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Los diminutos pajaritos atravesaban sin cuidado la carretera de tierra llena de surcos como veloces flechas. Las altas briznas de hierba descolorida crecían bajo las marulas. El Ford llegó a lo alto de una colina y empezó a descender hacia un profundo valle. El estrecho camino llegó a una bifurcación a la orilla de un riachuelo y Zweigman tomó la ruta de la izquierda y continuó por la pedregosa ribera. El agente Shabalala, que había tomado el volante del Plymouth para hacer el agitado viaje hasta las colinas, giró detrás del polvoriento Ford.

La estrecha y serpenteante carretera ascendía sin parar hasta llegar a una rotonda de tierra compacta rodeada de brillantes aloes de montaña. Al abrigo de las ramas de una higuera centenaria había una casa baja de piedra con el tejado de paja. En las grietas de las paredes crecían malas hierbas y las lagartijas corrían por la superficie caliente de las piedras.

Encaramadas a una extensa meseta con vistas a un profundo valle había tres viviendas, cada una más grande que la anterior. Un huerto de invierno, con repollos, calabazas y espinacas, se extendía en paralelo a los edificios, dispuestos en forma de semicírculo. Unas cuantas gallinas picoteaban en el suelo de tierra. Las aspas oxidadas de un molino de viento permanecían indiferentes a la brisa.

Emmanuel se sorprendió al ver el ruinoso complejo. Aquella zona de la ladera de la colina era una tierra inhóspita. Una tierra pobre. Parecía que el viejo judío tenía incluso menos dinero que cuando era tendero en Jacob’s Rest.

—Esta es la clínica —dijo Zweigman mientras se bajaba del coche—. Venga conmigo, oficial, haremos la visita completa.

El tono mordaz indicaba que el médico le había leído el pensamiento y le había resultado gracioso. Emmanuel se llevó la mano a la Walther, listo para quitarle el cargador y dejarla en la guantera. Lilliana Zweigman era una mujer delicada y Daniel Zweigman se negaba a tener o a tocar un arma, quizá como reacción a haber vivido seis años de guerra. Meter una pistola cargada en su casa no estaría bien.

La funda de la pistola estaba vacía. El entusiasta policía le había quitado la Walther en el muelle de carga del almacén de telas Abel Mellon y Fletcher no se la había devuelto. Emmanuel iba desarmado.

—Vamos —dijo Zweigman.

Emmanuel cogió la bolsa de papel marrón de la tienda y esperó a que el Plymouth se detuviera al lado del Ford antes de bajarse. Shabalala ayudó a los rusos a salir del asiento trasero y mantuvo un brazo debajo del codo de Nicolai para ayudarle a sostener su peso. Un serpenteante camino de tierra discurría por una extensión de césped situada delante de las casas. Zweigman se detuvo al borde del jardín y señaló la primera y más grande de las casas de piedra.

—Esa es la clínica —dijo—. Cuando tengamos fondos suficientes, la vamos a ampliar por la parte de atrás. Dos habitaciones más, puede que tres.

Siguieron andando. El huerto de invierno se extendía hacia la izquierda. Un pequeño cobertizo ocupaba el espacio entre la clínica y la siguiente casa de piedra, que tenía un gran porche y vistas a las colinas.

—Esa es nuestra casa —dijo Zweigman, que a continuación señaló la última construcción, no mucho más grande que el cobertizo pero con cortinas de flores en las dos ventanitas—. Esa es la casa de Shabalala.

Emmanuel se preguntó cómo iban a caber todos. La parcela era grande y tenía amplias vistas, pero los edificios eran pequeños. Una gallina picoteaba entre las hojas caídas de un árbol y Natalya hizo un comentario en ruso que sonó como si se hubiera tragado una cucharada de vinagre. Emmanuel miró a Lana para que le diera una explicación.

—No le gusta el aire del campo —dijo Lana con sequedad.

Siguieron andando hacia la acogedora casita de piedra del médico. Nicolai iba apoyándose pesadamente en Shabalala y cada paso le costaba un enorme esfuerzo. El viaje a la montaña por la escabrosa carretera le había pasado factura.

