Que podamos considerar nuestras a tan delicadas criaturas y no a sus apetitos. Preferiría ser un escuerzo, y vivir de los vapores de una mazmorra, antes que reservar una parte de lo que amo para que lo disfruten otros.
WILLIAM SHAKESPEARE, Otelo
A lo largo de la costa meridional del Adriático, las playas italianas se ven interrumpidas cada tanto por colinas rocosas que descienden hasta el mar. Aquí, detrás de las rocas, en cavernas aisladas con piscinas naturales de agua arenosa y poco profunda, los jóvenes hombres italianos seducen a las mujeres extranjeras que han conocido en los hoteles de temporada, las playas, bares y lugares de reunión. Aquí los muchachos pierden la virginidad antes de los veinte años y perfeccionan sus dotes sexuales, contabilizan sus conquistas y desarrollan una reputación como audaces y apasionados amantes italianos, personaje que cultivarán durante el resto de sus vidas.
Debido a que las mujeres italianas locales están demasiado vigiladas como para que puedan acceder a ellas y como la prostitución no se practica en estos pueblos, los jóvenes dependen del turismo de temporada para su educación sexual hasta que se casan. Pero al llegar a la madurez estos hombres ingresan en una nueva red de vínculos sexuales, un sistema complejo y cuasiinstitucionalizado de relaciones extramaritales, con las mujeres del lugar. Con el tiempo, estos donjuanes aprenden a comportarse con discreción y cumplen con una serie de estrictas reglas que todo el mundo comprende.
Tal como concluye la psicóloga Lewis Diana, el adulterio es más bien la regla que la excepción en estos pueblos que salpican la costa adriática meridional; prácticamente todos los hombres tienen una amante a la que visitan con regularidad durante los días de semana, ya sea cerca del mediodía o al anochecer, mientras los maridos aún trabajan en los viñedos, los botes de pesca, los pequeños comercios minoristas, o están ocupados en sus propios asuntos clandestinos.
En general, los hombres de clase media o alta mantienen prolongadas relaciones con mujeres casadas de su misma clase o de una clase inferior. Algunas veces los jóvenes sirvientes visitan a las esposas de sus patrones, mientras los hombres de prestigio se citan con sus criadas o cocineras. Pero las relaciones más duraderas son las que mantienen los hombres y mujeres casados con otros; muchos de estos vínculos duran varios años y algunas veces toda la vida.
Las únicas relaciones tabú son aquellas entre mujeres mayores y sin compromisos, y los hombres jóvenes y solteros, en general porque los hombres jóvenes gustan de alardear. El chismorreo es insoportable. En estos pueblos, la familia sigue siendo el fundamento de la vida social, y las murmuraciones ponen en peligro el secreto de la red de relaciones extramaritales y, por consiguiente, la cohesión comunitaria y la vida de familia. De modo que, aunque la infidelidad sea un lugar común entre los adultos —un hecho conocido por la mayoría debido a la falta de intimidad—, se respeta un código de absoluto silencio. La vida de familia debe ser preservada.
Esta complicidad colectiva fue quebrada en una oportunidad cuando un comerciante italiano retirado de los negocios y que había vivido en los Estados Unidos desde la infancia, hizo un comentario en un club de hombres acerca de una mujer que deseaba seducir. Todos los que lo rodeaban se quedaron en absoluto silencio. Acto seguido, cada uno de ellos se levantó y se alejó. Como informa Diana: «El hombre había cometido un desliz monumental. Ningún hombre casado habla jamás de su interés por otras mujeres. El tabú es estricto e inquebrantable. Ya es bastante difícil la vida como para poner en peligro uno de sus escasos atractivos»[99].
A un océano de distancia, en la Amazonia, los vínculos extramaritales son igualmente furtivos, pero mucho más complejos. Los hombres y mujeres kuikuru, un grupo de aproximadamente ciento sesenta personas que viven en una misma aldea sobre las márgenes del río Xingú, en las selvas brasileñas, en general se casan poco después de la pubertad. Pero en algunos casos a los pocos meses de la boda, ambos cónyuges comienzan a tener amantes a los que llaman ajois[100].
Los ajois gestionan sus citas por medio de amigos; luego, a la hora convenida, salen caminando lentamente del territorio comunitario con la excusa de buscar agua, tomar un baño, ir de pesca o cuidar el jardín. En cambio, los enamorados se encuentran y se escabullen a algún distante claro de la selva donde conversan, intercambian pequeños regalos y hacen el amor. Informa el antropólogo Robert Carneiro que hasta los hombres y mujeres kuikuru de más edad se escapan regularmente de la aldea para un encuentro al atardecer. La mayoría de los aldeanos mantienen relaciones simultáneas con un número de amantes que oscila entre los cuatro y los doce.
Sin embargo, a diferencia de los hombres del litoral italiano, los kuikuru disfrutan conversando de estos asuntos. Hasta los niños pequeños suelen recitar la trama de las relaciones ajois, del mismo modo que los niños norteamericanos repiten el abecedario. Sólo marido y mujer evitan hablar entre ellos de sus aventuras sexuales extramaritales, más que nada porque una vez enfrentados con los hechos, uno de los cónyuges podría sentirse obligado a denunciar a su cónyuge públicamente, una alteración del orden que nadie desea. Sin embargo, si una mujer hace ostentación de una de sus aventuras, o pasa demasiado tiempo fuera de la aldea y descuida sus obligaciones domésticas, el marido puede llegar a irritarse. Entonces se discute el problema públicamente. Pero los kuikuru consideran normal la libertad sexual; el castigo por adulterio es raro.
Existen varios estudios etnográficos —sin mencionar los incontables informes históricos y obras de ficción— que dan testimonio de la frecuencia de las relaciones sexuales extramaritales entre hombres y mujeres del mundo entero[101]. Si bien es cierto que flirteamos, nos enamoramos y nos casamos, los seres humanos también tendemos a ser sexualmente infieles a nuestros cónyuges. De modo que el presente capítulo explora este segundo aspecto de nuestra estrategia humana de reproducción: cómo varían las relaciones clandestinas; por qué el adulterio ha evolucionado.
LAS DIFERENTES CARAS DEL ADULTERIO
Los turu de Tanzania se conceden libertad sexual durante la ceremonia de pubertad de sus hijos varones. Durante el primer día de las fiestas, los amantes extramaritales danzan imitando la cópula y entonan canciones de exaltación del pene, la vagina y la cópula. Si estas danzas no son «calientes», o llenas de pasión sexual, como dicen los turu, la celebración fracasará. Esa noche los amantes consuman lo que insinuaron a lo largo de todo el día[102]. Más cercano a nosotros, los festejos de Carnaval también tienen un aire de liberalidad sexual.
El préstamo de la esposa, conocido como hospitalidad femenina, es habitual para los pueblos inuit (esquimales). Esta forma de adulterio surge de su concepto del parentesco. Si un marido está interesado en cimentar su amistad con un compañero de caza, puede ofrecerle los servicios de su esposa, pero sólo si ella está de acuerdo. Si todos se ponen de acuerdo, ella copulará con este socio a lo largo de varios días, e incluso semanas. Las mujeres también se ofrecen sexualmente a visitantes y extranjeros. Pero las mujeres inuit consideran estos vínculos extramaritales como preciosos ofrecimientos de una duradera amistad, no como una indiscreción social[103].
