objeto de ceremonias fúnebres más elaboradas? ¿Quiénes eran los líderes políticos? ¿Quién contribuía con qué para la mesa familiar? ¿Quién tenía la última palabra en la educación de los hijos? ¿Quién arreglaba los matrimonios? ¿Quién heredaba las propiedades de valor? ¿Qué sexo tenía más iniciativa sexual? ¿Se creía que las mujeres eran inferiores a los hombres? Luego interrelacionó éstas y muchas otras variables a fin de determinar el lugar ocupado por las mujeres en las sociedades de todo el mundo.

Las conclusiones de Whyte confirman algunas creencias ampliamente difundidas[475].

No hubo ninguna sociedad en la cual las mujeres dominaran a los hombres en la mayoría de las esferas de la vida social. El mito de las mujeres amazonas, las historias de las matriarcas que gobernaban con puño de terciopelo, son sólo eso: mitos e historias. En el 67% del total de las culturas (principalmente en el caso de los pueblos agricultores) los hombres parecían haber controlado a las mujeres en la mayoría de los ámbitos de actividad. En una cantidad importante de sociedades (30%) hombres y mujeres parecían haber detentado jerarquías equivalentes, en especial en el caso de los pueblos dedicados a la horticultura y en el de los cazadores-recolectores. Y en el 50% del total de las culturas, las mujeres tenían mucha más influencia informal de la otorgada por las reglas de la sociedad.

Whyte descubrió un hecho aún más importante: no había ninguna constelación de factores interculturales que en su conjunto equivaliera a la posición social de la mujer. En cambio, en cada sociedad había sus más y sus menos. En algunas culturas las mujeres habían hecho una trascendental contribución económica, pero disponían de menor poder en sus vidas maritales y sexuales. En otras podían divorciarse con facilidad pero tenían escasa gravitación en el aspecto religioso o no ocupaban ningún puesto político formal. Aun en las sociedades en que las mujeres tenían valiosas propiedades y ejercían considerable poder económico, no necesariamente contaban con derechos políticos amplios o influencia religiosa. En síntesis, el poder en un sector de la sociedad no se traducía en poder en los demás ámbitos.

En ningún lugar es este hecho más evidente que en los Estados Unidos. En 1920 las mujeres lograron el derecho al voto y su influencia política aumentó. Pero continuaron siendo ciudadanas de segunda clase en lo laboral. Actualmente, el poder de las mujeres dentro del mercado laboral está en alza. Muchas, además, recibieron una formación profesional del más alto nivel. Sin embargo, en el hogar las mujeres casadas continúan realizando la inmensa mayoría de las tareas domésticas, como cocinar, lavar y limpiar[476]. Debido a que los norteamericanos damos por sentado que la posición social es un fenómeno unifacético, no podemos comprender que las mujeres que trabajan sigan realizando casi todas las tareas domésticas. Pero la posición de una persona en un ámbito de la sociedad no afecta necesariamente a su posición en los demás.

Whyte demostró que no existe nada parecido a una posición social femenina única, que tampoco existe en el caso de los hombres. El juego por el poder entre los sexos es en cambio como una bola de cristal: si se gira un poco la esfera, proyectará una luz muy diferente. Por lo tanto, las mujeres ancestrales pueden haber sido poderosas en lo económico y tal vez tuvieron gran ascendiente informal, pero no por eso fueron necesariamente líderes de sus respectivos grupos de pertenencia.

¿Qué otra cosa puede revelar un estudio de los pueblos tradicionales sobre las mujeres, los hombres y el poder en el pasado? Bueno, las cuestiones de clase, de raza, la edad, el atractivo sexual, los logros y los lazos de familia también pueden contribuir a explicar el mosaico que llamamos poder.

En determinadas circunstancias el más insípido miembro de la clase alta o del grupo étnico dominante puede reinar sobre una persona más inteligente y más dinámica que esté situada un escalón más abajo. Y aunque tengamos tendencia a formular generalizaciones tajantes acerca de la miserable condición de las mujeres en Asia, las ancianas chinas o japonesas pueden ser tan autoritarias como cualquier hombre. En muchas culturas la edad establece importantes diferencias. También el atractivo sexual, el ingenio y la simpatía. La camarera de un bar puede dominar a un ejecutivo con el sexo; un humorista puede destruir a un político con papel y lápiz; una estudiante puede fascinar a su prestigioso y mucho más culto profesor con una mirada.

