Emmanuel se levantó de entre las mantas extendidas en el suelo. El aire de la montaña le cortaba la cara y se vistió rápidamente. No conseguía dormir ni soñar. Delante de la clínica, la noche era una suave cortina de terciopelo echada sobre la tierra. Una luna solitaria estaba suspendida en el cielo entre una explosión de estrellas que brillaban como diamantes. La fría brisa traía el aroma de la tierra y de los guijarros del río desde las profundidades del valle. Emmanuel oyó el rumor del agua que corría sobre las piedras a lo lejos. Fue caminando por la hierba hasta el borde de la meseta y se asomó al abismo.
Unas luces tenues parpadearon en lo alto de una colina. El viento trajo el ruido del motor de un automóvil que subía penosamente una cuesta. Las luces, dos focos idénticos, se volvieron más intensas. Faros. Emmanuel miró al cielo en busca de algún indicio de la llegada del amanecer, pero aún era demasiado pronto. Las luces empezaron a descender hacia el valle y se detuvieron al llegar a la bifurcación. El coche vaciló antes de girar hacia la izquierda y continuar junto al río. Emmanuel supuso que serían el menestral y su cómplice del almacén de cordelería al que no había llegado a ver. Sintió su presencia en la sangre. Se dirigían hacia la clínica. Nicolai tenía razón en que aquella persecución no terminaría hasta que el hombre al que buscaban estuviera apresado o muerto.
Atravesó la llanura cubierta de hierba hasta la casa que ocupaban Shabalala y Lizzie y dio unos golpes en la ventana. El crujido de los muelles de una cama fue seguido de un gruñido soñoliento.
—Chsss… —Shabalala tranquilizó a su mujer con el sonido universal de consuelo y abrió la puerta. Tenía los ojos hinchados y llevaba una manta gris encima de los anchos hombros.
—Tenemos visita —dijo Emmanuel.
—Voy a vestirme.
Shabalala volvió a meterse en la choza y Emmanuel regresó a la extensión de césped de delante de la casa. Las luces de los faros parpadeaban entre la alta hierba que invadía el camino de tierra. El coche llegaría a la rotonda de aloes en media hora. Shabalala salió enseguida, se puso al lado de Emmanuel y miró hacia el valle.
—¿Qué es lo que buscan?
—Vienen a por los rusos —dijo Emmanuel.
—Ese hombre apenas puede poner un pie delante del otro. ¿Qué valor tiene? ¿Es el jefe de algo?
—Lo fue en el pasado. Los tipos del coche quieren canjearlo por uno de los suyos.
Las luces se encendieron en el interior de la vivienda de Zweigman y los gemidos primitivos de Natalya salieron de la casa y se extendieron por la oscuridad. El ruido de unas pisadas fue seguido de un murmullo de voces.
—El bebé ya está aquí —dijo Shabalala—. Voy a buscar a mi mujer, ella sabe lo que hay que hacer.
—Ve a por ella —dijo Emmanuel, que examinó el penoso avance de los faros del coche por la estrecha carretera. El menestral y su compañero se estaban adentrando en territorio desconocido. Eso los retrasaría, pero no los detendría.
Shabalala salió de la choza con Lizzie, que llevaba en la mano un quinqué que sostenía bien alto apuntando hacia la oscuridad. Rodeó el huerto y se dirigió hacia la casa principal. La puerta se abrió y Lilliana Zweigman la hizo entrar rápidamente.
—Voy a salir al encuentro de esos hombres —dijo Emmanuel cuando Shabalala volvió a su lado—. No sé si hay alguna forma de detenerlos, pero vale la pena intentarlo. Puede que al menos consiga retrasarlos.
—Hasta que el niño venga al mundo —dijo Shabalala—. Quizá ese sea todo el tiempo que necesitamos.
—Sí, quizá.
Emmanuel ahuecó las manos delante de la boca y se echó el aliento. En Durban, las primeras semanas del invierno conservaban un resto de calor subtropical, pero en la montaña hacía un frío polar, sobre todo por la noche.