Tal vez la más curiosa costumbre que instituye el adulterio abierto sea la que nos viene de nuestra herencia occidental. En diversas sociedades europeas, el señor feudal se reservaba el derecho de desflorar a la novia de su vasallo la noche de la boda, una costumbre conocida como el jus primae noctis, de «derecho de la primera noche» o «derecho de pernada». Algunos historiadores ponen en duda que esta tradición estuviera muy difundida, pero parece haber algunas pruebas de que los nobles escoceses realmente llevaban a la cama a las novias de sus súbditos[104].
Todo lo cual plantea el siguiente interrogante: ¿en qué consiste el adulterio? Las definiciones varían. Los lozi de África no asocian el adulterio con la relación sexual. Sostienen que si un hombre camina por un sendero junto a una mujer casada a la cual no lo une una relación de parentesco, o si la convida con cerveza o con rapé, ha cometido adulterio. Esto parece una exageración. Pero los norteamericanos tampoco asocian necesariamente el adulterio con hacer el amor. Si un hombre de negocios norteamericano se encuentra de visita en una ciudad e invita a comer a una colega atractiva y realiza con ella toda clase de actividades sexuales excepto la cópula, podría sentir que ha cometido adulterio, aunque no haya llegado al coito. Más aún, en una encuesta realizada por la revista People en 1986, el 74% de 750 encuestados consideró que no era necesario llegar a hacer el amor para cometer adulterio[105].
Los kofyar de Nigeria definen el adulterio de manera muy diferente. Una mujer insatisfecha con su marido que sin embargo no desee el divorcio puede tomar legítimamente un amante que vivirá con ella en la casa de su marido. Los hombres kofyar gozan del mismo privilegio. Y nadie considera estas relaciones extramaritales como adulterio.
El Oxford English Dictionary define el adulterio, como relaciones sexuales de una persona casada con alguien que no es el cónyuge. De modo que, de acuerdo con los valores occidentales, los hombres italianos, las mujeres esquimales y la esposa kofyar que buscó un amante, son adúlteros, mientras que el marido lozi y el norteamericano casado que invitó a una mujer con una copa, que tal vez hasta llegó al orgasmo con ella —pero sin llegar al coito—, no lo son. Las tradiciones culturales realmente inciden en la definición y la actitud de las personas respecto al adulterio.
En ningún lado es esto tan evidente como en las sociedades agrícolas donde la gente emplea el arado (en lugar de la azada) para cultivar la tierra, culturas como la japonesa, la china, la hindú tradicional o la europea preindustrial. En estas sociedades patriarcales, adulterio no era un término que siquiera se aplicara a los hombres; se lo consideraba un vicio principalmente femenino.
La aplicación parcial del término surgió en las culturas agrícolas junto con la creencia de que el varón es el portador de la «semilla» familiar. Era su responsabilidad reproducirse y traspasar su linaje. Pero sólo en la India se exigía que los hombres fueran fieles a sus esposas. En casi todo el territorio asiático, a los maridos se los estimulaba a tomar concubinas[106]. En China, donde los hombres estaban autorizados a tener una sola esposa legal, a menudo, cuando se incorporaban concubinas a la casa de la familia, se les asignaban departamentos privados, lujos y atenciones. Más aún, estas mujeres eran tratadas con mucho más respeto que una amante occidental hoy en día, sobre todo porque las concubinas cumplían una función importante: concebían hijos. Y como sus hijos eran portadores de la sangre paterna, en China todas las criaturas nacidas fuera del matrimonio eran consideradas legítimas.
Un chino o un japonés tradicional sólo podía ser acusado de adulterio si dormía con la esposa de otro hombre. Esto era tabú. La sexualidad ilícita con una mujer casada era una violación de la dignidad del esposo de dicha mujer y de todos sus antepasados. En China los que violaban esta ley morían en la hoguera. En la India, si un hombre seducía a la esposa de su gurú, se lo podía obligar a sentarse sobre un disco de acero al rojo vivo y luego a cortar su propio pene. La única salida honorable para un japonés era el suicidio. En las sociedades agrícolas tradicionales de Asia, sólo las geishas, las prostitutas, las esclavas y las concubinas eran juego limpio. El sexo con ellas sencillamente no se consideraba adulterio.
Los derechos sexuales de la mujer en las sociedades tradicionales de India, China y Japón eran una cuestión totalmente diferente. La valía de una mujer se medía de dos maneras: por su habilidad para incrementar el patrimonio y prestigio de su esposo por medio de la dote que aportaba al matrimonio, y por la capacidad de su vientre de fecundar la semilla del esposo. Dado que la tarea de la mujer en la vida era producir descendientes para su pareja, debía llegar casta al matrimonio y mantenerse fiel a su esposo durante toda su vida. La paternidad debía estar garantizada para no poner en peligro la línea de herencia familiar paterna. Como resultado de todo esto, las niñas respetables generalmente eran dadas en matrimonio a los catorce años para no darles oportunidad de sucumbir a seductores clandestinos. A partir de ese momento, quedaba presa en la casa de su esposo para toda la vida, bajo supervisión de su familia política.
El sexo extramarital estaba estrictamente prohibido para las mujeres. Una mujer infiel no merecía vivir. Un hindú podía matar a su esposa adúltera. En China y Japón, en cambio, se esperaba que la mujer culpable se suicidara. En estas sociedades patriarcales, una esposa promiscua representaba una amenaza para la tierra del marido, para su patrimonio, su nombre y su posición. Tanto sus antepasados como sus descendientes estaban en peligro.
Entre los padres de la civilización occidental, esta aplicación de preceptos con relación al adulterio femenino se registró por primera vez en varios códigos de leyes escritos en dialectos semíticos entre el 1800 y el 1100 antes de Cristo, en poblados de la antigua Mesopotamia[107]. Los trozos que sobrevivieron se ocupaban de la posición legal y de los derechos de la mujer.
Tal como en otras comunidades agrarias, estos pueblos antiguos del valle entre el Tigris y el Eufrates consideraban que la mujer debía «cuidar su virtud». La esposa adúltera podía ser ejecutada o se le podía cortar la nariz. Mientras tanto, el marido tenía la libertad de fornicar con prostitutas cuantas veces quisiera; la infidelidad sólo era una transgresión si el hombre seducía a la mujer de otro hombre o desvirgaba a la hija casadera de un par. Sólo por estos delitos podía aplicársele una multa severa, o se lo podía castrar o ejecutar.
Sin embargo, tal como ocurre hoy en los Estados Unidos, se aplicaba más de un código simultáneamente. Algunos antiguos celebraban fiestas de la fertilidad en las que cabía esperar realizar el coito extramarital[108]. En ellas, el sexo tenía un aura sagrada; el acto sexual traería fertilidad y poder. Pero en general, en la cuna de la civilización occidental prevalecieron códigos más severos. Sólo a las mujeres, sin embargo, se les exigía que fueran fieles a sus esposos. Para la mayoría de los pueblos asiáticos históricos que cultivaron la tierra, el adulterio masculino era esencialmente una transgresión contra la propiedad de otro hombre. Más aún, igual que en otras sociedades agrícolas antiguas, el adulterio no era considerado pecado ni una ofensa contra Dios.
