23

Emmanuel, Shabalala y Zweigman se acercaron al RollsRoyce aparcado caminando casi hombro con hombro. La ventanilla trasera estaba abierta y una nube de humo salía del interior del lujoso coche. Khan estaba dentro. Dos empleados negros del comercio de telas Abel Mellon estaban sentados en el muelle de carga disfrutando de una taza de té y una bolsa de pastelitos fritos. Observaron al peculiar trío durante unos instantes y después se metieron en el edificio. Emmanuel estampó la agenda contra la ventanilla trasera del Rolls.

—¿Esto es tuyo, Khan? —preguntó—. Mis amigos querían llevárselo a la policía, pero yo les he convencido de que antes habláramos contigo.

Se oyó el chasquido de una cerradura y la puerta plateada se abrió. Emmanuel se hizo a un lado y esperó a que se disipara la nube de humo. Las alfombrillas del suelo de la limusina estaban cubiertas de envoltorios de chocolatinas y había un intenso olor a hachís. Khan tenía los párpados caídos y los ojos inyectados en sangre.

—Se suponía que tú tenías que estar fuera de combate —dijo.

—Todavía no —dijo Emmanuel asomándose al interior del Rolls. El gánster indio estaba solo. Debía de haber empezado a fumar nada más enterarse de que Giriraj había muerto.

—Déjame sitio —dijo Emmanuel.

Khan se quedó quieto unos instantes y a continuación se deslizó por el asiento de cuero. Emmanuel se metió en el coche. Dejó la puerta abierta para que entrara el aire y para ver a Shabalala y Zweigman, que se quedaron vigilando la calle principal por si llegaba la policía judicial.

—Has echado a Giriraj a los perros —dijo Emmanuel—. ¿Qué ganabas tú con eso?

A Khan se le oscurecieron los ojos.

—En este país —contestó—, un hombre como yo tiene que labrarse su propia suerte. ¿Qué ganas portándote bien si no eres blanco? Yo nunca voy a poder vivir en Berea ni sentarme en un banco en el paseo marítimo.

—¿Es culpa del Gobierno que seas un delincuente? —dijo Emmanuel, que no se lo creyó ni por un momento. Vivieran en una dictadura fascista o en una democracia fraudulenta, los hombres como Khan se aprovechaban de la debilidad humana para su beneficio personal—. ¿Qué has conseguido exactamente a cambio de Giriraj?

Khan encendió otro cigarrillo y se recostó sobre el asiento de cuero.

—Giriraj valía dos licencias comerciales en Zululandia y una aquí, en Marine Parade.

La población de color tenía asignado un número limitado de licencias para montar empresas o para comerciar en las zonas del país a las que oficialmente no tenían acceso.

—Un buen negocio —dijo Emmanuel con sequedad—. ¿A quién le has entregado a Giriraj, a Soames-Fitzpatrick?

Khan sonrió y dio una calada a su cigarrillo.

—Si sobrevives a esta tarde, Cooper, te voy a contratar. A los matones puedo comprarlos a montones, pero encontrar hombres con cabeza es otra cosa.

—Háblame del inspector jefe —dijo Emmanuel mientras miraba la hora. Faltaban dos horas y media para que la policía judicial ejecutara las órdenes de detención. Si no obtenía respuestas pronto, el único sitio en el que le iban a contratar iba a ser en la lavandería de la cárcel o en alguna fábrica de chismes, por diez peniques la hora, hasta la fecha de su ejecución… Eso suponiendo que el menestral no le pillara primero.

—Nunca he visto a ese tal Fitzpatrick en persona —dijo Khan—, pero me llamó para pedirme ayuda. Es como te decía: los hombres que valen son difíciles de encontrar.

—Así que tú te encargaste de contratarle a hombres…, ¿hombres como el hermano Jonah?

—Muy bien —Khan se quitó un trozo de tabaco de la punta de la lengua y lo tiró a la alfombrilla del coche—. Ahora entiendo por qué Lana Rose está follando contigo. Tiene debilidad por los polis inteligentes —añadió el indio con una sonrisa obscena—. Y dime, ¿te turnas con el inspector holandés? ¿O la disfrutáis los dos a la vez?

