Un grupo de luces brillaba en lo alto de la colina. El Dodge negro estaba aparcado en la rotonda de aloes, al lado del Ford y del Plymouth. Emmanuel y Shabalala aflojaron el paso y se mantuvieron pegados a la pared del edificio principal. Desde el interior de la clínica les llegaron los gritos y resoplidos del parto. Al menos Natalya seguía viva.
—Tenemos que conseguir visualizar los edificios —dijo Emmanuel—. Vamos detrás del Dodge y de ahí a los aloes.
Emmanuel y Shabalala contaron hasta tres y fueron corriendo hasta el coche y desde ahí hasta la fila de brillantes plantas suculentas. En el césped de delante de los edificios no había nadie. Los árboles se balanceaban con la brisa y se oyó un ruido metálico procedente de la clínica. En la puerta había un hombre de pequeña estatura, vestido con un traje oscuro, intentando girar el picaporte.
—¿Dónde está?
El grito se lanzó hacia la oscuridad y una silla atravesó la ventana de la casa de piedra de Zweigman. Saltaron astillas de madera por los aires y el menestral apareció en el porche.
—¡Desplegaos! —gritó—. Registrad hasta el último rincón. Vamos, ¡tenemos que encontrar a Petrov!
Un hombre blanco salió por la puerta principal de la casa de Zweigman dando traspiés, incómodo con un traje oscuro normalmente reservado para las comparecencias ante los tribunales en las que transmitir una imagen de persona decente ayudaba a reducir las penas.
—Ya he mirado. Las dos casas están vacías —dijo—. Puede que haya alguien en el otro edificio.
—¡Primer edificio! —gritó el menestral mirando hacia el otro lado del huerto—. ¡El parte!
—¡Cerrado! —contestó el hombre de pequeña estatura desde el porche de la clínica—. Hay gente dentro. Parece como si alguien estuviera enfermo.
—Vuelve a registrar las casas, y esta vez mira también en la parte trasera —el menestral se cerró la chaqueta para protegerse del frío—. Yo voy a entrar en ese edificio cerrado.
Los hombres se separaron y cada uno se dirigió hacia un lado del huerto. Emmanuel y Shabalala se replegaron y se metieron entre la espesa maleza que llegaba casi hasta el extremo trasero de la clínica. La vieja higuera crujió con el viento.
—No encuentran a Nicolai —susurró Emmanuel—. Ha debido de salir de la casa.
—Yo voy a adelantarme para ver si está escondido en el bosque —dijo Shabalala—. Usted tiene que quedarse donde está, oficial. Espere a la paloma y, cuando la oiga zurear, vaya hacia el sonido.
—De acuerdo.
El agente mitad shangaan era un experimentado rastreador y cazador. Si había alguien capaz de encontrar a un grupo de personas en medio de la oscuridad era él. Shabalala se fundió con la noche y desapareció.
Emmanuel descansó durante unos instantes y aguzó el oído. Oyó a Natalya de parto y a Zweigman susurrando órdenes con voz dulce. En ese momento se sumó una tercera voz:
—Ya falta poco, mi niña. Falta muy poco.
Era Lizzie, la mujer de Shabalala. Estaba en la clínica con Zweigman y en la trayectoria directa del menestral.
Emmanuel oyó el zureo de una paloma y se dirigió muy lentamente hacia el sonido. Cada ramita que pisaba y cada espino que le rozaba sonaban en sus oídos con la fuerza del estruendo de un disparo. Le llegó otro zureo bien nítido y distinguió la silueta borrosa de un grupo de personas arracimadas detrás del trastero. Se acercó gateando hasta Shabalala.
Nicolai estaba apoyado en el tronco de una marula. Iba descalzo y estaba temblando de frío a pesar de que llevaba la manta de ganchillo sobre el pijama de franela. Agachadas a ambos lados del ruso, como dos ángeles vengadores, estaban Lana y Lilliana. Se habían armado en la cocina: Lana tenía en la mano un cuchillo panero y Lilliana, un rodillo.
—Mi hijo —susurró Nicolai—, ¿ha nacido ya mi hijo?
—Casi —contestó Emmanuel, que le dio la manta de ganchillo a Lana, se desabrochó el abrigo que había cogido de la maleta de los rusos y se lo puso a Nicolai sobre los hombros.
Shabalala se quitó la larga bufanda de lana y se la dio a Lilliana, que llevaba unas pantuflas y una bata acolchada cerrada con un cinturón.
—¿Y Lizzie? —preguntó el agente al grupo cuando quedó claro que su mujer no estaba escondida con ellos entre la maleza.
—Está con el doctor en la clínica. El hombre pálido del coche se dirige hacia allí —dijo Emmanuel.
Shabalala se dispuso a irse de allí sigilosamente, pero se detuvo cuando el hombre de pequeña estatura del porche apareció entre el trastero y la clínica. Vaciló al llegar al extremo del edificio, demasiado nervioso para seguir avanzando.
—Hola…, ¿hay alguien ahí? —preguntó con una voz temblorosa de adolescente.
—Aquí —contestó Lana en voz baja. Emmanuel se volvió para detenerla, pero Lana ya se había levantado y se dirigía hacia el cobertizo—. Estoy herida. Ayúdeme.
—Espere, oficial —susurró Shabalala—. Le va a atraer hacia aquí.
