El sueño no le trajo seguridad a Hélène Gerard. Emmanuel agarró el picaporte plateado de la puerta de su dormitorio. Lana se pegó a la pared e intentó respirar sin hacer ruido. Al principio la tranquilidad de la joven le había inquietado, pero ahora la agradecía. Necesitaba a una mujer con experiencia que no tuviera reparos en saltarse las normas, no a una ingenua.
—Enciende la luz cuando yo te diga.
La luz del pasillo dejó ver una habitación grande y espaciosa. Unas cortinas tapaban una fila de ventanas que daban al porche. La moqueta amortiguó sus pisadas y Emmanuel llegó hasta la cama sin hacer ruido. Un bulto oscuro bajo las sábanas reveló la presencia de una persona dormida. Emmanuel estiró los brazos mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y tapó una boca con la mano.
—Ahora —dijo, y la bombilla del techo se encendió y brilló con fuerza. El cuerpo de la cama se incorporó bruscamente y Emmanuel lo empujó con fuerza hacia abajo. Una barba incipiente le pinchó las palmas de las manos. La voz de Hélène Gerard, muerta de preocupación, le llegó desde el otro lado del colchón.
—No le haga daño, por favor.
Bajo las sábanas había un hombre con un pijama de algodón de rayas sacudiéndose y dando resoplidos, con los ojos verdes encendidos por el pánico. Dos fotografías con marcos de plata se cayeron de la mesilla de noche y rebotaron en la moqueta.
—Por favor —repitió Hélène, que se acercó gateando por la cama de matrimonio con el fino camisón hecho un revoltijo alrededor de los muslos—. Suéltelo.
Emmanuel le quitó la mano de la boca y se llevó tal susto que pegó un brinco hacia atrás, un movimiento involuntario que inmediatamente deseó no haber hecho. El hombre tenía la cara llena de cicatrices y una serie de bultos negros infectados por toda la mejilla izquierda que le subían por el caballete de la nariz hasta desaparecer en el nacimiento del cabello.
—¿Vincent Gerard?
—Sí… —susurró el hombre. Tenía la piel y el cabello oscuros y en algún momento de su vida había sido atractivo. A pesar de su rostro desfigurado, conservaba un leve atisbo del mauriciano francés estiloso con debilidad por los trajes de seda hechos a medida. Algo horrible había sucedido y ahora Vincent era un ermitaño que vivía recluido en su propia casa.
—Fue la crema para aclararse la piel —dijo Hélène—. Queríamos asegurarnos de que a Vincent le dieran papeles de europeo cuando le examinaran en el Tribunal de Clasificación Racial, pero el tratamiento salió mal. La crema le dañó la piel y después le salió el sarpullido. Nos casamos antes de que entraran en vigor las nuevas leyes, y ahora…
Los mauricianos, que en el pasado se habían considerado «europeos» automáticamente, habían tenido que ser reclasificados como el resto de la población y metidos en una categoría racial. Algunos habían conservado su estatus de blancos, pero a muchos otros los habían bajado de categoría. Un mauriciano de piel oscura y su mujer rubia no tenían ningún futuro juntos.
—El inspector Van Niekerk venía a comer a nuestro restaurante todas las semanas…, antes de que tuviéramos que cerrarlo por el accidente con la crema —explicó Hélène—. Nos prometió que firmaría una carta en la que pusiera que Vincent es blanco y que sufre una extraña enfermedad de la piel que no tiene cura.
La palabra solemne de un policía afrikáner ante el Tribunal de Clasificación Racial prácticamente le garantizaba los papeles «de blanco» a Vincent. Normal que Hélène sonriera hasta que le dolía la cara. Su matrimonio dependía de ello.
—¿Qué obtiene el inspector a cambio, Hélène?
—Tenía que ocuparme de usted. No decirle a nadie que está aquí. Llamar al inspector si había cualquier novedad.
—¿Le has dicho algo sobre ella? —dijo señalando con el pulgar a Lana, que en ese momento estaba entrando en la habitación, atraída por la mención del nombre de Van Niekerk.
—No. Le llamé justo después de que llegaran ustedes, pero no contestó.
El inspector Van Niekerk estaba en el norte de Durban comiendo bizcocho inglés en la fiesta de celebración de la coronación. O quizá estuviera justo delante del Château la Mer. ¿Cuál era la verdadera razón por la que había firmado los documentos para que pusieran en libertad a Emmanuel?
—Tenemos que irnos —dijo Lana con inquietud—. Enseguida.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Vincent Gerard—. ¿El inspector no va a cumplir el trato? ¿Se ha echado atrás?
—No.
Emmanuel abrió el primer cajón del armario y rebuscó entre la lencería hasta que encontró cuatro pares de medias de seda. Lo que tenía que hacer no se podía hacer con delicadeza. Agarró a Hélène del brazo y la levantó de la cama.