El parentesco también influye en quién domina a quién. En las sociedades patrilineales, en las que los hombres son en general los dueños de la tierra y los niños se identifican en función del padre del que descienden, las mujeres suelen disponer de escaso poder formal en la mayoría de los sectores de la sociedad. En cambio, en las sociedades matrilineales las mujeres tienen mayor patrimonio, lo que les otorga más influencia dentro del conjunto de la comunidad.

Por último, los sexos derivan poder del mundo simbólico de la sociedad a la que pertenecen. A medida que una cultura evoluciona, va desarrollando un «patrón sexual» o guión social acerca de cómo deben comportarse los sexos, así como creencias sobre los poderes de cada uno[477]. Dichos guiones son incorporados mentalmente por las personas. Los pigmeos mbuti de Zaire, por ejemplo, creen que las mujeres son poderosas porque sólo ellas pueden dar a luz. Los mehinaku de Amazonia y muchos otros pueblos otorgan poder a la sangre menstrual, tocarla es causa segura de enfermedad. Los occidentales inmortalizaron el poder de seducción de la mujer sobre el hombre con la fábula de Adán, Eva, la serpiente y la manzana. En última instancia, lo que una sociedad designa como simbólicamente poderoso se vuelve poderoso.

El poder, pues, es un compuesto de múltiples fuerzas que operan en conjunto para que una mujer o un hombre tengan más influencia que otras mujeres y otros hombres.

¿Qué pasa entonces con Twiggy, George, 1470, y los otros homínidos a los que nos referimos en el capítulo anterior y que dejaron sus huesos junto al lago color turquesa de Olduvai hace dos millones de años? ¿Tenían esos hombres y mujeres poderes sociales equivalentes?

No cabe la menor duda de que entre esta «gente» no existían diferencias de clase o de raza. Es poco probable que tuvieran una vida cultural rica en asociaciones simbólicas de poder. Pero con cierto grado de certeza podemos aventurar algunas afirmaciones acerca de Twiggy y sus compañeros. Por ejemplo, que no vivían como los inuit, cuyos hombres obtenían todo el alimento mientras las mujeres se quedaban en casa. No había una «casa». Twiggy tampoco era la hija de un granjero. Por el contrario, era nómada. Nadie se quedaba en el campamento. Y las mujeres trabajaban.

Lo que es aún más importante: Twiggy y sus amigas comían carne.

Y como vengo diciendo, la caza y el robo de la caza ajena no son pasatiempos lógicos en mujeres embarazadas y madres de niños pequeños. Así pues, muy probablemente Twiggy dejaba que su amante se ocupara de obtener la carne, los tendones y la médula de los huesos de las bestias peligrosas, mientras ella y sus amigas se dedicaban a recolectar fruta, vegetales, semillas y a obtener presas menores. De esta manera Twiggy hacía una importantísima contribución a la alimentación diaria. De ser así, tenía poder económico, igual que las mujeres !kung lo tenían y lo tienen hoy en día. En el mundo de Twiggy, las mujeres sexualmente activas y carismáticas probablemente detentaban aún más poder.

Pero ¿cómo vivía Twiggy? ¿Quién mandaba realmente a quién?

No sólo las culturas tradicionales nos dan una clave; también lo hacen otras especies. En realidad, podemos lograr una buena comprensión del poder que ejercía Twiggy en la vida cotidiana analizando una fascinante colonia de chimpancés, en el zoológico Arnhem, de Holanda[478]. Para dichos chimpancés, la manipulación en busca de prestigio y poder es la sal de la vida diaria.

