Mi hermana y yo somos gemelas idénticas. Cuando cumplí cuatro o cinco años empecé a notar que los mayores nos observaban a mi hermana y a mí y nos hacían preguntas. ¿Percibía yo cuando Lorna tenía un problema? ¿Nos gustaban los mismos juguetes? ¿Pensaba yo alguna vez que era ella? Nos recuerdo sentadas en el asiento posterior del coche de la familia mientras comparábamos nuestras manos. Nuestra risa era igual, y aún lo es. A las dos nos atrae el peligro, si bien lo vivimos de maneras muy diferentes. Ella es piloto de un globo aerostático en Colorado, mientras que yo participo en polémicas sobre temas candentes como el adulterio y el divorcio en mesas redondas, por televisión o desde un estrado. Además ella es artista. Pinta telas enormes con pequeños toques de pincel, mientras que yo cambio de lugar minúsculas palabras a lo largo de cientos de páginas de manuscrito. Ambas son tareas que requieren paciencia y meticulosidad con los detalles. Y ambas trabajamos solas.
De modo que ya de pequeña comencé, casi sin darme cuenta, a observar mi conducta: ¿en qué proporción era heredada? ¿Cuánto se debía al aprendizaje?
Luego, en la universidad, descubrí el debate sobre la polaridad «naturaleza-educación» (nature-nurture). El concepto de John Locke de la tabula rasa, o página en blanco, me perturbó profundamente. ¿Era realmente cada niño como una hoja en blanco sobre la cual la cultura inscribía la personalidad? No podía creerlo.
Luego leí el libro de Jane Goodall En la senda del hombre, sobre los chimpancés salvajes de Tanzania. Estos animales tenían diferentes personalidades, y hacían amistades, se cogían de la mano, se besaban, se daban unos a otros obsequios de hojas y hierbas, y estaban de duelo cuando moría un compañero. Me impresionó la continuidad emocional entre hombres y bestias. Y quedé convencida de que parte de mi comportamiento era de origen biológico.
De modo que este libro trata de los aspectos innatos del sexo y el amor y el matrimonio, esos rasgos y tendencias del apareamiento que heredamos de nuestros antepasados. El comportamiento humano es una mezcla compleja de fuerzas ambientales y hereditarias y no pretendo minimizar el poder que tiene la cultura de influir en las acciones humanas. Pero son las contribuciones genéticas de la conducta las que siempre me han intrigado.
El libro comenzó en el metro de Nueva York. Leía unas estadísticas sobre el matrimonio en los Estados Unidos cuando descubrí lo relativo al divorcio. Me pregunté si ese mismo esquema aparecería en otras culturas. Entonces analicé la información sobre el divorcio en sesenta y dos sociedades incluidas por las Naciones Unidas en sus anales demográficos. Me encontré con patrones peculiares muy semejantes. Luego examiné datos sobre adulterio en cuarenta y dos culturas. Cuando comparé estas cifras sobre los vínculos humanos a escala mundial con modelos de monogamia, «infidelidad» y abandono en pájaros y mamíferos no humanos, encontré semejanzas tan impresionantes que llegué a formular una teoría general sobre la evolución de la sexualidad y de la vida familiar en los humanos.
¿Por qué nos casamos? ¿Por qué algunos de nosotros cometemos adulterio? ¿Por qué las personas se divorcian? ¿Por qué lo intentamos una vez más y volvemos a casarnos? El libro comienza con capítulos sobre la naturaleza del cortejo, el enamoramiento, la monogamia, el adulterio y el divorcio. Luego, a partir del capítulo VI, retrocedo hasta el comienzo de la vida social humana y rastreo la evolución de nuestra sexualidad desde sus comienzos en las praderas de África oriental unos cuatro millones de años atrás, pasando por la vida de los pintores de cavernas de la edad de hielo europea hasta los tiempos modernos, tanto en Occidente como en regiones más «exóticas».
