VIII. EROS
La aparición de las emociones sexuales

Nunca estamos tan indefensos contra el dolor como cuando nos enamoramos.

SIGMUND FREUD

Verla sonreír, oír la voz de él, verla caminar, recordar un momento encantador o un comentario ingenioso: hasta la menor visión de la persona amada envía una oleada de placer al cerebro. «Ese remolino, ese delirio de Eros», escribió el poeta Robert Lowell, uno de los millones, quizá miles de millones de personas que experimentaron la tormenta arrasadora del enamoramiento. Qué gran igualadora es esta pasión que reduce a poetas y presidentes, a académicos y técnicos, al mismo estado de tartamudez, expectativa, esperanza, agonía y éxtasis.

Después, cuando el enamoramiento pasa, una nueva sensación satura la mente: el apego. Tal vez sea éste el más sensato de los sentimientos humanos, esa sensación de bienestar, de compartir, de ser uno con otro ser humano. Cuando caminamos de la mano, cuando nos sentamos uno junto al otro al atardecer para leer un libro, cuando reímos al mismo tiempo viendo una película, o paseamos por el parque o por la playa, nuestras almas se funden en una sola. El mundo entero es nuestro paraíso.

Qué pena, sin embargo, que hasta el apego se empañe a veces y que lo reemplace una indiferencia plúmbea o una insoportable inquietud que poco a poco devora nuestro amor y nos lleva al adulterio, a la separación, al divorcio. Entonces, cuando el vínculo está finalmente terminado y ambos cónyuges se ven liberados de los sentimientos que los maniataban como a marionetas, algunas personas sienten otra vez la vieja esperanza y la intensa excitación que da volver a enamorarse.

El ansia humana de idilio, esa avidez que tenemos de establecer vínculos sexuados, nuestra inquietud cuando una relación se extiende demasiado, nuestro eterno optimismo respecto a un nuevo amor: estas pasiones nos arrastran como cometas en un vendaval cuando nos erguimos y volvemos a zambullirnos impredeciblemente de un sentimiento en otro. Estas emociones deben de provenir de nuestros antepasados. La hipótesis que propongo es que surgieron con la génesis para conducir a nuestros antepasados a formar y romper vínculos, unos cuatro millones de años atrás.

EL AMOR ES ALGO PRIMITIVO

Existen realmente algunas pruebas de que el enamoramiento y el apego son emociones muy antiguas. Como recordará el lector, la teoría del psiquiatra Michael Liebowitz sostiene que la euforia y la energía de la atracción son producidas por un baño natural de anfetaminas que inundan los centros emocionales del cerebro. Por eso los amantes enamorados pueden permanecer despiertos toda la noche conversando, por eso son tan optimistas, tan sociables y están tan llenos de vida.

Sin embargo, con el correr del tiempo, el cerebro ya no puede tolerar este estado continuo de excitación. Las terminaciones nerviosas se vuelven inmunes o se agotan, y el regocijo se desvanece[346]. Algunas personas se mantienen en ese estado sólo unas semanas o unos meses. Los que bloquean el deseo respecto al objeto amoroso, por ejemplo porque están casados con terceros, pueden sostenerse en ese estado de éxtasis respecto al ser amado durante varios años. Pero la mayoría de las personas que se ven con frecuencia sienten la euforia de la atracción durante dos o tres años[347].

Después, cuando el entusiasmo y la novedad se desvanecen, el cerebro incorpora nuevos elementos químicos, las endorfinas, sustancias naturales semejantes a la morfina, que serenan la mente. Liebowitz sostiene que mientras las endorfinas irrumpen en las vías primarias del cerebro, inauguran la segunda etapa del amor —el apego— con sus sensaciones de seguridad y paz.