LOS CHIMPANCES Y LA POLITICA

En 1971 más de una docena de chimpancés fueron instalados en su nueva residencia del zoológico. De noche dormían en jaulas bajo techo e independientes. Luego, después del desayuno, los chimpancés estaban en libertad de salir a un espacio al aire libre de aproximadamente una hectárea. El lugar estaba rodeado de un foso y un alto muro en el borde externo. Cerca de cincuenta robles y hayas, cada uno envuelto en un cerco electrificado que los volvía inaccesibles, se alzaban a su alrededor. Para trepar disponían de rocas y algunos robles secos que había esparcidos por el lugar. Aquí los chimpancés se dedicaban a sus juegos políticos, centrados en el objetivo de la gran huida.

Cada mañana los chimpancés inspeccionaban centímetro a centímetro su reducto a cielo abierto. Una tarde, después de que los antropólogos, los guardianes del zoológico y los entrenadores se habían retirado, pusieron en práctica su plan de fuga. Algunos de ellos calzaron una rama de árbol de cinco metros de largo contra el muro posterior y entonces varios chimpancés escalaron en silencio la fortaleza. Según los informes algunos hasta ayudaron a trepar a los menos ágiles. Luego descendieron por los árboles cercanos y tomaron a su cargo las instalaciones del zoológico. Gran Mamá, la hembra de mayor edad del grupo, se dirigió en línea recta a la cafetería del zoológico, donde se sirvió una leche con cacao y fue a instalarse entre sus protectores.

Tras ser devueltos a sus jaulas, los chimpancés se dedicaron de forma permanente a luchar entre ellos por el poder, manejos que vuelven más comprensible la vida de Twiggy en los tiempos antiguos y la naturaleza de los juegos humanos modernos en pos del poder.

Los chimpancés machos negocian constantemente por el poder. El macho comienza su «despliegue intimidatorio» erizando el pelo, gritando, balanceando el peso del cuerpo de un pie a otro o pateando la tierra, a menudo con una piedra o un palo en la mano. Luego pasa corriendo junto a su rival, golpea el suelo y ulula con gran convicción. En general, este ritual es suficiente para inducir a su oponente a retirarse. La retirada respetuosa es un gesto característico. El subordinado emite una secuencia de gruñidos cortos y jadeantes y hace una profunda reverencia ante su superior, o se pone en cuclillas con el pelaje aplastado para parecer más pequeño.

Los agresores también buscan aliados. Al comienzo de este despliegue intimidatorio el atacante casi siempre procura conseguir un compañero que lo respalde, para lo cual alza una mano con la palma hacia adelante en dirección al amigo potencial, invitándolo así a secundarlo.

Si consigue un aliado puede cargar contra su oponente, apedrearlo, gritarle, golpearlo con los puños, morderle las manos, los pies o la cabeza. Pero al mismo tiempo vigila a su aliado. Si su lugarteniente parece vacilar en la alianza, el agresor renueva los gestos de ruego a él dirigidos.

Se dice que «nada es gratis», y esto se cumple tanto en la política de los chimpancés como en la de los seres humanos. Cuando un chimpancé respalda a otro, espera obtener una recompensa. En realidad, los chimpancés parecen disfrutar de las rencillas y pueden interrumpir una siesta perfectamente plácida para acercarse a observar un conflicto o para meterse en la refriega. Las alianzas son importantes. En una ocasión, en Arnhem, el macho que era segundo en la línea de mando dedicó su atención a cada una de las hembras, les dio palmaditas y jugó con sus crías. Inmediatamente después de terminado el recorrido, desafió al macho jefe. ¿Había sobornado a las hembras para que se pusieran de su parte? Probablemente. Igual que los políticos que besan a los bebés y hacen referencia a las reivindicaciones femeninas, los chimpancés macho cultivan el apoyo de las hembras.

Algunas coaliciones de machos duran años; la mayoría dura apenas unos minutos; los chimpancés macho hambrientos de prestigio hacen amistades poco profundas. Pero cuando un individuo se mete otra vez en problemas, «recurre a sus trucos», dando gritos hasta que sus aliados vienen a socorrerlo o a participar de la pelea. Algunas veces cuatro o cinco machos participan en la refriega, formando un gran nudo de alaridos, caídas y cuerpos de simios furiosamente enredados.

Quizá mientras Twiggy y sus camaradas homínidos descansaban a mediodía, un macho paseaba su prestigio resoplando, pegando gritos y balanceándose amenazador hasta que un subordinado se inclinaba reverente frente a él. De vez en cuando alguna pelea debía de surgir. Y es probable que los machos cultivaran la amistad de Twiggy buscando su apoyo y el de sus amigas.