—Ayúdeme, por favor —repitió Lana. El hombre se dirigió hacia ella, todavía receloso pero impulsado por la necesidad primitiva de ayudar a una hembra herida. Se apartó de la luz que salía por la ventana de la clínica y se adentró en la oscuridad. Shabalala esperó hasta que llegó al borde de la maleza y entonces le cogió de la cintura y tiró de él con fuerza. El hombre cayó al suelo con un batacazo y Emmanuel le puso una rodilla en el pecho para impedir que se moviera.
—Silencio —dijo Emmanuel tapándole la boca con la mano—. Lilliana, quítate el cinturón de la bata, lo necesitamos.
La mujer alemana apoyó el rodillo en el suelo y se desató el cinturón de tela. Tardó casi un minuto. No fue mucho, teniendo en cuenta que le temblaban las manos como a un veterano afectado de neurosis de guerra. Que, pensó Emmanuel, era exactamente lo que era aquella mujer. Aunque nunca hubiera llevado uniforme, Lilliana Zweigman, como él, había visto demasiada guerra.
Emmanuel rompió la tela por la mitad y amordazó al hombre, al que después ató al tronco de un árbol con la otra mitad del cinturón. Encendió la linterna. A pesar del aire gélido, Nicolai estaba sudando a chorros.
—Necesita medicina —dijo Shabalala.
—La… medicina… —tartamudeó Lilliana—. En nuestra casa. La medicina.
—El otro hombre sigue allí —dijo Emmanuel—. Tenemos que librarnos de él y después centrarnos en atrapar al menestral. La puerta cerrada con llave mantendrá a los otros a salvo durante un rato.
—Yo me encargo del de la casa —dijo Lana con una confianza escalofriante antes de echar a andar por detrás de los edificios de la clínica como una gata acechando a su presa.
Shabalala dio un silbido.
—Huy… Un hombre tiene que ser muy valiente para pararle los pies a esa mujer.
El ruido de un disparo despertó a los pájaros que estaban posados en los árboles. Se oyó un breve gorjeo de descontento y volvió a hacerse el silencio.
—Quédate aquí con Nicolai —le dijo Emmanuel a Lilliana—. No salgas hasta que yo te avise de que no hay peligro. Si viene alguien, escóndete. ¿Entendido?
La mujer alemana asintió con la cabeza y Emmanuel fue corriendo con Shabalala hasta la esquina del trastero, desde la que se veía la extensión de césped. El menestral estaba en el porche de la clínica. La puerta de madera tenía un nuevo agujero de bala por el que asomaban unas astillas blancas.
—Salid de ahí o sigo disparando —dijo el menestral—. Es un edificio pequeño, acabaré dando a algo tarde o temprano.
Volvió a disparar a la puerta y la cerradura vibró con el impacto. Los aullidos del parto de Natalya se convirtieron en gritos de pánico.
—Vuelve hacia la entrada donde están los coches —le dijo Emmanuel a Shabalala, que estaba agachado a su lado—. Ponte al otro lado del porche, nos echaremos sobre el menestral cada uno desde un lado.
Shabalala desapareció entre la maleza y Emmanuel levantó la cabeza para ver mejor el edificio de piedra. La luz de los quinqués que salía por las ventanas delanteras era lo suficientemente intensa para ver lo que sucedía en el porche.
La puerta de la clínica se abrió y Zweigman salió al porche. Detrás de él, alguien cerró la maltrecha puerta y echó la llave. El médico alemán puso las manos en alto. Emmanuel se mantuvo por debajo del nivel del porche y se fue acercando muy despacio.
—Apártate —le dijo el menestral a Zweigman—. Quiero al coronel ruso.
—No está aquí. Dentro solo está su mujer.
—Entréganosla —ordenó el menestral bruscamente—. La quiero aquí fuera ahora mismo.
—Eso no es posible —contestó Zweigman—. Está de parto y no se la puede mover.
—Eso ya lo decidiré yo.
—No —dijo Zweigman—, eso lo decidiré yo. Esta es mi clínica y ella es mi paciente.
Emmanuel los estaba observando desde el extremo del porche. El menestral tenía el cañón de la pistola en la frente de Zweigman, pero el médico no se movió.
—Apártate o te mato.
—Que así sea —dijo el médico—. Pero no me voy a mover.
La tarde anterior, en el almacén de cordelería, el menestral había dicho que el «jefe» no quería más víctimas civiles. El viejo judío estaba a punto de convertirse en la excepción gracias a su testarudez.
—Puto judío de mierda…
El menestral cogió a Zweigman de las solapas y le levantó del suelo.
Emmanuel subió las escaleras como una flecha, de dos en dos, y empujó al menestral desde un lado. Sus cuerpos chocaron contra la pared de la clínica y la pistola rodó por el suelo del porche con un traqueteo. Emmanuel inmovilizó al pálido hombre contra la pared de piedra. Empezaron a forcejear.
—¡Coge la pistola! —le gritó Emmanuel a Zweigman—. ¡Coge la pistola!
Zweigman cogió el arma y la levantó hasta la altura de la cadera. Gracias a Dios. Emmanuel no sabía cuánto tiempo iba a conseguir tener inmovilizado al menestral. El alemán tiró el revólver al jardín desde el porche.
—Por el amor de Dios —farfulló Emmanuel. El miedo a las armas estaba bien en teoría, pero por culpa de la fobia de Zweigman acababan de perder la ventaja que tenían. Le apretó los brazos al menestral, pero no notó ningún indicio de que sus músculos se relajaran, ningún signo de debilitamiento. La pelea no iba a terminar todavía. ¿Dónde demonios estaba Shabalala?