—Me está haciendo daño —dijo ella. Se retorció para intentar liberarse, pero Emmanuel no la soltó. El miedo de Hélène tenía que ser genuino o el grupo de hombres que iba a asaltar La Mer pagaría su frustración con ella y con el interior perfectamente ordenado de su casa. La sentó en una silla de un empujón y le sujetó los brazos detrás de la espalda. No la miró. Si lo hacía, tendría que decirle que lo sentía y que le perdonara. Una pequeña molestia ahora para evitar verdadero dolor más tarde. Una cosa por la otra.
Vincent Gerard gruñó y se levantó de un salto con los puños apretados. Emmanuel le empujó en el pecho con fuerza para detenerle y el mauriciano salió disparado hacia atrás. Se golpeó la cabeza con el borde de la mesilla de noche y se desplomó sobre la moqueta.
—¡Vincent! —Hélène intentó levantarse de la silla, pero Lana la sujetó de los hombros. Vincent estaba sangrando por un pequeño corte en el borde de la frente.
Emmanuel recordaba con claridad las muchas horas que había pasado interrogando a sospechosos en deprimentes salas de interrogatorios en las que el procedimiento terminaba con una confesión que decía: «Fue un accidente. Yo no pretendía hacer daño a nadie». Al cabo de un año en la policía judicial, tenía la sensación de que podía escribir las confesiones él mismo. Quizá todavía tuviera la oportunidad.
—Mierda… —dijo agachándose al lado de Vincent. Había entrado en la habitación para proteger a Hélène de la posibilidad de sufrir verdaderos daños, no para causarlos.
—Vincent… —gritó Hélène—. ¿Está vivo?
Emmanuel sintió unos latidos en las yemas de los dedos. Gracias a Dios. Los labios de Vincent dejaron escapar un gemido y Emmanuel, aliviado, relajó los músculos de la cara.
—Se pondrá bien.
Emmanuel levantó a Vincent del suelo y le tumbó en la gran cama. Cuando recuperara el conocimiento volverían a tener el mismo problema. El mauriciano no se iba a quedar sentado de brazos cruzados mientras ataban a su mujer a una silla y la amordazaban.
Emmanuel cogió una de las medias del suelo. En una de las fotografías enmarcadas que se habían caído de la mesilla salía la pareja de mauricianos franceses sonriendo en la cubierta de un velero. Manejara como manejara la situación, Hélène y Vincent no iban a salir ilesos. Aquello le dejó un sabor amargo en la boca.
—Te voy a atar —dijo bruscamente—. Es la única forma de demostrarles a los hombres que van a asaltar la casa que tú no has tenido nada que ver conmigo. ¿Lo entiendes?
—¿Cómo? —contestó Hélène—. No sé de qué está hablando.
—Seis hombres, puede que más, van a entrar en la casa por la fuerza en breve —explicó Emmanuel mientras le ataba las piernas a la silla—. Tenemos que asegurarnos de que no te culpen de lo que ha ocurrido.
—Les diré que no ha sido culpa mía —la mujer mauriciana forcejeó cuando Lana le sujetó las muñecas y se las ató—. Se lo diré.
—En un mundo perfecto, eso bastaría —dijo Emmanuel—. Pero no estamos en un mundo perfecto.
Tuvo cuidado de que la media no estuviera demasiado apretada, pero le hizo un nudo doble para asegurarse de que no se desataba.
—No… —dijo Hélène, y Emmanuel la amordazó. Lana y él procedieron con rapidez y en silencio, procurando no mirarse a los ojos.
—¿Le atamos a él a la otra silla? —preguntó Lana.
—No podemos dejar a un mauriciano de piel oscura en el dormitorio de una mujer blanca. La policía le dará una paliza. Ya sabes cómo son estas cosas. El hecho de que estén casados podría empeorarlas.
—Ya —contestó Lana metiéndose un mechón de pelo suelto detrás de la oreja—. ¿Qué hacemos?
Emmanuel miró la hora. Iban a perder un tiempo precioso ocupándose de Vincent, pero era lo que había que hacer. Ya había causado suficientes daños aquella noche.
—La kyaha vacía —contestó. Un hombre de piel oscura oculto en la habitación del servicio era un componente habitual del paisaje sudafricano. Vincent podría ser simplemente otro mozo de jardín del baas y la señora.
—Claro —dijo Lana, que comprendió el razonamiento—. Ahí pasará desapercibido.
Emmanuel levantó a Vincent y se lo puso encima del hombro como un bombero. Hélène movió la silla adelante y atrás e intentó liberarse de sus ataduras.
—Corre menos peligro fuera que aquí dentro contigo —dijo Emmanuel—. ¿Seguro que quieres que un grupo de policías blancos encuentre a Vincent en tu cama?
Hélène negó con la cabeza.
—Ábreme la puerta —le dijo Emmanuel a Lana.