LA FORMACION DE LAS REDES

Curiosamente, los machos y hembras de Arnhem se organizan en estructuras de poder muy diferentes, una disimilitud que bien podría darse también entre los seres humanos y que tendría sus orígenes en la época de Twiggy.

Los chimpancés macho se relacionan con sus amigos y enemigos por medio de una trama de intrigas jerárquicas que forman una pirámide flexible de dominio rematada por el macho que ocupa la cima. En ningún momento cabe ninguna duda acerca de quién ocupa cada nivel en la escala jerárquica, ya que cada uno está claramente demarcado. Pero en la medida en que un macho obtiene más aliados y participa en más escaramuzas, la escala de la dominación se modifica poco a poco. Finalmente, una serie de confrontaciones o una única pelea muy feroz invierte los platillos de la balanza y un nuevo individuo emerge como rey de la jerarquía de los machos.

El jefe tiene una tarea importante: mantener el orden. Se mete en las peleas y aparta a los rivales uno de otro. Y se espera que se comporte como un árbitro imparcial. Si este macho alfa logra disminuir la cantidad de luchas al mínimo, sus compañeros lo respetan, lo apoyan y hasta le rinden pleitesía. Le hacen reverencias inclinando la cabeza y la parte superior del cuerpo en movimientos rápidos y repetidos. Le besan las manos, los pies, el cuello y el pecho. Se agachan para confirmar que están por debajo de él. Y lo siguen formando un séquito. Pero si el jefe no logra mantener la armonía, sus inferiores le quitan el apoyo hasta que la jerarquía cambia lentamente y se logra la paz. Los subordinados son los que crean al jefe.

Las hembras de chimpancé no crean esta especie de pirámide de jerarquía. En cambio, forman pandillas, subgrupos de individuos relacionados lateralmente que se cuidan mutuamente a las crías y se protegen y se ayudan en momentos de caos social. Las hembras son menos agresivas, menos interesadas en dominar, y esta red puede mantenerse estable —y con relativa igualdad— durante años. En realidad, la hembra más dominante por lo general adquiere dicha posición sólo en función de su personalidad, de su carisma tal vez, también de su edad, pero no mediante la intimidación.

Las chimpancés hembra tienen conflictos y, al igual que los machos, recurren a sus aliados para inclinar la balanza a su favor. En una ocasión una hembra en peligro llamó a un macho amigo para que la ayudara. En medio de agudos gritos de «indignación», apuntó con toda la mano (más que con un dedo) en dirección a su atacante, mientras acariciaba y besaba a su aliado. Al volverse sus llamadas más insistentes, el macho amigo contraatacó a la antagonista mientras la hembra observaba desde fuera con expresión satisfecha.

¿Tienden naturalmente los machos humanos a formar pirámides jerárquicas y luego, desde ahí, a procurarse mejores posiciones, mientras las mujeres forman grupos más igualitarios y estables? Sería difícil demostrarlo. Pero si Twiggy se asemejaba de alguna forma a las chimpancés de Arnhem, entonces tenía una red de amigos devotos. También tenía enemigos mortales. Y podía alimentar un rencor durante años.

Sin embargo, el papel más importante que Twiggy puede haber desempeñado era el de árbitro. En Arnhem, Gran Mamá cumplía esa función. Hacía cesar las discusiones entre los jóvenes con sólo pararse junto a ellos, gritando y agitando los brazos. Era siempre Gran Mamá la que dominaba al vencedor cuando se subía al árbol seco situado en el centro del cercado. Y después de cualquier reyerta el perdedor corría gimiendo hacia ella. Con el paso del tiempo, Gran Mamá se convirtió en la zona de seguridad, la policía, el juez y el jurado.

Otras hembras de Arnhem también actuaban como mediadoras. En cierta ocasión, durante el «paseo intimidatorio» de un macho, una hembra fue hacia él, despegó uno por uno sus dedos de la piedra que empuñaba y se la llevó. Cuando el macho encontró otra piedra, ella también se la quitó; este proceso de confiscación se repitió seis veces seguidas. Otras mediadoras proceden de otras maneras. Algunas simplemente clavan la punta de los dedos en el costado del vencedor, empujándolo hasta su enemigo y haciéndolo sentar junto a él, para empezar la ceremonia de las caricias.

