El cielo del amanecer era del color de un cardenal reciente. Las farolas eléctricas de la ciudad se fueron apagando mientras los habitantes de Durban se levantaban de la cama y empezaban aquella mañana de lunes. Emmanuel estaba delante de la casa, solo, rodeado del verdor borroso del jardín de Van Niekerk. Tenía muchas razones para sentirse agradecido. Una llamada telefónica había confirmado que Vincent y Hélène Gerard estaban agitados pero ilesos. Nicolai seguía vivo y el inspector estaba revisando su pila de cuadernos negros para intentar averiguar la identidad del menestral.
Aun así, Emmanuel estaba intranquilo. Hacer venir a Daniel Zweigman desde su clínica del Valle de las Mil Colinas era muy egoísta por su parte. El viejo judío ya le había salvado la vida una vez, poniéndose en peligro a sí mismo. Pedirle ayuda una segunda vez era excesivo.
Los pesados portones se abrieron y una camioneta Bedford polvorienta y un Packard negro accedieron a la entrada para vehículos con gran estruendo. Emmanuel atravesó el jardín y llegó a las escaleras delanteras justo cuando se apagaba el motor de la camioneta. Un hombre menudo con el pelo blanco y despeinado como un volcán en plena erupción salió por la puerta del conductor con un raído maletín de médico en la mano. Llevaba unas gafas con montura metálica en la punta de la nariz aguileña. Era Zweigman en todo su esplendor.
—Doctor Zweigman —dijo Emmanuel.
—Oficial Emmanuel Cooper —la voz del alemán conservaba su sequedad característica—. Ya solo falta que se ponga a nevar.
Se quedaron observándose en silencio. Emmanuel aguantó las ganas de alisarse las arrugas de la chaqueta y los pantalones de su maltrecho traje de seda. El corte de la mejilla y los músculos amarillentos del cuello contaban su propia historia. Zweigman se subió las sucias gafas con el dedo índice y Emmanuel vio que sus manos, delicados instrumentos de curación, se habían vuelto callosas y ásperas. Ambos habían pasado tiempos difíciles.
Zweigman sonrió.
—Estar vivo es la victoria, oficial.
—Me alegro de verle —dijo Emmanuel. Lo decía de verdad. El alemán con el pelo alborotado le había reconstruido después de la paliza del Departamento de Seguridad y se había encargado de que solo le quedaran unas pocas cicatrices—. Siento haberle hecho venir desde la clínica avisándole con tan poca antelación.
—No importa —contestó Zweigman—. La clínica solo está abierta tres días a la semana hasta que consigamos más fondos para pagar a una enfermera y comprar más medicamentos. No podría haber sido más oportuno. Ahora tengo una sorpresa para usted. Por aquí.
Emmanuel fue avanzando lentamente junto al capó jaspeado de la camioneta Bedford, que todavía despedía vapor después del viaje por las agrestes carreteras. Un hombre negro de enorme estatura y anchos hombros fue avanzando junto al parachoques desde el lado del copiloto. Llevaba unos pantalones de trabajo azules y una camisa de algodón de manga larga debajo de una chaqueta de color caqui.
—Shabalala… —dijo Emmanuel—. Sawubona.
El agente zulú de Jacob’s Rest, el que fuera su mano derecha en la polémica investigación del asesinato de un comisario de policía afrikáner, estaba justo delante de él. Su presencia era imponente.
—Yebo. Sawubona, oficial Cooper —Shabalala le devolvió el saludo y se estrecharon la mano.
—¿Qué haces aquí, hombre? —preguntó Emmanuel. Cientos de kilómetros de caminos de tierra y carreteras de alquitrán separaban el diminuto y remoto pueblo de Jacob’s Rest en el Transvaal de la ciudad portuaria de Durban.
—He venido desde la clínica —dijo Shabalala—. Mi mujer Lizzie y yo estamos alojados con el doctor.
Shabalala y su mujer debían de haberse pasado dos días viajando en renqueantes autobuses públicos, subsistiendo a base de pan de maíz y huevos cocidos envueltos en un paño. Emmanuel intentó sacudirse el sentimiento de vergüenza. En coche se podía llegar cómodamente de Stamford Hill al Valle de las Mil Colinas en dos horas, y sin embargo había tenido que esperar a encontrarse en una situación desesperada para ponerse en contacto con el hombre que le había salvado la vida.