Durante la presentación de mis teorías analizo por qué nos enamoramos de una persona y no de otra, la experiencia del amor a primera vista, la fisiología del afecto y de la infidelidad, por qué los hombres tienen grandes penes y las mujeres exhiben permanentemente sus pechos agrandados, las diferencias entre sexos a nivel cerebral, la evolución del concepto «mujeres, hombres y poder», la génesis de la adolescencia, el origen de nuestra conciencia, y muchas otras creaciones del impulso sexual humano. Finalmente, en el último capítulo, utilizo toda esta información para hacer algunas predicciones sobre los «vínculos» del mañana y, si sobrevivimos como especie, de los próximos milenios.
Pero, primero, algunas advertencias. A lo largo del libro incurro en muchas generalizaciones. Ni la conducta del lector ni la mía encajan en todos los modelos que describiré. ¿Por qué había de ser de otro modo? No existe ningún motivo para esperar una correlación estrecha entre todas nuestras conductas y las reglas generales de la naturaleza humana. Lo que puntualizo son los esquemas predominantes más que las excepciones.
Por otra parte, no hago el menor esfuerzo por ser «políticamente correcta». La naturaleza hizo a los hombres y a las mujeres para que trabajen hombro a hombro. Pero no puedo afirmar que son iguales. No lo son. Y he dado explicaciones evolucionistas y biológicas de las diferencias cuando me ha parecido apropiado.
También me he resistido a algunas modas en antropología. Actualmente, por ejemplo, ha caído en desuso utilizar a los bosquimanos !kung de África meridional como modelo para reconstruir la vida en nuestro pasado de cazadores-recolectores. Las razones por las cuales elegí seguir recurriendo a dicha sociedad como modelo las explico en muchas notas al final del texto que espero que el lector tenga tiempo de leer.
Algo muy alarmante para muchos lectores es que incursione en los posibles componentes genéticos y adaptativos de conductas sociales complicadas, polémicas y a menudo muy dolorosas como el adulterio y el divorcio. Y, por cierto, no defiendo la infidelidad ni el abandono; más bien trato de entender estos perturbadores fenómenos de la vida humana.
Por último, yo soy etóloga, es decir, alguien interesado en los aspectos genéticos de la conducta. Los etólogos, como Margaret Mead dijo en una oportunidad de la perspectiva antropológica, tienen «una forma de mirar». Desde mi punto de vista, los seres humanos poseen una naturaleza común, un juego de tendencias o potencialidades inconscientes compartidas que están codificadas en nuestro ADN y que evolucionaron porque les eran útiles a nuestros antepasados millones de años atrás. No estamos al tanto de estas predisposiciones, pero aún hoy motivan nuestra conducta.
No creo, sin embargo, que seamos títeres de nuestros genes, que nuestro ADN determine nuestros actos. Al contrario, la cultura esculpe innumerables y diversas tradiciones con nuestro material genético. Luego los individuos responden a su ambiente y herencia en formas idiosincrásicas que desde tiempos inmemoriales los filósofos atribuyen al «libre albedrío».
En nuestro empeño por comprendernos, primero estudiamos el sol, la luna y las estrellas, luego las plantas y animales que nos rodean. Hace apenas dos siglos que analizamos científicamente nuestras redes sociales y nuestras mentes. Durante la época victoriana los libros escritos por hombres o por mujeres iban en estantes separados. Alfred Kinsey, el sexólogo, realizó sus revolucionarios estudios sobre la vida sexual en los Estados Unidos ya en la década de los cincuenta. Y los académicos sólo últimamente han empezado a analizar las corrientes genéticas que subyacen a las costumbres humanas de apareamiento. De modo que este libro intenta explorar la naturaleza de nuestra vida erótica.
Hay magia en el amor, como bien saben los poetas y los enamorados. No pretendo violar ese santuario. Pero nuestros imperativos sexuales son tangibles, cognoscibles. Y creo firmemente que cuanto mejor comprendamos nuestra herencia humana, más la dominaremos y más amplio será nuestro libre albedrío.
Helen E. Fisher