El ritual de las caricias tiene una estructura definida, y señala quizá el aspecto más importante de las relaciones de poder de nuestro pasado: hacer las paces era el mayor acontecimiento de la vida cotidiana. Pocos minutos después de una escaramuza, horas o quizá días más tarde, los chimpancés enemistados caminan uno hacia otro, se gruñen con suavidad, se dan la mano, se abrazan, se besan en los labios y se miran fijamente a los ojos. Entonces toman asiento, se lamen mutuamente las heridas y se acarician. Los chimpancés rivales también invierten extraordinarias cantidades de energía en suprimir la animosidad, acariciándose recíprocamente con furia cuando están bajo gran tensión.

Los chimpancés y todos los otros primates realizan grandes esfuerzos para apaciguar a sus compañeros. La violencia es poco habitual; lo normal es aplacar, como debió de ser entre nuestros antepasados en tiempos de Twiggy.

Basándose en las perpetuas luchas por el poder en el zoológico de Arnhem, el primatólogo Franz De Waal demostró varias cosas acerca del poder entre estos primates, principios que probablemente se aplican a nuestros antepasados en las llanuras de África milenios atrás y que fueron trasmitidos a través del tiempo hasta la humanidad moderna.

En primer lugar, el poder cambia de manos. Las jerarquías se formalizan, pero los animales son parte de una dúctil red de relaciones. Por otra parte, la capacidad para gobernar no depende de la fuerza, el tamaño, la velocidad, la agilidad o la agresividad; depende del ingenio, de las amistades, de cómo se pagan las deudas sociales. Por último, el poder puede ser tanto formal como informal. Como fuerzas de apoyo y árbitros, las hembras desempeñan un papel fundamental en el juego del poder. En las circunstancias adecuadas hasta una hembra podría reinar.

En realidad, cuando los visitantes le preguntaron a De Waal quiénes detentaban más poder, si las hembras o los machos de chimpancé, él se encogió de hombros y dio la siguiente explicación. Si uno se fija en quién saluda a quién, los machos dominan a las hembras el 100% del tiempo. En función de quién gana en las interacciones agresivas, los machos ganan el 80% de las veces. Pero si se toma en cuenta quién le quita la comida a quién, o quién se sienta en los mejores lugares, las hembras ganan el 80% de las veces. Y para subrayar la complejidad del poder, a De Waal le gustaba agregar: «Nikkie (macho) es el simio que ocupa la posición más alta en la jerarquía, pero depende totalmente de Yeroen (macho). Luit (macho) es individualmente el más poderoso. Pero a la hora de ver quién puede hacer a los otros a un lado, Mamá (hembra) es la que manda»[479].

De Waal confirmó las dos cosas observadas por los antropólogos en las culturas humanas: la jerarquía no es una cualidad única, monolítica, que pueda medirse de una sola manera, y el dominio de los machos, si implica poder sobre las hembras en todos los aspectos de la vida, es un mito.

Hay un último factor que puede haber contribuido al poder de Twiggy: su estado civil. En varias especies de primates, como los babuinos, por ejemplo, los grupos de hembras emparentadas permanecen generalmente juntas, mientras que los machos cambian de una manada a otra. Dentro de cada manada, una «matrilínea» tiende a predominar sobre las otras, y así sucesivamente, de modo que se forma una jerarquía dinástica relativamente estable, la red de «las chicas mayores»[480]. Por lo tanto, con frecuencia una jovencita perteneciente a un clan de hembras de gran jerarquía dominará a una hembra madura de una familia de menor prestigio.

Por otra parte, las crías a menudo asumen la jerarquía de la madre. Entre los chimpancés salvajes de Gombe, donde las hembras no están organizadas en clanes matrilineales sino que forman pandillas, los hijos de la hembra reinante, Flo, al crecer adquirieron influencia sobre la comunidad, mientras que las crías de una compañera sometida se convirtieron en adultos sometidos.