No sólo estas emociones sexuales se hallan emplazadas en el cerebro, lo cual demuestra la antigüedad de la atracción y del apego, sino que además ocurren en personas del mundo entero. Nisa, la mujer !kung del desierto de Kalahari de la que ya hablé, describe sucintamente la doble faz del desarrollo al que está sujeto el idilio diciendo: «Cuando dos personas primero están juntas, sus corazones se incendian y la pasión que los une es muy poderosa. Después de un tiempo, el fuego se atenúa y así permanece. Siguen amándose, pero de una manera diferente, cálida y dependiente»[348].

Son pocas las personas que han observado tan bien las etapas del amor romántico. Pero la inmensa mayoría de la gente acepta que la pasión romántica existe. Más aún, según un estudio reciente llevado a cabo en 168 sociedades, el 87% de estas culturas tan variadas dieron pruebas directas de que sus integrantes están familiarizados con ese estado parecido a la insania[349].

De modo que el enamoramiento y el apego tienen componentes fisiológicos, y dichas emociones son comunes a toda la humanidad. Más aún, Liebowitz afirma que estos dos sistemas químicos cerebrales perfectamente diferenciables aparecieron en el animal humano por una simple razón: «Para el hombre primitivo había dos aspectos de la relación con el sexo opuesto que eran esenciales a la supervivencia como especie. El primero era que machos y hembras se atrajeran mutuamente el tiempo suficiente para que copularan y se reprodujeran. El segundo era que los machos se encariñaran tanto con las hembras como para que permanecieran cerca mientras ellas criaban a sus hijos, los ayudaban a obtener alimentos y resguardo, mantenían alejados a los intrusos y les enseñaban ciertas habilidades a sus vástagos»[350].

Yo avanzaré un paso más: tal vez la tendencia a separarnos de los cónyuges también tiene un componente fisiológico que surgió hace unos cuatro millones de años cuando nuestros primeros antepasados homínidos comenzaban a aparearse y luego a abandonarse mientras criaban a sus hijos.

Mis ideas a este respecto fueron inducidas por los trabajos de un etólogo, Norbert Bischof. En su afán de explicar por qué las aves abandonaban sus nidos al terminar la temporada de reproducción y se unían a una bandada, y por qué las criaturas dejaban la seguridad que les proporcionaba su primer hogar al terminar la infancia, Bischof señala que los animales sienten un «exceso de seguridad» al que responden apartándose del objeto de cariño[351]. Denominó a esta retirada la respuesta por empacho[352]. Sospecho que el mismo fenómeno podría presentarse en la humanidad. Llegado un punto en una relación larga, los receptores cerebrales de la endorfina probablemente pierden la sensibilidad o se sobresaturan y el apego se desvanece, preparando al cuerpo y al cerebro para la separación o el divorcio.

¿Se trata de una caducidad establecida en las terminaciones nerviosas para estimular en épocas pasadas la monogamia en serie? Tal vez.

Los occidentales adoramos el amor. Lo simbolizamos, estudiamos, idolatramos, idealizamos y aplaudimos, lo tememos y envidiamos, vivimos y morimos por él. El amor es muchas cosas para muchas personas. Pero si el amor es común a todas las personas en todas partes y está asociado a pequeñas moléculas que residen en las terminaciones nerviosas de los centros emotivos del cerebro, entonces el amor es algo primitivo.

Sospecho que los sistemas químicos que promueven el enamoramiento y el apego (y quizá la indiferencia) ya habían aparecido en la época en que Lucy y sus camaradas caminaban a través de las praderas del África oriental, unos tres millones y medio de años atrás. Aquéllos que sucumbían a la pasión del enamoramiento formaban parejas más seguras con sus amigos especiales. Los que sentían la fuerza del apego el tiempo suficiente para criar un hijo durante la infancia, cuidaban su propio ADN. Los machos que hacían escapadas ocasionales con otras amantes desparramaban más genes, mientras que las hembras que tenían aventuras obtenían recursos adicionales para sus crías pequeñas.

Y los que cambiaban una pareja por otra tenían bebés más variados. Los hijos de estos individuos apasionados sobrevivieron desproporcionadamente y nos trasmitieron la química cerebral del enamoramiento, del apego y de la inquietud durante las relaciones demasiado largas.