Emmanuel cogió a Khan del cuello y le apretó la laringe sin dejar de hacer fuerza.

—Hasta un policía tonto es mejor que un gánster que hace pagar una deuda familiar a una muchacha encima de una mesa y que después entrega una vida humana a cambio de dinero.

Shabalala dio un golpe con la mano en el techo del Rolls y Emmanuel soltó a Khan, que cogió aire trabajosamente y se desplomó sobre el asiento. Emmanuel miró hacia el callejón.

—Vienen a buscarle —dijo Shabalala.

Emmanuel salió del Rolls. El agente Fletcher y un joven policía de a pie al que no reconoció venían andando hacia el coche con las manos en las fundas de sus pistolas. La puerta de la plataforma de carga estaba cerrada con llave y el muro de detrás del Rolls medía más de dos metros de altura. No había escapatoria.

Emmanuel puso las manos en alto y se acercó a Fletcher. Quería alejarse de los dos hombres que le habían seguido hasta el peligro. Aquel era su problema. La carga de los dos asesinatos de los apartamentos Dover no se podía compartir.

—Llegas pronto —dijo.

—Cállate, Cooper.

Fletcher le agarró los brazos y se los inmovilizó detrás de la espalda. Emmanuel sintió cómo unas esposas de acero se le clavaban en las muñecas. El otro policía le sacó la Walther de la funda y se quedó mirando la brillante ornamentación de plata como un niño que hubiera ganado un premio en una piñata. Fletcher empujó bruscamente a Emmanuel hacia la calle principal.

—Estás bien jodido —dijo—. Esta vez no te libras.

—¿Adónde se lo llevan? —preguntó Zweigman. El agente de la policía judicial y el joven policía no contestaron.

Aparcado junto al bordillo había un Ford negro con el motor en marcha. Fletcher abrió la puerta, empujó a Emmanuel al asiento trasero y cerró con un portazo.

—Gracias a Dios —dijo el inspector Van Niekerk desde el asiento del conductor, con la cara tensa y un gesto severo. Iba recién afeitado y bien arreglado, con ropa de paisano.

La puerta volvió a abrirse. Zweigman y Shabalala estaban en la acera con Fletcher, que ahora tenía la pistola en la mano, sujeta sin demasiada fuerza. El joven policía estaba detrás, de morros por haberse quedado sin la preciosa arma.

—Entrad —dijo el inspector—. Rápido.

Zweigman y Shabalala se metieron en el coche sin hacer preguntas y esperaron a que les dieran una explicación. Emmanuel se quedó sentado, apretujado contra la ventanilla, y recobró la calma. El inspector le miró por encima del hombro.

—Tienes que salir de Durban, Cooper —dijo—. La orden de detención se va a ejecutar dentro de un par de horas y yo voy a necesitar más tiempo para averiguar quién está al mando de la misión para atrapar a los rusos. Tengo un nombre, pero no estoy completamente seguro de que sea él.

—El inspector jefe Edward Soames-Fitzpatrick —dijo Emmanuel—. Contrató a Afzal Khan para que le ayudara.

—Mierda. Pensaba que era otra persona. ¿Qué ha tenido que ver Khan?

—Acaba de ayudar a que incriminaran falsamente a un hombre llamado Giriraj por el asesinato de Jolly y le ha dejado en manos de una muchedumbre en Point. Al pobre desgraciado le ha atropellado un tranvía antes de que les diera tiempo a detenerle. Los cargos no se van a retirar. Khan también ha aportado un testigo. Con eso queda despejado uno de los asesinatos.

—Lo cual te deja los otros dos a ti —Van Niekerk echó un vistazo al espejo retrovisor y a la calzada por si había algún movimiento—. Es una operación de limpieza, Cooper. Si se resuelven los tres asesinatos, lo único que queda es conseguir a los rusos. Yo me encargaré de Khan en persona, pero tú tienes que irte de aquí hasta que las cosas estén en orden.

—¿Adónde? Su casa era mi lugar de repliegue.

—A un sitio llamado Labrant’s Halt. Es un apeadero en el Valle de las Mil Colinas. Lana y los rusos ya están de camino. Te esperarán allí.

Zweigman se inclinó hacia delante.