—Doctor —la cerradura de la puerta de la clínica se abrió con un chasquido y Lizzie se asomó al exterior—. Doctor, deprisa, ha llegado la hora.
Zweigman vaciló, debatiéndose entre las dos crisis.
—El bebé ya casi está aquí —dijo Lizzie, y el alemán se metió en el edificio de piedra. La puerta destrozada se cerró y la cerradura hizo un chasquido.
—Apártate —dijo el menestral al no conseguir que Emmanuel le soltara—. Trabajo para el inspector Van Niekerk. Él me ha enviado aquí.
—No te creo.
—Eres idiota, Cooper —contestó el menestral. El aliento le olía a pastillas de menta—. Esta clínica está en el fin del mundo, ¿cómo te crees que la he encontrado en plena noche? El propio inspector me dio indicaciones detalladas. Quería sacar a los rusos de aquí sin que hubiera víctimas civiles.
—Eso podría haberlo hecho cuando tenía a los rusos en su propia casa en Durban —dijo Emmanuel. Pese a todo, el menestral acababa de plantar una semilla venenosa. Van Niekerk era el único que sabía con seguridad dónde estaban escondidos Emmanuel y el matrimonio ruso. Lana incluso le había llamado para confirmar su destino final.
—La casa de Berea estaba demasiado expuesta al público. Van Niekerk quería mantener su nombre al margen de todo esto. Os ha entregado a ti y a los rusos a mi jefe a cambio de un ascenso.
Emmanuel redujo la fuerza con la que tenía agarrado al menestral. Había visto al inspector hablando con el inspector jefe soutpiel en Point Road. ¿Habían llegado a un acuerdo allí? El menestral percibió las dudas de Emmanuel. Echó la cabeza hacia atrás y le pegó un cabezazo con todas sus fuerzas, una buena morrada en la frente que le hizo perder el equilibrio. Emmanuel se fue tambaleando hacia atrás, aturdido.
—No sabes cuándo estarte quieto, Cooper.
El menestral hizo ademán de darle un fuerte puñetazo, pero la enorme mano de Shabalala le cogió el puño y se lo aplastó. El agente zulú tumbó al pálido hombre boca abajo en el suelo del porche. Tras unos segundos gruñendo y sacudiéndose, el menestral cedió, agotado.
—¿Está herido, oficial? —preguntó Shabalala.
—Solo en mi orgullo —contestó Emmanuel, que cacheó al menestral en busca de armas. No llevaba ninguna.
—¿Dónde está la otra pistola? —preguntó.
El menestral se echó a reír y Emmanuel miró hacia la casa principal. Lana podía tener una pistola apuntándola en ese mismo momento. Se dirigió hacia las escaleras rápidamente.
—No dejes que se levante —le dijo a Shabalala—. Yo voy a la casa de los Zweigman a asegurarme de que Lana está bien.
—Estás metido en un buen lío, kaffir —dijo el menestral—. Espero que te guste la comida de la cárcel.
Shabalala apoyó su pesado cuerpo en la espalda del menestral y sonrió.
—Este no se va a mover —dijo.
Las onduladas siluetas de las montañas habían empezado a verse a la luz del alba. La noche se disipó y los madrugadores pajarillos empezaron a entonar su canto. Desde las profundidades del valle llegaba el rumor del agua del río. Nicolai apareció en la esquina del porche, avanzando lentamente. A su lado iba un hombre blanco de gran estatura. Un golpe en la espalda empujó a Nicolai hacia delante. Ahí estaba la tercera pistola.
—Inspector jefe Edward Soames-Fitzpatrick —dijo Emmanuel, que disfrutó viendo el gesto de sorpresa en la cara del alto inspector—. El comandante en jefe.
—Oficial Cooper —dijo el inspector jefe poniéndose derecho—. Apártate.
—¿Por autoridad de quién?
—De la policía sudafricana.
—A la policía no le interesa Nicolai —dijo Emmanuel—. No ha cometido ningún delito en Sudáfrica.
—Este es un asunto de seguridad nacional.
Y una mierda. Pinchada en un palo.
—¿Y dónde está el Departamento de Seguridad? —preguntó Emmanuel, que mantuvo un tono de voz relajado—. Ellos son los que se encargan de la seguridad nacional.
Desde el interior de la clínica les llegó el llanto de un bebé, primero débil y después mucho más fuerte.
—Mi bebé —dijo Nicolai—. Quiero ver a mi hijo.
El inspector jefe le clavó con fuerza el cañón de la pistola en la espalda al ruso.
—Deja que Dennis se levante del suelo y nos iremos pacíficamente, Cooper. Si no, alguien va a acabar herido.
¿Dennis? Dennis era el nombre de alguien que iba al bar los viernes por la noche y que después volvía a casa haciendo eses a escuchar un serial radiofónico de la BBC mientras se tomaba una taza caliente de caldo de carne Bovril. El recién nacido volvió a berrear y Emmanuel fijó su atención en Nicolai, que seguía siendo una valiosa posesión.
—Ven hacia mí, Nicolai —dijo Emmanuel—. El inspector jefe te necesita vivo. Te prometo que no te va a disparar.
Nicolai vaciló, indeciso entre el miedo a morir y el deseo de coger en brazos a su hijo recién nacido. Dio un paso vacilante en dirección a la clínica, y después otro. Fitzpatrick se hizo a un lado y apuntó con la pistola a Emmanuel.