Esto iba a cambiar.
«NO COMETERAS ADULTERIO»
Según el historiador Vern Bullough, fueron los antiguos hebreos quienes primero relacionaron el adulterio con el pecado en la historia de Occidente. Antes del exilio de Babilonia, el judaismo tradicional tenía un sencillo código de conducta sexual; algunas prácticas sexuales eran equiparadas con la inmoralidad. Pero en el período posterior al exilio, aproximadamente entre el año 516 antes de Cristo hasta que los romanos destruyeron Jerusalén en el año 70 de la era cristiana, los hábitos sexuales judíos se fueron relacionando más y más con la idea de Dios. Según la ley mosaica la mujer debía llegar virgen a la noche de bodas y permanecer fiel a su esposo toda la vida. Pero las prostitutas, concubinas, viudas y sirvientas podían relacionarse con los hombres. Sólo las relaciones con las mujeres casadas estaban prohibidas[109]. Dios había dicho: «No cometerás adulterio».
En el período talmúdico posterior, a lo largo de los primeros siglos de la era cristiana, la actitud de los hebreos ante el sexo se tornó más explícita.
Se decía que Dios había decretado que los cónyuges realizaran el acto sexual durante la víspera del sabat. Se confeccionaron listas de obligaciones sexuales mínimas para las diferentes clases sociales. Los caballeros acaudalados debían copular con sus esposas todas las noches; a los obreros residentes en la misma ciudad en la que trabajaban, se les indicaba tener relaciones dos veces por semana; a los mercaderes que viajaban a otras ciudades, una vez por semana; la obligación de los camelleros era cada treinta días. Y los eruditos debían realizar el acto sexual los viernes por la noche[110]. El sexo dentro del matrimonio fue bendecido, celebrado, santificado.
«¡Despierta, oh, viento norte, y ven, oh, viento sur! Sopla sobre mi jardín y lleva su fragancia hasta otras tierras. Haz que mi amado venga a su jardín a comer el fruto mejor». Esto era sólo parte de la Canción de Salomón, la extravagante y alegre oda al amor entre marido y mujer que los judíos incluyeron en la Biblia Hebrea, documento redactado alrededor del año 100 de la era cristiana. El cabello, los dientes, los labios, las mejillas, el cuello y los pechos de una esposa eran motivo de celebración ante el Señor[111]. Los judíos equipararon el amor entre los cónyuges con el amor entre los pueblos de Israel y el Señor. Pero la homosexualidad, las relaciones sexuales con animales, el travestismo, la masturbación y el adulterio por parte de la mujer, o del hombre con una mujer casada, eran condenados por Dios.
Esta actitud hebraica ante el adulterio, así como algunas curiosas tradiciones de los antiguos griegos, iban a ejercer gran influencia sobre las costumbres occidentales.
A menudo considerados el primer pueblo de la historia que se dedicó organizadamente a la recreación, los griegos se deleitaban con sus juegos. Como los dioses griegos permitían la concupiscencia, también lo hacían los mortales. Ya en el siglo V antes de Cristo, los juegos sexuales eran uno de los pasatiempos favoritos para los hombres. Los varones griegos se consideraban superiores a las mujeres. Las niñas de buena familia eran entregadas en matrimonio en la temprana adolescencia a hombres que duplicaban su edad. Sus maridos las trataban más como pupilas que como esposas y las encerraban en sus casas para que engendraran hijos. La única transgresión sexual para un marido era el coito con la esposa de otro hombre, acción por la cual se lo podía condenar a muerte.
Pero estos lazos que ponían en peligro la vida no se daban con demasiada frecuencia. En cambio, la mayoría de los gentilhombres casados de Atenas y Esparta se distraían con una gran variedad de legítimos vínculos extramaritales. Las concubinas se ocupaban de satisfacer sus necesidades cotidianas. Las cortesanas educadas, conocidas como hetairas, los divertían fuera de sus casas. Y algunos hombres, especialmente en la clase alta, participaban con regularidad en encuentros homosexuales con adolescentes.
Los primeros cristianos iban a reaccionar violentamente ante estas costumbres, pero sin embargo abrazaron otros ideales griegos. A pesar de que en general los griegos ensalzaban el sexo, algunos de ellos intuían que la sexualidad era contaminante e impura, que corrompía el espíritu[112]. Veían el celibato como algo celestial. Ya en el siglo VI antes de Cristo los intelectuales habían empezado a elegir el ascetismo y el celibato, conceptos que serían adoptados por grupos periféricos de tradición hebraica y luego se trasmitirían de generación en generación hasta influir en los primeros líderes cristianos y con el tiempo saturar las costumbres de hombres y mujeres occidentales[113].
El ascetismo y el celibato permanecieron vigentes —si bien de forma marginal a la vida diaria— en la Roma clásica. Los antiguos romanos son bien conocidos por sus hábitos libertinos[114]. En el siglo I antes de Cristo aparentemente el criterio de muchos romanos respecto al adulterio era semejante al de los norteamericanos que encuentran justificada la evasión de impuestos.
Pero los romanos también tenían un lado estoico. Muchos aspiraban a volver a las fuentes, a la época en que Roma era una ciudad de alta integridad moral y todo el mundo tenía gravitas, un sentido de la dignidad y la responsabilidad. Una tendencia subyacente de moralidad, continencia y abstinencia era común en el carácter romano[115]. Y a pesar de los excesos sexuales de emperadores y ciudadanos comunes —mujeres tanto como hombres—, durante los días de gloria del Imperio, algunos filósofos y maestros siguieron difundiendo y propiciando la escasamente conocida filosofía griega de la negación de los placeres carnales.
Esta veta grecorromana del ascetismo, combinada con el concepto hebreo de que ciertas formas de la actividad sexual —el adulterio una de ellas— eran pecado a los ojos de Dios, atrajo a los primeros líderes cristianos.
Las interpretaciones de las enseñanzas de Jesús sobre el tema de la conducta sexual varían enormemente. Tal vez Jesús tenía una excelente opinión de la sexualidad dentro del matrimonio. Pero San Marcos, 10:11, le hace decir lo siguiente acerca del adulterio: «El que se divorcie de su esposa y se case con otra mujer, comete adulterio contra la primera; y si la mujer se divorcia de su esposo y se casa con otro hombre, comete adulterio contra él». Incluso el divorcio y un nuevo matrimonio eran vistos como actos promiscuos.
En los siglos siguientes al nacimiento de Cristo, algunos líderes influyentes de la fe cristiana se volvieron más y más hostiles al sexo de cualquier clase. A pesar de que hay quienes creen que Pablo puede haber sido un judío de la tradición hebraica que había adoptado una posición positiva respecto al sexo, es también un hecho cierto que estaba a favor del celibato. Tal como escribió en 1 Corintios 7:8-9: «Para los solteros y las viudas digo que está bien que permanezcan sin pareja como lo hago yo. Pero si no pueden contenerse, deben casarse. Porque es mejor estar casado que arder en las llamas de la pasión»[116].