Atravesaron la casa apresuradamente y salieron al exuberante jardín. Lana se adelantó y abrió la puerta de la diminuta habitación del servicio. Dentro estaba oscuro y olía a humedad. Había un pequeño catre con un colchón de sisal pegado a una mesita y una silla. Emmanuel dejó a Vincent en el estrecho camastro y encendió una lámpara de parafina que había en el suelo. Bajó la mecha. La cama no tenía sábanas y en la ventana no había cortinas. No importaba. Los policías supondrían que la señora de la casa era una tacaña. Algunos agentes del Departamento de Seguridad incluso la aplaudirían por ello. Encima de un cubo con herramientas había un mono de trabajo azul y entre las palas y los rastrillos asomaba la punta de un gorro de lana. Emmanuel cogió el mugriento mono y se lo puso a Vincent encima del delicado pijama de algodón con ribetes blancos en el cuello.
—Culpa mía… —masculló Vincent—. Es culpa mía.
Emmanuel abrochó los botones hasta el cuello sin hacer caso al mauriciano, que iba a tardar un buen rato en decir algo coherente. Le puso el gorro de lana y se lo caló bien en la cabeza.
—Toma —dijo Lana tapando a Vincent con una fina manta—. Esto servirá.
—Fui un egoísta —dijo Vincent cogiendo de la manga a Emmanuel—. No tendría que haberme casado con ella. Uno juega con fuego y se acaba quemando. Incluso hace diez años.
Emmanuel quería soltarse, pero no lo hizo.
—Yo la quería —dijo arrastrando las palabras de la emoción—. Con toda mi alma. Con todo mi corazón. ¿Qué tiene eso de malo?
—No tiene nada de malo —contestó Emmanuel—. Pero los hombres que van a entrar en esta habitación no quieren oír esas cosas. ¿Entiendes?
—Chsss… —Vincent se puso un dedo en los labios—. Secreto absoluto. Como cuando empezamos a salir. Que no se entere nadie.
—Exacto —dijo Emmanuel—. Secreto absoluto.
—Oui —Vincent se hizo un ovillo y su cara llena de cicatrices se relajó—. Ella me sigue queriendo. Así…
Emmanuel esperó a que se le cerraran los ojos y entonces apagó la lámpara y salió de la habitación. El jardín se veía hermoso a la luz de la luna. Si hubiera tenido una cerilla, lo habría reducido a cenizas. Incluso de niño había sentido ese impulso contradictorio. Al mirar por las ventanas del internado y contemplar el verde veld del verano y la cadena de montañas que resplandecían al atardecer había sentido lo mismo: la rabia ante la belleza abandonada de Sudáfrica y el deseo de hacerla pedazos con sus propias manos.
Emmanuel tuvo que forzar los músculos de la espalda para mover el pesado cuerpo drogado de Nicolai Petrov. Apenas unos metros le separaban de la habitación del servicio, pero cada paso le costaba un gran esfuerzo. Quizá una lluvia de bombas sobre el jardín aceleraría el proceso. Jamás había conseguido recuperar la rapidez que había descubierto que tenía al ser atacado por el enemigo en la línea de fuego. Tampoco había alcanzado jamás el mismo nivel de miedo. Al menos despierto.
Dobló la esquina de la kyaha y dejó a Nicolai en el suelo. Una media luna iluminaba el camino. Las pequeñas pastillas rojas que se había tomado el ruso en el asiento trasero del DeSoto no eran solo para el dolor. Debían de tener unos potentes barbitúricos, ya que seguía claramente bajo los efectos de la medicación. Lana metió la maleta a pulso por el agujero del seto mientras una soñolienta Natalya se agachaba en la oscuridad.
—Métete, rápido —dijo Lana señalando el agujero. Natalya entró en el túnel a gatas, sin dejar de despotricar ni un momento.
—Ahora tú —le dijo Emmanuel a Lana. Si los hombres del Departamento de Seguridad los estaban siguiendo, él sería el primero en enfrentarse a ellos.
—Deprisa —susurró ella antes de meterse a gatas por el agujero y desaparecer en el interior del seto.
Emmanuel levantó a Nicolai de los hombros y movió trabajosamente su enorme mole hasta la boca del túnel. El grueso abrigo de invierno era ridículo en aquel clima tropical, pero era ideal para arrastrar un cuerpo por el suelo. Las ramas rasgaron la cara chaqueta de Vincent Gerard y le arañaron la cara y las manos a Emmanuel. El túnel estaba hecho para una sola persona y apenas había sitio para arrastrar por él a un hombre prácticamente comatoso.
Se paró a mitad de camino para descansar los doloridos hombros y recuperar el aliento. En ese momento se oyeron las puertas de un coche cerrándose en la calle. Aquel sonido le sirvió para hallar nuevas fuerzas. Dio tres tirones más y Nicolai y él salieron del túnel y aparecieron entre las orquídeas blancas. No había ni rastro de Lana ni de Natalya. Por encima de la valla llegó el sonido de unas fuertes pisadas que se movían rápidamente. Alguien abrió una puerta de una patada con una bota. Le llegaron gritos de voces masculinas y oyó cómo los hombres entraban en la casa.
