—¿Qué novedades tienes, Cooper?
Van Niekerk estaba sentado a la sombra en el porche, en la cabecera de una larga mesa. En una fuente de porcelana con el borde de pan de oro estaban los restos de un desayuno temprano a base de bizcocho con pasas y panecillos con mermelada. Zweigman y Shabalala estaban sentados uno al lado del otro, mirando hacia la piscina y los jardines. Miraron a Emmanuel con sonrisas tensas y él se preguntó qué les habría contado el inspector.
—Puedes hablar abiertamente —dijo Van Niekerk rascándose el mentón, donde le asomaba una barba incipiente—. Lo saben todo.
—Por el amor de Dios… —Emmanuel se apoyó en la mesa. ¿Por qué el inspector metía todavía más a Zweigman y a Shabalala en aquel lío justo cuando tendrían que estar volviendo a casa?
—Se enfrenta a tres cargos de asesinato —dijo Zweigman—. Si no encuentra al asesino antes de esta tarde, le arrestarán y le meterán en la cárcel. ¿Es así?
—Ese es mi problema, no el vuestro —contestó Emmanuel. Zweigman y Shabalala ya le habían salvado el pellejo una vez, algo por lo que todavía estaba en deuda con ellos. No quería ponerlos en peligro otra vez—. Os agradezco vuestra ayuda, pero ahora tenéis que volver a casa. No puedo involucraros en mis problemas.
No después de lo de Jacob’s Rest.
Shabalala inclinó el cuerpo hacia delante.
—Usted no ha matado a esas personas, oficial. El hombre que lo hizo tiene que ser el que dé cuentas de esos crímenes. Así es como tiene que ser.
—Y así es como va a ser.
Emmanuel cogió una silla y se sentó enfrente del médico y el agente de policía. Sabía por la guerra que el vínculo que se establecía entre los hombres y mujeres que habían combatido codo con codo era el más difícil de romper. Lo que habían vivido ellos tres en Jacob’s Rest era el equivalente en tiempos de paz. Habían quedado unidos por la sangre, casi como una familia.
—Sois mis amigos, no mis ayudantes —añadió, intentando no hacer caso a los sentimientos contradictorios que tenía dentro. Quería que Zweigman y Shabalala se fueran, pero también quería tenerlos a su lado.
—Yebo, amigos —asintió Shabalala—. Por eso no va a pasar por todo esto usted solo.
Aquella afirmación le dejó paralizado. Había estado cinco meses trabajando en los astilleros de la Victoria, partiendo acero y escondiéndose del pasado, cuando tenía a sus camaradas a dos horas de casa. Así que después de todo no estaba solo.
Shabalala le sirvió una taza de té. Zweigman puso un trozo de bizcocho en un plato y se lo colocó delante.
—Está decidido, Cooper —dijo el inspector—. El doctor Zweigman y el agente Shabalala participarán como no combatientes. Refuerzos estratégicos, nada más. ¿Tenían alguna pista los rusos?
—Un predicador americano, un fanático que se hace llamar hermano Jonah. Trabaja en Point y en el puerto —dijo Emmanuel—. Estaba en la zona de carga del puerto la noche que mataron al niño. Creo que es posible que también tenga algo que ver con Natalya y Nicolai.
—¿Por qué? —preguntó Van Niekerk.
—¿Rusos y americanos rondando por el puerto de madrugada? Igual es casualidad…
—¿Sabes dónde está? —preguntó el inspector—. ¿Una lista de sus lugares favoritos?
Emmanuel negó con la cabeza.
—Todavía nada.
—¿No tiene mujer ni amigos? —preguntó Shabalala. Una cosa así era inconcebible para un zulú. El aislamiento social era una especie de muerte en vida.
—No tiene mujer.
Emmanuel dio un trago al té sin leche y recordó su paseo en el asiento trasero del Silver Wraith. También recordó que la señora Morgensen creía que Jonah también había estado en ese coche. Quizá Khan pudiera ayudarle. Tenía más que una ligera idea de lo que se cocía en la zona de Point y daba dinero a organizaciones benéficas para guardar las apariencias.