—Venid —Emmanuel los invitó a entrar en casa de Van Niekerk—. Vamos a tomar un café y os cuento cuál es la situación.
—Bien —dijo Zweigman—. Nuestro escolta oficial no se ha prodigado en explicaciones.
—Seguramente ha recibido órdenes de no decir nada —explicó Emmanuel mientras subía las escaleras del porche. De todas formas, era probable que el conductor, uno de los hombres de Van Niekerk que habían asistido a la fiesta de la coronación, tampoco tuviera demasiada información. El inspector era experto en guardarse las cosas para sí mismo.
Emmanuel abrió la puerta. Zweigman entró al vestíbulo, pero Shabalala se quedó en el umbral, vacilante. Aquella no era la clase de casa en la que los nativos entraban por la puerta principal.
—Pasa —le dijo Emmanuel al agente zulú—. La cocina está al fondo.
—Por favor —insistió Shabalala. La tradición exigía que los policías europeos entraran antes que los nativos, independientemente de su rango—. Debe entrar usted primero, oficial Cooper.
Entraron en la casa, donde Zweigman examinó un retrato enmarcado de un hombre blanco con el rostro cetrino y los labios finos y fruncidos en un gesto de crueldad. Un joven Van Niekerk, no cabía duda, calculando ya qué porción de los recursos de Sudáfrica le correspondería. Sonó un teléfono en el despacho y se oyó la voz del inspector lanzando preguntas a su interlocutor en afrikáans. Lana había desaparecido en el piso de arriba.
—Necesito su ayuda —le dijo Emmanuel a Zweigman cuando estuvieron sentados tomando café en la cocina inundada de luz. Shabalala se quedó de pie junto a una de las ventanas traseras dando sorbos a un té y contemplando la profusión de colores del jardín.
—¿Ayuda médica? —preguntó Zweigman.
—Sí, pero no para mí. Tengo a dos personas que necesitan que las examinen.
—¿Disparos? —preguntó Zweigman—. ¿Heridas de arma blanca?
—¿Qué le hace pensar que es una de esas cosas? —dijo Emmanuel, desconcertado ante la sugerencia del médico.
Zweigman se echó a reír y señaló la lujosa casa.
—Quién sabe en qué círculos se mueve últimamente, oficial.
—Yebo —añadió Shabalala—. El traje también es muy elegante, oficial.
—El traje es de un mauriciano francés. La casa es de un inspector de la policía.
—La ropa no importa —dijo Zweigman—. Son sus ojos los que han cambiado. Y creo que es posible que también su vida.
—Bueno, usted no ha cambiado nada —contestó Emmanuel. Le irritaba la capacidad de Zweigman para pasar por alto las cicatrices de la superficie y meter el dedo sin cuidado en las más profundas—. Es evidente que tiene menos dinero, pero sigue siendo más listo de lo que le conviene.
—Esa es mi cruz, y también la suya —Zweigman se terminó el café, se lavó bien las manos con jabón en el fregadero de porcelana y se las secó con una toalla que había traído uno de los miembros del silencioso ejército de criados de Van Niekerk—. Ahora lléveme a ver a mis pacientes, por favor.
—Por aquí —dijo Emmanuel, que salió de la cocina y recorrió el pasillo hasta la habitación de invitados. Llamó a la puerta suavemente.
—Da? —dijo Natalya, que apareció en la puerta con aspecto soñoliento y vestida con una de las batas de algodón egipcio de Van Niekerk. Hizo como si Emmanuel no estuviera y se sentó ante una mesita en la que le esperaba un desayuno a base de té, huevos cocidos y trozos de pan tostado con mantequilla. Nicolai estaba recostado en la cama, pálido y sudoroso.
—Vaya —dijo Zweigman, sorprendido.
—Estos son Nicolai Petrov y su mujer, Natalya —dijo Emmanuel—. Recién llegados de Rusia.
—Aaaah… —contestó Zweigman mientras digería la información—. ¿Hablan nuestro idioma?