Emmanuel se puso a Nicolai sobre los hombros y echó a correr hacia la entrada para vehículos vacía. Se tropezó, pero recuperó el equilibrio. El hombre ruso dio un gemido. Emmanuel tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegar hasta la calle. Seguía sin haber ni rastro de Lana y Natalya. ¿Dónde demonios se habían metido?
Dio una vuelta completa y vio muros de ladrillo, rosas inclinadas y a Lana delante de la puerta abierta de un Plymouth verde. Había arrancado un coche haciendo un puente y tenía el motor al ralentí.
—Conduces tú —dijo Lana, que se sentó en el asiento del copiloto mientras Emmanuel metía a Nicolai en la parte trasera del Plymouth. Natalya se puso la cabeza de su marido en el regazo y le acarició la mejilla. Las luces de La Mer iluminaron el oscuro cielo. Hélène tendría a los hombres frente a frente en ese momento. Después de esa noche, Van Niekerk le iba a deber algo más que los papeles «europeos».
Emmanuel se sentó al volante del Plymouth y condujo lentamente hacia la calle. Una vez allí, pisó el acelerador. Las casas empezaron a pasar a toda velocidad y el capó encerado del coche brilló. Emmanuel notó cómo los fuertes latidos del corazón le retumbaban en los oídos. Metió tercera. No había ningún control de carretera. No había sirenas. Ya estaban a diez manzanas de la redada, circulando tranquilamente. La ciudad dormida abrazaba el gran puerto y el motor del coche puenteado emitía un suave murmullo.
—Sí que eres traviesa —dijo Emmanuel.
—Si no lo fuera, no te gustaría.
Los ojos de Lana brillaron con un oscuro placer y a Emmanuel se le cortó la respiración. Quería tocarla, saborearla y dejarse llevar por ella solo una vez más.
Sus miradas se encontraron, pero Emmanuel apartó la suya para comprobar que el coche seguía circulando por la calzada. En la mediana había una fila de caobas de Natal. Mantuvo la mirada fija en el frente. La mezcla de excitación y alivio era más potente que el alcohol o la morfina. Lana hizo un ruido suave y dulce con la garganta. La realidad se evaporó y se fue volando por el aire.
Ahora. La palabra brilló como un letrero de neón en un oasis en medio del desierto.
Ahora.
Emmanuel sabía que iba a parar unas calles más adelante. Un parque, un callejón a oscuras, una calle sin movimiento y sin salida…, no importaba. Lo que primero apareciera.
El Plymouth pegó un bote al pasar por encima de una rama que se había caído de uno de los árboles de la mediana y se oyeron quejas en el asiento trasero. Emmanuel redujo la velocidad y agarró el volante con fuerza. Los rusos.
—Joder —farfulló. Los rusos estaban en el asiento trasero.
—Esta noche, no —dijo Lana mirando por la ventana. Dejaron atrás un parque municipal lleno de oscuros rincones y con una zona poblada de árboles de la fiebre cuya espesa fronda les habría permitido perderse entre ellos.
Esa noche, no. Pero quizá otra. Aunque, sin el peligro y la euforia de haber conseguido escaparse de milagro, sus vidas se desarrollaban en lados opuestos de una gruesa línea divisoria. Las chispas que habían saltado entre ellos se apagaron, pero quedó un rastro del calor.
—Voy a volver a casa de Van Niekerk —dijo Emmanuel. La casa del inspector tenía altos muros, portones de hierro y un vigilante nocturno de guardia.
—De acuerdo —contestó Lana enroscándose un dedo alrededor de otro. Una ex camarera de la zona pobre de Umbilo que había llamado la atención de un astuto inspector de policía holandés no podía permitirse desaprovechar esa suerte.
Natalya dio un gemido y exhaló un suspiro en el asiento trasero del Plymouth, sonidos que estuvieron recordando su decepción a Lana y a Emmanuel durante todo el trayecto hasta la casa de Van Niekerk en el barrio de Berea.
Emmanuel, magullado y dolorido, se apoyó en el brazo del sofá de piel. Le dolía la espalda de arrastrar a dos hombres medio inconscientes por el jardín de La Mer y, ahora que ya no le corría la adrenalina por las venas, se había quedado con una sensación de vacío y derrota. El tiempo del que disponía para averiguar quién había matado a Jolly Marks, a la señora Patterson y a Mbali era de menos de catorce horas.
—¿Una copa? —preguntó Lana, que estaba al lado del mueble bar con dos vasos preparados. Los rusos estaban en la habitación de invitados de la esquina noroeste de la casa victoriana de Van Niekerk.
—Un whisky doble con soda, por favor —dijo Emmanuel acomodándose en el centro del sofá chester.
Lana le preparó la copa y se la dio antes de echar un poco de hielo y tres dedos de whisky escocés en un segundo vaso. Dio un buen trago y se hundió a su lado en el sofá de piel. Los cubitos de hielo tintinearon en los vasos.
—¿Crees que le habrán hecho daño a Hélène? —dijo Lana.
—Espero que no.
Eso era todo lo que podía ofrecer en relación con la seguridad de Hélène y Vincent Gerard. En ausencia de fe, lo siguiente mejor era la esperanza.