Lilliana Zweigman y Lizzie, la mujer de Shabalala, estaban en el porche de la casa del medio viendo cómo aquella procesión de visitantes a los que no habían invitado se dirigía caminando trabajosamente hacia ellas. Había algo en el porte de aquellas dos mujeres, enmarcadas por las vigas del porche y con la luz del atardecer reflejándose en sus ojos, que indicaba que ambas habían sido hermosas en su juventud.

—Señoras —dijo Zweigman, que se había adelantado cinco pasos para advertirlas—, tenemos invitados. Voy a presentaros y después todos podemos tomar un té.

El médico acompañó cada presentación con una sonrisa, pero para cuando llegó a Emmanuel se le estaba acabando el encanto.

—Las dos conocéis al oficial Cooper, claro —dijo.

Los dedos de su esposa retorcieron el primer botón de su chaqueta casi hasta romper el hilo y su respiración agitada se oyó en el silencio del campo. Zweigman subió las escaleras delanteras y le tocó el brazo con delicadeza. El pánico de Lilliana disminuyó, pero no desapareció.

—¿Cómo íbamos a olvidar al oficial? —dijo la mujer de Shabalala, Lizzie. Su sardónico comentario fue seguido de un silencio incómodo.

Emmanuel comprendía los temores de las mujeres. Su investigación del asesinato de Jacob’s Rest había hecho que acabaran todos allí, en aquella meseta solitaria lejos de casa. Si hubiera dejado que los secretos enterrados siguieran bajo tierra y no se hubiera empeñado en perseguir la verdad, sus vidas habrían seguido un rumbo conocido. Todos habían pagado un alto precio por su incapacidad para apartarse del caso.

—Hola, Lilliana. Unjani, Lizzie —Emmanuel siguió a Zweigman escaleras arriba y ofreció la bolsa de dulces a las mujeres. Se sentía como el cuarto jinete del Apocalipsis, trayendo galletas y regaliz para desviar la atención del peligro y la destrucción que venían tras él.

—¿Por qué aquí? —preguntó Emmanuel a Shabalala cuando la hoguera del rudimentario círculo de piedras estuvo encendida y la leña empezó a crujir y chisporrotear—. Tiene un título de cirujano, ¿por qué no Ciudad del Cabo, o incluso Durban?

Shabalala se puso en cuclillas, con los antebrazos apoyados en las rodillas, y echó un palo al fuego. Un sol rojo lucía sobre las cimas de las colinas. Emmanuel se agachó junto al agente zulú y esperó. Sus buenos modales impedían a Shabalala expresar una opinión personal sin antes pensar detenidamente en su respuesta.

—Creo que está pagando —dijo Shabalala—. Por algo que hizo o que no hizo en su país, durante la guerra.

El ruido de unas piedras en el camino del jardín precedió la aparición de Zweigman junto al fuego. Iba arrastrando una rama seca y le caían gotas de sudor por la cara. Llevaba las mangas de la camisa remangadas hasta más arriba de los codos y las perneras de los pantalones subidas hasta las rodillas.

—Combustible —dijo mientras apoyaba la rama en la pila de leña y encendaja que ya habían recogido en el monte—. Pronto van a bajar las temperaturas y vamos a necesitar el fuego.

Las mujeres y Nicolai estaban en la casa del medio y había quedado establecido tácitamente que los hombres sanos se quedarían fuera hasta la hora de irse a la cama. Habían decidido cómo dormirían: Shabalala y su mujer en su casa y Nicolai y Natalya en la de los Zweigman con el médico y su mujer, mientras que Lana tendría que meterse en el pequeño cobertizo que usaban como trastero y Emmanuel pasaría la noche en el suelo de la clínica. Había dormido en sitios más fríos y duros.

El sol siguió descendiendo y las sombras se fueron alargando en el suelo. La noche en los trópicos llegaba enseguida. La luz se apagaba como si alguien hubiera soplado una vela. El lucero de la tarde brillaba débil en el horizonte.

—Señor Shabalala —llamó Lizzie, que dirigió la voz hacia la oscuridad que iba avanzando—. Necesito a un hombre que me ayude. ¿Eres tú ese hombre o llamo a otro?

El agente se dirigió hacia la casa del medio con una sonrisa en la cara y sacudiendo la cabeza. La tradición zulú exigía que las mujeres fueran sumisas y obedientes, pero su esposa tenía personalidad propia.