—¿Y Afzal Khan? —pensó Emmanuel en voz alta.
—¿Khan, el gánster indio? —dijo el inspector.
—El mismo.
Un hombre de piel oscura con un guardaespaldas blanco y un Rolls plateado tenía que ser bien conocido por la policía y por cualquier vecino de Point que tuviera ojos en la cara.
—¿Sabe dónde está ese tal señor Khan? —preguntó Zweigman, que cogió un trozo de bizcocho con pasas y lo desmenuzó en pequeños trozos en su plato.
—No tengo ni idea —contestó Emmanuel.
En ese momento se abrió la puerta que conectaba el porche con el interior de la casa y apareció Lana vestida con unos pantalones negros y una camisa blanca de hombre por fuera. Llevaba un cigarrillo sujeto relajadamente entre los dedos. Fumando y con pantalones: en ningún local decente de Durban le permitirían la entrada.
—Llaman de Jo’burgo —le dijo a Van Niekerk—. Dicen que es urgente.
El inspector se levantó y se acercó a ella. Se detuvo y dijo:
—Cooper necesita encontrar a tu amigo Khan el gánster. ¿Puedes conseguir que le reciba?
—Por supuesto —dijo Lana con una sonrisa frágil, ahora apretando el cigarrillo con los dedos—. Puedo intentarlo.
—Buena chica.
El inspector le dio una palmadita en la mejilla y desapareció en el interior de la casa.
Estaba decidido: la ex camarera que se movía sigilosamente por la oscuridad como un zorro y que no se dejaba amedrentar por la amenaza de armas de fuego, navajas y hombres malvados iba a volver a llevar a Emmanuel a la boca del lobo.
—Me bajo aquí —dijo Emmanuel. Zweigman paró la polvorienta camioneta Bedford en un hueco en Timeball Road. Estaban a una manzana de la dirección que le había dado Lana—. No debería tardar más de una hora. Si no he vuelto entonces, volved a la casa del inspector y esperadme allí.
—Que le vaya bien, oficial —dijo Shabalala mientras le despedía haciendo un gesto con la mano.
Emmanuel se bajó de la camioneta a la acera. Estaba bien tener refuerzos, y todavía mejor saber que Zweigman y Shabalala estaban a una manzana de cualquier posible contratiempo.
Echó a andar por Timeball Road, fijándose en los números de los edificios por el camino. Un niño pasó corriendo con una cometa hecha con bolsas de papel de estraza e hilo de bramante.
Un poco más adelante le esperaba Lana, delante del número 125, un edificio marrón achaparrado que en el pasado quizá hubiera sido una imprenta o una fábrica textil. La construcción no tenía nada llamativo, a excepción del indio rollizo que estaba parado delante, fumando un cigarro en las escaleras. Tres adolescentes huesudos con guantes de boxeo colgados de los hombros salieron del edificio y bajaron las escaleras.
Lana se volvió cuando le vio acercarse y el paso de Emmanuel se volvió vacilante. La había visto asustada, bebida e incluso amansada por el placer físico, pero nunca la había visto enfadada.
—Date prisa, por el amor de Dios —dijo—. No quiero pasarme aquí toda la tarde.
—Te he dicho que podía venir solo. No hay razón para que estés aquí —contestó Emmanuel. ¿Era ese su tono de voz? ¿A la defensiva, dolido y como si estuviera siendo injusta con él?
—Esto no es una tienda de caramelos —contestó Lana mientras sacaba una polvera redonda del bolso. La abrió y se miró al espejo: labios rojos, ojos perfilados con lápiz negro, sedoso pelo moreno y un tentador escote—. Necesitas algo más que una dirección y dinero en el bolsillo.
—Podrías haber dejado que hablara con él yo solo.
—Al inspector eso no le parecía buena idea.