—Cuando esa clase de hombres se enfadan —dijo Lana en voz baja— hacen cosas horribles, sobre todo a las mujeres.
Ya no estaban hablando de Hélène Gerard. Emmanuel apoyó el whisky en la mesita de centro y se volvió hacia Lana. Unos mechones de oscuro pelo moreno le cayeron sobre la blanca piel de las mejillas y los cubitos de hielo de su copa golpearon el cristal del vaso. Aquella era la tensión de después de la batalla. Después de la euforia venía el miedo y la reapertura de viejas heridas.
—Hemos hecho lo que hemos podido en el tiempo del que disponíamos —dijo Emmanuel. No era suficiente, lo sabía.
—No tendríamos que haberlos dejado allí. Esos hombres les van a hacer daño.
—Eso no lo sabemos con certeza.
Le quitó el vaso de la mano a Lana antes de que lo rompiera de tanto apretarlo y lo apoyó en la mesa, al lado de su whisky intacto. Ni con todo el alcohol del mundo se podrían eliminar los daños causados a Hélène y a Vincent. Le cogió las manos a Lana; las tenía heladas.
La cerradura de la puerta principal se abrió con un fuerte chasquido y Lana se soltó y se levantó de un brinco. Evitó la mirada de Emmanuel y se atusó el cabello antes de dirigirse hacia la puerta.
—Kallie —dijo mirando hacia el pasillo—, estoy aquí abajo. Tenemos visita.
Emmanuel volvió a coger el vaso de whisky de la mesa. Se fijó en el color dorado del líquido al moverse, pero no lo tocó. Tenía que mantenerse lúcido. Había llegado la hora de sacarle la verdad al ambicioso inspector holandés sobre su puesta en libertad y sobre la redada nocturna en La Mer.
Se levantó y puso los dos vasos medio llenos en el carrito de plata antes de moverlo a donde no se viera. A ningún hombre, y a Van Niekerk menos que a nadie, le gustaría encontrarse a su chica disfrutando de una bebida cara en compañía de un subordinado.
El inspector le dio un beso en la mejilla a Lana y se asomó al salón.
—Cooper —dijo.
—Inspector.
—Tienes una pinta horrible —el rostro enjuto de Van Niekerk tenía un toque de color tras una larga noche de comida pesada y alcohol. O quizá por fin le había ganado la batalla al sostén de su prometida—. ¿Alguna novedad?
—Dígamelo usted —dijo Emmanuel.
—¿Qué significa eso?
—Hace menos de una hora ha habido una redada en casa de Hélène Gerard. Hemos conseguido salir de allí por los pelos antes de que echaran la puerta abajo.
—¿Has sacado de allí a los rusos? —preguntó Van Niekerk.
—¿Desde cuándo sabe usted lo de los rusos?
A Emmanuel se le hizo un nudo en el estómago. En lo más profundo de su ser había guardado esperanzas de que el inspector no tuviera información suficiente para haber planeado la redada en La Mer.
—Hélène me llamó esta tarde. Dijo que habías llevado a un matrimonio ruso a la casa.
Su miedo se convirtió en ira y se acercó al inspector. No se tragaba la aparente ignorancia de Van Niekerk. Alguien le había revelado la ubicación del Château la Mer al hombre del Dodge negro.
—He dejado a Hélène atada a una silla, muerta de miedo. A Vincent le he metido en la habitación del servicio, sangrando. Podría haberles advertido de que iba a haber una redada, pero los ha echado a los lobos.
—Yo no he tenido nada que ver con la redada. Yo jamás pondría a Hélène y a Vincent en esa tesitura, después de lo que han pasado —dijo Van Niekerk—. Yo he estado toda la noche en el norte de la ciudad, brindando por la futura reina.
—¿Ha estado celebrando la coronación en una fiesta de postín casi hasta las tres de la madrugada?
—La fiesta ha terminado hace veinte minutos —Van Niekerk se aflojó la corbata negra y la tiró al sofá—. Y ojo con ese tono, Cooper.
—No hace falta que estuviera allí físicamente para estar involucrado en la redada —dijo Emmanuel—. No tenía más que hacer una llamada y avisar al Departamento de Seguridad.
—Estoy borracho, Cooper —dijo el inspector pasándose la mano por la barbilla y las mejillas—, pero no tanto como para llamar al Departamento de Seguridad. Eso nunca.
Van Niekerk no dejaba que nadie metiera mano en sus asuntos. El poder y la autoridad personales eran lo único que importaba en su mundo. Emmanuel se dio cuenta de que la idea de compartir cualquier botín con el Departamento de Seguridad era inconcebible para el inspector.
—¿Puedes prepararle un café al inspector? —le dijo a Lana—. Solo y con mucho azúcar, por favor.
—Buena idea, muy buena idea —asintió Van Niekerk—. Llévamelo al despacho con un paquete de tabaco. Y un par de tostadas.