Vade retro, sexualidad. El celibato no se impuso oficialmente al clero cristiano hasta el siglo XI. Pero a medida que pasaban las generaciones, en el mundo cristiano la abstinencia sexual se asociaba cada vez más a Dios y el adulterio al pecado, tanto para los hombres como para las mujeres.
San Agustín, que vivió entre los años 354 y 430 de la era cristiana, iba a difundir estas enseñanzas a todo el mundo cristiano. De joven, Agustín estaba ansioso por convertirse al cristianismo, pero no podía controlar las pasiones sexuales por su amante ni el amor por el hijo de ambos. Como dice en sus Confesiones, donde relata la historia de su conversión y que es el libro del misticismo cristiano por excelencia, le rezaba a Dios constantemente diciéndole: «Dame castidad y continencia, pero no todavía»[117].
A instancias de su madre, Mónica, una mujer dotada de una voluntad poderosa, Agustín con el tiempo echó a su concubina a fin de tomar una esposa legal del nivel social adecuado. Pero su matrimonio jamás se llevó a cabo. Durante los dos años que esperó para casarse, tuvo una amante provisional. Fue la gota que colmó el vaso. Enfermo de culpa, abandonó los planes de casamiento, se convirtió al cristianismo y llevó una vida de continencia. No mucho más tarde, Agustín llegó a ver el coito como algo vil, la lujuria como vergonzosa, y todos los actos que rodean el acto sexual como antinaturales[118]. Consideraba el celibato como el mayor bien. La cópula entre marido y mujer debía estar exclusivamente al servicio de la reproducción. Y el adulterio, por parte de mujeres tanto como de hombres, era el demonio encarnado.
Esta actitud frente al adulterio como transgresión moral tanto para hombres como para mujeres dominó, desde entonces, las costumbres occidentales.
INFIELMENTE SUYO EN LOS ESTADOS UNIDOS
Este código moral no impidió que hombres y mujeres occidentales —o la gente de cualquier sociedad— engañaran a sus cónyuges. Los norteamericanos no son ninguna excepción. A pesar de nuestra actitud de rechazo ante la infidelidad como algo inmoral, a pesar de nuestros sentimientos de culpa cuando incurrimos en aventuras amorosas, a pesar del riesgo para nuestras familias, nuestros amigos y nuestro modo de vida, siempre amenazados por el adulterio, nos permitimos iniciar relaciones extramaritales con regular avidez. Como describe George Burns: «La felicidad consiste en tener una familia grande, encantadora, cariñosa y unida, en otra ciudad»[119].
Cuántos norteamericanos son adúlteros es algo que nunca sabremos. En la década de los veinte, el psiquiatra Gilbert Hamilton, un pionero en la investigación sexológica, informó que veintiocho de cada cien hombres, y veinticuatro de cada cien mujeres entrevistados habían cometido deslices[120]. Esto dio que hablar en nuestras reuniones sociales durante más de una década.
Los famosos informes Kinsey de fines de la década de los cuarenta y comienzos de la de los cincuenta afirmaban que algo más de un tercio de los 6.427 maridos encuestados había engañado a sus esposas. Sin embargo, debido a que la mayoría de estos hombres vacilaban en hablar de sus aventuras, Kinsey dio por sentado que sus cifras eran demasiado bajas, que probablemente la mitad de los hombres norteamericanos eran infieles a sus esposas en algún momento del matrimonio. Kinsey informó además que el 26% de las 6.972 mujeres norteamericanas casadas, divorciadas o viudas que fueron entrevistadas, había tenido relaciones sexuales extramaritales antes de los cuarenta años. El 41% de las adúlteras había hecho el amor con una sola pareja; el 40% lo había hecho con de dos a cinco; el 19% había tenido más de cinco amantes[121].
Casi dos décadas más tarde estas cifras aparentemente no habían cambiado de manera significativa, a pesar de los enormes cambios en la actitud norteamericana respecto al sexo que se produjeron durante las décadas de los sesenta y setenta, período cumbre de la «revolución sexual». Una investigación encargada por la revista Playboy y dirigida por Morton Hunt en la década de los setenta dio como resultado que el 41% de 691 hombres y más o menos el 25% de las 740 mujeres casadas, blancas, de clase media de la población encuestada habían sido infieles.
Sin embargo, dos nuevas tendencias aparecían: ambos sexos tenían sus primeras aventuras más temprano que en décadas anteriores, y la aplicación de preceptos iguales para ambos sexos había ganado terreno… Mientras que en los años cincuenta sólo el 9% de las esposas de menos de veinticinco años había tenido algún amante, en los años setenta la cifra se elevaba al 25%. Hunt llegó a la siguiente conclusión: «La mujer busca el sexo fuera del matrimonio con la misma frecuencia que el hombre si ella y su medio social establecen que tiene tanto derecho a hacerlo como él»[122]. Una investigación de Redbook confirmó los datos obtenidos por Hunt para la década de los sesenta. De unas 100.000 mujeres encuestadas, el 29% de las que estaban casadas había tenido relaciones sexuales extramaritales, pero la infidelidad había ocurrido poco tiempo después de casarse[123]. «¿Para qué esperar?», parecía ser la explicación.
¿Habrán aumentado las cifras en los años setenta?
Quizá sí, quizá no. Una encuesta de 106.000 lectores de la revista Cosmopolitan a comienzos de los años ochenta indica que el 54% de las mujeres casadas participantes había tenido al menos una aventura amorosa[124], y un escrutinio con 7.239 hombres estableció que el 72% de los hombres casados había cometido adulterio en los dos últimos años[125]. Las cifras sobre hombres y mujeres fueron luego independientemente verificadas por otros investigadores[126]. Según el número del 1 de junio de 1987 de Marriage and Divorce Today: «El 70% de todos los norteamericanos tienen una aventura en algún momento durante su vida de casados»[127]. El adulterio continúa haciendo su aparición cada vez más temprano. En una investigación reciente con una población de 12.000 individuos casados, cerca del 25% de los hombres y mujeres de menos de veinticinco años había engañado a sus cónyuges[128].
Pero ¿cómo saber si estas cifras son correctas?
Los hombres tienden a alardear sobre sexo, mientras que las mujeres en general ocultan sus deslices. Quizá en décadas anteriores las mujeres casadas estaban menos dispuestas a confesar todas las aventuras que habían tenido, mientras que las de los años ochenta son más sinceras. Tal vez las mujeres de clase media de hoy en día tienen más «oportunidades» porque trabajan fuera de casa. Es posible que los hombres se sientan más libres de jugar al donjuán en la medida en que las mujeres se vuelven más independientes económicamente. Es indudable que las encuestas tampoco llegan a una población escogida al azar, y que los investigadores pueden estar formulando preguntas diferentes o encuestando poblaciones en las que la infidelidad es más esperable o que están más dispuestas a admitir sus aventuras amorosas en una encuesta.