La tensión del cuerpo de Lana dejaba claro que la opción de negarse a ayudar a organizar aquel encuentro ni siquiera se había contemplado.
—Siento haberte metido en esto —dijo Emmanuel.
—Es culpa mía —volvió a meter la polvera en el bolso y lo cerró con un chasquido—. Yo fui la que te pedí que me llevaras a casa, ¿recuerdas?
Tenía la sensación de que aquello había ocurrido hacía un año y hacía una hora. Era como si la memoria doblara el tiempo sobre sí mismo. Había un marco temporal, sin embargo, que no se podía alterar. Quedaban menos de siete horas para que la policía judicial ejecutara la orden de detención.
—Vamos —dijo Lana mientras empezaba a subir las escaleras. El bajo de la falda le rozó las piernas desnudas con un frufrú y las sandalias taconearon contra la dura superficie. Emmanuel subió las escaleras hasta ponerse a su lado y Lana saludó al vigilante indio con la cabeza. Al verle de cerca, Emmanuel se dio cuenta de que el vigilante era uno de esos hombres cuya vida no tenía mejor forma de resumirse que con una lista de ex: ex boxeador, ex luchador, ex portero de bar.
—Hola, señorita Rose —dijo el hombre rollizo mientras le abría la puerta. Emmanuel entró detrás de Lana, agradecido por el fácil acceso pero inquieto por la familiaridad con que se había dirigido a ella por su nombre.
Accedieron a una sala alargada con suelo de cemento que albergaba un austero gimnasio de boxeo con tres rings para entrenamientos, una fila de sacos de arena y un viejo banco de pesas. Un hombre negro fibroso saltaba a la comba en un rincón, mientras que un indio y un hombre con la piel de color café entrenaban en uno de los cuadriláteros. Un entrenador blanco de edad avanzada con la cara aplastada gritó:
—¡Mueve las piernas, vago de mierda!
No estaba claro a qué boxeador se dirigía. El ambiente estaba cargado y olía a sudor y a calcetines sucios. Emmanuel notó un ardor en el pecho: una combinación del olor y de los recuerdos de las peleas a puñetazo limpio del colegio.
Lana atravesó el gimnasio en línea recta hasta la pared del fondo. Pese al vestido y el perfume, parecía un componente lógico del decorado. Abrió una puerta y los dos entraron en una pequeña sala con las paredes desnudas y sin ventanas. Había una fila de sillas de madera al lado de una segunda puerta, en la que estaba apoyado el guardaespaldas de Khan, el inglés trajeado y con pinta de bulldog, con aire relajado. Dos mujeres indias y un hombre mestizo estaban sentados en la austera habitación con gestos sombríos.
—La sala de espera del infierno —le susurró Emmanuel a Lana.
—¿Qué otra forma hay de conseguir una audiencia con la bestia? —contestó ella mientras se acercaba al bulldog, que se puso derecho—. Dile al señor Khan que Lana quiere verle.
—Está ocupado —dijo el vigilante dirigiéndole una sonrisa torcida—. Le diré que estás aquí cuando haya terminado.
En ese momento se oyó un gemido ahogado procedente del interior del despacho y Lana volvió al centro de la sala sin contestar. Sentada en una de las duras sillas de madera había una anciana india con la cara atravesada por arrugas de preocupación que no dejaba de retorcer un pañuelo de encaje entre los dedos tatuados con henna. Emmanuel se acercó a Lana, que estaba buscando algo en el bolso con el ceño fruncido.
—¿Tienes tabaco? —le preguntó mientras rebuscaba entre el surtido de pintalabios, perfume y polveras con los dedos temblorosos.
—Me temo que no —contestó Emmanuel, que siguió observando la frenética búsqueda durante un minuto. Lana se tuteaba con aquellos miembros de los bajos fondos de Durban, pero no por ello se sentía cómoda entre ellos. Desde el despacho les llegó el agudo chirrido de un mueble arrastrándose por el suelo y Lana cerró el bolso bruscamente.
