París (Francia), abril de 1945
El bar era una caverna poco iluminada frecuentada por jugadores, taxistas y policías que habían terminado el turno de noche. Emmanuel y el inspector Luc Moreau estaban de pie en la barra, bebiéndose la tercera copa para celebrar el arresto de Johnny Belmondo.
El inspector Moreau dijo:
—Mucho después de que haya terminado la guerra, esta lucha contra la injusticia y la crueldad continuará. Así es como se reconstruye el mundo, comandante Cooper, con pequeñas victorias de una en una.
El barman, un boxeador aficionado con orejas de luchador y un gesto hosco en la boca, les sirvió dos chupitos. Luc Moreau levantó su vaso.
—Por Simone Betancourt. Que descanse con los ángeles.
—Por Simone Betancourt.
Emmanuel se bebió el whisky de un trago y le hizo un gesto al barman para que les sirviera otra ronda.
Estaba amaneciendo y las luces de neón de Montmartre se fueron apagando una a una. La luz del sol empezó a fluir por las calles adoquinadas como un resplandeciente río. Dos jóvenes prostitutas con tacones altos y vestidos de seda escotados se pararon en la acera a encender unas velas en una hornacina con un santuario a la Virgen María. Se santiguaron y se alejaron tambaleándose.
El inspector Moreau volvió a levantar su vaso. Tenían el acuerdo tácito de que esa mañana se iban a emborrachar.
—Por la otra mujer cuya injusta muerte dio origen a tu sed de justicia.
—¿Qué? —dijo Emmanuel apoyando su whisky.
—Por la mujer cuyo recuerdo te trajo a este caso —dijo Moreau—. No se puede honrar a los muertos si no se los nombra. Hasta el soldado desconocido tiene una tumba con una inscripción, ¿no?
Honrar a los muertos y no tenerles miedo… Bueno, eso era fácil de decir. Traerlos a la luz del día y pronunciar su nombre era como hacer magia negra. En un oscuro bar parisino, a medio planeta de Sudáfrica, Emmanuel invocó la imagen de su madre: una mujer de pelo sedoso y ojos verdes con una risa fácil y una belleza que lucía sin ninguna afectación. Cansada por las muchas horas de trabajo, pero segura de que su hijo escaparía de Sophiatown y viviría en un mundo con el que ella solo había podido soñar.
—Por mi madre —dijo Emmanuel.