¿Qué consecuencias iba a generar esta química del cerebro? El «marido», el «padre», la «esposa» y el «núcleo familiar», el sinfín de convenciones para el flirteo, las celebraciones humanas del matrimonio, los procedimientos para el divorcio, los castigos de la humanidad para el adulterio, los hábitos culturales de conducta sexual, los patrones de violencia familiar provenientes del abandono: incontables costumbres e instituciones que iban a derivarse de la simple tendencia de nuestros antepasados de aparearse y romper sus compromisos.

Sin embargo, el legado más desgarrador son las crisis emocionales que aún originan dichos registros del romanticismo. Mal de amores. Parecemos emocionalmente inacabados. Los enamorados tienden a sufrir durante los períodos de separación, por ejemplo los viajes de negocios o las vacaciones. Liebowitz piensa que durante la separación los enamorados se ven privados de la dosis diaria de drogas narcóticas naturales. Los niveles de endorfina bajan. Entonces, cuando se manifiesta la privación, los enamorados se añoran profundamente y en algunos casos llegan a desesperarse.

Es posible que este circuito romántico sea en parte la causa de que algunos hombres y mujeres se muestren dispuestos a tolerar los malos tratos psicológicos y físicos. Algunos amantes rechazados se comprometen a cosas ridiculas o aceptan castigos horribles por temor a perder al ser amado. Liebowitz cree que estos «adictos al amor» sufren de bajos niveles de las drogas narcóticas naturales, de modo que se aferran a la persona amada porque lo prefieren antes que el riesgo de la baja de dichos opiáceos. Como los adictos a la heroína, están químicamente casados con sus parejas[353]. Algo que es igualmente sorprendente es que las personas castigadas lleguen a asociar el sufrimiento vivido con el placer[354]. De modo que mientras son maltratados el nivel de las endorfinas puede llegar a subir de verdad, llevándolos a buscar más dolor y la correspondiente plenitud.

Los psiquiatras también piensan que la tristeza tiene un componente fisiológico conectado con el sistema cerebral de los afectos. Las personas se ponen tristes durante el duelo por un ser querido. Algunos apenas pueden trabajar, comer o dormir. Tal como lo describe el psiquiatra John Bowlby: «La pérdida de un ser querido es una de las experiencias más dolorosas que puede vivir un ser humano»[355]. La soledad que sienten las personas cuando no están enamoradas también debe de ser causada, al menos en parte, por moléculas del cerebro.

EL AMOR HOMOSEXUAL

Tan intensos son estos sentimientos de amor, tan básicos de la naturaleza humana, que todos los conocemos, sea nuestro «objeto de amor» una persona del sexo opuesto o uno del propio.

Los científicos saben muy poco sobre las causas de la homosexualidad, así se trate de amor entre hombres o entre mujeres. Algunos investigadores informan que los homosexuales varones provienen con mayor frecuencia de hogares en los que el padre estaba ausente, o era un ser frío y distante, mientras que la madre mantenía con el hijo un vínculo primario, de asfixiante intimidad[356]. Otros sostienen que la vida de familia de homosexuales y heterosexuales no manifiesta diferencias esenciales[357].

En la actualidad, en cambio, algunos científicos consideran que la homosexualidad está asociada, en parte, con cambios en el cerebro del feto. Algunas semanas después de la concepción, las hormonas fetales comienzan a esculpir los genitales masculinos y femeninos. Hoy se piensa que dichas hormonas podrían conformar también el cerebro masculino o femenino del feto. Sin embargo, cualquier complicación en este baño hormonal modifica la orientación sexual de la persona en su vida posterior[358].