—Ese hombre al que estás buscando… —dijo con la voz tensa—, ¿fue quien mató a Jolly Marks?
Emmanuel sabía que le estaba dando conversación para no tener que imaginarse lo que podía estar pasando al otro lado de la puerta cerrada.
—El hermano Jonah estaba en la zona de carga del puerto la noche que mataron a Jolly —contestó Emmanuel—. Eso le convierte en una persona de interés.
La anciana del rincón dejó de retorcer el pañuelo e inclinó el cuerpo hacia delante.
—La policía dice que los asesinos fueron unos muchachos indios. Dos. Puede que los hermanos Dutta —cuchicheó.
Emmanuel estaba seguro de que no le había mencionado a nadie la implicación de los Dutta. Ni siquiera al inspector. Él y Giriraj eran los únicos que sabían que los hermanos habían encontrado el cadáver de Jolly. La prostituta no había mencionado ningún nombre. No eran más que charras: hombres de piel oscura con trajes elegantes y con el descaro de pensar que una inglesa pelirroja se acostaría con cualquiera a cambio de dinero.
—¿Quién ha mencionado a los hermanos Dutta? —le preguntó Emmanuel a la anciana.
—Nadie —la mujer lanzó una mirada nerviosa a la puerta del señor Khan y se quedó callada. Nadie hablaba del señor Khan excepto el señor Khan. Esa era la norma. A quien rompiera la norma le romperían algo a cambio.
—Entonces sí que es posible que fueran los indios —dijo Lana metiéndose un oscuro mechón de pelo detrás de la oreja—. Como dijo el agente de la policía ferroviaria en el bar.
—Está claro que alguien ha estado propagando el rumor.
Emmanuel se preguntó si la policía habría interrogado a Amal y Parthiv y, si lo había hecho, cómo había llegado de la descripción de «dos indios con trajes estilosos» a dos sospechosos con nombres y apellidos. La mirada de la anciana parecía indicar que el señor Khan había tenido algo que ver. Si era así, ¿había sacado Khan la información directamente de la zona de carga del puerto o se había ido de la lengua alguna de las múltiples tías y primas de los Dutta mientras cotorreaba con una vecina?
La puerta del despacho se abrió y una joven de piel morena con un vestido de flores salió tambaleándose. Emmanuel calculó que tendría unos dieciocho años. No miró a la derecha ni a la izquierda, solo al frente, hacia la salida. El hombre mestizo que estaba sentado en la sala de espera se levantó y caminó hasta ella. Tenían los mismos rasgos: pelo oscuro, piel morena y ojos verde claro. «Padre e hija», pensó Emmanuel. El hombre le tocó el brazo a la joven, pero ella le apartó la mano con un gesto de repugnancia y se dirigió apresuradamente hacia el gimnasio en dirección a la calle. El hombre la siguió con los hombros caídos.
La oferta de Khan de conseguirle una mujer, «de cualquier color, de cualquier tamaño», adquirió un matiz siniestro. Desperdigadas por todo Durban —en los chalés de los barrios residenciales, en los apartamentos junto al puerto y en las chabolas de los barrios marginales— había mujeres en deuda con el gánster indio.
¿De qué conocía Lana a Khan?
—Tú y tu amigo podéis pasar, señorita Rose —dijo el inglés, que hizo un gesto con la mano para invitarlos a entrar al sanctasanctórum y cerró la puerta tras ellos.
Existía un marcado contraste entre el despacho de Khan y la sala de espera, lo que Emmanuel sospechó que era deliberado. El despacho tenía una alfombra china anudada a mano y estaba amueblado con robustos armarios de brillante madera encerada. Por una ventana abierta se vislumbraba un patio lleno de flores y enredaderas de vivos colores. Un loro de aspecto sombrío se asomó desde una jaula de bambú colgada de un soporte a la derecha de un gran escritorio de madera de roble.