—Yo conozco ese sitio. Está a solo unos kilómetros del desvío hacia mi clínica. Es donde recibimos el correo.

—No —Emmanuel le paró los pies a Van Niekerk con una mirada acerada. Sabía lo que estaba tramando el inspector y no podía pedirles a Zweigman y Shabalala más de lo que ya habían hecho por él—. Tenemos que encontrar otro lugar.

—No hay tiempo. Piénsalo. Los rusos necesitan un médico y tú necesitas un sitio en el que poder pasar desapercibido. También tendrás al agente Shabalala para guardarte las espaldas.

—Volvamos ahora mismo a donde está Khan y le interrogamos juntos.

—¿Y después? Cuando se acabe el plazo acordado, no te va a dar tiempo a escapar ni vas a tener donde esconderte. Solo por esta vez, Cooper, déjalo estar.

—Discúlpeme, inspector —interrumpió Zweigman educadamente—, ¿qué le va a pasar al oficial Cooper si se queda aquí en Durban?

—Cárcel —contestó Van Niekerk—. Y después quizá la soga.

—En ese caso, está decidido —dijo Zweigman volviéndose hacia Emmanuel—. Le invito de nuevo a que visite mi clínica.

—No puedo pedirle eso —dijo Emmanuel.

—No me lo está pidiendo. Le estoy invitando yo.

Shabalala se inclinó hacia delante, pero la presencia de un inspector afrikáner le hizo vacilar.

—Adelante —dijo Van Niekerk, dando permiso al agente nativo para que hablara.

—Va a haber bastante tráfico, por el accidente del indio —dijo Shabalala—. Si queremos salir de la ciudad a tiempo tenemos que irnos ya.

—Yo conduciré hasta Labrant’s Halt —se ofreció Zweigman—. Si le sigue incomodando la idea de visitar mi clínica, oficial Cooper, tendremos tiempo de sobra para cambiar de planes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Emmanuel.

—Dame las llaves de la Bedford y llevaos este coche —dijo Van Niekerk—. En la camioneta vais a tardar demasiado.

El inspector y Zweigman se intercambiaron las llaves. Se dirigían al Valle de las Mil Colinas, a dos horas de la ciudad por una carretera de macadán llena de baches.

—¿Te encuentras bien, Cooper?

—Sí, gracias, inspector.

Era incapaz de imaginarse al aristócrata afrikáner sintiéndose como se sentía él en ese momento…, honrado por el sacrificio de otros.

—Dame cuarenta y ocho horas para que solucione esto. Mandaré a Fletcher a avisarte cuando puedas moverte de allí sin correr peligro. ¿Puedes quedarte quieto todo ese tiempo?

—Claro.

—Bien, porque ni a mí ni a los rusos nos vas a servir de nada en la cárcel —dijo Van Niekerk tendiéndole la mano—. Suerte.

—Suerte para los dos —contestó Emmanuel, sellando su deseo con un apretón de manos.

El inspector se bajó del Ford y esperó a que Zweigman arrancara y se fuera. El coche en el que iban a huir tuvo que aminorar la velocidad a los dos minutos de partir. Emmanuel echó un vistazo por la ventanilla trasera. En Point Road había un gran atasco y los coches se movían a paso de tortuga. Había un policía dirigiendo el tráfico alrededor del tranvía parado. La furgoneta funeraria se había ido, pero en la acera seguía habiendo un grupo de mandamases de la policía. Giriraj era la pesca del día del departamento. De pie con las piernas separadas y los brazos en jarras había un inspector alto con patillas de boca de hacha. Emmanuel le reconoció del lugar del crimen de Jolly, donde le había visto dando apoyo moral a los agentes. También encajaba perfectamente en la definición de soutpiel. ¿Edward Soames-Fitzpatrick? El nombre le pegaba.

Los últimos curiosos rezagados se fueron y Van Niekerk se acercó al inspector. Estuvieron hablando durante unos instantes, ambos cordiales y relajados. Emmanuel sintió la tensión en el pecho. Van Niekerk conocía al inspector jefe soutpiel. El inspector holandés era su mentor y su protector, pero Emmanuel también sabía ver sus defectos. Sabía que, aunque Khan y Van Niekerk estaban en lados opuestos de la ley, los dos tenían un rasgo en común: el interés personal.