—Ella no, salvo la palabra «americano». Nicolai puede mantener una conversación.
—Veré cuál es el problema —el viejo judío se acercó a la cama con el machacado maletín de médico debajo del brazo—. Soy el doctor Daniel Zweigman, ¿usted es Nicolai?
—Sí.
—¿Y esta bella mujer es su esposa? —Zweigman le hizo una pronunciada reverencia a Natalya y fue recompensado con una resplandeciente sonrisa.
El médico alemán y el hombre ruso se dieron la mano y de alguna manera fue como si cada uno se reconociera en el otro. Ambos eran hombres que en el pasado habían tenido poder y que sentían inclinación por las mujeres jóvenes y hermosas. Y ambos estaban lejos de casa, muy lejos.
—Le dejo con ellos —dijo Emmanuel—. Venga al porche delantero cuando haya terminado.
—Quince minutos, puede que más —dijo Zweigman mientras abría el maletín y sacaba un estetoscopio y un termómetro de cristal.
Emmanuel salió al pasillo y cerró la puerta. Durante un breve instante había vislumbrado al viejo Zweigman, el cirujano con la pared de su lujosa consulta en Berlín empapelada de títulos universitarios. Confiaba plenamente en el viejo judío, habría puesto en sus manos la vida de su propia hermana, pero se dio cuenta de que no conocía en absoluto al misterioso médico alemán.
Shabalala y Emmanuel se sentaron en el primer escalón del porche de Van Niekerk mirando al puerto y al océano Índico, que se extendía detrás. A Emmanuel no le pareció que Shabalala hubiera cambiado. El asesinato de su mejor amigo, el comisario Willem Pretorius, no había consumido su físico de forma visible en los ocho meses transcurridos desde el homicidio. Quizá se debiera a que Shabalala era un hombre negro en Sudáfrica. Tenía que guardarse su dolor.
—¿Ha viajado bien, oficial? —preguntó el agente zulú.
—He viajado lejos —contestó Emmanuel—. Y a ti, ¿te va todo bien?
—He envejecido —dijo Shabalala. Su frase quedó flotando en el aire. Ninguno de los dos había dejado atrás el pasado.
—¿Llevas muchas semanas en la clínica? —preguntó Emmanuel. Había algo que no acababa de encajar en lo que había dicho el agente sobre su visita a Zweigman.
—Mi mujer Lizzie y yo estamos con el doctor —dijo Shabalala, y Emmanuel lo entendió. El policía zulú y su mujer no estaban de visita en la clínica; ahora vivían en el Valle de las Mil Colinas, lejos de Jacob’s Rest y de la granja en la que Shabalala se había hecho un hombre.
—¿Por qué os fuisteis?
—Empecé a vivir intranquilo.
—Ya entiendo —dijo Emmanuel.
La investigación del asesinato había revelado secretos que dejaban a Shabalala en posesión de una información que podía arruinar vidas y reputaciones en el pequeño pueblo de Jacob’s Rest. El silencio era una de las virtudes del agente de policía zulú, pero el hecho mismo de que un hombre negro llevara consigo esa información debía de haber sido causa de tensiones, miedo e incluso odio.
—¿La familia Pretorius? —preguntó Emmanuel—. ¿Fueron a por ti?
El clan afrikáner, soberanos del pueblo de Jacob’s Rest, era el que más tenía que perder si el verdadero motivo por el que habían asesinado a su padre llegaba a salir a la luz.
—No —contestó Shabalala—. Los hermanos van a lo suyo y son discretos. La señora Pretorius se mudó de la casa grande y se fue a vivir a la granja de su cuarto hijo, fuera del pueblo. No se la ve mucho por Jacob’s Rest.
Uno de los vecinos zulúes de Emmanuel en Sophiatown solía decir: «Jamás plantes un árbol venenoso en tu jardín. Algún día pueden obligar a tus hijos a comer sus frutos». En cierta manera, la familia Pretorius y todos los implicados en la investigación habían quedado envenenados.
—Siento que tuvieras que irte de tu pueblo —dijo Emmanuel. Las cosas habrían sido distintas si se hubiera retirado del caso y hubiera dejado que el Departamento de Seguridad hiciera lo que quisiera. La vida y el trabajo de Shabalala aún seguirían en su sitio.