«¿Quién ha dormido en mi cama?», pregunta Papá Oso en uno de nuestros cuentos infantiles típicos. Nadie sabe con certeza qué alcance tiene la vida adúltera en los Estados Unidos en la actualidad ni en el pasado. Después de todo, a diferencia de lo que le ocurre a Hester Prynne en la novela de Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata, las mujeres adúlteras no anuncian sus aventuras con una letra A. Y si bien las leyes sobre adulterio se mantienen vigentes en veinticinco estados, nuestras leyes actuales respecto al divorcio «sin ofensa» cambiaron la definición del matrimonio y lo presentan más como una asociación económica de las partes; la transgresión sexual muy excepcionalmente llega a los tribunales o a los que hacen los censos. De modo que los científicos que piensan que lo saben todo acerca de la infidelidad en los Estados Unidos pecan de ingenuos.
Pero de una cosa estoy segura: a pesar de nuestros tabúes culturales en contra de la infidelidad, los norteamericanos son adúlteros. Nuestros hábitos sociales, nuestras enseñanzas religiosas, nuestros amigos y parientes, todos nos inducen a invertir toda nuestra energía sexual en una sola persona, marido o mujer. Pero, en la práctica, un alto porcentaje de hombres y mujeres distribuyen el tiempo, el vigor y el amor entre múltiples parejas, cuando se deslizan en los dormitorios de otros[129].
No tenemos nada de extraordinarios. Hace poco leí cuarenta y dos etnografías acerca de pueblos diversos del pasado y del presente y comprobé que el adulterio estuvo presente en todos ellos. Algunos vivieron en palacios, otros en casas estándar o chozas con techo de paja. Algunos cultivaron el arroz, otros el dinero. Algunos eran ricos, otros eran pobres. Algunos abrazaron el cristianismo, otros adoraron dioses encarnados en el sol, el viento, las rocas o los árboles. Al margen de sus tradiciones respecto del matrimonio, a pesar de sus códigos de divorcio, sin prestar atención a sus hábitos culturales sobre sexo, en todos hubo conductas adúlteras, aun si el adulterio era castigado con la muerte.
Estos cuarenta y dos pueblos no están solos en su tendencia a la infidelidad. Como afirma Kinsey en la conclusión: «La forma en que tanto biografías como ficción en el mundo se preocupan, a lo largo del tiempo y en todas las culturas, de las actividades extramaritales de hombres y mujeres es prueba de la universalidad de los deseos humanos en este tema»[130]. El adulterio es causa principal de los divorcios y de la violencia familiar en los Estados Unidos y en muchos otros lugares. No existe ninguna cultura en la cual el adulterio sea desconocido, ni hay recurso cultural o código alguno que haga desaparecer la aventura amorosa.
«La amistad es constante en todas las situaciones, salvo en el oficio y en los asuntos del amor», escribió Shakespeare. La tendencia humana a los vínculos extramaritales parece revelar el triunfo de la naturaleza sobre la cultura. Igual que el flirteo estereotipado, la sonrisa, la fisiología cerebral del enamoramiento y nuestra necesidad de formar pareja con un solo cónyuge, la infidelidad parece ser parte de nuestro arcaico juego reproductivo.
¿POR QUÉ EL ADULTERIO?
Los azotes; los estigmas; los garrotazos; el ostracismo; la mutilación de genitales; la amputación de narices y orejas; los tajos en pies, en caderas o muslos; el divorcio; el abandono; la muerte por lapidación, en la hoguera, por asfixia bajo el agua, por estrangulamiento, fusilamiento o apuñalamiento: todas estas crueldades se practican en el mundo para castigar la infidelidad. Considerando la magnitud de las penas es asombroso que los seres humanos osen tener relaciones extramaritales. Y sin embargo las tenemos.
¿Por qué? Desde una perspectiva darwiniana, es fácil explicar por qué los hombres están interesados —por naturaleza— en la variedad sexual. Si un hombre tiene dos hijos con la misma mujer, genéticamente hablando se ha «reproducido». Pero si también se permite tener aventuras con más mujeres y sucede que engendra a otros dos hijos, dobla su participación en la siguiente generación. De modo que, si aceptáramos la explicación biológica, los hombres que buscan la variedad también tienden a tener más hijos. Estos vástagos sobreviven y aportan a las generaciones posteriores ese elemento del mapa genético masculino que procura «carne fresca», como decía Byron de la necesidad de los hombres de la novedad sexual[131].
Pero ¿por qué son las mujeres adúlteras? Una mujer no puede engendrar un hijo cada vez que se desliza en una cama con un nuevo amante: puede quedar encinta sólo en cierta etapa de su ciclo menstrual. Más aún, una mujer tarda nueve meses en gestar a un niño, y pueden pasar varios meses y años también antes de que pueda concebir a otro. A diferencia del hombre, la mujer no puede engendrar cada vez que copula. El antropólogo Donald Symons afirma que, en realidad, dado que el número de hijos que una mujer puede engendrar es limitado, las mujeres están menos motivadas biológicamente para buscar carne fresca.
¿Están realmente menos interesadas las mujeres en la variedad sexual? Podemos abordar la cuestión desde diferentes perspectivas. De modo que yo me colocaré en el lugar del abogado del diablo para explorar la posibilidad de que las mujeres estén tan interesadas en la variedad sexual y sean tan adúlteras como los hombres, si bien por motivos que les son propios. Empezaremos con Symons, que propone un argumento interesante para sostener que los hombres tienden más que las mujeres a la novedad sexual.
Symons basa su premisa de que los hombres están más interesados que las mujeres en la variedad sexual no sólo en la lógica genética antes explorada, sino también en los hábitos sexuales de los homosexuales norteamericanos. Afirma que dichos individuos proporcionan la «prueba ácida» de las diferencias sexuales entre hombres y mujeres porque la conducta homosexual «no se enmascara detrás de las transacciones que implican las relaciones heterosexuales y los mandatos morales»[132].
Symons acepta este presupuesto como si fuera el evangelio, y cita diversos estudios de los años sesenta y setenta sobre los homosexuales de los Estados Unidos para llegar a la conclusión de que los hombres homosexuales tienden a vincularse por una noche, buscan el sexo fácil, anónimo y sin compromiso. Prefieren el coito libre de compromisos con varias parejas diferentes, la formación de harenes y el recambio de amantes. Las mujeres homosexuales, en cambio, tienden a buscar relaciones más duraderas y comprometidas, tienen menos amantes, parejas semejantes y una sexualidad con afecto más que el sexo por el sexo mismo.
Symons propone también que estas diferencias en las «psicologías sexuales» de hombres y mujeres provienen del largo pasado de caza y de recolección de la humanidad: durante incontables milenios, los machos que gustaban de la variedad sexual impregnaron más hembras, procrearon más crías y enriquecieron sus linajes genéticos. Por lo tanto, para los machos ancestrales la infidelidad era adaptativa.