—Ja, ahora mismo —contestó Lana retirándose hacia la parte trasera de la casa. Ayudar en la cocina era una de sus obligaciones.
—Hay un teléfono en el despacho —dijo Van Niekerk, que se dirigió hacia la puerta detrás de Lana—. Ven conmigo, Cooper. Tengo que hacer unas llamadas.
Entraron en la habitación a oscuras y encendieron las luces. El inspector rebuscó en su bolsillo trasero y sacó una cadena plateada con tres llaves de distintos tamaños. Intentó meter la llave en la cerradura pero arañó la superficie de madera del cajón del escritorio.
—Estoy que reviento —le dijo a Emmanuel mientras le lanzaba las llaves por encima del escritorio—. Hazlo tú.
Emmanuel abrió el último cajón. Dentro había cuatro cuadernos encuadernados en piel. Así que era verdad. Había hombres que tenían pequeños cuadernos negros con los secretos de otros. Los registros de las noches de vigilancia del puerto también estaban allí. Decenas de policías dormían tranquilos sin saber que las pruebas que podían causarles la ruina estaban ahí mismo, al alcance de la mano de Van Niekerk. ¿Tendría guardadas en otro cajón las fotografías subidas de tono que habían salido a la luz durante la investigación de Jacob’s Rest?
—¿Qué es lo que necesita? —preguntó Emmanuel.
—Todo —contestó Van Niekerk mientras se sentaba detrás del escritorio y se desabrochaba la chaqueta—. Vamos a tener que hacer unas llamadas y pedir unos cuantos favores antes de que amanezca.
Emmanuel sacó la pila de cuadernos y los puso sobre el escritorio de caoba. Estaba seguro de que en alguno de ellos estaba su propio nombre. ¿En qué apartado estaría? ¿Fracasado con talento, empleado, recurso reemplazable?
—Gracias a Dios —la llegada de Lana fue recibida con entusiasmo por Van Niekerk—. Eso es, buena chica. Necesito dos tazas de café solo y un cigarrillo antes de descolgar el teléfono.
Lana apoyó la bandeja en el escritorio y le puso un plato de tostadas al lado de la mano. Le sirvió un café solo, añadió tres cucharadas de azúcar y lo removió antes de dejar la taza cerca del plato, donde pudiera alcanzarla cómodamente. A continuación se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió, dio una calada y se lo pasó al inspector. Emmanuel se fijó en las manchas de carmín del filtro. Se había repasado los labios. Empezó a servir una segunda taza de café.
—Cooper se las puede arreglar él solo —dijo el inspector en voz baja. Lana apoyó la cafetera.
—¿Puedo hacer algo más, Kallie? —preguntó con una sonrisa forzada.
—Vete a la cama y descansa. Parece que ha sido una noche muy larga para ti y para Cooper.
Incluso borracho, el astuto holandés sabía oler información en el ambiente más deprisa que los miembros más experimentados de la policía judicial.
—Buenas noches, entonces —dijo Lana, que salió del despacho y se encaminó al dormitorio sin dirigir la mirada a Emmanuel.
El inspector Van Niekerk se bebió el café de un trago y puso los cuadernos bien ordenados en fila. Acarició las cubiertas con los dedos.
—¿Qué ha pasado esta noche, Cooper?
—Lana estaba en La Mer cuando se ha producido la redada. Me ha ayudado a sacar a los rusos de allí.
—¿Cómo ha llegado a La Mer desde aquí?
—Le he pedido que me ayudara a traducir esto —Emmanuel sacó la Walther PPK y se la enseñó al inspector—. Tiene una inscripción en ruso grabada en un lado.
—Preciosa —Van Niekerk se fijó en el arma con admiración antes de mirar a Emmanuel—. ¿Cómo sabías que Lana hablaba ruso?
—Le he preguntado si conocía a alguien que lo hablara —contestó Emmanuel— y se ha ofrecido ella.
—¿Así de sencillo?
«Si las serpientes sonrieran», pensó Emmanuel, «tendrían exactamente la misma cara que tenía Van Niekerk en ese momento».
—Sí, así de sencillo —dijo. A continuación preguntó—: ¿Por qué firmó los papeles para que me pusieran en libertad, inspector?
—Ya te lo he dicho.
—Me ha dicho una mentira. Ahora dígame la verdad.
—¿Cuándo te diste cuenta? —preguntó el inspector. No había mucha gente que lograra sacarle ventaja. Aquello convertía el ser descubierto en un extraño placer.
—La tarde que me dejó en La Mer. Tenía la voz relajada, pero le sudaban las manos. ¿Por qué firmó?
El inspector encendió otro cigarrillo y dijo:
—En mitad de la fiesta del otro día recibí una llamada en la que me dijeron que te habían detenido y que estaban a punto de acusarte de tres asesinatos. Me preguntaron si me gustaría colaborar.
—¿Cómo sabía esa persona que nos conocemos?
El inspector había mantenido todo el pasado en secreto. Ni siquiera Lana Rose estaba al corriente.