—Se hizo lo correcto —dijo el agente zulú categóricamente—. No hay de qué avergonzarse.
La puerta principal se abrió y Zweigman salió de la casa arrastrando los pies. Se sentó en las escaleras de ladrillo, entre Emmanuel y Shabalala, con el maletín de médico apoyado en las rodillas.
—¿Qué tiene? —dijo Emmanuel.
—Hay algo que está devorando por dentro a Nicolai. Tiene un bulto en el estómago que va a seguir creciendo. He visto casos iguales.
—¿Cuánto le queda?
—Es imposible predecirlo —dijo Zweigman—. Días, quizá semanas o meses. Lo único que se puede hacer es cuidar de que esté cómodo. Le he puesto una inyección de calmantes para el dolor.
—¿Tiene cura?
—Me temo que no, oficial. No hay forma de invertir la marcha de la enfermedad.
—¿Y la mujer?
—Le falta poco —contestó Zweigman—. Creo que Nicolai nos dejará cuando nazca el niño. Puede que la llegada inminente del bebé sea lo que le mantiene con vida.
—Coger a tu hijo en brazos —dijo Shabalala—. Eso es.
Zweigman se frotó el caballete de la nariz, donde se le estaban clavando las gafas en la piel, y dijo en voz baja:
—«Como saetas en mano del guerrero, así son los hijos tenidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hable con sus enemigos en la puerta».
—Yebo —asintió Shabalala—. Esa es la verdad.
La cita bíblica le sonó como un lamento a Emmanuel. Zweigman y su mujer habían tenido hijos. Shabalala había tenido un amigo íntimo. Y él mismo había tenido un trabajo en la policía judicial y una hermana con la que podía hablar abiertamente. Todo ello arrasado por el fuego de la vida. La fuerza magnética que mantenía unidos a aquellos tres hombres al cabo de ocho meses tenía un nombre. No era el destino, el sino o la suerte. Era la pérdida.
Nicolai Petrov estaba sentado en la cama del cuarto de invitados con las fotografías en blanco y negro de la maleta extendidas sobre la colcha. Los calmantes le habían relajado la mueca de dolor de alrededor de la boca. Natalya estaba mirándose al espejo y experimentando con perfumes y cremas. Emmanuel puso una silla enfrente de Nicolai y se sentó.
—¿Son fotogramas de las películas de Natalya? —preguntó.
—De algunas —dijo Nicolai—. Hizo muchas más. Decenas. Estas son de las que quiere tener recuerdos.
—¿Dónde fue tomada esta foto? —preguntó Emmanuel señalando la fotografía de Stalin en el suave sofá de terciopelo marrón.
—En Moscú —contestó Nicolai—. Al camarada Stalin se le saltaron las lágrimas cuando pusieron Triunfo en Berlín. Natalya hacía el papel de una enfermera de guerra.
—¿Stalin era amigo vuestro?
—El gran líder no tenía amigos. Tenía enemigos y tenía a gente con la sensatez suficiente para tenerle miedo.
—¿A qué categoría pertenecíais Natalya y tú?
—Natalya era una de las actrices favoritas de Iósiv —dijo Nicolai mientras empezaba a recoger las fotos. Emmanuel se fijó por primera vez en los fuertes brazos y hombros del hombre ruso. En su juventud debía de haber destacado entre cualquier multitud.
—¿Qué relación tenías tú con él?
—Era su chico de los recados —contestó Nicolai encogiéndose de hombros—. Cuando murió el camarada Stalin, todo lo que él amaba se tiró a la basura. El trabajo de Natalya era parte del antiguo régimen…, del régimen corrupto. Mi trabajo ya no se valoraba. Nos fuimos cuando pudimos. Parecía lo más sensato.
Chico de los recados. Era una expresión interesante para un hombre con una complexión como la de un crucero de batalla de la clase Borodino y con unas manos que parecían capaces de partir una columna vertebral.
—¿Qué clase de recados? —preguntó Emmanuel.
—Hacía lo que me mandaban.
A los miembros del servicio de seguridad ruso les funcionaba la defensa Núremberg tan bien como a los nazis. Seguramente los recados realizados por orden de Stalin habían acabado en sangre.