—Voy a coger un abrigo de la maleta del viejo y una linterna del trastero y me pondré en camino.
La puerta del trastero se abrió con un chirrido y dejó ver a Lana Rose, iluminada por la tenue luz de una vela. Estaba totalmente vestida, envuelta en una manta de ganchillo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Natalya está a punto de dar a luz y hay un coche viniendo hacia aquí desde el valle —Emmanuel le examinó el rostro a Lana—. ¿Tienes alguna idea de quién va en el coche y quién les ha explicado cómo llegar a la clínica?
Lana le miró a los ojos.
—¿Cómo voy a saber yo eso?
—¿A quién has llamado desde Labrant’s Halt? —preguntó mientras se abría paso hacia el interior del trastero. Dentro había dos velas encendidas—. A lo mejor tú les has dado las indicaciones para llegar a la clínica.
—Yo no podría encontrar este sitio ni con un mapa —dijo Lana poniendo los brazos en jarras—. No sé si recuerdas que ha sido Shabalala el que ha conducido hasta aquí.
Eso era verdad.
—¿A quién has llamado? —dijo mientras seguía buscando una linterna en las estanterías. En aquel trastero tenía que haber alguna.
—Al inspector —contestó Lana—. Tenía que decirle cuál era la siguiente parada después de Labrant’s Halt.
Emmanuel encontró una linterna plateada y pulsó el interruptor. El haz de luz era estrecho e intenso. Lana se movió hasta que la linterna la estuvo apuntando.
—Tú no confías en mí —dijo.
—No sé nada sobre ti.
—¿Y la noche que pasamos juntos? ¿Fue mi imaginación?
—Está bien. No sé mucho sobre ti.
Lana sacudió la cabeza.
—Eres el hombre más inteligente y más tonto que he conocido en mi vida. Tú y yo hemos hecho más que follar, Emmanuel. Yo no voy por ahí haciendo puentes en los coches ni robando a gánsteres indios todos los días, ¿sabes?
—Ya, pero no es la primera vez que haces esas cosas —dijo Emmanuel—. Y ahora eres la novia de un inspector de la policía. Es un buen salto.
—¿Quieres saber por qué? —dijo Lana acercándose a él—. Mi padre era un jugador y un ladrón, y ninguna de las dos cosas se le daba muy bien —explicó, hablando deprisa y claramente—. Usaba el almacén de cordelería de Signal Road para esconder las cosas que robaba de la zona de carga del puerto. Yo le ayudaba a empaquetar y a vender lo que robaba. A veces yo misma le ayudaba a robar las cosas. El señor Khan compraba mucha de la mercancía. Khan también me contrataba para servir copas en fiestas privadas. Le gusta tener a chicas blancas atendiendo la barra. Yo le dejaba tocarme, pero nunca me acosté con él, porque Khan solo respeta aquello que no puede tener. Tú sabes lo que cuesta salir de esa clase de vida, ¿no, Emmanuel?
Emmanuel asintió con la cabeza. Todavía ahora, décadas más tarde, le seguía asombrando haber escapado de Sophiatown y de una vida interrumpida por estancias periódicas en la cárcel.
—¿Y el inspector? —preguntó.
—Me paga las facturas. Cuando tenga dinero suficiente, me voy a ir a vivir a Ciudad del Cabo, donde nadie me conoce, y voy a empezar de cero. Allí. ¿Confías ahora en mí, Emmanuel?
La avalancha de información le había dejado paralizado, pero no le cabía ninguna duda de que Lana lo conseguiría todo…, desde el primer hasta el último deseo.
—Sí —contestó—, confío en ti.
—Bien. ¿Qué tengo que saber?
—Los hombres del coche vienen a por los rusos. Yo voy a intentar detenerlos. Tú quédate con Nicolai y cuida de Lilliana. Enseguida le entra el pánico.