Se ha escrito una enorme cantidad de material sobre el tema de la homosexualidad, pero por ahora no existe consenso alguno. En mi opinión, sólo puedo agregar que la homosexualidad es muy común en la naturaleza[359]. Las gatas criadas sin contacto con machos exhiben patrones de conducta que indican la existencia de excitación homosexual. Las gaviotas hembra a veces se aparean como las parejas lesbianas. Los gorilas macho se juntan en bandas y tienen relaciones homosexuales. Las hembras de chimpancé pigmeo mantienen relaciones homosexuales con frecuencia. Incluso los peces espinosos de vez en cuando se comportan como hembras, así como los patos silvestres y otras aves. En realidad, la homosexualidad es tan común en otras especies —y se manifiesta en circunstancias tan variadas— que la homosexualidad humana llama la atención no por su frecuencia sino por su rareza.

Sospecho que tanto las hormonas como el medio ambiente tienen importantes efectos en las preferencias sexuales de la humanidad y de otros animales. Pero sólo un aspecto guarda relación con el presente estudio: los hombres y mujeres homosexuales experimentan las mismas sensaciones de amor romántico de las que hablan los heterosexuales, y sufren los mismos problemas del circuito romántico[360]. Es evidente que dichas emociones aparecieron mucho tiempo atrás.

LOS CELOS

«El monstruo de ojos verdes que ultraja la carne de la que se alimenta». Así de gráfica es la descripción que hace Shakespeare de los celos, esa intensa aflicción humana, esa combinación de posesividad y sospecha. Los celos pueden aparecer en cualquier momento de una relación. Durante la fase de la atracción, es decir, cuando las personas están perdidamente enamoradas; cuando ya están cómodamente encariñadas; mientras ellas mismas tienen aventuras; aun después de haberse ido o de haber sido abandonadas, el monstruo de ojos verdes puede hacer su aparición.

Exámenes psicológicos realizados a hombres y mujeres norteamericanos revelan que ninguno de los dos sexos es más celoso que el otro, si bien cada uno maneja los ataques de manera diferente. En general, las mujeres están más dispuestas a fingir indiferencia a fin de salvar una relación deteriorada. Los hombres, en cambio, frente a los celos abandonan a su pareja con mayor frecuencia. Según parece, sienten mayor necesidad de reparar su autoestima y salvar las apariencias[361]. Las personas que sufren un sentimiento de inadecuación o que son inseguras o muy dependientes de su pareja suelen ser más celosas.

Los celos masculinos son la causa principal de asesinato del cónyuge en los Estados Unidos[362]. Por otra parte, los celos no son monopolio de los occidentales. En otras culturas son tan comunes como el resfriado. Aun donde el adulterio es permitido, la gente siente celos cuando se entera de las aventuras de su ser amado[363]. Un aborigen de Arnhem Land, Australia, lo resumió de la siguiente manera: «Los yolngu somos un pueblo celoso y siempre lo hemos sido, desde la época en que vivíamos en clanes en los bosques. Tenemos celos de nuestro marido o de nuestra esposa por temor a que se interese en un tercero. Si un marido tiene varias esposas es aún más celoso, y las esposas tienen celos entre ellas… Que no le quepa duda, los celos son parte de nuestra naturaleza»[364].

Nunca sabremos si otros animales sienten celos. Pero machos y hembras de muchas especies exhiben conductas muy posesivas respecto a sus parejas. Los gibones macho, por ejemplo, expulsan a los otros machos del territorio de su familia, y las hembras echan a las otras hembras. En una ocasión, Pasión, una chimpancé hembra de la Reserva Gombe Stream, en Tanzania, coqueteó con un macho joven. Él se mantuvo indiferente a sus actitudes eróticas y se puso a copular con la hija de ella, Pom. Con expresión enfadada ella se le fue encima y lo abofeteó con fuerza[365].

Las aves nos proporcionan mejores ejemplos. En la prueba de «tolerancia a los cuernos», el antropólogo David Barash interrumpió el ritual de la cópula anual de un par de azulejos de la montaña que comenzaban a construir su nido. Mientras el macho estaba fuera buscando comida, Barash colocó un azulejo macho de utilería a un metro del nido. El dueño de casa regresó y se puso a chillar, revolotear y hacer sonar el pico frente al supuesto intruso. Pero también atacó a su «esposa», arrancándole algunas plumas primarias del ala. Ella desapareció. Dos días más tarde una nueva «esposa» tomó su lugar[366]. ¿Una paliza a la esposa de parte de un azulejo celoso?