—Tienes razón, no voy a matar al ruso. Es demasiado valioso. El kaffir y tú sois otra historia.
Emmanuel notó cómo le caían gotas de sudor por la espalda. Tener una pistola apuntándole al pecho era un problema, pero lo que le preocupaba más en ese momento era Lilliana Zweigman, que iba avanzando sigilosamente por la hierba con el rodillo de madera en alto. Se había quitado las zapatillas para hacer menos ruido al andar, pero le temblaba todo el cuerpo. «Para, vete sin hacer ruido y no te pongas en peligro», le rogó Emmanuel en silencio. Lilliana había sobrevivido a una larga y triste guerra. No podía morir a la tenue luz de un amanecer africano.
—Oye…
El menestral intentó gritar una amenaza, pero Shabalala le tapó la boca con la mano y le sujetó la pálida cabeza contra el suelo de piedra del porche. Nicolai fue caminando lentamente hacia las escaleras y sus pisadas vacilantes taparon el avance de Lilliana.
—Deja que mi hombre se levante o disparo al kaffir —dijo el inspector jefe.
«Haz un movimiento amplio, golpea con fuerza y causa el máximo daño posible». Las instrucciones de Emmanuel sonaron bien fuertes en su cabeza, pero no las pronunció en voz alta. En lugar de hablar, dio un paso atrás y mantuvo la atención del inspector jefe centrada en el porche.
—No hace falta hacer daño a nadie —dijo—. Baja el arma. Vas a conseguir lo que has venido a buscar, pero baja el arma.
Lilliana movió el rodillo por el aire. El golpe fue demoledor. La pistola se disparó con gran estruendo y la bala se alojó en la pared del trastero mientras Soames-Fitzpatrick se desplomaba sobre el césped cubierto de rocío. Emmanuel bajó las escaleras de un salto y le pateó la mano al inspector jefe hasta que soltó el arma.
—Ve —le dijo a Nicolai—. Ve a ver a tu hijo.
—Da. Sí —el ruso subió las escaleras atraído por el insistente llanto del recién nacido. Golpeó la puerta con la palma de la mano—. Natalya. ¿Natalya?
Zweigman le abrió la puerta de la clínica a Nicolai y recorrió el porche y el jardín con la mirada para ver si había algún herido. Vio a su mujer a la luz de la aurora, una diosa doméstica vengadora con un rodillo en la mano y un hombre inconsciente a sus pies.
—Lilliana —dijo Zweigman mientras se dirigía hacia ella apresuradamente—, ¿te encuentras bien?
—Sí.
Emmanuel se guardó en el bolsillo la pistola del inspector jefe, una Browning Hi-Power que podría haber mandado fácilmente a Lilliana y a Shabalala al otro barrio. Dio la vuelta al cuerpo tendido boca abajo y le abofeteó con fuerza.
—Permítame —dijo Zweigman, que se arrodilló junto al hombre aturdido y llevó a cabo un rápido examen—. Una contusión del tamaño de un huevo y una pequeña fractura de cráneo. Se pondrá perfectamente.
—Bien —dijo Emmanuel—. Le necesito con vida y capaz de hablar.
—Tardará un poco, hasta que se le pase el aturdimiento —contestó Zweigman mientras se levantaba. Se acercó a Lilliana—. Oh, liebchen, ¿has hecho tú eso?
Lilliana asintió y el médico abrazó a su mujer.
—Estoy muy orgulloso de ti.
La extraña risa de Lilliana, acompañada de hipidos, dio paso a unos sollozos que hicieron que le temblara todo el cuerpo. Normalmente el sonido del llanto de una mujer hacía estremecerse a Emmanuel. Esta vez, sin embargo, estando a escasos metros del sufrimiento de Lilliana, no sintió la necesidad de salir corriendo. Habría dado su vida a cambio de que su madre reviviera, pero el pasado no era algo con lo que se pudiera negociar ni que se pudiera cambiar. Se había pasado horas, semanas, años, desmenuzando sus recuerdos de aquella noche en Johannesburgo para hallar el momento en el que el Emmanuel de doce años podía haber impedido la muerte de su madre. Ninguna vida debía ser prisionera del pasado mientras el mundo seguía girando. Lilliana estaba sufriendo, pero seguía viva e iba a vivir para contarlo.
El inspector jefe soltó un improperio y Emmanuel comprobó su estado. Estaba sudando y tenía los labios finos, pero tenía algo de color en las mejillas.
—Shabalala —dijo Emmanuel—, lleva a ese a casa de Zweigman y los ataremos a los dos.
—Yebo.
Shabalala levantó al menestral del suelo y le llevó escaleras abajo y a través de la llanura hacia la casa. Lana apareció en un extremo del huerto, seguida de lo que quedaba del variopinto ejército del inspector jefe: un muchacho nervioso con el pelo grasiento y unos buenos carrillos caídos al que habían encargado que registrara la casa de los Zweigman.
—¿Estás herido, Emmanuel? —preguntó Lana—. He oído disparos.
—Estoy bien. ¿Quién es ese?
—Este es Stewart —dijo Lana. El joven masculló un saludo—. Le debe veinte libras al señor Khan, que le dijo que podía pagarle echándole una mano esta noche. Dice que no sabía nada de las armas ni de los rusos.
—El señor Khan nos dijo que teníamos que recoger un paquete —dijo Stewart—. Se suponía que era algo fácil.
Emmanuel golpeó al inspector jefe entre los omóplatos.
—Un asunto de seguridad nacional y reclutas a chavales con deudas de juego.