Pero el objetivo fundamental de la hembra ancestral era conseguir un único protector que garantizara la supervivencia de sus hijos. La mujer que buscara la variedad sexual corría el riesgo de ser abandonada por una pareja celosa. Más aún, las aventuras sexuales femeninas quitaban tiempo a la cosecha de vegetales y al cuidado de los hijos. De modo que las hembras que se apareaban con más de un varón morían con mayor facilidad o procreaban menos, y trasmitieron a la mujer moderna la tendencia a la fidelidad.
Con su lógica darwiniana, sus ejemplos de homosexuales y sus hipótesis evolutivas, Symons concluye que los hombres son, por naturaleza, más propensos a la variedad sexual que las mujeres.
De esto resulta que el hombre es un donjuán natural y la mujer una esposa sumisa, y los norteamericanos se apresuraron a creerlo. A causa de nuestro pasado de agricultores y de nuestra parcialidad sexual nos pareció aceptable considerar a los hombres como donjuanes potenciales y a las mujeres como el más noble de los sexos. De modo que cuando Symons presentó una explicación evolutiva para la inestable naturaleza masculina, muchos científicos adoptaron su teoría. La idea de que los hombres ansian la variedad sexual más que las mujeres satura hoy los textos y las mentes de los académicos.
¿CUÁL DE LOS DOS SEXOS ES MÁS INFIEL?
De cualquier modo, no estoy en absoluto convencida de que la homosexualidad ilustre verdades esenciales acerca de la naturaleza sexual de hombres y mujeres. La mayoría de los expertos cree que aproximadamente el 5% de los hombres norteamericanos y un porcentaje algo menor de las mujeres son homosexuales[133]. El comportamiento homosexual no constituye una norma en los Estados Unidos ni en ningún otro lugar del mundo. Más aún, no estoy de acuerdo con Symons en que la conducta homosexual represente la naturaleza «concentrada» de ninguno de los dos sexos; al contrario, los homosexuales están probablemente tan condicionados por sus entornos como los heterosexuales. En los años setenta, cuando se hizo el muestreo utilizado por Symons, la sexualidad inconsecuente y liberal estaba «de moda» entre los hombres. Las lesbianas, por otra parte, pueden haber estado condicionadas por la creencia cultural de que las mujeres no deben permitirse las aventuras sexuales.
Un factor de igual importancia es que la sexualidad varía con la edad y con otros factores. Kinsey y sus colegas descubrieron que los hombres jóvenes de la clase obrera se permitían cometer numerosas infidelidades entre los veinte y los veinticinco años, y que sus impulsos sexuales disminuían alrededor de los cuarenta. Los empleados de oficina y los profesionales, en cambio, tendían a ser más fieles entre los veinte y los treinta, pero sus amoríos aumentaban a casi una vez por semana a los cincuenta. Las mujeres, por otra parte, alcanzaban la cima de sus infidelidades a los treinta y cinco y hasta apenas pasados los cuarenta[134]. Si la mayoría de los hombres y mujeres homosexuales analizados por Symons eran, por ejemplo, obreros jóvenes, no sería nada sorprendente que sus datos indicaran que los hombres buscaban la variedad sexual más que las mujeres.
Existe además un obvio problema aritmético. Después de todo, cada vez que un hombre heterosexual «duerme con alguien», copula con una mujer. Y dado que la enorme mayoría de los adultos de todas las sociedades del mundo están casados, por lógica, cuando un hombre casado se esconde con una mujer entre los matorrales de la Amazonia o detrás de las rocas de las planicies australianas o se mete en una choza de África o Asia, lo más probable es que esté copulando con una mujer casada.
En las culturas urbanas modernas, el conjunto de personas solteras es rotativo y altera esta simple correlación matemática. Más aún, de un 8% a un 15% de las infidelidades de los hombres norteamericanos ocurren con prostitutas[135]. Pero corresponde aclarar que la enorme mayoría de las aventuras heterosexuales del mundo se producen entre hombres casados y mujeres casadas. Y cuesta creer que todas las mujeres casadas del planeta que copularon con parejas ocasionales a lo largo de la historia de la humanidad fueran forzadas a cometer adulterio.
En realidad, hay por lo menos cuatro razones por las cuales el adulterio podría haber sido biológicamente adaptativo en el caso de nuestras abuelas.
El más evidente de todos fue elegantemente descrito por Nisa, una mujer !kung que vive actualmente en el Desierto de Kalahari, África meridional. Cuando la antropóloga Marjorie Shostak la conoció en 1970, Nisa vivía con un grupo de cazadores-recolectores junto con su quinto marido. Además, Nisa había tenido cantidad de amantes. Cuando Shostak preguntó a Nisa por qué había tenido tantos amantes, Nisa respondió: «Una mujer debe realizar muchos tipos de trabajo y debería tener amantes dondequiera que vaya. Si va de visita y está sola, alguien le dará cuentas de colores, otro le ofrecerá carne y habrá quien le dé otros alimentos. Cuando vuelva a su aldea se habrán ocupado de sus necesidades»[136].
En pocas frases Nisa ofreció una estupenda explicación adaptativa del interés femenino en la variedad sexual: la subsistencia complementaria. Los bienes y servicios adicionales habrían proporcionado a nuestras abuelas adúlteras más resguardo y alimento adicional, lo que se traducía en mayor protección y mejor salud, algo que, en última instancia, significaba la supervivencia desproporcionada de sus vástagos.
En segundo término, el adulterio probablemente servía a las mujeres ancestrales de póliza de seguro. Si un «marido» moría o abandonaba el hogar, había otro varón al que podía convencer de ayudarla en las tareas domésticas.
En tercer lugar, si una mujer ancestral estaba «casada» con un cazador pobre, con problemas en la vista y un temperamento terrible y que le brindaba poco apoyo, tenía posibilidades de mejorar su línea genética si tenía hijos con otro hombre: el señor Buenos Genes.
En cuarto término, si una mujer tenía hijos con diferentes padres, cada uno podía ser ligeramente diferente, con lo cual aumentaban las posibilidades de que alguno de ellos sobreviviera a las fluctuaciones imprevisibles del entorno.
En tanto las hembras prehistóricas fueran discretas respecto a sus aventuras extramaritales, podían lograr recursos complementarios, tener un seguro de vida, mejores genes y un ADN más variado en su futuro biològico. Por lo tanto, las que se escapaban al bosque con amantes furtivos sobrevivían, pasando inconscientemente a través de los siglos ése no sé qué del espíritu femenino que hoy motiva a la mujer moderna a ser infiel.
En consecuencia, la infidelidad femenina fue probablemente adaptativa en el pasado. Tan adaptativa, en realidad, que dejó su marca en la fisiología femenina. En el momento del orgasmo los vasos sanguíneos de los genitales masculinos envían la sangre de vuelta a la cavidad del cuerpo, el pene se pone laxo y el acto sexual termina. El hombre debe recomenzar desde el principio para lograr otro orgasmo. Para la mujer, sin embargo, el placer puede estar en sus inicios. A diferencia de sus compañeros, los genitales femeninos no expelen toda la sangre. Si ella sabe cómo hacerlo, y lo desea, puede alcanzar el clímax una y otra vez. Algunas veces los orgasmos se suceden tan rápidamente que uno no se distingue de otro, un fenómeno conocido como orgasmo múltiple.