—¿Trabajabas para el NKVD?
—Sí, era coronel.
Eso explicaba el interés en la pareja. La captura de un coronel del NKVD sería considerada un golpe maestro por los americanos, los británicos e incluso los rusos. La versión autóctona del NKVD, el Departamento de Seguridad sudafricano, también debía de estar como loca por probar un trozo del pastel.
—¿Por qué Durban? —preguntó Emmanuel. Los pasaportes sin sellar y la ropa de invierno parecían indicar que Sudáfrica no era el destino final del matrimonio ruso.
—Era el último recurso —dijo Nicolai—. Primero fuimos a Inglaterra, pero las cosas no salieron bien.
—¿Qué pasó?
Nicolai, apoyado en una torre de almohadas, cambió de postura y observó a Emmanuel con la mirada penetrante de un interrogador experimentado.
—¿Eres del servicio de seguridad del Estado? —preguntó.
—No, de la policía judicial. Simplemente me pregunto por qué a ti y a Natalya os está persiguiendo un grupo de hombres armados.
—Hombres de los que nos ha salvado dos veces —el ruso de cabello entrecano se inclinó hacia delante y Emmanuel tuvo una visión fugaz del viejo Nicolai, fuerte y despiadado—. ¿Por qué lo ha hecho? —preguntó.
Emmanuel no echó el cuerpo hacia atrás ni pestañeó. Recordó lo que había dicho Shabalala en el porche delantero y repitió la esencia de su comentario:
—Ayudaros era lo correcto.
—Un idealista… —masculló Nicolai, que empezó a guardar las fotografías en la caja de cartón. Cerró la tapa y puso sus gigantescas manos encima, como si quisiera intentar impedir que el pasado se saliera—. Desertamos y nos fuimos a Inglaterra —dijo tras una larga pausa—. Me llevé un expediente. Los nombres de personas que el NKVD sospechaba que eran espías británicos.
—Como pago a cambio de tu seguridad —dijo Emmanuel.
—Sí. Los primeros dos meses fueron perfectos. Nos dieron un piso franco y dos pasaportes a cambio del expediente. Los del MI5 me hicieron muchos interrogatorios y los grabaron. Les conté todo lo que sabía. Entonces un agente británico fue detenido en Stalingrado y mis antiguos superiores ofrecieron entregarlo a cambio de otra persona.
—¿De ti?
Nicolai esbozó una tensa sonrisa.
—Sí. Los británicos tenían el expediente y muchas horas de grabaciones hechas durante los interrogatorios. Ya no me necesitaban. Solo tenía valor como moneda de cambio.
—¿Sabes a ciencia cierta que eso fue lo que pasó?
Nicolai se rio entre dientes.
—Me había llevado otras cosas de Rusia. Me dieron los detalles del intercambio a cambio de una pulsera de diamantes y dos perlas del mar Negro. Natalya y yo salimos de allí la víspera del día que tenían planeado venir a por nosotros.
—Aún tienes valor para ellos —dijo Emmanuel—. Por eso han venido a por ti. Aún están intentando hacer el intercambio.
—Sí —contestó Nicolai con naturalidad—. Yo mismo he perseguido a hombres y sé que la persecución no termina hasta que el objetivo está apresado o muerto.
Eso significaba que el menestral continuaría con la persecución, pero Emmanuel estaba concentrado en otra cosa. Tres civiles con vidas sencillas e insignificantes habían muerto; su luz se había extinguido para siempre. Las intrigas internacionales eran para los agentes de la policía secreta que movían puntos rojos por un mapa del mundo y determinaban el futuro de los gobiernos. El trabajo de un oficial de la policía judicial, por el contrario, era muy sencillo. Un oficial de la policía judicial hablaba en nombre de los muertos. Un oficial de la policía judicial buscaba justicia para el niño tirado en el suelo sobre un charco de sangre, para la criada zulú que nunca había tenido un vestido nuevo, para la mujer inglesa con el pelo morado enroscado en unos rulos de plástico. Esos asesinatos eran los que importaban a Emmanuel. Resolver esos asesinatos era también su única forma de librarse de la horca.