—Buena pregunta, muy buena pregunta. La misma que me hice yo inmediatamente. Durban queda muy lejos de Johannesburgo. Solo alguien con acceso a los archivos de la policía judicial podía saber que tú y yo habíamos trabajado juntos.
—¿Intercedió para que me soltaran porque quería averiguar quién estaba buscando información en sus archivos?
—No fue solo por eso, Cooper —contestó el inspector—. Quería que te soltaran y quería saber por qué había intervenido el misterioso hombre de la llamada. ¿Le diste a alguien tu nombre y tu antiguo cargo antes de que te detuvieran?
—No, jamás —dijo Emmanuel, pero entonces recordó la zona de carga del puerto—. No, no es verdad. La noche del asesinato de Jolly Marks les dije a dos sospechosos que era el oficial Emmanuel Cooper de la policía judicial.
—El hombre que me llamó sacó tu nombre y tu cargo de algún sitio. Quizá la información salió de esos sospechosos.
—Es muy improbable —dijo Emmanuel—. Uno es casi un niño y el otro es el gánster más tonto de todo Durban.
—Y ese gánster… ¿podría ser informante de la policía?
—No puedo afirmarlo con seguridad, pero sería muy raro.
Parthiv y Giriraj le habían secuestrado en el puerto porque pensaban que era policía. No habían recurrido ni una sola vez a un «enchufe» en la policía para salir del lío en que se habían metido la noche del asesinato.
—¿Le dijiste a alguien más que eras oficial de la policía judicial de Marshall Square? —Van Niekerk volvió a lanzarle la pregunta.
—No —contestó Emmanuel.
—¿Estás seguro?
—Sí, completamente. ¿Por qué?
—Porque, si eso es cierto, la información personal sobre ti tuvo que salir del lugar del crimen del pequeño Marks —señaló Van Niekerk.
Un escalofrío le recorrió la espalda a Emmanuel al comprender lo que eso implicaba.
—Había alguien más en la zona de carga del puerto esa noche, observando y escuchando —dijo—. ¿Un policía?
—Fue alguien con capacidad para solicitar información sobre ti urgentemente y recibirla en un solo día. Fue entonces cuando debió de salir mi nombre.
—¿Tiene alguna idea sobre quién era la persona que le llamó? —preguntó Emmanuel. En el curso de la investigación solo había conocido a una persona que sospechara que tenía acceso a información de alto nivel: Afzal Khan.
—Un soutpiel —respondió Van Niekerk, utilizando un término despectivo que significaba «polla salada» y que denominaba a un inglés con un pie en Sudáfrica, el otro en Inglaterra y el pene colgando en el mar—. Era la voz de una sabandija muy servicial que pensó que podía utilizar a un policía holandés y a un antiguo oficial de la policía judicial y después deshacerse de ellos.
La descripción ni siquiera se acercaba a la de Khan.
—¿Utilizarnos para qué? —preguntó Emmanuel. Le habían soltado para que encontrara al asesino de Jolly.
—Esta noche nos han dado la respuesta a esa pregunta, Cooper —dijo Van Niekerk—. El asesinato de Jolly Marks era la excusa, el gancho. El objetivo principal era localizar a los rusos. Te soltaron para que los encontraras. ¿Cómo lo hiciste, por cierto?
—La libreta —contestó Emmanuel, que sintió la intensa satisfacción de encontrar la pieza de la esquina de un rompecabezas—. La información que me llevó hasta los rusos estaba en la libreta, pero Jolly la tiró antes de que el asesino le alcanzara. Creo que la libreta fue la razón por la que Jolly fue asesinado.
La satisfacción empezó a evaporarse y le dejó una sensación de pánico en la boca del estómago. Eso era lo que conectaba los tres asesinatos: la libreta.
—La señora Patterson y Mbali debieron de sorprender al asesino cuando fue a los apartamentos Dover a buscar la libreta —añadió.
Dios santo. Si la hubiera dejado a la vista en lugar de esconderla en el bote de la harina como un neurótico paranoico se podrían haber salvado dos vidas. Aquella decisión ya no tenía vuelta atrás. Tenía que enfrentarse a los peligros de la situación actual.
—Ahora que he localizado a Nicolai y a Natalya —dijo Emmanuel—, soy prescindible.
—No mientras nosotros tengamos a los rusos —Van Niekerk se puso de pie y levantó la hoja de una ventana. La fresca brisa nocturna entró en la habitación. El inspector se asomó a la ventana y gritó—: ¡Barnaby, ven aquí, rápido!
El vigilante nocturno negro llegó corriendo hasta el gran porche y se agachó.
—Yebo, Inkosi.
—Cierra los portones con llave —dijo Van Niekerk—. No dejes entrar a nadie sin mi permiso. ¿Entendido? A nadie.
—Ahora mismo.
Barnaby atravesó corriendo el jardín y pronto se oyó el temblor de las enormes puertas al arrastrarse sobre la gravilla.