—Yo no he reclutado a nadie —dijo el inspector jefe—. Dennis fue quien se encargó de eso.
—Ah, ya entiendo —dijo Emmanuel mientras empujaba al inspector jefe hacia la casa principal—. Tú no eres responsable de esta metedura de pata. El problema son los hombres que tienes a tus órdenes.
—¿Y ellos? —preguntó Lana señalando a los Zweigman, que seguían fundidos en un abrazo.
—No te preocupes por ellos —dijo Emmanuel. Lo cierto era que no recordaba haber visto nunca a la pareja de judíos alemanes tan juntos.
El médico miró a su mujer.
—Ven —dijo—, vamos a conocer al bebé. Tiene el pelo blanco y unos buenos pulmones.
«Así que Nicolai tiene un hijo», pensó Emmanuel mientras metía al inspector jefe en la gran casa de un empujón. Jolly Marks y Mbali, la criada zulú, habían sido los hijos de sus respectivos padres. Alguien tenía que responder por sus muertes y por la de la patrona.
—Siéntate —le dijo Emmanuel al inspector jefe cuando entraron en la pequeña cocina, donde Shabalala ya tenía al menestral esposado a una silla. El fuego crepitaba en la estufa de leña. Lana llenó una tetera de agua y la puso en un quemador mientras Stewart, el jugador desafortunado, entraba en la habitación de al lado arrastrando los pies y fingía leer uno de los libros de medicina de Zweigman. Emmanuel empujó a SoamesFitzpatrick a una silla y le ató las manos con las cintas de tela de unas cortinas. El inspector jefe se quedó sentado con la espalda rígida y el labio superior en tensión.
—Ve a mirar en el Dodge, Shabalala —dijo Emmanuel—. Mira a ver si hay más armas escondidas.
—Yebo.
El agente salió rápidamente por la puerta lateral y se dirigió hacia el coche negro. Un gallo cacareó y una luz dorada acarició las copas de los árboles.
—Estoy deseando ver a Van Niekerk —dijo el menestral—. Le voy a decir que has jodido el plan de esta noche y a continuación le voy a contar que te follaste a su novia. Vas a tener suerte si no te quedas sin dientes.
Lana se puso tensa, pero preparó una fila de tazas de té en una encimera. Su huida a Ciudad del Cabo, financiada parcialmente con la generosa contribución económica de Van Niekerk a sus gastos diarios, acababa de ponerse en tela de juicio.
—¿Por qué se iba a creer el inspector una sola palabra tuya? —dijo Emmanuel.
—Porque te vi con mis propios ojos. A Van Niekerk no le va a hacer gracia estar pagando por algo que se puede conseguir gratis. Si me sueltas ahora, no tendrá por qué enterarse.
—Así que tú me seguiste al piso de Lana y a los apartamentos Dover a la mañana siguiente —dijo Emmanuel. El hombre apoyado en la pared de la ferretería con el periódico no era un civil esperando el autobús—. Pero antes tuviste que seguirme desde el bar hasta el apartamento de Lana. ¿Por qué?
—Órdenes de Van Niekerk. No se fía de ti.
—No, no fue por eso —dijo Emmanuel. De eso estaba seguro. Por muchos fallos que tuviera, el inspector holandés siempre había mostrado absoluta fe y confianza en él. El menestral le había seguido mucho antes de que Van Niekerk estuviera implicado en la investigación—. Tú estabas en la zona de carga del puerto la noche del asesinato de Jolly. Así fue como supiste que tenías que seguirme. Tú estabas allí. Y probablemente también tenías vigilando al hermano Jonah.
El menestral mantuvo una mirada inexpresiva.
—Te vas a hundir, Cooper.
Shabalala entró en la cocina con la misma caja de herramientas abollada que había llevado el menestral a la sala de interrogatorios. La dejó encima de la mesa.
—No hay armas —dijo el agente zulú—. Solo esto.
A pesar de su sencillez, la caja metálica ejerció un extraño poder sobre los presentes en la cocina. Nadie se movió. Entonces Lana dio un paso atrás, previendo una sorpresa desagradable.
Emmanuel abrió el cierre y levantó la tapa. Un aroma a tabaco con sabor a chocolate y vainilla salió de la caja. Sacó tres cigarrillos liados a mano.
—Un regalo del señor Khan —dijo—. Él te ayudó a reclutar a tu pequeño ejército. Un predicador chiflado y un grupo de jugadores con mala suerte que no saben ni coger un arma.
Lo siguiente que sacó Emmanuel fue un cortaplumas oxidado. La pintura blanca de la empuñadura se le descascarilló en la palma de la mano.
—El cortaplumas de Jolly Marks, extraído del lugar del crimen. Oíste mi nombre y mi antiguo cargo policial la noche del primer asesinato. Me has estado siguiendo desde entonces. Esperando a que yo encontrara a los rusos.
—¿Por qué iba a coger una prueba incriminatoria del lugar del crimen? —contestó el menestral—. Eso tiene todavía menos sentido que tus otras teorías.
Emmanuel observó el arma del niño durante unos instantes. Quedársela tenía sentido si se descartaba el sentido común y se buscaban motivos más oscuros.
—En mi pelotón había un soldado… —dijo—. Era de Liverpool, un tipo reservado, muy normal. O eso creía yo hasta que otro soldado encontró un collar hecho de dientes humanos escondido en una mochila. El soldado dijo que era un recuerdo inofensivo, pero le gustaba mirar el collar igual que a un perro le gusta desenterrar huesos antiguos para mordisquearlos. Tú te quedaste con el cortaplumas por esa misma razón.