—Conseguisteis llegar desde el puerto hasta la casa en el campo —dijo Emmanuel, volviendo a llevar la conversación hacia los últimos días—. ¿Cómo lo hicisteis?
—Eso no fue nada. Conseguir que Natalya me quisiera…, eso sí que fue un reto —Nicolai le dirigió una sonrisa a su egocéntrica mujer, orgulloso de su belleza y de su juventud. Un esbirro de Stalin, un héroe del pueblo, había sido apresado, no por una división Panzer sino por una rubia con unos ojos del color del agua ártica. Era evidente que el diagnóstico de la situación que había hecho Zweigman era acertado. De no haber tenido su atención centrada en Natalya, seguramente Nicolai se habría rendido tiempo atrás—. No podía permitir que nos metieran en un gulag. Mi querida esposa no habría sobrevivido.
Huy, claro que habría sobrevivido. Emmanuel había conocido a unas cuantas Natalyas en la guerra. Mujeres hermosas y afortunadas destinadas a dormir en colchones de plumas y a comer pan reciente, independientemente de que mandaran los comunistas, los fascistas o los aliados.
—Cuéntame qué pasó cuando desembarcasteis en el muelle de pasajeros —dijo Emmanuel.
—Lo único que teníamos era una dirección, así que fuimos hacia la zona de carga, donde los vagones, para ver si podíamos coger un tren. Había vías que salían en todas las direcciones y Natalya y yo estábamos perdidos en medio de la oscuridad. También teníamos miedo. Natalya pensaba que un hombre nos había seguido desde el barco.
—¿Cómo encontrasteis el camino hasta la casa?
—Nos ayudó un niño.
—¿Cómo era el niño?
—Unos diez años. Muy delgado, con la ropa sucia.
—¿Iba solo o con alguien?
—Solo. Cuando nos vio intentó salir corriendo, pero entonces se dio cuenta de que Natalya estaba embarazada. Le enseñé la dirección de casa de mi primo. Entonces fue cuando hizo el dibujo, con el mensaje «Ayuda por favor», que le dimos al hombre negro del coche.
—No había nadie con el niño…, ¿tampoco cerca?
—Estaba solo —afirmó Nicolai.
Emmanuel se movió ligeramente hacia delante en su silla.
—¿Qué hizo después de daros el dibujo?
—Desapareció en la oscuridad.
Increíble. El matrimonio ruso sabía menos que la prostituta inglesa. Otra pista que no llevaba a ningún sitio. Emmanuel fue repasando los recuerdos de Nicolai en sentido inverso, como un alquimista en busca de oro entre la escoria.
—¿Podría describir Natalya al hombre que os siguió desde el barco?
Nicolai se encogió de hombros. Se le habían agotado las fuerzas.
—Pregúntaselo —dijo Emmanuel—. ¿Le vio?
La conversación entre Nicolai y Natalya fue breve. Natalya cogió un poco de crema limpiadora de un bote y se la extendió por la cara mientras hablaba.
—Blanco… —tradujo Nicolai—. Con un traje negro…
Emmanuel estaba seguro de que no iba a pasar de ahí: un hombre blanco con un traje negro.
—Pelo moreno —continuó Nicolai—. Hasta los hombros. Como un cosaco enloquecido.
Emmanuel se volvió hacia Natalya. Se tocó los hombros para indicar la longitud del pelo y la hermosa mujer rusa asintió con la cabeza. Emmanuel se puso los dedos juntos en la frente y dibujó la forma de un pico de viuda imaginario.
Natalya puso los ojos en blanco ante su pantomima y dijo:
—Da.
Sí.
El hermano Jonah se encontraba cerca de Jolly cuando murió. Había acudido a una cita en un desguace a altas horas de la noche en la que se había utilizado la palabra «Ivan», un término jergal para referirse a un ruso. Hablaba como un soldado en misión especial. Y, si la señora Morgensen era de fiar, también era socio de Afzal Khan.
Emmanuel dejó a Nicolai con sus recuerdos y fue en busca de Van Niekerk y de ropa limpia. Tenía menos de nueve horas para encontrar al predicador y, con un poco de suerte, para conseguir una confesión.