Los objetos del escritorio —cuadernos, bolígrafos, hojas de papel, un teléfono negro de baquelita y la pesada caja de madera del Rolls— habían sido empujados hasta los bordes del tablero, en el que Emmanuel estaba seguro de que la joven había pagado la deuda de su padre. Khan, que se estaba abrochando el último botón de su camisa azul pastel, levantó la mirada y le dirigió una sonrisa a Lana.
—Cuánto tiempo —dijo.
—Namaste, Afzal.
Lana se acercó a un armario y levantó la portezuela, dejando a la vista un mueble bar lleno de bebidas sin alcohol. Echó hielo en un vaso, lo llenó de zumo de guayaba y se lo puso a Khan al alcance de la mano.
—Esta reunión es un favor para un amigo —dijo.
Emmanuel sabía que el favor era para Van Niekerk y no para él, pero no permitió que aquel pensamiento le afectara.
—Señor Cooper —dijo Khan entornando los ojos—, ya te dije que volveríamos a vernos pronto.
—Tenía razón.
Emmanuel intentó relajarse. ¿Cómo sabía Lana la bebida que tenía que servirle al gánster más poderoso de Durban? La respuesta a aquella pregunta empezó a revelársele.
—Bueno… —Khan se recostó en la silla mientras Lana Rose ordenaba los bolígrafos y los papeles del escritorio y colocaba la caja de madera del tabaco en su sitio—, ¿qué te trae por aquí, Cooper?
—Estoy buscando al hermano Jonah, el predicador callejero.
—¿Necesitas salvación?
—Necesito información. El hermano Jonah puede ayudarme.
—Yo solo doy información a mis amigos —dijo Khan—. Largo de aquí.
Lana se acercó a Khan y se apoyó en el borde del escritorio. Estaba lo suficientemente cerca de él para estirarle el cuello de la camisa.
—Considérale un amigo de una amiga —dijo.
—¿Ah, sí? —la mano de Khan salió disparada más deprisa que la cabeza de una mamba y le rodeó la muñeca a Lana. Frotó con el pulgar las venas azules visibles bajo la pálida piel de Lana, un acto al mismo tiempo íntimo y violento—. ¿Cómo de amigos sois el señor Cooper y tú?
Emmanuel dio un paso hacia delante, pero Lana le detuvo con una mirada que decía: «Yo me encargo de esto». Volvió a retroceder lentamente, sintiendo repulsión por la habitación y sus bonitos muebles, el coche de lujo, los trajes hechos a medida. Afzal Khan se gastaba una fortuna en ocultar el hecho de que no era más que un matón.
—No tan fuerte —dijo Lana Rose—. Enseguida me salen moratones.
Khan parecía fascinado por la piel de Lana, pero la expresión del rostro de ella era como la de un padre aburrido. Le apretó la muñeca con los dedos, pero Lana no reaccionó.
El teléfono del escritorio empezó a sonar y Khan soltó a Lana para contestar.
—¿Qué quieres? —ladró al auricular, molesto porque le habían estropeado su momento de placer.
Emmanuel le hizo una seña a Lana. La reunión se había terminado. Encontraría al hermano Jonah él mismo, aunque tuviera que levantar las tapas de todos los cubos de basura de Point. El precio de la ayuda de Khan, que tendría que pagar Lana, era demasiado alto.
—Vámonos —dijo Emmanuel. Su enfado le hizo sentirse como si volviera a tener doce años, corriendo descalzo por un camino de tierra en Sophiatown agarrando la diminuta mano de su hermana. El sonido de los gritos de socorro de su madre convirtió aquella noche en la más negra y fría que jamás hubiera conocido. Con cada paso que daba para alejarse de la casucha de tres habitaciones y de sus paredes salpicadas de sangre, se prometía a sí mismo que, cuando fuera mayor y más fuerte, se enfrentaría a los hombres como su padre y Afzal Khan.
—Sí, vámonos —dijo Lana, que cogió su bolso de la mesa y siguió a Emmanuel hasta la puerta. La alfombra oriental amortiguó sus pisadas, pero el picaporte de la puerta sonó con un fuerte chasquido.