El inspector volvió a sacar la cadena plateada y abrió un aparador de madera oscura con la llave más grande. Dentro había pistolas, escopetas de uno y dos cañones y dos ballestas de madera y acero en unos estantes diseñados expresamente para guardar armas.
—¿Le preocupa su seguridad personal? —preguntó Emmanuel con sequedad.
—Me gusta la caza —Van Niekerk seleccionó un Colt con empuñadura de nácar y una funda de cuero del armero. Enfundó el arma antes de cerrar el armario, que originalmente había sido diseñado para guardar la porcelana de la familia—. Ese soutpiel no tiene ni idea de con quién se las está viendo.
—Tenemos a los rusos, tenemos armas y tenemos muros altos —dijo Emmanuel—, pero no tiene sentido quedarnos aquí sin hacer nada. Si queremos salir de esta, necesitamos nombres y caras. Necesitamos saber a quién nos enfrentamos.
—Empecemos con los sospechosos obvios.
El inspector abrió uno de los cuadernos negros, buscó una entrada y marcó un número de teléfono. Tardaron un rato en contestar.
—¿Howzit, Tonk?
La conversación continuó en afrikáans, la lengua de la infancia de Emmanuel y de sus secretos y sus miedos. Ahora casi nunca la hablaba. Durban ofrecía pocas oportunidades de practicar la Taal y Emmanuel no echaba de menos hablarla, a pesar de que algunas palabras y expresiones le venían a la cabeza primero en afrikáans y tenía que traducirlas mentalmente al inglés. La lengua holandesa era la lengua de su padre y eso bastaba para darle un sabor agrio que no desaparecería nunca.
Van Niekerk colgó el teléfono.
—No ha sido el Departamento de Seguridad —dijo—. No tienen nada hasta el próximo viernes, y ese día van a hacer una redada en casa de un sindicalista en Cato Manor. ¿Los hombres de casa de Hélène podrían ser de la policía normal?
—No lo creo. El subinspector Robinson y el agente Fletcher han estado vigilando la casa de Jolly Marks esta tarde. Han cumplido las normas del trato de mi puesta en libertad. Los hombres de delante de casa de Hélène no tenían ninguna intención de participar en ese juego.
—Alguien con un alto cargo y con información está al mando —Van Niekerk desordenó los cuadernos y volvió a ordenarlos, revisando mentalmente el contenido en busca de información—. Un policía. Estoy seguro.
—Un profesional.
Emmanuel le contó al inspector el incidente del Dodge negro y el tiroteo del promontorio y la naturaleza premeditada del ataque.
—El hombre del Dodge tenía que saber dónde estaba la casa de Hélène Gerard antes del episodio del promontorio, porque es imposible que nos siguiera hasta allí.
—Eso no es posible… Yo soy el único que tiene esa información, Cooper.
—Puede que no —dijo Emmanuel irguiéndose en su silla—. El tipo de la sala de interrogatorios. Se bajó a media manzana de la comisaría. Pudo seguirnos hasta casa de Hélène. Simplemente se usó el método de marcar y soltar: dejas a un sospechoso en libertad y le sigues para ver adónde va. La policía judicial utiliza la misma técnica. Solo que esta vez la han usado con nosotros.
Van Niekerk fue pasando un dedo por la lista de nombres del cuaderno de vigilancia de Point. La luz de la lámpara era lo suficientemente intensa para captar un atisbo de placer en sus ojos.
—Voy a llamar a algunos de mis contactos y a intentar averiguar el verdadero nombre del albino —dijo—. Tú habla con los rusos y entérate de quiénes son y qué están haciendo en Durban. Todavía tenemos que averiguar quién mató a Jolly Marks y a las dos mujeres. ¿Tienes algo?
—Un sospechoso más, un predicador americano sin apellido ni dirección. No le he visto desde primera hora de esta tarde. Es posible que se esté escondiendo.
—Encuéntralo. Necesitamos a alguien a quien colgar por esos asesinatos —dijo el inspector con frialdad.
En ese momento sonaron tres golpes en la puerta del despacho.
—Adelante —dijo Van Niekerk. Lana entró en la habitación apresuradamente con la bata de seda blanca que había llevado al principio de la noche. Se le abrió el cuello y se tapó cerrándose las solapas con la delgada mano.
—Es el viejo —dijo—. Está empapado en sudor y tiene la cara de color ceniza. Necesitamos un médico.
—Mal asunto —farfulló Van Niekerk, que alargó la mano para coger del escritorio el primer cuaderno encuadernado en piel—. Todos mis contactos médicos están en Jo’burgo. Tengo un nombre en la lista de Durban, pero ese va a estar borracho hasta el mediodía.
Emmanuel asimiló la información. Sin Nicolai, el hombre que estaba detrás de la operación clandestina se desvanecería, pero los tres cargos de asesinato se mantendrían. Por un agujero que se le había hecho en el bolsillo del pecho de la chaqueta de seda de Vincent Gerard asomaba el borde de un trozo de papel. Emmanuel sacó la postal llena de manchas y volvió a leer la invitación garabateada.
—Yo conozco a alguien —dijo.