Esta posesividad tiene una lógica genética. Los machos celosos de cualquier especie vigilan a sus cónyuges más asiduamente, por lo tanto, los machos celosos tienen más posibilidades de engendrar a sus hijos y trasmitir sus genes. Por su parte, las hembras que no toleran la presencia de otras hembras obtienen más protección y beneficios. Gracias a los celos, han adquirido recursos adicionales, por lo cual su progenie tiene más posibilidades de sobrevivir. De esta manera, los animales posesivos se reprodujeron a lo largo de las eras en forma desproporcionada gracias a las diversas manifestaciones de ese sentimiento que llamamos celos. De igual manera, los celos de hombres y mujeres modernos adoptan diversas características: el hombre norteamericano suele ser más celoso si su pareja le es sexualmente infiel, y la mujer es más celosa si su cónyuge se compromete emocionalmente con otra mujer[367].

Los celos probablemente ya habían alcanzado su forma humana cuando Lucy y sus amigas comenzaron a perseguir muchachos y a aparearse con ellos, unos tres millones y medio de años atrás. Si un «marido» volvía de robar la caza ajena y sospechaba que su hembra le era infiel, puede haberse enfurecido, atacando a su rival con palos y piedras, alaridos y gruñidos. Y si Lucy hubiera descubierto a su marido con otra hembra, tal vez los habría atacado de palabra para luego tratar de aislar a su rival del grupo. Los celos sirven para poner límites a la infidelidad de las mujeres y al abandono por parte de los machos, poniendo en juego lo que sea que, en el cerebro del macho y de la hembra, contribuye a aumentar la intensidad del ataque de celos.

ES DIFÍCIL SEPARARSE

Qué torbellinos ha forjado la evolución. El deseo de una pareja, la dependencia emocional del cónyuge, la tolerancia a los malos tratos físicos y psicológicos, la melancolía, el dolor, los celos son reacciones emocionales poderosas que pueden desencadenarse cuando el sistema amoroso del cuerpo se ve amenazado. Pero para algunas personas el ciclón emocional tal vez más poderoso al que pueden verse expuestas es que el ser amado se vaya para siempre.

El sociólogo Robert Weiss, divorciado, se abocó al estudio de la separación marital en los integrantes de la organización Padres sin Pareja. Después, en función de conversaciones con 150 personas que participaron de sus «Seminarios para Separados», comenzó a entrever ciertas constantes en la separación[368]. En primer lugar, confirmó la subsistencia de un sentimiento de cariño en el cónyuge abandonado. A pesar de las amargas desilusiones, las promesas no cumplidas, las enconadas discusiones y diversas humillaciones, el hogar sigue estando donde está la pareja: cualquier otro lugar es el exilio. Lo más interesante es que el vínculo amoroso se disuelve siguiendo un patrón, una configuración específica que podría haber evolucionado a lo largo de los milenios.

Si la relación termina abruptamente, el shock es la primera sensación que abruma a la persona rechazada. Mudo de asombro, él o ella reaccionan negando los hechos durante varios días, en algunos casos durante tanto como dos semanas. Pero con el tiempo la realidad se instala. «Ella» o «él» se han ido.

Luego comienza la etapa de la «transición». El tiempo pesa sobre los hombros. Muchas de las rutinas diarias se han evaporado, y uno apenas sabe qué hacer con el vacío. Una mezcla de rabia, pánico, pena, dudas acerca de sí mismo y una tristeza desesperante embargan al individuo rechazado. Weiss afirma que algunas personas abandonadas entran también en un estado de euforia o experimentan una sensación de liberación. Pero ésta alegría no es duradera. Los humores varían continuamente, y una decisión tomada hoy se desvanece mañana. Algunos se dan a la bebida o a las drogas, al deporte o a los amigos; otros recurren al psiquiatra, a consejeros o a libros de autoayuda; muchos simplemente se echan en la cama a llorar.