—De acuerdo —contestó Lana. A continuación fueron caminando por la hierba, uno detrás del otro, hasta el porche de la casa principal. Lana desapareció en el interior de la casa.
Shabalala estaba batallando para sacar la maleta de los rusos a las escaleras. Los intervalos entre los gemidos de Natalya se habían acortado y su sonido se había intensificado.
—Fenomenal —se oyó la voz de Zweigman, relajada entre los ensordecedores esfuerzos de la parturienta—. Lo estás haciendo fenomenal, cariño. Vamos a trasladarnos a la clínica y por la mañana habrá nacido el bebé.
Shabalala abrió la maleta y le tiró a Emmanuel un grueso abrigo de lana con el cuello de piel, seguido de unos guantes de cuero.
—Tenemos que irnos —dijo Shabalala mientras escogía una larga bufanda, que se puso en el cuello con dos vueltas y se metió por dentro de la chaqueta de invierno de su uniforme de policía—. ¿Listo, oficial Cooper?
Por un instante, Emmanuel tuvo la sensación de que estaba participando en una operación policial de verdad. La placa de la policía judicial y Shabalala a su lado. Hasta ahí llegaba su fantasía.
—Hay trabajo que hacer aquí en la clínica. Cosas importantes —dijo Emmanuel. Pese a lo real del atrezo, aquella no era una investigación oficial en la que un agente nativo estaba obligado a obedecer las órdenes de un oficial de mayor rango—. No tienes por qué venir conmigo.
—Son cosas de mujeres y cosas de médicos —respondió el agente zulú, que sacó un tirachinas casero del bolsillo y estiró la goma hasta que volvió a su posición inicial con un tañido—. Tenemos que irnos. Nuestros asuntos están en otro sitio.
—Yebo —dijo Emmanuel, y ambos echaron a correr hacia la rotonda de aloes de montaña. La linterna de Emmanuel alumbró las paredes de piedra de la clínica y la rotonda de tierra por la que se llegaba a la carretera de acceso. Tendrían que ir cuesta abajo para salir al encuentro del coche.
—Usted siga adelante —dijo Shabalala, que se paró a coger un puñado de piedras que se metió en el bolsillo de la chaqueta: munición para el tirachinas. Emmanuel esperó. Volvieron a ponerse en marcha y corrieron a toda velocidad para dejar atrás las luces de la casa de Zweigman. El ruido de sus pisadas sobre el camino de tierra era lo único que se oía.
Los pequeños círculos de luz de las casas de piedra se fueron atenuando y pronto fueron devorados por la oscuridad. La clínica desapareció en el monte. Emmanuel aflojó el paso y alumbró los bordes de la carretera con la linterna, en busca de algún obstáculo que colocar en el camino del menestral. Un chotacabras músico descendió hasta rozar el suelo y cogió una polilla blanca con el pico antes de levantar el vuelo hacia una acacia.
El ruido del motor ahogado del coche se volvió más fuerte.
—Ahí —dijo Emmanuel alumbrando una rama rota de la que salían otras ramificaciones—. Bloquearemos la carretera con eso.
Tiraron de la rama con fuerza. Estaba enganchada a la maleza y era difícil de mover. A través de la hierba seca se vieron las luces de los faros.
—Los dos juntos —dijo Shabalala, que contó en zulú—: Kanye, kabili, kathathu…
Forzaron los músculos y les ardieron los pulmones del esfuerzo que tuvieron que hacer para liberar la rama de la vegetación que la tenía amarrada. La madera crujió y la rama aterrizó en la carretera. Emmanuel dio un traspié, pero Shabalala le cogió de la manga del abrigo. Las luces tomaron una curva.
—Rápido —dijo Emmanuel—, escóndete.
Salieron de la carretera y se agacharon entre la alta hierba. Un coche apareció en la recta. Dos rayos de luz iluminaron la rama del árbol, que yacía en la mitad izquierda de la carretera. No era tanto un obstáculo como una molestia. No detendría al menestral durante mucho tiempo.