—Estás enfermo, Cooper —dijo el menestral.
Emmanuel revolvió entre las capas de papel de periódico que habían metido en la caja para proteger el contenido y tocó el mango de un objeto. Sacó un bisturí con gotas de sangre seca en la hoja plateada. Esa era claramente el arma de un adulto.
—No más teorías ni conjeturas —dijo—. Eso se lo dejo al juez y al jurado.
El inspector jefe se irguió en cuanto oyó mencionar un juicio.
—La misión consistía en encontrar a los rusos y capturarlos. Él fue quien los perdió de vista en la zona de carga del puerto y quien a continuación mató al niño para quitarle la libreta, desobedeciendo mis órdenes directas. Dije que no quería víctimas civiles.
—¿Y la señora Patterson y su criada, Mbali? —preguntó Emmanuel, presionando para conseguir más información.
—Lo mismo —dijo el inspector jefe—. Coger la libreta y salir de allí, ese era el plan. Convirtió la maniobra entera en un baño de sangre, contraviniendo directamente mis órdenes.
—Tú eres responsable de tus hombres, inspector.
—Yo no estoy al mando —contestó Soames-Fitzpatrick—. El MI5 quería a los rusos pero no querían pedir ayuda al Partido Nacional… No mientras Malan está en Londres hablando de instaurar una república gobernada por los afrikáners. Decidieron adoptar un enfoque informal. Recomendaron a Dennis y a mí me asignaron la tarea de asegurarme de que se cumpliera el encargo.
¿Un enfoque informal? ¿El encargo? Los servicios de seguridad británicos habían utilizado al inspector jefe para que les hiciera el trabajo sucio. Si la misión salía bien, se atribuirían ellos todo el mérito; si salía mal, podrían negar todo conocimiento de la operación y dejar que colgaran a Soames-Fitzpatrick.
—Murieron tres personas —dijo Emmanuel.
—En contra de mis órdenes directas.
Si volvía a mencionar sus «órdenes» una sola vez más, Emmanuel iba a tener que matarle. Estar al mando era algo más que ladrar órdenes por teléfono.
—No hable más, Fitzpatrick —dijo el menestral. El pálido asesino estaba sorprendentemente tranquilo mientras el inspector jefe intentaba cargarle con toda la responsabilidad del fracaso de la operación—. Ponga excusas a los que están por encima en la cadena de mando, no por debajo. ¿La palabra de un ex oficial, un kaffir y una camarera? Ahórrese la saliva.
Emmanuel sabía que el menestral tenía razón. A menos que el inspector Van Niekerk le apoyara, las acusaciones de tres asesinatos y una conspiración internacional para capturar a un miembro del círculo de Stalin no se sostendrían. La culpa del asesinato de Jolly Marks ya se le había endilgado cuidadosamente a Giriraj e, incluso teniendo el bisturí, no había ninguna prueba verdadera que relacionara al menestral con el doble homicidio de los apartamentos Dover. El contenido de la caja metálica parecería simplemente el intento desesperado de un ex oficial reclasificado de limpiar su nombre.
—No tienes nada, Cooper —dijo el menestral—. La única forma de salir de este atolladero es soltarnos a Soames-Fitzpatrick y a mí y retirarte. El inspector jefe hará todo lo posible para retirar tu nombre del cargo de doble homicidio. Esa va a ser tu única forma de librarte de la soga.
—Es muy tentador —dijo Emmanuel—, pero no puedo obviar el hecho de que has matado a tres personas inocentes. Eso no está bien.
—No tienes el poder ni los contactos necesarios para hacer nada al respecto —al menestral se le iluminaron los ojos de placer—. Admite tu derrota y quizá tengas la oportunidad de pasar el resto de tus días entre los kaffirs y los judíos.
—Hazlo —bramó el sargento mayor escocés desde la oscuridad, enfurecido—. Hazlo, soldado.
Emmanuel rodeó la mesa y le estampó la frente al menestral contra la superficie de madera. La caja metálica se cayó de la mesa y aterrizó en el suelo con gran estruendo.
—Eso por Jolly Marks —dijo Emmanuel—. Y esto por la señora Patterson y por Mbali, su criada.
Le golpeó la rubia cabeza contra la mesa dos veces más y oyó un crujido de huesos. Bien. El tablero de madera se llenó de gotas de sangre de la nariz del menestral. Todavía mejor. El pálido hombre gimió de dolor.
—Oficial —dijo Shabalala poniéndole una mano en el hombro con delicadeza—. Oficial…
—No te preocupes —dijo Emmanuel—, ya he terminado.
—No. Escuche.
Se oyeron portazos y pisadas en la rotonda de la entrada y en el jardín. Lana se acercó corriendo a la ventana y se asomó al exterior.
—Más coches —dijo—. Hay dos hombres en el porche de la clínica. Uno de ellos parece el inspector. Puede que haya más.
—Quédate aquí y vigila al inspector jefe y a su amigo —dijo Emmanuel mientras le daba la Browning Hi-Power a Lana. No le cabía duda de que sabía manejar un arma—. Pase lo que pase, no los desates. Shabalala y yo iremos afuera.
Salieron por la puerta lateral y se dirigieron hacia el huerto de invierno. Oyeron unas voces apagadas procedentes de la dirección de la clínica. Un hombre se acercó con el cuello de su fino abrigo levantado para protegerse del frío del amanecer.