El inspector Van Niekerk no protegería a los rusos si no fuera a ganar nada tangible con ello.

Labrant’s Halt era una cabaña de madera alargada construida al borde de una escarpa y rodeada de un mar de colinas de color pardo. En el único surtidor de gasolina colgaba un cartel en el que ponía «Vacío». Aparcado bajo una jacaranda desnuda había un sedán Plymouth de color blanco.

Emmanuel se asomó a la ventanilla abierta del conductor. Dentro del coche estaban Lana, Nicolai y Natalya bebiendo refrescos de naranja con pajitas de papel. Shabalala y Zweigman se incorporaron a la reunión.

—¿Adónde vamos? —preguntó Lana. Tenía las mejillas llenas de polvo de la carretera sin asfaltar y el pelo alborotado por el viento.

—Esa decisión le corresponde al oficial —contestó Zweigman en voz baja.

Emmanuel sabía que, aunque la decisión era suya, las consecuencias de sus actos afectaban a todos. Darse a la fuga con la pareja rusa era muy poco realista. En el asiento trasero del Plymouth había una mujer a punto de dar a luz y un hombre enfermo que necesitaban supervisión médica. Fuera había un médico, un agente de policía con años de experiencia y un fugitivo en busca de un lugar en el que esconderse. El inspector Van Niekerk tenía razón. La clínica de Zweigman, aislada entre las colinas, era la solución perfecta.

—Me gustaría llevarles algún detalle a vuestras mujeres, como agradecimiento —dijo Emmanuel dirigiéndose a Zweigman y Shabalala—. ¿Qué sugerís?

—Galletas de chocolate, de las que tienen crema por dentro. Lilliana tiene debilidad por esas galletas.

—Fruta seca —añadió Shabalala—. O regaliz del que tiene muchas capas.

—Voy a ver qué tienen.

Emmanuel se dirigió al porche cerrado de la parte delantera de la cabaña. Pululando alrededor de la entrada lateral por la que se atendía a los nativos había una docena de hombres zulúes vestidos con una combinación de petos y prendas tradicionales hechas con pieles animales y telas estampadas. Le saludaron educadamente con la cabeza y Emmanuel les devolvió el saludo antes de entrar en Labrant’s Halt. Cinco meses en la inglesa Durban y había echado de menos aquello…, la sensación de estar en el África negra.

Las estanterías del interior de Labrant’s estaban medio vacías, pero encontró las galletas de chocolate rellenas de crema y una pequeña bolsa con un surtido de regaliz. Confió en que las dos cosas llevaran allí menos de un año. Añadió arroz, azúcar y un bote de granos de café tostado.

Lana entró en la tienda cuando Emmanuel estaba pagando al hombre blanco larguirucho que manejaba la reluciente caja registradora.

—¿El lavabo, por favor? —preguntó, y el hombre deslizó una llave por el mostrador de madera.

Las mujeres blancas tenían acceso al lujo relativo de una letrina unida a la parte trasera de la cabaña. Los clientes de color aprendían a cavar y agacharse.

—Ahora salgo —dijo Lana, que desapareció entre las estanterías llenas de polvo. Emmanuel llevó los dulces al Ford, sintiéndose culpable por el precio insignificante que había pagado a cambio de su seguridad.

—¿Cómo están los rusos? —preguntó cuando Zweigman regresó al sedán con su maletín de médico debajo del brazo.

—Están aguantando bien, pero Natalya ha empezado a tener contracciones. Creo que para mañana por la mañana tendremos un bebé —Zweigman sonrió y sacó un puñado de monedas de la chaqueta—. Voy a comprar una botellita para celebrarlo.

—Ya voy yo —dijo Emmanuel, que volvió a dirigirse hacia Labrant’s antes de que Zweigman pudiera oponerse. A través de la puerta mosquitera alcanzó a ver cómo Lana le daba un billete de una libra al dueño. El teléfono de la tienda estaba encima del mostrador, mirando hacia ella. Había hecho una llamada.

Emmanuel se quedó en la puerta, vacilante. La deseaba… Eso era comprensible, después de la noche que habían pasado juntos. ¿Confiaba en ella? Eso ya era otra historia.