—Tenemos que hacer que salgan del coche. Distraerlos —dijo Emmanuel, que miró a su alrededor en busca de alguna idea y no encontró nada.
Shabalala sacó el tirachinas del bolsillo y dijo tranquilamente:
—Eso puedo hacerlo.
El Dodge negro redujo la velocidad hasta detenerse y el menestral de la sala de interrogatorios de la comisaría salió por la puerta del copiloto. La brisa le revolvió el pelo pajizo, que se le puso por delante de la pálida cara.
—Hace frío aquí fuera —le dijo al conductor antes de señalar la rama—. Por esta clase de cosas es por lo que odio el puto campo. Ve despacio, yo te indico para que lo rodees.
Dio un paso adelante e intentó empujar la rama para apartarla del camino. De repente levantó la mano bruscamente y pegó un brinco hacia atrás al tiempo que daba un alarido.
—¡Joder! —exclamó mientras se examinaba la marca roja de la piel—. Algo me acaba de golpear.
La lluvia de piedras hizo traquetear el parabrisas del Dodge y la calandra plateada sonó como un xilófono gigante. El menestral empezó a dar vueltas y pegar saltitos ante el bombardeo de Shabalala, como un borracho actuando para que le dieran unas monedas en un bar en medio del campo. El número espontáneo de claqué hizo sonreír a Emmanuel. Esta vez el menestral medio albino no llevaba la voz cantante.
—¡Agáchate! —le gritó el conductor desde la seguridad del interior del Dodge—. ¡Agáchate!
El menestral se echó al suelo y se arrastró hasta ponerse a cubierto detrás de la rama.
—Me queda una piedra —susurró Shabalala.
—Espera a que se levante —dijo Emmanuel. Después de eso, el plan perdía fuelle.
—¡Voy a por ti, Cooper! —gritó la figura tendida boca abajo—. Más vale que vayas equipado a prueba de balas.
—Espera —dijo Emmanuel—. Espera.
El menestral se levantó, revólver Colt en mano. La última piedra de Shabalala le golpeó justo entre los ojos. Se tambaleó hacia atrás y cayó sobre el capó del Dodge. El motor se apagó y la puerta del conductor se abrió. El menestral se incorporó a base de fuerza de voluntad. Lázaro con un revólver de seis recámaras.
—Tengo algo para ti.
El Colt apuntó directamente al lugar en el que Emmanuel y Shabalala estaban agachados entre la hierba. Una bala destrozó las hojas de los arbustos que tenían a la derecha. Peligrosamente cerca.
El menestral fue caminando hacia delante y efectuando un disparo con cada paso que daba. Se desabrochó los botones del abrigo. Las empuñaduras de otras dos armas le asomaban por la pretina de los pantalones.
—Sal del coche —ordenó con calma—. Trae las linternas.
—Corre —le dijo Emmanuel a Shabalala.
El terreno descendía hacia el río. Emmanuel y Shabalala fueron corriendo a toda velocidad a través de la oscuridad, encontrando ramas y espinos a su paso. Encender la linterna era demasiado arriesgado. Corrieron y cayeron rodando cuesta abajo, como niños jugando a la gallina ciega.
Se oyeron las pisadas de alguien que corría a la misma velocidad que ellos y la luz de una linterna atravesó la maleza. El menestral era rápido y se movía con determinación. E iba armado. Las balas hacían un sonido metálico al alcanzar los troncos de los árboles.
—Hay un río delante de nosotros —dijo Shabalala—. Tenemos que cruzarlo antes de que venga ese hombre tan blanco.
—Yebo. Yebo —Emmanuel aceleró e intentó no pensar en el dardo de fuego que sentía en el costado. Tenía flato. Con el trabajo en los astilleros había ganado fuerza, pero no resistencia. Tendrían que separarse pronto o iba a rezagar a Shabalala.