Y mientras se lamentan, no paran de darle vueltas a la relación, de un modo obsesivo. Hora tras hora se dedican a rebobinar viejos recuerdos, examinando las tardes compartidas y los momentos conmovedores, las discusiones y los silencios, las bromas y los comentarios irónicos, buscando hasta el infinito las claves de por qué «él» o «ella» se fueron. «¿Qué fue lo que falló?». «¿De qué otra manera podría haber manejado las cosas?». Mientras la persona reconstruye los hechos que llevaron a la separación, él o ella desarrollan una «versión» de quién le hizo qué a quién.

Los temas y los incidentes clave dominan la explicación mental, mientras el individuo queda fijado a las peores humillaciones. Pero con el tiempo él o ella elaboran una historia con un comienzo, un desarrollo y un final. Esta versión es algo así como la descripción de un accidente automovilístico: las percepciones aparecen entremezcladas. Pero el proceso es importante. Una vez definida, la historia puede ser dirigida, trabajada y, con el tiempo, descartada.

En algunos casos la fase de transición dura un año. Cualquier retroceso, como por ejemplo el fracaso de un intento de reconciliación o el rechazo por parte de un nuevo enamorado, puede arrojar al ser sufriente a un nuevo pozo de angustia. Pero en la medida en que él o ella desarrollan un nuevo y coherente estilo de vida, comienza la fase de «recuperación». Poco a poco el individuo abandonado adquiere una nueva identidad, algún grado de autoestima, nuevos amigos e intereses, y algo de flexibilidad. El pasado comienza a aflojar su nudo corredizo. Ahora él o ella pueden seguir viviendo.

Pero hay dos aspectos del estudio de Weiss que resultan particularmente interesantes. Los datos demuestran que nuestras emociones tienen componentes fisiológicos y que la química del amor y del abandono surgieron hace muchísimo tiempo como parte de un diseño evolutivo específico. Weiss notó que ninguno de los 150 hombres y mujeres «separados» que participaron en sus seminarios había permanecido casado por menos de un año; unos pocos se habían separado durante el segundo año de matrimonio. Para explicar este hecho, Weiss deduce lo siguiente: «Hacen falta aproximadamente dos años de matrimonio para que los individuos integren del todo el nuevo estado a su vida emocional y social».

Sospecho que la química cerebral tiene que ver con esto. Como recordarán, en general transcurren un par de años antes de que el punto máximo del enamoramiento ceda y las drogas del apego comiencen a actuar, ligando profundamente a los individuos. Tal vez ésta sea también la razón de que tan pocas parejas divorciadas dentro de los dos años de matrimonio hayan participado de los seminarios de Weiss. Como nunca llegaron a la etapa del apego, no necesitaron ayuda en el proceso de la separación.

Todavía más interesante resulta que, según notó Weiss, el proceso completo de la separación normalmente toma de dos a cuatro años, «con un promedio que está más próximo a los cuatro que a los dos». El número cuatro aparece otra vez. No sólo tendemos a formar parejas que duran cuatro años, sino que además nos cuesta aproximadamente ese mismo tiempo disolver el vínculo.

El animal humano parece impulsado por una corriente de sentimientos que se entrelazan y fluyen de acuerdo con un compás interno, un ritmo que surgió cuando nuestros antepasados bajaron de los árboles que estaban en rápida desaparición en África y desarrollaron un ritmo en sus relaciones que estaba sincronizado con su ciclo natural de reproducción: aproximadamente cuatro años.

«CARNE FRESCA»

«Las cadenas del matrimonio son pesadas y hacen falta dos para soportar el peso, a veces tres», comentó alguna vez Oscar Wilde. Con lo cual subrayó otra emoción que probablemente tiene un componente fisiológico y que evolucionó con la humanidad: nuestra avidez de variedad sexual. Los psicólogos, psiquiatras, terapeutas sexuales y consejeros familiares están acostumbrados a entrevistar pacientes que luchan contra vínculos que se han vuelto rancios, y a muchos otros que optan por el alivio sexual en vínculos nuevos. ¿Qué lleva a las personas a la infidelidad?