Este alto rendimiento orgàsmico de la hembra humana, en conjunción con datos de otros primates, condujo a la antropologa Sarah Hrdy a formular una hipótesis novedosa acerca de los comienzos primitivos del adulterio humano femenino[137].
Hrdy señala que los simios y monos hembra participan en frecuentes apareamientos no reproductivos. Durante el celo, por ejemplo, la hembra chimpancé copula con todos los machos de las cercanías excepto sus hijos. Esta actividad sexual secundaria de las hembras chimpancés y de muchas otras hembras primates no es necesaria para concebir una cría. Sobre la base de estas observaciones, Hrdy propone que el instinto sexual de la hembra chimpancé que la lleva a procurar la variedad sexual cumple dos propósitos darwinianos: aplacar a los machos que podrían querer matar al recién nacido y, a la vez, confundir la paternidad para que cada macho de la comunidad actúe paternalmente con respecto a la criatura por nacer.
Hrdy pasa luego a aplicar este razonamiento a las mujeres, atribuyendo là gran magnitud de impulso sexual femenino a una táctica evolutiva ancestral —copular con múltiples parejas— para obtener así de cada varón la inversión suplementaria de protección paternal que impida el infanticidio. Es una buena idea. Tal vez cuando nuestras abuelas primitivas vivían en los árboles procuraban llegar al coito con múltiples varones para hacer amistad. Luego, cuando unos cuatro millones de años atrás nuestros ancestros fueron empujados a las praderas de África y surgió el apareamiento de a dos para la crianza de los hijos, las hembras pasaron de la promiscuidad desembozada a las cópulas furtivas, y lograron así el beneficio de mayores recursos y, al mismo tiempo, una mayor variedad de genes.
Casi nadie aceptaría la teoría de Donald Symons o la creencia norteamericana de que el donjuanismo es prerrogativa de los hombres mientras que las mujeres son las receptoras tímidas y pasivas de la sexualidad.
La tradición del velo se desarrolló en la sociedad musulmana en parte porque el pueblo islámico está convencido de que las mujeres son muy seductoras. La clitorisectomía o mutilación del clítoris (y a menudo de parte del tejido vecino) se realiza en diversas culturas Áfricanas para aplacar la potente libido femenina. Los escritores talmúdicos de comienzos de la era cristiana estipulaban que era responsabilidad del marido copular con regularidad con su esposa precisamente porque pensaban que la mujer tiene impulsos sexuales más poderosos que el hombre. Los indios cayapa del Ecuador occidental piensan que las mujeres son promiscuas. Hasta los españoles, que se pavonean, engalanan y seducen a las mujeres en las pequeñas aldeas de Andalucía están convencidos de que las mujeres son peligrosas, potentes y promiscuas, de ahí la costumbre del acompañante («ir de carabina»).
En realidad, si Clellan Ford y Frank Beach, investigadores sexuales de la década de los cincuenta, hubiesen sido consultados acerca de cuál era el sexo que más se interesaba en la variación sexual, habrían respondido: «En las sociedades en que no existe la parcialidad en materia sexual y en las que la diversidad de vínculos está permitida, las mujeres buscan su oportunidad con tanta ansiedad como los hombres»[138]. Kinsey estuvo de acuerdo, y afirmó: «Aun en aquellas culturas que más rigurosamente pretenden controlar el coito extramarital en las mujeres, es muy evidente que dicha actividad se manifiesta, en muchos casos, con considerable regularidad»[139].
Por cierto que todos estos datos nos llevan a sospechar que las mujeres disfrutan procurándose amantes ilícitos, quizá tan ávidamente como los hombres.
Por lo tanto, el rompecabezas del adulterio va tomando forma: la necesidad biológica de los hombres de desparramar sus genes y el número notablemente alto de varones homosexuales activos permiten suponer que los hombres están más interesados por naturaleza que las mujeres en la variedad sexual. Por otra parte, cada vez que un hombre heterosexual comete una infidelidad, lo hace con una mujer. Más aún, la necesidad biológica femenina de adquirir recursos, obtener una póliza de seguro y lograr un ADN más variado o mejor, la intensa y prolongada respuesta sexual femenina, y la alta incidencia del adulterio femenino en las sociedades en las que no existe la parcialidad sexual, indican que las mujeres buscan la variedad sexual regularmente, tal vez tan regularmente como los hombres.
Hay una última prueba para incorporar al caldero de nuestro análisis: la de la prostitución.
LA MÁS ANTIGUA DE LAS PROFESIONES
En las sociedades agrícolas con reglas morales estrictas respecto a la conducta femenina, las mujeres elegían tiempo atrás una de dos carreras profesionales sexuales muy diferentes. Una, el matrimonio, implicaba el encierro correspondiente a la esposa. La otra, las convertía en cortesanas, concubinas o prostitutas. En dichas culturas, por lo tanto, algunas mujeres tenían una sola pareja, mientras las otras copulaban con muchos hombres. Estas «damas de la noche» tampoco existían solamente en las sociedades agrícolas[140].
En la aldea mehinaku de la selva amazónica, la persona sexualmente más activa era una mujer que, en pago por sus favores a una gran variedad de compañeros, recibía pescado, carne o chucherías[141]. Tradicionalmente, algunas mujeres navajo elegían no casarse; en cambio, vivían solas y recibían una gran variedad de visitantes masculinos a los que cobraban honorarios[142]. En muchas otras tribus indígenas norteamericanas las mujeres acompañaban a los cazadores en sus expediciones y regresaban a sus casas con carne a cambio de satisfacer las necesidades sexuales de varios de los cazadores[143].
En el centro de Brasil, una muchacha canela soltera que deseara obtener alimentos o servicios elegía un amante en potencia y por medio de su propio hermano concertaba una cita. Muchas de estas aventuras se convertían en convenios comerciales duraderos[144]. Las madamas florecieron entre los tradicionales habitantes de Sierra Tarascana de México. Estas mujeres mayores disponían de un grupo de jovencitas a las que podían convocar de un instante para otro[145]. Las mujeres nupe de la zona al sur del Sáhara, en África, llegaban al mercado por la noche ataviadas con sus mejores ropas y joyas; allí vendían nueces de cola, pero los compradores también podían pagarles por pasar la noche con ellas[146].
El lector puede argüir que estas mujeres (así como tantas otras en muchas culturas) se dedicaban a la prostitución por razones puramente económicas. Sin embargo, muchas mujeres afirman que disfrutan de la variedad sexual.
Y las mujeres que se enrolan en esta vocación no están solas. El reino animal está repleto de hembras independientes. Como se recordará, en el capítulo I describíamos la conducta de las hembras de chimpancé y de otras especies de mamífero, así como de las hembras de ciertas especies de aves, insectos y reptiles que salen a buscar a los machos y copulan a cambio de comida. En Australia, a la ofrenda erótica del grillo macho se la llama —igual que a la de otros insectos— regalo nupcial. La prostitución merece su venerable título: «La profesión más antigua del mundo».