—Espera —Khan se inclinó hacia delante sosteniendo el teléfono entre la oreja y el hombro—. Hay una dirección que te puede servir.
Emmanuel se quedó dando la espalda al despacho durante largo rato. Cinco minutos antes la información era inaccesible y ahora se la estaba ofreciendo a cambio de nada. ¿Qué se traía Khan entre manos?
—Si la dirección me sirve, la acepto —dijo Emmanuel, que regresó al centro de la habitación. Al otro lado de la línea telefónica se oyó el sonido amortiguado de una voz, pero fue imposible entender ninguna palabra. Khan garabateó algo en un trozo de papel, lo dobló por la mitad y lo deslizó por la mesa.
—Toma —dijo—, prueba aquí.
Emmanuel desdobló la hoja para comprobar la información. Había una dirección de Signal Road escrita con tinta roja fuerte. El indio colgó el teléfono y movió la caja de tabaco hacia sí arrastrándola por el escritorio. Levantó la tapa y sacó una bolsa de tabaco y un librillo de papel de fumar.
—Ten cuidado. Jonah puede asustarse si ve aparecer a más de una persona y tardarías horas en volver a encontrarle.
—Iré solo —contestó Emmanuel, preguntándose cómo Khan, que llevaba sobre sus hombros el peso de los bajos fondos de Durban, estaba al tanto de cuál era el estado anímico del hermano Jonah.
—Suerte —dijo Khan con una sonrisa. Un brillante destello de emoción iluminó el centro de sus pupilas sin vida como los faros de un tren fantasma en el interior de un túnel.
Emmanuel salió del despacho. Lana cerró la puerta tras ellos. Era curioso cómo los acentos podían deformar las palabras de modo que pareciera que adquirían otro significado. Era extraño, pero la «suerte» de Khan había sonado como «muerte». La gente de la sala de espera los miró con una mezcla de ansiedad y envidia.
—No digas nada hasta que estemos fuera —dijo Lana mientras abandonaban el edificio rodeados del sonido de los golpes de los guantes de boxeo contra los músculos—. Ahora sigue andando hacia el coche. No mires atrás y, por lo que más quieras, no corras.
—De acuerdo.
Emmanuel fue caminando a buen paso y resistió las ganas de echar un vistazo a la calle de detrás para comprobar si había algún peligro. Rodearon a un grupo de niños blancos con caras roñosas que estaban jugando a las canicas en la acera y siguieron andando. La camioneta Bedford apareció delante de ellos.
—Ese es nuestro coche —dijo Emmanuel.
—No te pares —dijo Lana cuando llegaron a la altura de la ventanilla del conductor—. Vamos detrás de la camioneta, podemos hablar ahí.
Zweigman asomó la cabeza para decir algo, pero Emmanuel habló primero:
—Dadme diez minutos. Después os cuento las novedades.
Lana se agachó detrás de la plataforma de carga cubierta de la camioneta y aguzó el oído. Lo único que se oía era el ruido de las canicas de los niños al chocar unas con otras.
—Eso ha estado bien —dijo una vez que volvió a respirar con normalidad—. Fingir que ibas a dejar ahí plantado a Khan. Odia que no le hagan caso.
—No estaba fingiendo —contestó Emmanuel. Lana tenía unas pequeñas marcas rojas en la pálida piel—. No me gusta su forma de hacer negocios.
—Ni a ti, ni a mí ni al resto de Durban —dijo Lana alargando el brazo—. Déjame ver la dirección.
Emmanuel le dio el trozo de papel. Seguía teniendo bien fresca en la mente la «suerte / muerte» de Khan. ¿Había tenido algo que ver el indio con el asesinato de Jolly Marks?
—Conozco este sitio —dijo Lana tocando ligeramente el borde de la hoja con la uña—. Es un viejo almacén de cordelería. Hace años que no se utiliza. Al menos no para almacenar cuerdas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Emmanuel.