Existen innumerables razones. Al parecer, algunas personas que cometen adulterio necesitan compañía cuando están en una ciudad extraña. Otros gustan de pasar la noche con representantes de otros grupos étnicos, de otra clase social, de otra generación. Algunos procuran solucionar un problema sexual, o desean contactos íntimos, situaciones excitantes, o buscan venganza. El capítulo IV, que trata el tema del adulterio, enumera numerosas razones de orden psicológico por las cuales hombres y mujeres llegan a la cama con amantes auxiliares. Pero parece probable que también existe un componente biológico en la infidelidad que habría evolucionado a lo largo del tiempo y de incontables aventuras.

El trabajo del psicólogo Marvin Zuckerman y sus colegas nos proporciona pruebas sobre el aspecto fisiológico del adulterio y sobre las diferentes respuestas de la gente a las situaciones nuevas. Muchas personas las evitan. Pero los que buscan el estímulo de las emociones fuertes se pueden clasificar en cuatro grandes categorías[369]. Están los que ansían los deportes y las actividades al aire libre que ofrecen velocidad y peligro. Otros prefieren experimentar sensaciones internas por medio de drogas, viajes, las artes y estilos de vida transgresores. Los que están en los placeres mundanos gustan de las fiestas desenfadadas, de la variedad sexual, del juego y de ingerir grandes cantidades de alcohol. Por último, algunos individuos no toleran ni a las personas convencionales ni la rutina de cualquier tipo.

Estos hombres y mujeres sacan puntuaciones más altas en las pruebas de sensibilidad al aburrimiento, y las pruebas psicológicas muestran que sufren menos de ansiedad y falta de contención. Zuckerman concluye que en estos cazadores de emoción las conexiones cerebrales relacionadas con la búsqueda de sensaciones, experiencias, teatralidad y aventura, es decir, novedades de cualquier índole, están reforzadas.

La monoaminoxidasa, o MAO, puede ser la cómplice biológica. Los adultos con bajo nivel de MAO, una enzima cerebral, suelen ser gregarios, beben en abundancia, consumen drogas, les gustan los automóviles veloces y buscan el estímulo de los conciertos de música rock, de los bares y de otros lugares públicos de esparcimiento. Las personas con poca MAO también llevan una vida sexual activa y variada[370]. Parecen estar fisiológicamente preparados para generar aventura y excitación. Todo ello tal vez comienza en la infancia: los bebés recién nacidos con bajos niveles de MAO son más excitables y caprichosos.

Los seres humanos no son las únicas criaturas que parecen diferir en su relación con el peligro. Algunos gatos, perros, monos, lobos, cerdos, vacas y hasta peces buscan lo novedoso más que sus congéneres. Algunos se interesan indefectiblemente por lo desconocido mientras que otros lo rehúyen. La timidez es un rasgo congènito de carácter[371].

¿Por qué alguien con una relación relativamente satisfactoria habría de arriesgar su familia, sus amigos, su carrera, su salud y su tranquilidad por seguir adelante con una aventura ocasional? Los norteamericanos desaprueban la infidelidad, y sin embargo se embarcan constantemente en aventuras extramatrimoniales. O sea que algo debe de haber en el cerebro que promueve semejante locura. Sea cual sea la fisiología cerebral subyacente, el componente genético de la infidelidad probablemente comenzó a aparecer poco después de que nuestros antepasados primigenios dieron los primeros pasos por el camino que conducía a la humanidad.