UNA PROPUESTA HUMILDE
De modo que volvemos a la misma pregunta: ¿Quién busca más la variedad sexual, los hombres o las mujeres?
La explicación que humildemente propongo es que durante la larga historia de nuestra evolución la mayoría de los machos buscaron tener aventuras a fin de diseminar sus genes, mientras que las hembras desarrollaron dos estrategias alternativas: algunas eligieron ser relativamente fieles a un solo hombre para poder sacarle múltiples beneficios; otras prefirieron involucrarse en el sexo clandestino con diversos hombres a fin de sacarles beneficios a todos. Este panorama coincide a grandes rasgos con la creencia del vulgo: el hombre es el donjuán por naturaleza; la mujer, en cambio, es una santa o una ramera.
Un viejo axioma entre los científicos afirma que uno tiende a descubrir precisamente lo que busca. Este puede muy bien haber sido el caso en el análisis científico del adulterio. Por ejemplo, en un estudio reciente de Donald Symons y Bruce Ellis, se les preguntó a 415 estudiantes universitarios si se acostarían con un/una estudiante desconocido/a del sexo opuesto. En esta situación imaginaria, se les dijo que no habría peligro alguno de embarazo, de ser descubiertos o de contraer enfermedades. Los resultados fueron los esperables. Las respuestas de la población masculina fueron más positivas que las de la población femenina, y esto dio pie a que los investigadores llegaran a la conclusión de que los hombres están más interesados en la variedad sexual que las mujeres[147].
Pero aquí está el fallo. El estudio toma en consideración la motivación genética primaria de la infidelidad masculina: fecundar mujeres jóvenes. Pero no hace lo mismo con el motivo primario de la infidelidad femenina: la adquisición de recursos.
Cabe preguntarse qué habría pasado si Symons y Ellis hubiesen formulado a los mismos hombres una pregunta diferente: «¿Estarías dispuesto a pasar la noche con una mujer del geriátrico más cercano?». Dudo mucho de que dichos hombres hubiesen manifestado tan buena disposición a la variación sexual. ¿Qué habría pasado si Symons y Ellis hubiesen planteado a las mismas muchachas la siguiente pregunta?: «¿Estarías dispuesta a tener una aventura de una noche con Robert Redford a cambio de un Porsche cero kilómetro?». La lógica evolutiva propone que las mujeres tienen aventuras a cambio de bienes y caprichos. Y hasta que los científicos tomen en consideración las motivaciones genéticas subyacentes de cada sexo, así como la edad y nivel social de los encuestados, nunca sabremos qué sexo está más interesado en la variedad sexual.
Al margen de lo que hagamos con toda esta información y estas ideas, la realidad es que nada demuestra que las mujeres sean sexualmente tímidas o de que eviten las aventuras sexuales clandestinas. Tanto hombres como mujeres, en cambio, parecen poner de manifiesto una estrategia reproductora mixta: a nosotros nos toca la monogamia y el adulterio.
EL AMOR «PERFECTO»
Tal vez no sepamos nunca quién es más infiel. Lo que sí sabemos es por qué hombres y mujeres dicen ser adúlteros.
Cuando las encuestas preguntan a hombres y mujeres por qué tienen aventuras extramaritales, los adúlteros siempre responden: «por placer», «por amor», o «no lo sé». Los psicólogos agregarían que algunos adúlteros quieren ser descubiertos para poder hacer las paces con sus cónyuges. Otros usan las aventuras para mejorar sus vínculos conyugales, satisfaciendo ciertas necesidades fuera de casa. Y están también aquéllos a los que los deslices les sirven de excusa para abandonar al cónyuge. Algunas personas buscan llamar la atención. Otras necesitan más autonomía o más independencia. Hay quienes buscan sentirse especiales, deseados, más masculinos o más femeninas, más atractivos o mejor comprendidos. El objetivo puede ser una mejor comunicación, una mayor intimidad, o simplemente una vida sexual más intensa. Otros ansian la fantasía, la excitación o el peligro. Unos pocos lo hacen para vengarse. Algunos otros buscan el amor «perfecto». Y hay quienes buscan demostrarse a sí mismos que todavía son jóvenes, buscan la aventura que representa la última oportunidad[148].
Carol Botwin nos dice que algunos hombres son incapaces de mantenerse fieles porque están detenidos en la «etapa del bebé». Estas personas necesitan tener a su lado a uno de sus progenitores cuando viajan o cuando su cónyuge no está disponible. Otros hombres o mujeres adúlteros se criaron en hogares donde sus padres nunca buscaban la intimidad, de modo que de adultos estas personas tienden a formar parejas superficiales y a procurarse relaciones poco comprometidas. Algunos hombres ponen a sus esposas sobre pedestales pero gustan de pasar la noche con mujeres «de la calle». Algunas mujeres y algunos hombres son narcisistas: necesitan múltiples amantes para hacer alarde de sus deslumbrantes fachadas. Unos pocos disfrutan de las relaciones triangulares, o de la competencia con otro. A otros los excita la clandestinidad. Y otros quieren solucionar un problema sexual[149].
Hay muchos otros factores sociológicos y psicológicos que se relacionan con el adulterio además de los anteriores. El trabajo de horario completo en el caso de las mujeres, nuestro nivel de educación, la década en que nacimos, la frecuencia con que vamos a la iglesia, nuestro grado de independencia económica, la experiencia sexual previa al matrimonio que tenemos, el código de valores y la ocupación de nuestros padres, la enfermedad crónica de un cónyuge, la frigidez de la esposa o los viajes constantes de uno de los cónyuges, todo puede afectar nuestra tendencia al adulterio.
Pero, como darwinista, prefiero la simple explicación del hombre que dice buscar la variedad y la de Nisa, que cuenta lo siguiente: «Un hombre te dará sólo un tipo de comida, pero si tienes amantes, uno te traerá una cosa y el otro te traerá otra. Uno llegará de noche con carne, otro con dinero, otro con cuentas de colores»[150]. Estas respuestas tienen veracidad evolutiva. Porque si bien la mujer que se acuesta con un colega no está pensando en su futuro genético cuando se mete entre las sábanas, y un embarazo es lo último que quiere el marido que seduce a una compañera de trabajo después del brindis de Navidad, son los milenios de escaparse con un amante —y los beneficios proporcionados por dicha práctica— lo que explica la tendencia mundial actual al adulterio.
«Cometerás adulterio». Debido a un error de imprenta en la edición de 1805 de la Biblia, este mandamiento de pronto ordenó practicar la infidelidad. Rápidamente pasó a ser conocida como la Biblia perversa[151]. Pero el animal humano parece condenado a una contradicción del espíritu. Buscamos el verdadero amor, lo encontramos y echamos raíces. Después, cuando el hechizo empieza a desvanecerse, la mente comienza a vagar. Oscar Wilde sintetizó así nuestra contradicción: «Hay dos grandes tragedias en la vida, perder al ser amado y encontrar al ser amado».
¡Ay de nosotros! El éxito a menudo nos conduce a otra región de nuestra estrategia reproductora, la tendencia humana al divorcio.