La inquietud que había surgido en el despacho de Khan volvió a aparecer. Lana tenía fuertes vínculos tanto con la policía como con los delincuentes de Durban. Era la novia de Van Niekerk, pero quizá sus lealtades residían en otro lugar.
—Mi padre era supervisor de almacenes —contestó Lana. A juzgar por su sonrisa, era evidente que la confusión de Emmanuel le divertía—. Estuvo cinco años trabajando allí antes de jubilarse. Khan es el propietario del edificio. Es un lugar extraño para que una persona esté viviendo allí. No hay mucho más que estanterías, poleas y un baño al aire libre.
—¿Es una pista falsa?
—Hay algo en el almacén —dijo Lana devolviéndole el papel doblado—. Khan podría haber dejado que te fueras con las manos vacías, pero no lo ha hecho. No vayas solo a ver a ese tal hermano Jonah. Llévate a tus ayudantes. Es importante tener refuerzos.
—No son mis ayudantes, son mis amigos.
—Los amigos con coche son utilísimos, Emmanuel —dijo con tono enérgico—. Y el zulú te vendrá bien. Te sorprendería la cantidad de europeos que todavía les tienen miedo.
—¿Crees que es una trampa?
—O eso, o Khan ha encontrado a Dios y a su hada madrina el mismo día. Tú eliges.
Emmanuel se metió la dirección en el bolsillo.
—De acuerdo. Iré andando y veré cuál es la situación.
Lana suspiró con impaciencia.
—Ve en la camioneta y aparca a cierta distancia. Si el hermano Jonah se está escondiendo, cuando vea a tres personas en la puerta se va a asustar y va a salir corriendo. Tienes que entrar solo. Que tus amigos esperen quince minutos y después entren a buscarte. ¿Sigues teniendo la Walther?
—Sí —dijo Emmanuel, desconcertado ante la velocidad con la que Lana lanzaba sugerencia tras sugerencia.
—Bien. Quizá te haga falta —Lana metió la mano en su bolso de piel blanco y sacó una agenda de teléfonos hecha polvo con unas letras doradas descoloridas en la cubierta—. Esto también te vendrá bien. Es de Khan.
—¿Se la has robado?
—Sí.
—¿Se la acabas de robar ahora mismo? —dijo Emmanuel, que se sintió como el loro de Khan.
—Que no hubiera dejado tantos trastos encima de la mesa… —dijo Lana, que dirigió una mirada a Emmanuel con la que le preguntaba: «¿Tienes algo que objetar?».
—¿Por qué la has cogido?
Emmanuel volvió a oír aquella voz que no parecía la suya, esta vez cargada de recelo y de desconcierto.
—Es un favor a un amigo —contestó Lana con una sonrisa.
¿Se refería a él o a Van Niekerk? Mientras el reloj seguía corriendo, poco importaba. Ahora la agenda era suya. Por otro lado, si en algún momento Lana y Khan habían tenido una relación íntima, era cosa del pasado. El robo de la agenda no dejaba ninguna duda de que Lana estaba claramente en el bando de Van Niekerk.
—Gracias —dijo Emmanuel guardándose la agenda en el bolsillo. Había una parte de sí mismo, no especialmente escondida, que se recreaba en la conducta delictiva de Lana.
—¿Le digo a Van Niekerk que envíe a las tropas? —preguntó Lana mientras sacaba del bolso las tintineantes llaves de un coche.
—Todavía no —respondió Emmanuel—. Iremos directamente al almacén e intentaremos encontrar al hermano Jonah. Volveremos a casa del inspector dentro de un par de horas.
—Ten cuidado —dijo Lana antes de salir corriendo hacia Point Road. Había aparcado a unas cuantas calles de allí y había llegado al despacho de Khan andando, como un ladrón.