La luz de la luna dibujaba una veta plateada en el río y proyectaba un brillo de aspecto inquietante sobre la otra orilla. El agua, que les llegaba hasta las rodillas, estaba congelada. Emmanuel sintió calambres en los músculos, pero se mantuvo junto a Shabalala, que no flaqueó. Llegaron a la otra orilla y se lanzaron entre las marulas.
Al cabo de cuatro minutos de ardua subida, Emmanuel se paró a coger aire. Sentía un dolor ardiente e intenso en el costado.
—Tenemos que separarnos —le dijo a Shabalala—. Iremos cada uno por un lado de la colina. Así tendremos más posibilidades de despistarlos.
La luna era un pálido círculo en el cielo. El menestral y su compañero estaban fuera del coche y seguramente desorientados. Igual que él. El plan había funcionado demasiado bien.
—Nos vemos en la clínica —dijo.
Shabalala era agente de policía, no la niñera de un oficial en baja forma. Ya encontraría el camino de vuelta a la casa de piedra de Zweigman de alguna manera.
—Vamos, date prisa —dijo al ver que el hombre zulú no se movía—. Estoy bien, solo necesito recuperar el aliento. Venga, vete.
Shabalala vaciló durante unos instantes, pero después desapareció entre las sombras de unas acacias. Los crujidos de sus pisadas se fueron alejando. Desde la oscuridad llegaron unas palabras apenas perceptibles:
—Que le vaya bien, oficial.
—Que sigas bien, agente —dijo Emmanuel, devolviéndole la despedida.
Se mantuvo agachado entre la vegetación autóctona. Desde el río le llegó el ruido de algo que caía al agua. Una opción era salir corriendo y adentrarse en el bosque. Otra era preparar una emboscada. Escuchó cómo el menestral se acercaba avanzando a tientas y empezó a descender y a reducir la distancia que le separaba de su perseguidor.
El sonido de una respiración entrecortada pasó por su derecha. Emmanuel se volvió y se encontró detrás de la oscura silueta de un hombre. En ese momento pisó una rama, que se partió con un chasquido. El menestral se dio la vuelta y Emmanuel se abalanzó sobre él con los puños apretados. Le dio dos puñetazos en el estómago y oyó el reconfortante crujido de un cuerpo al caer al suelo.
Se sentó a horcajadas sobre la mole tendida boca abajo en el suelo y encendió la linterna plateada. Un joven blanco granujiento y con un diente partido respiraba con dificultad entre las hojas podridas. Llevaba un traje negro que le quedaba grande. Un señuelo. Emmanuel le cacheó en busca de armas, pero no encontró ninguna. El menestral había mandado al muchacho al bosque mientras él iba a la clínica a capturar al matrimonio ruso.
—¿Dónde está tu pistola? —preguntó Emmanuel, sujetándole contra el suelo.
—Ahí atrás, en el río —contestó—. Se me ha caído.
—¿Cuántos hombres hay en el Dodge? —dijo Emmanuel mientras incorporaba al muchacho aterrorizado.
—Tres.
—¿Tienen armas?
—Solo el rubio. Tiene varias. Puede que tres.
El Colt ya tenía que estar casi descargado, pero las otras armas tendrían munición. Eso era una bala para cada habitante de la clínica, más alguna de repuesto.
—Oficial…
—Shabalala —exclamó Emmanuel—. Aquí.
El agente zulú salió de entre la maleza.
—Es el coche… Se dirige hacia la clínica.
Ambos sabían lo que eso significaba y echaron a correr hacia el río. Esta vez no habría paradas para coger aire. El señuelo con acné intentó correr a la misma velocidad que ellos, pero enseguida se paró y se desplomó sobre el camino de tierra. Tendría suerte si conseguía salir del bosque antes de que se hiciera de día.
—Hay tres hombres en el coche —dijo Emmanuel, sin hacer caso de la hoguera que le estaba abrasando los pulmones—. Tres armas.
—Dos armas —contestó Shabalala—. El hombre pálido nos ha disparado seis veces desde la carretera.