—¿Fletcher?
—El inspector quiere hablar contigo —dijo el agente, que estaba lívido y parecía diez centímetros más bajo que la tarde anterior—. Te está esperando en la otra casa con el médico.
Emmanuel y Shabalala fueron hasta allí rápidamente y encontraron a Van Niekerk apoyado en la columna del porche de la clínica mientras Zweigman bloqueaba la puerta. Los berridos del recién nacido se habían calmado.
—Si es usted la caballería —le dijo Emmanuel al inspector holandés—, llega tarde.
—El plan era llegar hace una hora, justo detrás del inspector jefe —dijo Van Niekerk lanzando una mirada agria al agente Fletcher—. Nos hemos equivocado de salida en la carretera principal y hemos acabado en un kraal zulú. Al jefe del kraal no le ha hecho ninguna gracia. Pensaba que habíamos venido a llevárnoslo con su familia a una reserva nativa.
—Usted le explicó al inspector jefe cómo llegar a este sitio, ¿verdad, inspector?
—Sí —reconoció el inspector, que no dio ninguna muestra de sentirse culpable ni avergonzado—. Era la forma más fácil de sacar a todos los implicados de sus escondites y juntarlos en un solo sitio.
—Muchas cosas parecen muy fáciles desde una mesa de despacho —dijo Emmanuel.
—Está bien —dijo Van Niekerk—, me merezco esa respuesta, pero no era así como se suponía que tenían que salir las cosas. El plan era llegar antes de que nadie sufriera ningún daño.
—Está mintiendo —dijo Zweigman—. Quiere a Nicolai, igual que los otros.
El inspector encendió un cigarrillo y echó una bocanada de humo.
—Dejad que os explique a todos cómo funciona el mundo. Nicolai y su mujer han llamado la atención de los servicios secretos británicos, de la CIA y del NKVD ruso. Por mucho que lo deseéis, es imposible que el coronel Nicolai Petrov se escabulla sigilosamente en la oscuridad y desaparezca.
—¿Y se supone que tenemos que entregarle y ya está? —dijo Emmanuel. Por el rabillo del ojo vio cómo algo se movía. Un grupo de hombres se dispersaron por el césped y entraron en los edificios de piedra. Abrieron la puerta del trastero de una patada y registraron el interior. Sacaron al hombre amordazado de entre la maleza y le empujaron por el césped hasta un coche aparcado. Un antílope jeroglífico sobresaltado atravesó el huerto como una exhalación y se dirigió hacia la entrada de vehículos. La hora de los aficionados se había acabado; habían llegado los profesionales. Aquel cuerpo expedicionario podía hacer lo que quisiera y, sin embargo, no se acercaron a la clínica.
—Preferiría que Nicolai viniera con nosotros por su propia voluntad —dijo Van Niekerk—. Su mujer y su hijo se pueden quedar. El trato es ese: solo Nicolai.
La puerta de la casa principal se abrió de golpe y tres hombres armados con las caras pintadas de negro sacaron a empujones al inspector jefe y al menestral y los hicieron avanzar por la llanura. Stewart, el jugador desafortunado, fue caminando detrás. El último miembro del ejército del inspector jefe, el señuelo al que Emmanuel y Shabalala habían dejado en el río, seguía en algún rincón del bosque.
—¿Los van a castigar? —preguntó Zweigman.
—No en los tribunales —dijo el inspector sonriendo—. Los detalles de esta operación nunca se van a poner por escrito ni van a aparecer en los archivos oficiales.
Emmanuel comprobó la posición de los integrantes del comando de asalto. Se habían situado alrededor de la clínica, preparados para una segunda incursión. Sus caras pintadas de negro no reflejaban ninguna emoción. No sabía a qué organismo pertenecían, aunque tampoco importaba demasiado. Nada les iba a impedir echar abajo la puerta de la clínica y capturar a Nicolai por la fuerza. Con la operación oficialmente silenciada, eran libres de cumplir con su tarea sin preocuparse por las consecuencias. Emmanuel había visto de lo que eran capaces los hombres cuando se cortaba la correa de la ley y el orden. Nadie encontraría jamás unas cuantas tumbas escondidas en aquel mar de colinas sin fin.
Se hizo un profundo silencio. Ni Zweigman, ni Shabalala ni Emmanuel eran capaces de entregar voluntariamente al ruso enfermo y dejarle en manos de un futuro incierto.
La puerta de la clínica se abrió y apareció Nicolai. Se fijó en los hombres que esperaban alrededor del edificio y se abrochó la chaqueta de lana con calma.
—Mi hijo se llama Dimitri —le dijo a Emmanuel—. Por favor, encárgate de que Natalya y él estén a salvo. No puedo quedarme aquí y haceros daño, ni a unos hombres buenos como vosotros ni a mi mujer. He hecho cosas… Solo era cuestión de tiempo que llegara este día. Spasiba.
Atravesó el porche y bajó las escaleras. El inspector Van Niekerk le acompañó hasta una fila de sedanes azules aparcados en la entrada y abrió la puerta trasera de uno de ellos. Nicolai se metió en el coche y la puerta se cerró con fuerza. Emmanuel dio un paso adelante, pero Zweigman le cogió de la manga de la chaqueta.
—Déjelo. A Nicolai le queda muy poco tiempo. Merece la pena el sacrificio a cambio de la seguridad de su mujer y su hijo.
—Yebo —asintió Shabalala.