Emmanuel se puso el sombrero y le vino a la cabeza una imagen fugaz de su ex mujer: tímida y hermosa, sentada en un autobús londinense y bien abrigada para protegerse del gélido invierno. La guerra había terminado, pero la vida seguía siendo gris y deprimente. Las heridas físicas del cuerpo de Emmanuel se habían curado. Angela, protegida e inocente, parecía la prueba de que en medio de la crudeza del mundo aún podía existir la delicadeza. Era la antítesis de Emmanuel y por eso se había casado con ella. Con la esperanza… ¿de qué? ¿De que surgiría un hombre nuevo, feliz y satisfecho con la vida?
Lana dobló una esquina, taconeando y moviendo las caderas, y desapareció. No era de extrañar que su matrimonio no hubiera funcionado. Le había pedido demasiado a Angela. Su infancia enterrada, la guerra, el trabajo en la policía y su atracción por las mujeres que habían conocido el lado más oscuro de la vida… No podía cambiar quien era. El pasado no tenía cura. Tanto si salía de aquella como si no, pensaba escribir a Angela y enviarle buenos deseos.
Emmanuel se dirigió de nuevo hacia el asiento del copiloto de la camioneta y se asomó por la ventanilla abierta.
—¿Ha concertado una cita? —dijo Zweigman, que volvió a meter la llave en el contacto y apoyó las manos en el volante, listo para ponerse en marcha.
—Me han dado una dirección —dijo Emmanuel—. Puede que no lleve a nada.
—O puede que sí —dijo Shabalala. El agente zulú se había pasado toda su vida siguiendo rastros y cazando alrededor de Jacob’s Rest. Entendía de huellas y de emboscadas.
—Puede que el hermano Jonah esté en esta dirección. Tengo que correr el riesgo.
—Yo conduzco —dijo Zweigman girando la llave. El motor dio un resoplido y después adoptó un traqueteo rítmico. Shabalala abrió la puerta y le hizo un gesto para que se subiera a la camioneta.
—Está bien —Emmanuel dejó de resistirse y se metió en la Bedford. Necesitaba refuerzos. Había estado demasiado tiempo solo—. Sigue por Timeball Road y métete por la primera a la izquierda.
Emmanuel intentó no llamar la atención, pero echó una mirada furtiva al despacho de Khan, a media manzana de la camioneta. Una mujer india y dos muchachos jóvenes se acercaron a las escaleras delanteras y le dijeron algo al portero de Khan, que tiró un cigarrillo consumido a la alcantarilla y desapareció en el interior del edificio.
—¿Qué están haciendo aquí? —se preguntó Emmanuel en voz alta. Maataa, Parthiv y Amal se habían arreglado para la ocasión. Los dos muchachos vestían trajes bien planchados y el sari morado de Maataa brillaba con los destellos del hilo dorado y plateado.
La puerta se abrió y Khan salió al primer escalón. Le estrechó la mano a Maataa sonriendo y, a continuación, alargó el brazo hacia Parthiv y le dio una palmadita en el hombro como un tío campechano. Amal se metió las manos en los bolsillos para evitar el contacto físico y el extraño cuarteto entró en fila en el edificio de ladrillo. No se habían encontrado por casualidad. Khan los estaba esperando. Giriraj, el fiel forzudo de los Dutta, no estaba por ningún lado.
—¿Hay algún problema, oficial? —preguntó Shabalala.
—No.
Emmanuel se concentró en encontrar la siguiente calle por la que tenían que girar. Entre los anchos almacenes de ladrillo y las agencias marítimas alcanzó a ver las grúas del puerto y los buques remolcadores. En una esquina había un grupo de ferroviarios afrikáners muy juntos, fumando en su descanso.
El paisaje urbano se volvió borroso. Volvía a tener la cabeza en la sala de espera sin ventanas de Khan y en la anciana de las manos tatuadas con henna. Emmanuel sospechaba que los nombres de los Dutta le habían llegado a Khan directamente desde el lugar del crimen. Y ahora los Dutta habían sido invitados a su despacho. ¿Para declararles la guerra o para firmar la paz?