LAS RELACIONES ENTRE SEXOS EN LA ANTIGUA OLDUVAI

Las relaciones de poder en las culturas humanas tradicionales y la política entre los chimpancés, nuestros parientes vivos más cercanos, ciertamente indican cómo puede haber sido la vida de nuestros antepasados y de qué manera pueden haber rivalizado entre sí por el poder en el desfiladero de Olduvai hace dos millones de años.

El primer recuerdo de Twiggy puede haber sido el de la hierba ondulando en la pradera, mientras su madre corría con ella montada sobre una cadera. Para la época en que cumplió tres o cuatro años, ya sabía dónde crecían los árboles de acajú y cómo desenterrar raíces. Probablemente jugaba en los pozos de agua mientras su madre buscaba cangrejos y se hamacaba de las ramas de las higueras mientras los adultos buscaban retoños y frutas dulces. Si su madre era poderosa, como Gran Mamá, probablemente Twiggy descansaba en los lugares umbríos. Si el amante de mamá era un buen ladrón de caza ajena, cenaba lengua y otros bocados deliciosos de ñu azul. Y tal vez cuando todos se ponían en fila para beber el agua fresca que goteaba de una roca, Twiggy iba primera.

Si estos antepasados viajaban en grupos de machos o de hembras emparentados, es algo que nunca sabremos. Pero cada mañana, entre diez y cincuenta miembros de la manada de Twiggy deben de haberse despertado, parloteado, bebido, hecho sus necesidades, y abandonado sus guaridas nocturnas para recorrer las márgenes del lago o lanzarse a la pradera. Algunas veces unos pocos machos se desprendían del grupo para explorar o robar carne y regresaban más tarde. Entonces, al atardecer, se instalaban juntos a compartir la comida y a dormir bajo un montecillo de higueras, en un risco cubierto de hierba, o en el lecho de un arroyo seco. Y a la mañana siguiente todo volvía a empezar.

A medida que pasaban los días, Twiggy probablemente se acostumbró a ver que otros machos y hembras se inclinaban y hacían reverencias a su madre a medida que avanzaban. Al crecer un poco más, probablemente pasó a corretear pegada a su hermana mayor, formó una pandilla con otras niñas, y pasaban el tiempo acicalándose mutuamente, jugando al corre que te pillo y persiguiendo a los varones. Sin duda, Twiggy sabía cuál era su lugar en la red social y sonreía, se inclinaba, y besaba las manos y los pies de sus superiores. Cuando Twiggy peleaba con otros niños, su madre (o su padre) la defendía y ella ganaba. Y, por medio de artilugios y simpatía, Twiggy se hizo amiga de los varones, y luego los halagó para que compartieran con ella sus bocados de carne.

Cuando Twiggy llegó a la pubertad, debe de haberse apareado con algún amigo especial. Tal vez él pertenecía a otra manada con la que se cruzaron mientras la suya realizaba la peregrinación anual de la temporada seca hasta el lago color turquesa. Juntos, Twiggy y su amante cruzaron las abiertas llanuras; juntos compartieron la comida y tuvieron un hijo. Si la vida en pareja se agrió, ella probablemente esperó hasta que su cría dejó de mamar y entonces buscó su varita de cavar y su bolsa y se unió a una manada vecina. La autonomía económica permitía a Twiggy abandonar a su pareja tan pronto como su hijo podía tenerse en pie.

También puede haber sido poderosa en otros aspectos de la vida diaria. Si Twiggy recordaba constantemente dónde encontrar miel y vegetales muy preciados, era digna de admiración. Tal vez también era árbitro, y quitaba las piedras y los palos de la mano de su marido mientras él se balanceaba y le gritaba a un rival. Es indudable que tenía una o dos amigas que siempre la defendían en las peleas. Y si Twiggy era carismática, brillante, respetada y sabía qué hacer para retener a sus amigos, puede muy bien haber sido líder de su grupo. Entre los primates la ley de la selva no es la fuerza bruta sino la inteligencia.

Esta inteligencia pronto descubrió el fuego e inventó nuevas herramientas y armas. Y entonces nuestros antepasados entraron como un cohete en la vida social «casi humana».