El coche en el que iba Nicolai se alejó de la rotonda de aloes y desapareció entre la hierba silvestre. Van Niekerk volvió caminando tranquilamente hacia la clínica con dos de los miembros del comando, uno a cada lado.
—Cooper —dijo—, ven aquí.
Emmanuel llegó junto a Van Niekerk a la mitad del camino. La luz del sol se colaba entre las ramas de los árboles, pero ni toda la luz difuminada del mundo habría podido suavizar las bastas facciones de las caras pintadas de los dos hombres. Eran el subinspector Piet Lapping y el oficial Dickie Steyns, del Departamento de Seguridad. A Emmanuel le vino a la boca el sabor metálico de la sangre al ver la cara llena de marcas de Piet Lapping, interrogador y sádico profesional del Estado.
—¿Y bien? —dijo Van Niekerk, invitando a hablar al subinspector del Departamento de Seguridad.
Lapping se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un sobre que le tiró a Emmanuel, como un cazador lanzando una piedra.
—Tienes más vidas que un puto gato, Cooper —dijo antes de volverse hacia los coches aparcados—. Un día se te van a acabar.
El sobre le dio en el pecho y Emmanuel lo cogió antes de que cayera al suelo. Era un sobre manila de forma rectangular sin nada escrito y sin sellar, pero aun así lo reconoció por el peso y el tacto. Comprobó el contenido: una tarjeta de condolencia dirigida a la madre de un joven comunista al que habían encontrado ahorcado en su celda de la cárcel. En la tarjeta aparecía una rosa roja con un mensaje en relieve: «Con mi más sentido pésame». Era la tarjeta que había llevado seis meses antes a una casucha del poblado negro de Pentecostés y la razón por la que había dejado la policía judicial.
—Gracias por recuperar esto —dijo Emmanuel mientras se metía el sobre en el bolsillo—. ¿Qué ha sacado usted de todo esto, inspector?
—Me van a ascender a inspector jefe y me he ganado la simpatía del director del Departamento de Seguridad —contestó Van Niekerk con una sonrisa—. Como recompensa por los servicios prestados al Estado.
—¿Y la orden de detención por los asesinatos de la señora Patterson y Mbali?
—Retirada.
Lana apareció en un extremo del huerto con una taza de humeante té en la mano. Llevaba los labios perfectamente pintados de color rojo cereza pero tenía el pelo alborotado, lo que transmitía la sensación de que se acababa de levantar y estaba dispuesta a dejarse convencer para volver a la cama si se lo pedía el hombre adecuado.
—¿Estás lista para salir dentro de diez minutos? —dijo Van Niekerk, que dio un sorbo al té que le dio Lana.
—Claro, Kallie.
Lana le dio un beso en la mejilla al inspector y desapareció en el jardín. Su plan de huir a Ciudad del Cabo volvía a estar en pie.
Emmanuel le ofreció la placa de la policía judicial y el carné de identificación racial a Van Niekerk. La multa por llevar documentación falsa equivalía al sueldo de seis meses. El impago se castigaba con penas de cárcel. Era hora de volver a blandir un mazo en los astilleros de la Victoria.
—Quédatelos —dijo el inspector.
—¿Para qué?
—Simone Betancourt. Ella es la razón por la que puedes quedarte los documentos.
—No lo entiendo —dijo Emmanuel.
El de Simone Betancourt había sido el primer asesinato que había resuelto, acompañando al inspector Luc Moreau, un veterano policía con afán de vengar a los muertos. Una inmersión de tres días en los clubes nocturnos y garitos llenos de humo del París de la posguerra los había llevado hasta un estafador de poca monta llamado Johnny Belmondo el Grandullón. Johnny era atractivo y estaba bien dotado, pero tenía poco cerebro. Había matado y robado a la lavandera movido por la remota posibilidad de que las piedras brillantes de la horquilla que llevaba en el pelo fueran diamantes. Su intento de empeñar la joya había revelado que los diamantes eran cristales tallados sin ningún valor. Una vida perdida por culpa de la estupidez y la avaricia. El expediente se metió en una caja de cartón y se almacenó en una habitación llena de humedad. Caso cerrado.
Simone Betancourt. Le sorprendió que Van Niekerk se acordara del caso. Emmanuel lo había mencionado un día mientras tomaban unas copas con la brigada del turno de noche y compartían experiencias sobre su «primera vez».
—Cinco días de descanso en París en primavera y fuiste incapaz de dejar descansar a los muertos. Eso es una carga para un soldado, pero es perfecto para un oficial de la policía judicial —Van Niekerk dio un trago al té caliente—. A diferencia de ti, yo habría pasado de largo. A diferencia de ti, yo me habría quedado encerrado en la habitación del hotel con la chica.
—Yo no mencioné a ninguna chica.
—Tratándose de ti, siempre hay una chica —dijo Van Niekerk.
Emmanuel dejó correr esa bomba de relojería. Si el inspector sabía lo de su noche con Lana, no se podía descartar un duelo al amanecer.
—La policía judicial está reclutando personal nativo —dijo el inspector—. Shabalala nunca pasaría del rango de agente, pero el sueldo es mejor que en la policía de a pie y haría algo más que cerrar bares ilegales y detener a ladrones de vacas.
—El oficial Emmanuel Cooper y el agente Samuel Shabalala, de la policía judicial. ¿Es esa la compensación por haber dejado que se llevaran a Nicolai sin oponer resistencia?
—Sí —contestó Van Niekerk—. ¿Aceptas?