Emmanuel miró hacia los edificios de la clínica. Eran asombrosamente parecidos a la casita con el tejado de paja delante de la que aparecía Davida en sus sueños. Hasta las colinas grabadas en el cielo le recordaban el paisaje de su mente.

—¿Sigues en contacto con Davida? —preguntó cuando Zweigman se sentó junto al fuego. El médico y su mujer habían sido como unos padres adoptivos para la joven mestiza—. ¿Se encuentra a salvo?

—Se encuentra bien —contestó el alemán, que lanzó unas ramitas al centro de la hoguera, donde las llamas brillaban al rojo blanco.

—¿Y es feliz? —dijo Emmanuel.

Sabía que era una pregunta estúpida, pero eso no impedía que quisiera tener alguna prueba de lo imposible: un final feliz para al menos una de las víctimas de la violenta intervención del Departamento de Seguridad.

—No es infeliz —contestó el médico enigmáticamente.

El círculo rojo del sol desapareció y la ladera de la colina quedó sumida en la oscuridad. No era infeliz. Aquella escueta afirmación contenía un resquicio de esperanza. Acabar herido pero no derrotado era una pequeña victoria.

—Siento haberle metido en este asunto de Nicolai y Natalya —dijo Emmanuel—. Sobre todo después de lo de Jacob’s Rest. Dentro de cuarenta y ocho horas nos habremos ido de aquí y estaréis a salvo.

—El único lugar en el que uno está a salvo es la tumba —contestó Zweigman—. Esa era una de las frases favoritas de mi abuelo. Era un campesino con las uñas sucias y los dientes amarillos, así que, naturalmente, yo no me creía nada de lo que decía. Yo era un estudiante de medicina destinado a hacer grandes cosas. Lo sabía todo.

El fuego ardía en el círculo de piedras y Emmanuel alargó las manos hacia el calor. Zweigman casi nunca hablaba del pasado. Los detalles de su vida en Berlín antes de la guerra y durante la contienda seguían siendo un misterio.

—Después de la paliza del Departamento de Seguridad —dijo Emmanuel—, me prometió que me contaría cómo había acabado detrás del mostrador de una tienda en Sudáfrica.

Zweigman frunció el ceño. En Jacob’s Rest, el oficial había recibido una paliza, propinada con un esmero propio de un profesional, que le había dejado varios huesos rotos y moratones negros por todo el cuerpo. La mayoría de los pacientes que sufrían lesiones de esa gravedad no recordaban otra cosa que el dolor.

—¿Se acuerda?

—Hasta de la última palabra —contestó Emmanuel.

El médico levantó las manos hacia las llamas y se miró las uñas rotas y la piel áspera y llena de mugre. Miró la luz de la lumbre y sonrió.

—Tendría que haberme visto hace quince años, oficial. Menudo espécimen estaba hecho. Cirujano en la Charité-Universitätsmedizin, con consultas privadas amuebladas con el gusto más exquisito. Todo era siempre lo mejor. Los trajes hechos a medida, el vino en la bodega y las chicas guapas con las que me relacionaba, incluso después de casarme. Ese era el doctor Daniel Zweigman. No era el judío más listo de Berlín, pero sí uno de ellos —el silencio que se hizo a continuación estaba cargado de autorreproche—. Cuando empezaron los rumores de que iba a estallar la guerra, Lilliana vino y me dijo que tenía un primo en Nueva York que estaba dispuesto a alojarnos en su casa y a buscarnos un apartamento y un trabajo. Yo dije que no. Los miembros del Partido Nacionalsocialista acudían a mí para que los tratara. Yo era Zweigman el sanador, Zweigman la primera opción para las familias bien. Estaba a salvo. Mi mujer y mis tres hijos fueron inmunes a aquella enajenación. Entonces fue demasiado tarde para huir.

La noche los envolvió, negra y pesada. Ahora los Zweigman no tenían hijos y estaban a miles de kilómetros de Berlín.

—Lilliana y yo sobrevivimos a los campos de concentración, pero nuestros hijos no. Eso fue lo que acabó destrozando a Lilliana: estar viva cuando ya no quedaba nada por lo que vivir —el médico se volvió hacia Emmanuel—. Nicolai y Natalya pueden quedarse aquí todo el tiempo que haga falta. Es mejor encender una vela que quejarse de la oscuridad.