¿Estamos solos en nuestra inclinación a flirtear, a amarnos y abandonarnos unos a otros? ¿El potro que patea la tierra, inhala profundamente el aroma de una yegua en celo y la monta siente el mismo enamoramiento? ¿Siente apego el zorro que husmea una apetitosa rata muerta camino de su madriguera y de la hembra que lo espera hambrienta? ¿Sienten cariño uno por otro los cocodrilos del Nilo que crían a sus hijos en equipo? ¿Se alegran los azulejos de abandonar el nido en otoño? ¿Conocieron cientos de millones de animales a lo largo de millones de años el éxtasis del enamoramiento, la serenidad del apego, la tensión del flirteo, el dolor del abandono?

Varios factores llevan a pensar que un amplio espectro de animales son capaces de experimentar las sensaciones del amor. Todas las aves y mamíferos presentan un hipotálamo en las profundidades del cerebro. A veces llamada el caldero de las emociones, esta pequeña glándula desempeña un importante papel en la estimulación de las conductas sexuales. El hecho de que este nodulo ha evolucionado muy poco en los últimos setenta millones de años y es tan similar en todas las especies sugiere una continuidad entre hombre y bestia[372].

El sistema límbico del cerebro, que gobierna las sensaciones de lujuria, cólera, miedo y éxtasis, es rudimentario en los reptiles pero está bien desarrollado en aves y mamíferos, lo cual también sugiere que otras criaturas son capaces de sentir emociones intensas[373]. Por último, está generalmente aceptado que las emociones básicas de miedo, alegría, tristeza y asombro van unidas a expresiones faciales específicas. Y dado que los seres humanos y otras especies comparten varias de estas expresiones faciales, como el gruñido, es posible que también compartan algunas de dichas emociones[374].

Quizá todas las aves y mamíferos del mundo fueron condicionados por un par de sustancias químicas que fluyen a través de sus diversos sistemas nerviosos dirigiendo la trama y el desarrollo de la atracción, el apego y la indiferencia necesarias para la consumación de sus ciclos reproductores.

Y si los animales aman, Lucy amaba.

Es probable que haya flirteado con los muchachos que conocía cuando, a comienzos de la sequía, se congregaban los diferentes grupos. Y es posible que se haya enamorado de alguno que le regalaba carne. Puede haberse acostado junto a él entre los matorrales para besarse y abrazarse y luego haber permanecido despierta toda la noche, eufórica. Mientras ella y su amigo especial recorrían juntos la llanura buscando melones, bayas y carne de antílope fresca, debe de haberse regocijado. Cuando se abrazaban para soñar juntos, probablemente sentía el calor cósmico del apego. Tal vez se aburrió a medida que pasaban los días, y conoció la alegría de escaparse al bosque para copular con otro. Probablemente se sintió muy triste cuando ella y su compañero se separaron una mañana para integrarse a grupos diferentes. Y luego volvió a enamorarse.

No me sorprende que sintamos con tanta intensidad. Después de todo, la reproducción es el objetivo principal de todo organismo. La naturaleza habría hecho mal las cosas si no nos hubiese provisto de mecanismos poderosos que nos hicieran reproducir una y otra vez.

¡Qué programación más asombrosa! La desgarradora pasión del enamoramiento, la profunda intimidad del apego, la seductora inclinación a la infidelidad, el tormento del abandono, la esperanza de una nueva pareja: los hijos de los hijos de los hijos de los hijos de Lucy habrían de legarnos, a cada uno de nosotros y a través de las eras y de los laberintos del azar y las circunstancias, la semilla de la mente humana.

Y de esta historia evolutiva surgiría una lucha eterna del espíritu humano: la inclinación a casarnos, a ser infieles, a divorciarnos y a formar nuevas parejas.

No es de extrañar que rindamos culto al amor. No es de extrañar que tantas personas hayan conocido el dolor de un corazón destrozado. Si el amor es un proceso cíclico del cerebro humano que evolucionó para generar la variedad en nuestra especie, la pasión romántica debe ser poderosa, y pasajera.

Nuestro temperamento inquieto e inestable había de crear algo más que emociones sexuales. También dio lugar a la evolución de nuestra anatomía sexual humana, atributos físicos destinados a seducir a las parejas potenciales con cantos de sirena.